Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 11 de julio de 2014

En la mítica Carcosa...




«Para gozar de un cuento de miedo, se necesita suspender voluntariamente la incredulidad.»

James Taylor Coleridge


    He puesto aquí, en su momento, historias cortas de Hermann Hesse y de Lord Dunsany, algún cuento romántico e incluso una narración de Howard Phillips Lovecraft (La llave de plata), y se me ocurre ahora que estaría bien añadir a esa lista el relato de Ambrose Bierce que mencionaba en la anterior entrada sobre Jung: Un habitante de Carcosa.
    El relato lo descubrí hace ya unos cuarenta años en el libro antológico de «Los Mitos de Cthulhu» (Alianza Editorial - Madrid, 1969), una selección de textos de Lovecraft y otros autores referente a ese ciclo mitológico de ficción, que realizó concienzudamente el doctor y ensayista Rafael Llopis. Como dije anteriormente, se trata de un relato «inquietante», situado en la mítica ciudad de Carcosa, con un ambiente onírico y extraño que a mí me impresionó mucho entonces, cuando lo leí por primera vez durante una noche de hace cuarenta años; y lo sigue haciendo. En mi breve resumen anterior cuento superficialmente su desarrollo y descubro el final, pero eso no es óbice para leerlo completo, porque la inusitada y oscura belleza del relato está en escuchar la numinosa música que resuena en sus escasas cinco páginas, escritas magistralmente por el americano Ambrose Gwinett Bierce, aquel narrador y periodista que desapareció enigmáticamente durante la guerra de México en 1913, no sin antes dejar escrito (en 1911), aparte de muchos cuentos anteriores, realistas y de misterio, su conocido, ácido e ingenioso «Diccionario del Diablo».   
    Poco he leído de la obra de Bierce, pero me atrevo a afirmar que este "Inhabitant of Carcosa" representa una pequeña joya de ese género fantástico o sobrenatural, y que sin duda merece estar junto a las mejores obras de Lovecraft o incluso del mismo Poe. En cualquier caso, aquí os dejo con esa atmósfera inquietante, que recuerda el ambiente de ciertos sueños extraños, y en la que uno llega a sentir el vértigo, el miedo y, asimismo, la fascinación que provoca el asomarse al otro mundo.        


Antonio H. Martín 
(11 de julio, 2014)


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Un habitante de Carcosa


    Existen, pues, diferentes clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en tanto que en otras desaparece completamente a la vez que el alma. Esto no sucede, por lo general, más que en soledad (tal es la voluntad de Dios) y, no habiendo asistido nadie a ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es cabalmente verdad. Pero a veces, la cosa se produce en presencia de varios, cuyo testimonio viene a ser la prueba. Hay una clase de muerte en que el alma muere también, y aun se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchísimos años. Y a veces (poseemos pruebas irrefutables), el alma muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se convirtió en polvo.


    Meditando estas palabras de Hali (¡Dios le conceda el descanso eterno!), y preguntándome cuál sería su sentido pleno (como aquel que posee ciertos indicios, pero se pregunta si la verdad no será algo distinta de lo que él ha discernido), no presté la menor atención al paraje donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un soplo glacial que me hizo tomar conciencia del escenario en que me hallaba. Observé con estupor que nada me resultaba familiar. A mi alrededor se extendía una inmensa llanura desierta, barrida por el viento, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa de otoño, mensajera de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, veía unas rocas que emergían del suelo con formas extrañas y fúnebres colores; parecían estar en connivencia y cambiar miradas significativas y ansiosas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola confabulación de silencio y espera. A pesar de la ausencia del sol, me pareció que la tarde debía de estar muy avanzada. El aire era frío y húmedo, pero lo sabía por intuición más que de manera física, puesto que no experimentaba la menor sensación de molestia. Por encima de toda la extensión del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas, suspendidas como una maldición visible. En todo se leía una amenaza y un presagio que sugerían el crimen y anunciaban el juicio. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento gemía en las ramas desnudas de los árboles muertos; la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento turbaba la calma terrible de ese siniestro lugar.
    Observé en la yerba cierto número de piedras erosionadas por la intemperie que, evidentemente, habían sido trabajadas por herramientas. Rotas, cubiertas de musgo, medio hundidas en la tierra, yacían totalmente caídas en el suelo o se inclinaban en ángulos diversos. Sin duda alguna, eran piedras funerarias, pero las tumbas propiamente dichas no existían ya. No se veían túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más macizos marcaban el sitio donde un sepulcro pomposo o un monumento soberbio habían lanzado al olvido su desafío irrisorio. Estos vestigios de la vanidad humana, esos monumentos conmemorativos de piedad y de afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar, incluso, me daba una impresión de descuido y de abandono tal, que no pude por menos de pensar que había descubierto el cementerio de una raza de hombres prehistóricos, de una nación cuyo nombre incluso había desaparecido hacía muchísimos siglos.
    Sumido en estos pensamientos permanecí un momento sin prestar atención al encadenamiento de mis propias aventuras, pero no tardé en preguntarme: «¿Cómo he venido aquí?» Un instante de reflexión bastó para proporcionarme la respuesta, así como para explicarme, aunque ello me inquietase aún más, el carácter extrañamente sobrenatural con que mi imaginación había revestido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Ahora recordaba que había sufrido un ataque de fiebre repentina, que los míos me habían contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire libre y libertad, y cómo me habían mantenido en la cama a la fuerza para impedir que huyese de casa. A la sazón, habiendo escapado a la vigilancia de quienes me cuidaban, había vagado hasta aquí para ir... ¿para ir adónde? No tenía ni idea. Sin duda alguna me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa. En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana: no se veía ascender ninguna hebra de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo humano socorro? Todo eso, todo sin excepción, ¿no sería una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mi mujer y a mis hijos en voz alta, tendí mis manos hacia las suyas, caminando entre las piedras deshechas y la yerba marchita. 
    Un ruido, tras de mí, me hizo volver la cabeza. Era un animal salvaje, un lince, que se me acercaba. Me vino un pensamiento: «Si caigo aquí, en este desierto, si la fiebre vuelve y mis fuerzas me abandonan, esta bestia me destrozará la garganta». Salté hacia el lince, gritando. El, por su parte, pasó a un palmo de mí, con su trote pacífico, y desapareció tras una roca. Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de tierra un poco más allá. Coronaba la pendiente más alejada de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura que se extendía hacia el infinito. En seguida vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Medio desnudo, medio vestido con pieles de animales, tenía los cabellos en desorden y una larga barba erizada. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante que esparcía un largo penacho de humo. Caminaba lentamente, con precaución, como si temiera caer en una fosa abierta, oculta por la yerba alta. Esta extraña aparición me provocó una gran sorpresa, pero no terror. Me dirigí hacia él y le abordé diciéndole:
    —¡Que Dios te guarde!
    No me prestó atención, y continuó su camino.
    —Buen extranjero —proseguí yo—, estoy enfermo y he perdido mi camino. ¿Tendrías la bondad de indicarme la dirección de Carcosa?
    El hombre entonó una melopea bárbara en lengua desconocida, siguió caminando, y desapareció. Sobre la rama de un árbol podrido un búho lanzó un aullido siniestro y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de un brusco desgarrón de nubes, ¡Aldebarán y las Híadas! Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y sin embargo, yo veía en torno mío, veía incluso las estrellas en ausencia de toda oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía hacerme ver ni entender. ¿Qué espantoso sortilegio presidía mi existencia?
    Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Persuadido de mi locura buscaba, no obstante, un motivo para dudar de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
    La gruesa raíz de árbol gigante contra el cual me apoyaba, estaba abrazada y oprimía una losa de granito que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. La piedra, aunque muy deteriorada, se encontraba de esta suerte al abrigo de las inclemencias del tiempo. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada y hollada por unos surcos profundos. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Esta piedra había señalado, indudablemente, una sepultura que el árbol había empujado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida. Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramitas acumuladas sobre la losa. Distinguí entonces los caracteres, cincelados en bajorrelieve, de su inscripción, y me incliné a leerla. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre, con todas las letras! ¡La fecha de mi nacimiento! ¡Y la fecha de mi muerte!
    Un rayo horizontal de luz sonrosada iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
    Un coro de lobos aullantes saludó la aurora. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos o en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias la extensión desértica que se abría ante mis ojos y se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa. 


    Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.


Ambrose Bierce
(1888) 






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imagen 1: Winter Landscape - Caspar David Friedrich
imagen 2: retrato de Ambrose Bierce

11 comentarios:

  1. Nada como haber hecho un buen acopio de endorfinas para liberar a la importante hora del último suspiro.

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  2. Pues parece que este personaje de Bierce tenía muchas endorfinas acumuladas, jeje. Porque... ¡vaya un viaje!

    Saludos, MJ.

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  3. Releí no hace mucho la antología que citas, pero no recordaba que este cuento fuera de Bierce. Muy bueno!

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  4. Pues sí, don José, es de Ambrose Bierce y es muy bueno. Cuando lo leí hace cuarenta años me dejó con una sensación rara... Tanto, que no me apeteció nada salir de la cama aquella noche. ¿Miedo? Sí, seguro, pero sobre todo fue por esa sensación que te deja de desolación y por ese roce con el misterio de la muerte, con lo insondable y lo numinoso.

    Un saludo.

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  5. Hay una magnífica película de Gregory Peck y Jane Fonda, basada en la desaparición de Bierce, en el México de Pancho Villa y creo que no es la única. Realmente, el fue tal cual, como uno de sus mismos personajes. Incluso más 'romántico' :)

    El cuento, que no conocía, me recuerda, aunque no por argumento, sí por atmósfera a La Noche de Maupassant.

    La noche

    Saludos.

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  6. Ah! la pelicula, aquí, se llamó 'Gringo viejo'

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  7. Sí, he visto un par de veces esa película de "Gringo viejo"; creo que fue uno de los últimos filmes de Gregory Peck, si no el último. Pero no he leído aún La Noche, de Guy de Maupassant. Aunque acabo de echar un primer vistazo (por Internet) y sí parece tener trazas de similitud con el cuento de Bierce; al menos, como dices, en cuanto a la atmósfera.
    En cuanto al 'romanticismo' de Ambrose Bierce, no hay más que leer este texto, que escribió a un familiar poco antes de desaparecer en México, en 1913:

    «Adiós. Si oyes que he sido colocado contra un muro de piedra mexicano y me han fusilado hasta convertirme en harapos, por favor, entiende que yo pienso que esa es una manera muy buena de salir de esta vida. Supera a la ancianidad, a la enfermedad, o a la caída por las escaleras de la bodega. Ser un gringo en México. ¡Ah, eso sí es eutanasia!»

    Lo que me recuerda, de alguna forma, a Lord Byron.

    Pero lo que más me atrae del cuento de Bierce es precisamente la atmósfera. Ese ambiente extraño y onírico en que parece que uno se encuentra más allá de la frontera... El protagonista lo está, evidentemente, pero uno al leerlo contacta con ello y se coloca un poco en ese borde vertiginoso, en el que se ven las luces y las sombras del otro mundo. Es, a través de esa lectura, como beber de las fuentes del inconsciente.

    Un saludo, Crystal

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  8. Querido Antonio, veo que sigues escribiendo y que lo haces de la misma forma, con magia y pasión. Gracias por estar siempre ahí.

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  9. Así es, Salut, no se me ocurre nada mejor que escribir. Aparte de pensar y sentir, claro, sin lo cual no habría escritura. Magia y pasión, ese es mi lema.

    Un abrazo.

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  10. Me agrada mucho tu espacio , es interesante recorrer textos no tan difundidos.

    Saludos .

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  11. Me alegro, Pablo.
    Ese es el motivo de poner relatos ya publicados hace tiempo, que supongo que no están lo bastante difundidos.

    Gracias por tu visita. Un saludo.

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