Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







martes, 30 de diciembre de 2008

La oscuridad luminosa


La Oscuridad Luminosa


Es curioso observar cómo mi breve escrito sobre el vacío ha producido ciertas reacciones... Parece que, a pesar de las modernidades, hay temas que siguen siendo intocables.
Pero la culpa de esto la tiene la falta de flexibilidad de algunas formas de pensamiento. Imágenes pétreas que son inamovibles, porque se las tiene un profundo respeto y están fuertemente entrelazadas con las propias creencias y sentimientos.
Ante este tabú, sólo se me ocurre aquello que leí una vez en una historia zen, de que no hay que confundir el dedo con la luna. Porque una cosa es el dedo que señala y otra muy distinta la luna señalada.
No considero necesario afirmar que, a mi manera, yo también creo en dios. Lo que ocurre es que mi ‘dios’ es mucho más abstracto y no tiene una forma definida y, por supuesto, tampoco tiene un nombre. Ni siquiera es un dios. Pero incluso esto puede ser volteado y decir que mi dios tiene un millón de formas y mil nombres. Es lo mismo y me da igual. Y no me estoy refiriendo al panteísmo.
En definitiva, creo que hay un orden subyacente en todo lo que existe; creo que la vida, a pesar de sus aparentes incongruencias, tiene un sentido. Y esto lo creo, no porque me duela no creerlo, sino porque me parece que es lo más natural del mundo. Es algo que percibo y constato cada vez que abro la boca para respirar, cada vez que abro los ojos para mirar.
Y para ello no necesito de ninguna imagen unívoca que me lo represente, de ningún nombre, de ningún fetiche. Por eso es por lo que me inclino a llamarlo simplemente “el vacío”. Que es algo así como el origen de todas las cosas. Antes de que existiera nadie que pensara en un dios, antes incluso de que hubiera un dios para crear el universo y poner en su sitio las estrellas, antes ya estaba el vacío. Estaba incluso antes de que existiera eso que llamamos tiempo. O sea, que estaba antes de antes...
Las palabras se pierden en este océano, son como niños que no saben nadar, y mucho menos bucear. Y ante cualquier intento humano de moldear e interpretar lo que no tiene voz ni forma, pero tiene asimismo todas las formas y todas las voces, lo que resulta es una verborrea absurda que no dice nada.
En fin, no era necesario afirmarlo pero lo he hecho. Aunque seguramente nada ha quedado claro, pero eso ya lo sabía. El vacío es así de escurridizo.

Me gusta ahora terminar con unas palabras del amigo Alan Watts, recogidas por su hijo Mark, en un libro póstumo de 1995 que tituló El Tao de la Filosofía:

“... Detrás de la imagen-padre, detrás de la imagen-madre, detrás de la imagen de la luz inaccesible, y detrás de la imagen de la oscuridad profunda y abismal, existe otra cosa que no podemos concebir en absoluto. San Dionisio lo llamó la “oscuridad luminosa”. Nagarjuna lo llamó 'sunyata', el vacío. Shankara lo llamó 'brahman', eso de lo que nada puede decirse en absoluto, 'neti-neti', que está más allá de cualquier concepto. Sin embargo, esto no es ateísmo en el sentido formal de la palabra. Por el contrario, ésta es una actitud profundamente religiosa, porque corresponde prácticamente a una actitud hacia la vida de confianza total en soltar. Cuando creamos imágenes de Dios, todas ellas son realmente demostraciones de nuestra falta de fe. Son algo a lo que agarrarse, algo para mantenerse aferrados. ¿Hasta qué punto son firmes los cimientos que nos sostienen, la Piedra de los Tiempos, cualquier otra cosa a lo que puedan asirse? Sin embargo, cuando no nos agarramos, tenemos la actitud de la fe. Si sueltan todos los ídolos, descubrirán, por supuesto, que eso desconocido, que es el fundamento del universo, es precisamente ustedes. Pero no es el yo que piensan que son. No es la opinión, la idea o imagen que tienen de sí mismos, y tampoco es esa sensación crónica de esfuerzo muscular que normalmente llamamos “yo”. Por supuesto, no lo pueden agarrar, pero ¿para qué necesitarían hacerlo? Incluso si pudieran, ¿qué es lo que harían, quién haría qué con ello? Nunca pueden conseguirlo, porque es el profundo misterio último. Así pues, la actitud de fe es dejar de perseguir objetivos y dejar de aferrarse a ellos, porque cuando esto sucede sobrevienen las cosas más sorprendentes. Todas esas ideas de lo espiritual, de lo divino y esa actitud de que “debemos seguir las leyes que han sido establecidas y que estamos obligados a confirmar” no es la única forma de ser religioso o de relacionarse con el misterio inefable que se halla en la base de nosotros mismos y del mundo.”

Alan Watts


No sé si con esto se aclara más la cosa, pero aquí queda por si acaso alguien entiende lo que se quiere expresar.
Que los buenos dioses os acompañen y guíen por siempre. Y que de ese vacío insondable, de esa oscuridad luminosa, siga saliendo la multiplicidad de voces e imágenes que nos gusta llamar vida.

Amén.


AHM
(30 de diciembre, 2008)

domingo, 28 de diciembre de 2008

El vacío III

El vacío II

sábado, 27 de diciembre de 2008

El vacío




Pienso que la creencia en dios surgió, en un principio, del miedo a lo desconocido, de la necesidad de tener un apoyo, un respaldo, una protección, un orden en medio del caos, una luz que guiara al hombre entre la oscura selva de un universo amenazador e incomprensible.
Pasado el tiempo, ya en su madurez, el hombre entendió que aquella creencia fue fruto de la necesidad, algo así como buscar un padre o una madre que había perdido y le era imprescindible para la vida. Entendió que su dios pudiera ser sólo un invento de su mente asustada.
Pero este entendimiento le dejó de nuevo huérfano ante el misterio de la vida, ante el universo, que ahora olía a vacío y volvía a ser amenazador e incomprensible.
Sin dios la vida no tenía sentido. Los esforzados intentos de científicos y filósofos por explicar lo inexplicable sólo complicaban más las cosas.
El hombre, aunque viejo, seguía siendo en el fondo un niño, y seguía necesitando la cercanía de un padre y una madre que le guiara en medio del caos y diera sentido a su existencia.
Muchos siguieron creyendo en dios, otros se inventaron dioses nuevos, ídolos, fetiches, amuletos… Y otros, simplemente, divinizaron las cosas que tenían alrededor, lo más inmediato y cercano. Cualquier cosa valía para escapar a la locura, para huir del vacío.
Ese mismo vacío del que habían surgido todos los seres y las cosas, el mismo hombre y el propio dios.

AHM.
(27-Febrero-2006)
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Tal y como indica la fecha, esto lo escribí hace dos años. Y hoy debería añadirle un comentario, pero lo haré en otro momento.

imagen: Carel Willink (1900-1983).

jueves, 25 de diciembre de 2008

Un extraño en la cocina



UN EXTRAÑO EN LA COCINA *


Aquella noche, que por un convencionalismo antiguo la gente llamaba “noche buena” y otra gente, por uno más antiguo aún, “la fiesta del invierno”, el viejo solitario volvió a pasear por su cocina, como solía hacerlo últimamente: ocho pasos lentos hacia el norte y otros ocho hacia el sur...
Recordaba el consejo de Nietzsche, de que los mejores pensamientos vienen cuando se está caminando. Él no podía andar por un elevado sendero de Sils-Maria, en el valle del Inn, rodeado de nieve y montañas, donde poder encontrarse con un imponente Zarathustra; pero tenía su cocina, que era donde a veces le venían esos breves fulgores que le gustaba llamar ‘claridades’.
Y entre paso y paso, mientras oía lejanos murmullos de alegres fiestas, voces y músicas que no podía entender ni mucho menos amar, le vino un pensamiento que le dejó parado en medio de la cocina... Todos estos pensamientos eran ya viejos, llevaban mucho tiempo guardados en su armario, pero se convertían en claridades cuando venían vestidos de nuevas palabras y tomaban una figura diáfana ante sus ojos.

    Soy un extraño, pensó, y cada día que pasa me lo confirma más, para que no haya lugar a dudas. Un extraño se comunica con los demás a través de puentes colgantes, que se balancean sobre el abismo y sólo muy de vez en cuando utiliza, por el peligro que conllevan. El extraño puede recibir visitas, pero sabe a ciencia cierta que nunca nadie se quedará. Asimismo, él puede visitar a otros, y lo hace alguna vez, pero sabiendo siempre que el viaje de vuelta es inevitable.
    Es como si viviera en otro mundo, un mundo propio e inaccesible. El universo de los extraños, con sus pequeños planetas, al estilo de Saint-Exupéry. El extraño puede estar y participar en cualquier reunión de gente normal, incluso en una fiesta, pero siempre, por mucho que se esfuerce en disimularlo, su figura se verá envuelta en un halo de distancia. Y eso los otros lo notan o lo presienten. Suelen decir de él que es un solitario empedernido, y así es, pero no por propia voluntad sino porque es su destino. Hay gente que le aprecia, pero todos saben en el fondo que acercarse a él y entrar en su mundo es casi imposible.
    El extraño siempre ha dicho aquello de que todos estamos solos, y sigue pensando que es así en realidad. Y en esta noche, piensa además que ser extraño es simplemente darse cuenta de ese hecho.

    En el pasado, cuando joven, había anhelado el amor y había sufrido enamorándose de una u otra mujer; hasta que comprendió que cualquier amor es imposible para un extraño. Porque lo que amaba en realidad era un paraíso perdido, que sólo había conocido en sueños, cuyo brillo ninguna mujer le podía devolver.
    Así que era, efectivamente, un extraño... Recordó al lobo estepario de Hesse y al extranjero de Camus, y en los dos espejos se vio reflejado. Mucho más en el primero, porque el personaje de Camus rayaba en una indiferencia y un vacío que él desconocía; mientras que la extrañeza del lobo era una reacción de rabia contenida ante un mundo que no podía aceptar, pero dentro de su piel de lobo brillaban aún con fuerza los viejos sentimientos... Hesse siempre fue en el fondo un romántico; Camus, un existencialista. A Hesse le quedaba, por encima de todas las penurias y penumbras, su fe en los Inmortales. Camus entendía la vida como un absurdo mito de Sísifo; aunque este viejo presentía que le hubiera gustado mucho al francés creer en otra cosa...
    De forma diferente, por razones distintas, se veía reflejado en esos dos espejos. Los dos hombres eran sus hermanos, los dos pertenecían, cada uno a su manera, al mundo de los extraños.

    Retomó su aparentemente absurdo paseo por la cocina, y se acordó de un lobo que vio hacía muchos años, en la ‘casa de fieras’ de un parque. Un hermoso lobo gris que corría de un lado para otro, nervioso, en su triste jaula de escasos cuatro metros de largo. Era, por supuesto, un asco de pradera, aparte de una crueldad humana, como tantas otras, pero el lobo no podía hacer otra cosa... Algo así le ocurría a él en su cocina; aunque en su caso se supone que podía abrir la puerta en cualquier momento, o tal vez no.

    Su extraño paseo le trajo aún otro pensamiento. Había leído por la mañana en un periódico, o quizás lo había visto en un documental, no estaba seguro, que se había descubierto un nuevo virus que era letal para la vida humana. Sí, ahora lo recordaba, había sido en un documental. Vio el reportaje con curiosidad casi hasta el final, y se quedó con un comentario que allí se decía: el virus es un ser con apariencia de vida –no hay certeza científica sobre esto- que lleva una orden principal en su interior, la de reproducirse y perpetuar su especie. Y la única forma que tiene para hacerlo es invadiendo células humanas.
    De manera, que no se puede culpar al virus de nada. Sólo cumple con su obligación, como lo hace cualquier animal del género que sea, incluido el humano. Esto tan simple, le abrió un panorama desolador de lo que era la vida... No son buenas estas visiones, pensó. Pero sin duda esa es la realidad.
    Todos somos como bichos, aunque uno no se vea a sí mismo como tal, sino sólo al de enfrente, al otro... Y nuestra ley, la que llevamos grabada a fuego, como la lleva el virus, es la de perpetuarnos por encima de todo y de todos.
    ¿No dijo el dios aquel de los hebreos: “creced y multiplicaos”?

    Ya, pero lo mismo le habrá dicho el dios de los cangrejos a los suyos, y el de las ratas, las cucarachas o los mosquitos... La sensación que le quedó al viejo después de esto era la de ver la vida como una feroz competición, cuyo único posible sentido sería aquello de la evolución de las especies, la supervivencia del más fuerte. ¿Evolución para qué? ¿El más fuerte para qué?
Imaginaba a los mosquitos pensando: “estos humanos son idiotas, se creen los mejores, y no saben que nuestro dios es más poderoso que el suyo”.

    Con todo esto en la cabeza, el viejo decidió que ya era hora de dar por concluido su paseo de esta noche. Ya no se oían ruidos de fiesta. Parecía que la “noche buena” había llegado a su fin y todos descansaban del atracón de pavo y vino. Ya era hora, también para él, de irse a dormir, y quizá soñar con cosas más agradables.
    Pero justo antes de abandonar su cocina le vino otra pequeña claridad. Encontró un hueco en esa inmensa red de luchas y supervivencias. Y este último pensamiento enlazaba con el primero. Efectivamente, todos somos ‘bichos’ programados para sobrevivir en la arena de la vida, pero había ciertos bichos que parecían salirse de la norma, que no tenían ningún interés en invadir otros territorios para perpetuarse. Estos bichos también formaban parte de la red de la vida, tenían padre y madre, pero eran la excepción. Y estos ‘bichos raros’ no eran otros que los extraños.
    O sea, que la vida se permitía a sí misma un respiro entre tanta lucha.

    Con este postrero pensamiento, que hizo que brillaran un poco sus cansados ojos, el viejo se fue a acostar. Ni siquiera había cenado, pero se sentía saciado; el extraño viejo de la cocina se alimentaba de claridades.
    Y antes de entregarse al sueño, deseó una feliz navidad a todos sus hermanos, sus hermanos extraños, que seguramente habían pasado una noche parecida a la suya.


Antonio H. Martín
(24 y 25 de diciembre, 2008)

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* Ver la entrada "El Tigre", del 26 de noviembre, 2008.

martes, 23 de diciembre de 2008

Nocturnos del "tío" Hermann



NOCHE DE VIGILIA

La noche ventosa, pálida, me mira,
la luna en el valle ya empieza a ocultarse.
¿Qué es lo que me fuerza, con temeroso dolor,
a mirar afuera, tenso y en vigilia?

Me había dormido y estaba soñando;
¿qué me habrá llamado de pronto en la noche,
qué me habrá infundido de pronto este miedo,
como el del que olvida deberes urgentes?

Con gusto saldría corriendo de casa,
del jardín, del pueblo, del país, del mundo
tras de esa llamada que me ha despertado,
tras de esa voz mágica que ha querido hablarme.

Hermann Hesse
(Febrero de 1946.)
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CAMINANDO EN SUEÑOS

Ahora, que el día claro me fatiga,
mi ardiente añoranza
a la noche estrellada, agradecida,
debe acoger, como un chiquillo exhausto.

Mis manos abandonan sus quehaceres,
deja escapar mi mente toda idea;
mis sentidos ansían
sumirse en el sopor únicamente.

Y el alma, inadvertida,
quiere servirse de alas desenvueltas
para tender su vuelo vivo y múltiple
por la esfera encantada de la noche.

Hermann Hesse
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DESPERTAR EN LA NOCHE

La luna en la ventana me despierta;
se rebelan mis ojos fatigados;
en la pálida atmósfera revuelan
ante mí, poderosos, sueños nuevos.

Aquí y allá fulgor de claridades;
más allá, al fondo, azules, las tinieblas,
espectrales reflejos cristalinos,
cirios píos y el rabo del demonio.

Sobre el fulgor y la tiniebla erige
el genio de los sueños mudas torres,
novias con sus diademas, troncos y hachas,
danzarinas, rumores y festines.

Y el alma, arrebatada, se apodera
de la realidad apolillada
para escaparse, con deleite nuevo,
a sus propios dominios en la altura.

Hermann Hesse

domingo, 21 de diciembre de 2008

Shepherd Moons



No sé exactamente a qué se refiere Enya con estas "lunas del pastor"; me falta información. Sólo puedo imaginármelo.
Pero me encanta la música y las imágenes elegidas, entre las cuales salgo yo mismo aullando a esas lunas, en una de esas noches locas...




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Shepherd Moons

Enya

Tendido en una nube...



Por la mañana chapoteo en un morado mar de lino.
Por la noche, me envuelvo en nubes rojas.
Cojo una rama del divino árbol
y abanico con ella al sol poniente.
Tendido en una nube recorro el universo.
Tengo mil años y mi cara tersa está como el jade.
Ingrávido, flotando en un mundo muy alto e infinito,
me inclino y saludo al rey del cielo.
Me llama a sí y me manda visitar sus sagrados imperios
y me ofrece un transparente líquido en una taza de jade.
El ágape ha durado dos mil años del calendario humano.
¿Para qué tornar ya al país donde nací?
No: siempre he de seguir al viento que no cesa;
navegaré sin rumbo y a placer por el vacío del cielo.

Li Po

(traducción de Marcela de Juan)

viernes, 19 de diciembre de 2008

La fiesta extraña


LA FIESTA EXTRAÑA


La semana que viene comienzan ya las fiestas navideñas, esas que muchos esperan con ilusión e impaciencia, algunos con temor y otros con desdén. Los primeros, los niños, claro, porque estas fiestas están llenas de regalos, esas cosas bonitas y caras que aparecen de la nada en mitad de la noche... Los segundos, los tristes, los que saben que estas fiestas serán, inevitablemente, otro mordisco más en el delgado cuello de su soledad. Y los terceros, los que llaman los amargados, los incrédulos, los que no entienden el derroche ni la alegría y suelen pregonar que éstas son fiestas para tontos.
La fiesta, ese número pintado de rojo en el calendario, es como una bombilla que ilumina el resto de los días, que normalmente visten de negro o azul oscuro. Y ese color, el rojo, nos avisa de que ese día va a ser especial, o tiene que serlo. Pero la fiesta la vive cada uno a su manera, como puede o sabe; o no la vive en absoluto, porque no la siente como tal, sino como un día cualquiera, otro número más en el saco de la vida...
La fiesta actúa, creo, de espejo para el individuo. En ella se mira y se reconoce. Si la propia vida está a flote, tendrá alegría y diversión, le rodearán familiares y amigos, habrá risas y champán, bailes y licores, abrazos y canciones junto al árbol brillante. Si la propia vida anda por debajo de esa línea de flote, la fiesta sólo será un triste y oscuro buceo por las profundidades, una tensión fría, un vacío entre fugaces burbujas sin aire, un callado reproche, una ausencia, un silencio... En este último caso, se hace lo que se puede, se decora la mesa, se sonríe, se bebe, se dicen cosas que intentan ser chispeantes, incluso se pone uno el ridículo gorrito de las fiestas... Pero siempre llega ese momento, ese frío instante en que todo se cae por su propio peso, y esa gente se ve a sí misma desde otra distancia, como cansados actores de una obra fementida y absurda. Ese es el momento en que acaba la fiesta que nunca fue, y todo se detiene. Las mujeres recogen la mesa y se reúnen en la cocina para hablar de las cosas de siempre, y los hombres se quedan sentados en el salón fumando un cigarro, abriendo la última botella y hablando de sus cosas de siempre...

Pero, me pregunto cómo serán las fiestas para los extraños... Sí, esos seres raros, normalmente solitarios sin causa, que están como tocados por una luz distinta. Esos que cuando eran niños, en medio del jolgorio de la fiesta familiar, se retiraban a una habitación apartada y en penumbra y rompían a llorar desconsoladamente y sin motivo. ¿Cómo vivirán esos seres extraños éstas y otras fiestas?
Me los imagino asomados al balcón en medio de la noche, entre la sinfonía estúpida de los petardos, mirando fijamente, abstraídos, como en sueños, a la lejana, infinita y misteriosa fiesta de las estrellas...


Antonio H. Martín (18 de diciembre, 2008)

miércoles, 17 de diciembre de 2008

La manía del orden




Hay una cosa que debo aclarar con respecto a lo que escribí en su momento sobre la ‘fuerza de la costumbre’. Me refiero a la manía del orden.
Tengo esa ‘manía’, y ver las cosas ordenadas me da una sensación de tranquilidad. El desorden y la suciedad me producen desasosiego. La imagen caótica de todas las cosas revueltas, sin orden ni concierto, no resulta nada positiva para mis nervios.
Quiero decir con esto que esa ‘manía’ del orden tiene, si no es obsesiva, un sentido, y no obedece a la fuerza de la costumbre, sino a una necesidad, que tenemos algunos individuos, de que lo que nos rodea esté ordenado y tranquilo. Nuestros nervios así nos lo piden.
Los que tenemos una sensibilidad delicada necesitamos ese orden. Otro tema aparte es el por qué de esta necesidad, pero seguro que no es a causa de la fuerza de la costumbre.
Una sensibilidad delicada no es sino una sensibilidad que ha sido dañada. Ordenar las cosas, despejar las mesas de objetos sobrantes, poner en su sitio esa figura a la que tenemos aprecio, es poner un pequeño orden en nuestro pequeño mundo personal. Si eso nos ayuda a vivir, está bien.
Pero, cuidado, que esto no se convierta en obsesión. Está bien ordenar para sentirse tranquilo, pero no hasta el punto de que si nos falta ese orden nos derrumbemos y suframos. Entonces la cosa nos sobrepasa y nos domina.
En ese caso sí seríamos esclavos de la fuerza de la costumbre. Esto del orden, como todo, es bueno en su justa medida, en su naturalidad, pero más allá de ese límite se convierte en un mal que debemos evitar.

Creo que esta noche voy a desordenar un poco las cosas...


AHM. (17 de diciembre, 2008)

"Nai"



May it Be

Enya
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May it Be

Ojalá una estrella vespertina
pose su luz sobre ti.
Ojalá cuando la oscuridad caiga,
tu corazón te sea fiel.
Sigues un sendero solitario,
¡cuán lejos estás de tu hogar!

Mornie utúlië (La noche ha llegado)
Ten fe y hallarás el camino.
Mornie alantië (La noche ha caído)
Ahora una promesa vive en ti.

Ojalá la llamada de las sombras
se aleje.
Ojalá tu viaje continúe
hasta que luzca el día.
Cuando superes la noche,
ojalá despiertes y veas el sol.

Mornie utúlië (La noche ha llegado)
Ten fe y hallarás el camino.
Mornie alantië (La noche ha caído)
Ahora una promesa vive en ti.

Ahora una promesa vive en ti.

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En palabras de la propia Enya: “Compuesta para la adaptación cinematográfica de “El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo” de Tolkien, dirigida por Peter Jackson.
La canción “May It Be” está escrita en inglés y en la lengua élfica, el quenya.
Quenya significa “habla” y era conocida como la “Lengua Prohibida” o “la lengua de los fraticidas”. Se utilizaba principalmente en ceremonias y cánticos antiguos, y es la lengua de la tradición.
“May it be” (“Nai” en quenya) suele ser utilizado por los elfos para expresar un deseo”.
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La traducción del tema y la información complementaria me han sido facilitadas por la amiga Roxy, de Argentina.
Gracias, Roxy.

AC.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Un paseo por la obra de Rob Gonsalves







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Pintura: Rob Gonsalves

Música: Philip Glass

El efecto Gonsalves


EL EFECTO GONSALVES


He estado esta noche cerca de media hora viendo cuadros del pintor surrealista Rob Gonsalves, y es sorprendente el efecto que me ha producido. Terminado mi paseo por su obra, todo cuanto veía me parecía un cuadro suyo...
Me fascina esa mezcla entre diferentes planos de la realidad que tanto evoca a los sueños, donde esos planos se entremezclan, superponen y confunden casi constantemente. Gonsalves recuerda mucho, con un estilo diferente, a los maestros Escher y Magritte, y también me ha traído a la memoria, en otro orden, los cuentos surrealistas de Michael Ende.

Después de ese paseo, como decía, parece que la mente se liberara de alguna oculta atadura y veía las cosas desde una perspectiva distinta de la normal. Establecía relaciones formales nuevas y los detalles aparecían ante mis ojos configurando un paisaje diferente, como si lo viera desde el otro lado del espejo. La sensación era extraña, casi como si estuviera mirando otra casa, otros muebles, otro mundo... Extraña pero muy gratificante para alguien como yo, amante de lo onírico.

En ese otro mundo, el de los sueños, no sólo se mezclan los planos y las cosas de una manera anormal, y un lugar o un tiempo conduce a otro que no tiene aparentemente nada que ver, sino que también se mezclan las identidades. Un mismo individuo puede ubicarse en varios personajes diferentes dentro del mismo sueño, con lo cual cambia su ángulo de visión y percibe y entiende desde distintos puntos de vista.
Algo de todo esto me ha hecho sentir mi breve paseo por la obra de Gonsalves y su “realismo mágico”.


AC. (14 de diciembre, 2008)

domingo, 14 de diciembre de 2008

¿El Águila...?



Esta imagen del centro de nuestra galaxia fue tomada hace tres días. Y no me cuesta imaginar lo que interpretaría un brujo tolteca de hace siglos ante semejante visión...

Y eso que hablo de nuestra dimensión normal y cotidiana. En otros planos de la realidad, o desde otros niveles de percepción, las visiones deben ser muy diferentes y dar lugar a interpretaciones de lo más extraño.

Pero siempre la mente humana 'traducirá' lo que percibe en términos que ella pueda entender. Lo cual, por demás, es bastante lógico.
Así que a saber qué era en realidad lo que aquellos brujos de antaño llamaron 'el Águila'...

AC.
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Este comentario me parece desafortunado. He estado a punto de borrarlo, pero prefiero hacer una aclaración:

Según lo expreso, parece que me estuviera burlando de la interpretación que hicieron en su día los brujos toltecas, como si fueran ignorantes incapaces de distinguir una nebulosa de otra cosa. Y si así lo parece es que el ignorante soy yo, por no saber escribir.

Se supone que aquellos hombres eran 'brujos', lo que significa que eran videntes y tenían el raro arte de poder ver lo que los demás no vemos.

Pero no era esa mi intención. Lo que yo quería era acentuar el hecho de que ante la presencia de lo desconocido nuestra mente siempre traduce lo que ve en términos de lo que conoce. Y esto vale para todos, sean videntes o no.
Ante una visión de esa magnitud y extrañeza, la mente no puede hacer otra cosa que buscar relaciones y referencias para situarla, y de paso situarse. Porque la línea que separa cordura y locura es muy fina...

Esto es lo que quería decir, y no otra cosa.

AC. (16 de diciembre, 2008)

sábado, 13 de diciembre de 2008

El Águila




Como otras muchas veces, es la lectura de un buen libro lo que me incita a escribir de nuevo. En este caso es “El Fuego Interno” de Carlos Castaneda, que por lo visto hasta ahora –sólo he leído los primeros capítulos-, se trata de un libro extraordinario, cargado de conocimiento.
De las otras obras anteriores de Castaneda sobre don Juan y su mundo mágico, ya había sacado muchas cosas buenas; especialmente de “Viaje a Ixtlán”. Cosas nada normales, como lo conveniente que resulta borrar la propia historia personal para poder ser libres y que nadie tenga dominio sobre nuestros actos y pensamientos, ni siquiera nosotros mismos. Cosas como considerar a la muerte como nuestra mejor consejera, porque de una sola mirada nos deja desnudos frente a la realidad, solos ante lo desconocido, con lo que toda la mezquindad de nuestra pequeña vida se derrumba y toda nuestra grave importancia personal se viene abajo. Cosas, en fin, como la necesidad de “parar el mundo” dentro nuestro para que otra realidad más amplia y profunda sea visible a nuestros ojos.

Puedo decir que he llegado a apasionarme con esos libros en más de una ocasión. La conjunción de conocimiento y poesía es algo que siempre ha sido motivo de afecto para mí. Y si a esto le agregamos el elemento del humor, de un humor superior que deshace la pesadez de lo humano y la convierte en espuma, que cambia las negras alas del cuervo por las de la mariposa y sopla a las nubes grises del pensamiento y la realidad con el viento de una risa fantástica, entonces estamos ante la fórmula perfecta, la mejor de todas.
Todo esto he hallado en los libros de Castaneda, donde la realidad conocida, el mundo cotidiano, no es más que una ínfima parte, en muchos casos despreciada, minimizada e incluso puesta en ridículo frente a una visión muchísimo más grande de lo que es la vida y lo que es el hombre.

Pero, por otra parte, hay algo sobre lo que también quiero hablar. A lo largo de los años me he encontrado con las obras de varios hombres de conocimiento, filósofos y poetas, artistas de la vida y el pensamiento, que me han fascinado con sus visiones del mundo, con sus sentimientos y sus razones. Pero, a veces, hallaba en ellas ciertos tonos que rompían la armonía del conjunto, o al menos así lo sentía. Era como cuando uno se deleita con la contemplación de un bello cuadro, que nos transmite un aire de paz y de gozo, y de pronto descubre que en un ángulo de la pintura hay algo que no nos gusta, que nos molesta incluso; quizá solamente un simple punto oscuro en el fondo, cierto tono opaco que se nos antoja ominoso y amenazador, algo abstracto que provoca desasosiego y quiebra la feliz armonía del cuadro. Ante ello uno reacciona a la defensiva y se aleja, procurando olvidarlo. Puede que se llegue a intuir que hay mucho de verdad en ese tono inarmónico, en esa ‘mancha’ que contrasta con la luminosidad del cuadro en general, pero aún así, o tal vez precisamente por eso, uno se aleja y rechaza en su mente la fugaz irrupción de lo desconocido.

Recuerdo que eso mismo me ocurrió en un determinado momento con Hermann Hesse. Sólo había leído de él hasta entonces “Siddharta”, “Peter Camenzind” y poco más. Y un día descubrí que en Hesse había otras cosas aparte de bella poesía, sueños místicos y la exaltación de la figura del solitario. Llegó a mis manos un breve ensayo titulado “Misterios”, que empezaba así:

“De vez en cuando el poeta, y seguramente muchos otros hombres, siente la necesidad de olvidar durante un rato las simplificaciones, sistemas, abstracciones y otras mentiras totales o parciales y contemplar el mundo tal como realmente es, es decir, no como un sistema de conceptos muy complicado, pero en definitiva descifrable y comprensible, sino como la selva virgen de misterios sobrecogedores, siempre nuevos y totalmente incomprensibles que es en realidad...”

Esto, y lo que sigue, lo leí durante un paseo por el campo al atardecer y viniendo como venía de Hesse, al que ya admiraba y quería, hizo que el día se me volviera gris y que, por un momento, mirara a mi alrededor y viera al mundo como una realidad impenetrable y misteriosa, ajena a todo lo humano, indiferente para con nuestros sueños y esperanzas, que no eran más que niebla surgiendo de nuestras mentes infantiles. Ante esta imagen retrocedí asustado, quizá porque presentí que en el fondo era real, demasiado real.

Algo parecido me sucedió con Jiddu Krishnamurti, el filósofo y poeta hindú, defensor de la libertad de espíritu. Al principio me encontré en su obra con imágenes de la más pura poesía, imágenes que colocaban al hombre muy por encima de la realidad mundana, en íntima y gozosa unión con todo lo creado. Como premisa la libertad de todo pensamiento, de toda crítica personal, de todo juicio condicionado, de toda atadura en relación con el tiempo pasado o futuro; como camino el amor a la vida y a la verdad, por encima de todo lo demás; y como fondo la vasta y desconocida realidad que nos abraza y nos trasciende.
Esto me parecía hermoso y bueno. Pero sólo por fuera, sólo mientras se quedaba en simple imagen, mientras era sólo música en la lejanía. Cuando uno intentaba adentrarse en ello, en seguida aparecía una fuerte resistencia de la propia conciencia a abandonarse a sí misma y entrar en un terreno totalmente desconocido, por muy hermoso y noble que pudiera parecer. Había que dejar mucho de uno mismo al lado del camino para poder seguir caminando... No, era preferible quedarse en casa y no perturbarse con visiones extrañas que amenazaban con destruir mi bien conocida y querida identidad.

Por lo tanto, dejé de leer a Krishnamurti. Pero como no podía rechazarle y meramente olvidarme de él, porque también intuía que había algo o mucho de verdad en su filosofía, en su visión del mundo y del hombre, tuve que buscar una justificación a mi apartamiento, y la encontré escudándome tras esta apreciación: él era un viejo y noble águila que volaba muy alto, demasiado alto; yo sólo era un joven halcón que acababa de dejar su nido y mis alas no eran aún lo bastante fuertes, y tampoco era tan fuerte mi deseo de volar, no tan alto, no tan lejos... Aunque parezca increíble, en esta necia imagen fundaba mi quietud y mi indolencia ante lo desconocido y lo maravilloso. Ahora sé con certeza que detrás de todo eso no había más que miedo.

Y, bueno, volviendo ya con Castaneda y sobre todo con don Juan, el maestro brujo, tengo que decir que también me pasó lo mismo con ellos. Lo confesado anteriormente sobre las muchas cosas buenas que he sacado de esos libros es cierto, pero al lado de estas cosas me he topado asimismo con otras diferentes que no he sabido asimilar. Por no hacerlo demasiado extenso, hablaré sólo de una de esas cosas: la referente al concepto o supuesta realidad del Águila, y lo que esa imponente imagen implica.

Ya en el libro anterior se menciona al Águila como “el poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes”, y se explica que semejante denominación viene dada por la forma en que ese poder se presenta a los videntes: como algo inmensurable que evoca vagamente la figura de un águila. Y he aquí una descripción de lo que el vidente puede contemplar:

“El Águila se halla devorando la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la tierra un momento antes y ahora muertas, van flotando como un incesante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila para encontrar a su dueño, su razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor extiende una piel, y después las consume, pues la conciencia es el sustento del Águila.”

Esta imagen por sí sola fue suficiente para generar en mí ese sentimiento de rechazo ante la amenaza de lo desconocido. Y, en este caso, con mucha más razón, puesto que venía a aseverar lo definitivo de la muerte humana, la imposibilidad de cualquier tipo de trascendencia individual, la absoluta desintegración de todo cuanto somos en el seno de algo inconmensurable e incomprensible. Nadie me negará que la imagen de por sí es aterradora... Hagas lo que hagas, seas quien seas, al final morirás, y tu conciencia será devorada y consumida por el mismo poder indefinible que te la otorgó al nacer. Ante esto no hay rebatimiento posible, sólo es posible la huida hacia pensamientos y creencias más acordes con lo humano, más benignas. La imagen es demasiado concluyente y definitiva como para poder enfrentarla; es incluso mucho peor que aquella otra que nos inculcaron cuando éramos niños sobre las eternas llamas del infierno. En el infierno todavía queda una esperanza, pero bajo el pico implacable del Águila todo está perdido.

En “El Fuego Interno”, don Juan, el maestro brujo, vuelve a hablar del asunto y dice que “la conciencia de ser se separa de los seres conscientes y se aleja volando en el momento de la muerte, y luego flota como una luminosa mota de algodón justo hacia el pico del Águila, para ser consumida”, lo cual representó para los antiguos videntes “la evidencia de que los seres conscientes viven sólo para acrecentar la conciencia del ser: el alimento del Águila.”

Pero luego puntualiza que es más importante lo que hacen los videntes con su visión que la visión en sí, y que a él personalmente le parecía grotesco que un acto tan indescriptible como lo que nos sucede después de la muerte fuese interpretado con la imagen del Águila devorando nuestra conciencia.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Lo anterior lo escribí hace más de veinte años, y el terror existencial que pudiera sentir ante esa imagen hoy se ha transformado mucho. La imagen del Águila devorando nuestras pobres conciencias me parece absurda y pueril. Creo sinceramente que lo desconocido nunca debe interpretarse, porque corremos el riesgo de caer en el pozo de lo ridículo.
Lo que aquellos antiguos videntes ‘vieron’ lo interpretaron a su manera. Y seguro que los videntes actuales, ante la misma visión, dirán otra cosa muy distinta. De cualquier forma, lo desconocido sigue siendo lo desconocido y no hay mente humana que pueda definir lo indefinible.

Todos, en el caso de lograr esa visión, pensaríamos algo diferente, acorde a nuestra forma personal. Y donde otros vieron un águila, nosotros veríamos un dios o un carro de fuego, un caballo o una sirena... El caso es que, independientemente de lo que pensemos y de cómo lo veamos, aquello que algún día tendremos delante no tiene nombre propio ni forma que podamos percibir y mucho menos comprender.
Pero para darse cuenta de eso no hace falta morirse. La misma vida que pasa todos los días ante nuestros ojos es también algo desconocido e indefinible.

En mi caso, si fuera brujo y me encontrara ante esa enorme visión no vería a un águila comiéndose la riqueza amasada con esfuerzo por sus vástagos, sino a una madre que recibe amorosamente a sus hijos que vuelven a casa. Y quizá, afilando más la mirada, vería una laguna inmensa cuyas ondas vuelven a la calma después de pasar la agitación provocada por aquella piedra.

Todo es, en definitiva, una interpretación. Y creo que no estamos aquí para interpretar nada, por mucho que nos guste hacerlo, sino para vivir. Ese es el único misterio que debemos descifrar, y la clave está oculta en cada hora que pasa...


Antonio H Martín
(1986-2008)

lunes, 8 de diciembre de 2008

Al final de la tarde







At the End of the Evening

Nightnoise
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En esa hora mágica del final de la tarde es donde este caminante encontró su camino.

Cada uno tiene su hora, su momento especial en que la vida parece abrirse de par en par como una gran ventana. Esa hora, ese momento en que respiramos un aire distinto que nos llena y nos embriaga.

Para mí siempre ha sido y será el final de la tarde, con su brillo último, con su luz inclinada, cuando empieza a abrirse la puerta de la noche y se oyen a lo lejos los susurros del sueño...

AHM

sábado, 6 de diciembre de 2008

Sinfonía para un ave marina


SINFONÍA PARA UN AVE MARINA


No se puede poner una carga grande en una bolsa pequeña,
ni tampoco se puede, con una cuerda corta,
sacar agua de un pozo profundo.
No se puede hablar con un político poderoso
como si fuera un hombre sabio.
Si busca comprenderte,
si mira dentro de sí mismo
para buscar la verdad que le has dado,
no consigue encontrarla.
Al no encontrarla, duda.
Cuando un hombre duda,
matará.

¿No habéis oído contar cómo un ave marina
fue arrastrada tierra adentro por el viento y se posó
a las afueras de la capital de Lu?

El príncipe ordenó una recepción solemne.
Ofreció al ave marina vino en el reducto sagrado,
mandó llamar a los músicos
para que interpretaran las composiciones de Shun.
Sacrificaron vacas para darle de comer.
Aturdida por las sinfonías, la infeliz ave marina
murió de desesperación.

¿Cómo se debe tratar a un ave?
¿Cómo a uno mismo
o como a un ave?

¿Acaso no debería un ave anidar en los bosques profundos,
o volar sobre los valles y las marismas?
¿Acaso no debe nadar en los ríos y estanques,
alimentarse de anguilas y pescado,
volar en formación con otras aves marinas
y descansar en los cañaverales?

¡Bastante malo es para un ave marina
estar rodeada de hombres
y asustada por sus voces!
¡Pues no fue suficiente para ellos!
¡La mataron con música!

Tocad todas las sinfonías que queráis
en los pantanos de Thung-Ting.
Las aves escaparán
en todas las direcciones;
los animales se esconderán;
los peces bucearán hasta el fondo;
pero los hombres
se reunirán en torno para escuchar.

El agua es para los peces
y el aire para los hombres.
Las naturalezas difieren, y con ellas las necesidades.

Por esto los sabios de antaño
no medían todo
por el mismo rasero.


Chuang Tse

(de ‘El Camino de Chuang Tse’ – ibídem)

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Aconsejo a todas las gaviotas y similares que se pasen por este cuaderno que desactiven la reproducción automática de música. Para ello sólo tienen que pulsar la tecla de pausa.

AC.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La fuerza de la costumbre



LA FUERZA DE LA COSTUMBRE


La llamada fuerza de la costumbre es una fuerza real, y muy poderosa, por cierto. Hasta el punto que aquello que dejamos de hacer durante bastante tiempo llega a convertirse en una hazaña casi imposible, aunque fuese en el pasado algo normal y cotidiano. Lo que no se suele hacer es muy difícil hacerlo. Al igual que lo que hacemos siempre, o frecuentemente, resulta muy arduo dejarlo de lado.
Esto de las costumbres es algo que se asienta en nosotros de una forma imperceptible, y toma posesión de nuestro modo de actuar. Un día cualquiera nos damos cuenta de que aquello que empezó de una manera casual y a lo que no dimos importancia, hoy ha entrado a formar parte de nuestros hábitos más comunes e incluso está entretejido, enredado con nuestra propia forma de ser, con nuestro carácter.

Hace años, cuando oía que el tabaco provocaba adicción, me sonreía confiando plenamente en mi fuerza de voluntad y miraba al cigarrillo como una cosa insignificante e inocua que, por supuesto, nunca iba a tener poder sobre mí. Hoy en día, sin embargo, esa cosita inocua forma parte indefectible de mi cotidianidad, y me costaría un gran esfuerzo abandonarla. Y esto no lo achaco a la nicotina o cualquier otra sustancia adictiva del tabaco. La responsable de esto no es otra que la maldita fuerza de la costumbre.
Menciono lo del tabaco como un ejemplo de sobra conocido, pero podría hablar de muchos otros no tan populares. Hay una cosa por ahí que he observado en varias ocasiones y que se suele identificar como una manía; me refiero a la costumbre del orden. Personas que no se sienten a gusto si las cosas que les rodean no están colocadas de una determinada manera, de una forma concreta a la que están acostumbradas y que ellas definen como orden. Si falla este orden subjetivo se ponen nerviosas y sufren.

Por supuesto que esto entra ya en el terreno de las neurosis, e imagino que se da más entre gente que suele vivir sola y tiene algún tipo de problema psicológico; aunque es más frecuente de lo que parece. Pero lo curioso del caso es que ordenando los objetos a su manera lo que hacen es conjugar una imagen del mundo en la que poder sentirse seguros, y la fuerza que emplean para ello no es otra que la de la costumbre. No hay ningún razonamiento lógico detrás de que una cosa deba estar en un sitio y no en otro —obviedades aparte—, excepto en la mente del protagonista del suceso, que necesita que aquello esté ahí porque se ha acostumbrado a que ese sea su lugar.
Muchas veces el lugar habrá sido elegido y otras muchas no. Puede que, simplemente, la cosa haya sido vista por el individuo en ese lugar y de esa manera durante un tiempo y se ha acostumbrado a verla así. Se puede decir que la fuerza de la costumbre la ha fijado en ese sitio, y ya es prácticamente inamovible.

Como decía al principio, es una fuerza real y muy poderosa. Sólo necesita de nuestro consentimiento, por lo general inconsciente, para hacerse con el control de nuestras actos. Es como si dejáramos a alguien una noche las llaves de nuestra casa, porque salimos a celebrar alguna fiesta, y al volver nos encontráramos con la extraña situación de que se había convertido en el dueño de la misma.
¿Qué vendría después? Pues la lógica discusión y la lucha por recuperar nuestras llaves y la posesión de la casa. Pero en el caso de la costumbre es diferente: con su sutil capciosidad conseguirá fácilmente que ni nos demos cuenta de que las llaves no están en nuestro poder. Es decir, la costumbre se disfraza de nosotros mismos y nos hace creer que, a pesar de los cambios, seguimos siendo los dueños de la casa. Esa es su fuerza, ese es su dominio.

Ante esto sólo se me ocurre que cuando vayamos a hacer algo, sea lo que sea, nos preguntemos primero si realmente queremos hacerlo y por qué. Pienso que esa puede ser una buena barrera contra el poder de la costumbre, que a la larga siempre resulta nocivo. Pero ¿quién me asegura que no digo esto por costumbre...?


AHM.
(4 de diciembre, 2008)

miércoles, 3 de diciembre de 2008

El árbol inútil



EL ÁRBOL INÚTIL


Hui Tse le dijo a Chuang:
“Tengo un árbol grande,
de los que llaman árboles apestosos.
El tronco está tan retorcido,
tan lleno de nudos,
que nadie podría obtener una tabla derecha
de su madera. Las ramas están tan retorcidas
que no se pueden cortar en forma alguna
que tenga sentido.

Ahí está junto al camino.
Ni un solo carpintero se dignaría siquiera mirarlo.

Iguales son tus enseñanzas,
Grandes e inútiles.”

Chuang Tse replicó:
“¿Has observado alguna vez al gato salvaje?
Agazapado, vigilando a su presa,
salta en esta y aquella dirección,
arriba y abajo, y finalmente
aterriza en la trampa.

Pero ¿has visto al yak?
Enorme como una nube de tormenta,
firme en su poderío.
¿Qué es grande? Desde luego.
¡No puede cazar ratones!

Igual ocurre con tu gran árbol. ¿Inútil?
Entonces plántalo en las tierras áridas.
En solitario.
Pasea apaciblemente por debajo,
descansa bajo su sombra;
ningún hacha ni decreto preparan su fin.
Nadie lo cortará jamás.

¿Inútil? ¡Eres tú el que debería preocuparse!”



(de ‘El Camino de Chuang Tse’
- versión de Thomas Merton, 1965)

martes, 2 de diciembre de 2008

Jewels of the Night



Jewels of the Night

David Arkenstone
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Este vídeo es para ilustrar un poco el anterior himno nocturno de Novalis. Ya sé que la poesía no necesita de ilustraciones, pero creo que estas imágenes y esta música acompañan bien al texto romántico que precede.

En cuanto a la versión del poema es libre. He hecho una mezcla de varias traducciones, siguiendo un criterio personal. Espero no haber roto alguna regla...
La razón de esto es sencillamente que había cosas que me gustaban y otras que no tanto, y las primeras estaban diseminadas entre versiones distintas. Así que me he puesto manos a la obra y he cosechado a mi manera.

AC.

La Noche



¿Tiene que volver siempre la mañana?
¿No cesará jamás el poder de la tierra?
¿Consumirá esa funesta agitación
el vuelo celeste de la Noche?
¿No arderá por siempre
el sacrificio secreto del amor?
A la luz le fue delimitado el tiempo.
Intemporal es el dominio de la Noche,
eterna la duración del sueño.
Sagrado sueño,
no escatimes la felicidad
a los que en esta jornada terrena
se han consagrado a la Noche.
Sólo los locos te desconocen
y no saben del sueño,
de esta sombra que tú, compasiva,
nos lanzas en el crepúsculo
de la verdadera Noche.
No sienten tu presencia
en las doradas aguas de las uvas,
en el prodigioso aceite del almendro
o el pardo jugo de la adormidera.
No saben que tú eres
la que envuelve los senos
de la tierna doncella
y alzas al cielo su regazo.
Ni suponen siquiera que tú,
surgiendo de antiguas historias,
vienes a nosotros abriendo los cielos
y llevando la llave de las moradas
de los justos,
la de los mensajeros silenciosos
de infinitos misterios.


Novalis

(Himnos a la Noche, II – 1797)

lunes, 1 de diciembre de 2008

El punto medio



EL PUNTO MEDIO


Todos sabemos que el sol es absolutamente necesario para la vida, pero también tenemos claro que si nos acercáramos demasiado a él nos provocaría la muerte. Lo mismo ocurriría si nos alejáramos más de la cuenta; esa distancia acabaría con nosotros. De manera que el lugar más favorable para la vida está en lo que podemos llamar el punto medio; más allá de ese punto, en uno o en otro sentido, la vida empieza a tener serios problemas.
Esto no es una preferencia nuestra, sino una realidad a la que debemos adaptarnos si queremos sobrevivir. El ser humano no rechaza meterse en el fuego por simple capricho, sino porque se quema si lo hace. Sin embargo, todos aceptamos gustosamente la cercanía de un buen fuego en invierno. La cuestión está en la distancia que hay entre el fuego y nuestro cuerpo, que siempre ha de ser prudente.
Esto tan simple me sirve para ilustrar cierto comportamiento humano... Digamos que el fuego, el sol, simboliza la fuerza de la propia vida. Algo muy poderoso de lo cual nos nutrimos, pero que asimismo puede destruirnos si no mantenemos la distancia necesaria. Hay que entregarse, vivir la vida profunda e intensamente, pero siempre desde el punto medio que salvaguarda nuestra integridad psíquica y física.

Lo que tenemos muy claro con respecto al fuego, no lo tenemos tanto en relación con la vida. Nuestra tendencia parece ser la de lanzarnos de lleno sobre ella, con avidez, como si fuera la mejor forma de extraer su jugo, exprimiéndola y bebiéndola a grandes tragos. Pero lo que nos trae esta actitud es el efecto contrario: la vida se nos atraganta y nos hace daño. La vida, vivida de esa manera, se convierte en veneno y puede incluso matarnos.
Suena como a budista esto del punto medio, y puede que lo sea. Ahora mismo no estoy seguro, aunque me suena que en el budismo se habla de algo parecido, o exactamente de la misma cosa. Pero lo importante es experimentar uno mismo que ése es el sitio correcto, independientemente de qué religión o filosofía lo haya expuesto así.
El punto medio es el lugar idóneo desde donde podemos apreciar la vida en toda su riqueza e intensidad, y vivirla. Mirado de cerca, nos damos cuenta de que ese punto no es sino la medida de nuestro propio ser. Lejos de él podemos quemarnos en un sentido o congelarnos en el otro. Sólo el punto medio nos permite vivir sin daño, sentir sin dolor, disfrutar alegremente de las buenas cosas de la vida sin que ello nos arrastre hacia un peligroso torbellino ni nos empuje a un mar helado de sombras, soledades y tristezas.
Pero el punto medio no es un escudo o una armadura que se use para aguantar los golpes y evitar males mayores, sino sólo el único lugar y la única forma en que se puede vivir sin que eso que nos ocurre y por lo que pasamos se convierta con el tiempo en un doloroso y lamentable malvivir.

Somos dados a los excesos, entendemos así la vida, y luego tenemos que pagar un alto precio por ello, sorprendidos de que sea la misma vida, nuestra querida aliada, la que nos ha tumbado.
Un hombre situado en ese punto medio puede parecernos, a simple vista, como un ser frío y calculador, alguien que nunca se entrega demasiado, que vive sólo a medias, sin pasión, sin grandes alegrías, sin intensidad; y pensaremos que eso no es vivir. Pero precisamente lo que ese hombre hace es vivir intensamente, apasionadamente, con toda la fuerza de que es capaz. La única diferencia, lo que le distingue de nosotros, es su control, su prudencia, su serenidad; y ese control, esa aparente frialdad está motivada por la unión de su afecto a la vida con el conocimiento.
Un hombre que se mueve desde el punto medio está viviendo de la mejor de las maneras; mantiene su energía en el sitio justo y así puede interactuar con la mayor capacidad. Ante un momento grave, ante un conflicto, ese hombre actuará con la mejor disposición y la fuerza más directa.
Puede parecer, quizás, mera palabrería, pero no lo es. Se trata de una mínima y sincera reflexión que estimo digna de al menos un poco de atención. Creo que es interesante intentar alguna vez situarnos en ese punto medio, que es donde se equilibra la balanza; seguro que entonces veremos las cosas de otra manera, como desde una alta torre o una montaña... Abajo las corrientes se mueven como enloquecidas en todas direcciones, se arremolinan, chocan entre sí y se dispersan, pero en lo alto el aire es limpio y sereno, los colores brillan más y el cofre de la magia está abierto, con todas sus joyas al alcance de la mano.

También en las alturas hay problemas, vientos y tormentas. El punto medio no es ningún castillo inexpugnable, tiene también su vulnerabilidad, como todas las cosas. Pero seguro que es el mejor de los sitios para vivir.


AHM.
(30 de noviembre, 2008)

domingo, 30 de noviembre de 2008

Dante's Prayer



Dante's Prayer

Loreena McKennitt
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Luna, bosque, mar, estrellas...

y la voz de hada de Loreena McKennitt.

Una visión mágica del mundo,

un viaje al país del sueño.

sábado, 29 de noviembre de 2008

I Talk to the Wind



I Talk to the Wind

King Crimson
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Un fresco aire de esperanza, porque es verdad que hay por ahí muchos buenos locos que hablan con el viento...

Y de ellos, aunque no lo sepan, depende la supervivencia de este mundo y que sea otro muy distinto el color de nuestra mirada.

Puede que mañana sonriamos...

Así quiero creerlo.

AC.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Starless



Starless

King Crimson
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Un viejo tema del rey carmesí, que me acompañó en las primeras soledades y vuelvo a escuchar hoy con una nota añadida de nostalgia.

Quien puso este vídeo de una sola imagen en la red lo llamó 'la música más triste del mundo'.

No estoy de acuerdo. Pero sí reconozco que esta canción destila una profunda y afilada soledad.

AC.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El tigre



Ya casi amanecía. El viejo trasteaba en su cocina y de vez en cuando daba cortos paseos de un extremo a otro; ocho pasos lentos hacia el norte y otros ocho hacia el sur. Era su forma de pensar. Vivía desde hacía tiempo encerrado en su casa, por propia voluntad; salía sólo lo imprescindible, para comprar algo de comida, y en seguida volvía; pero el viejo necesitaba pensar y para ello debía caminar, para lo cual le servía la cocina, que era estrecha pero lo bastante larga para poder dar esos ocho pasos. De pronto, se paró y se dijo: “a pesar de mi lejanía creo en el ser humano”.
Nada especial había pasado anteriormente para concluir en esta declaración, pero es que al viejo le salían las cosas así, inopinadamente, sin saber de donde venían. Quizá había leído algo horas atrás, o había visto algo, algún pequeño detalle que le había impresionado y que ya no recordaba.

Un tigre es un ser perfecto en su tigreidad, pensó, pero no deja de estar cerrado, incapaz de ninguna evolución. Es un ser redondo y hermoso, el paradigma de la fuerza y el peligro, ante cuya presencia sólo cabe intentar escapar o postrarse y esperar el fin. No hay pensamientos ni súplicas ante un tigre. Sin salida, sin un elevado árbol al que subirse o un río profundo en el que zambullirse, sólo queda pararse ante él y fascinarse con su mortal belleza. Pero también, mirado de otra forma, es un ser cuadrado, sin ninguna posibilidad de salir de sí mismo. O al menos eso parece.
En cambio, el hombre, ese ser caótico, plagado de contradicciones, medio salvaje, medio humano, está abierto a muchos horizontes...

El viejo era un misántropo convencido, por eso vivía solo y encerrado en su casa. No quería trato con nadie y hasta le molestaba ver a la gente que pasaba frente a su ventana. Malas experiencias le habían hecho así, pero al parecer algo le quedaba dentro, un vestigio del pasado, de cuando paseaba por las calles con otros seres a los que llamaba amigos, compartiendo inquietudes y alegrías. Y esta madrugada ese algo había salido al exterior, no sabía por qué, y le había hecho pensar otra vez en el ser humano con una sonrisa.
Sí, se dijo, a pesar de todo, de la miseria y la locura, el hombre sigue siendo y siempre será un ser abierto, posible, capaz de la más extraordinaria de las aventuras, la de la vida sensible e inteligente, y quién sabe qué otros senderos de magia... El hombre es un camino hacia el infinito. Sólo tiene que desembarazarse de las mil sombras que lo enredan y lo detienen, y entonces será un ser redondo y perfecto en su humanidad.

Con este pensamiento rondándole en la mente, el viejo se preparó su café y lo bebió tranquilo, sosegado, sereno. La luz de la mañana asomaba ya por el horizonte. La estrella grande y dorada que animaba el corazón. Seguro que alguien, en alguna parte de este mundo oscuro, alzaría sus ojos y sus manos y saludaría con alegría la venida del sol. Que no se moleste el hermoso y perfecto tigre, pensó, pero aún había esperanza para el hombre, porque es un ser indefinido y libre.

Unos minutos después, el viejo empezó a oír unos ruidos que venían de la casa de al lado. Golpes y arrastrar de sillas, portazos y voces guturales, primitivas, hirientes, que invadieron el silencio y le devolvieron a la realidad... Se habían levantado los vecinos, gente vulgar y villana a la que llevaba soportando de mala manera desde hacía ya más de nueve años. Le pareció como si una oscura fumarada enrareciese de pronto el ambiente y lo hiciera irrespirable y mezquino.
Aún tranquilo, se hizo un segundo café, esta vez con algo de leche, lo bebió despacio, se encendió un cigarrillo y continuó con su extraño paseo por el suelo de la cocina. Ocho pasos lentos hacia el norte y otros ocho hacia el sur...


AC. (26 de noviembre, 2008)

domingo, 23 de noviembre de 2008

Yolanda, desde el país del sueño


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Mañana gris (III)



MAÑANA GRIS (III)



VI



Una fuerte lluvia golpeaba con obstinación el tejado de la casa. Alberto la oía como un sonido lejano y extraño que no lograba identificar, y se le mezclaba con el zumbido insistente de su cabeza. Se sentía mareado y confuso... ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?
Abrió lentamente los ojos y se encontró tirado en el suelo del desván. Ante él estaba la mesa y sobre ella el libro abierto, mudo testigo de su reciente aventura sin final, de su viaje a ninguna parte... La cruda realidad le cayó encima como una pared de sombras, como un pozo de silencio.
“No ha funcionado, sigo aquí.”

Alberto pronunció esas palabras sin dar todavía crédito a lo que veían sus ojos. Era muy duro para él tener que aceptar que todo había sido en vano. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado?
Recordaba haber atravesado la puerta secreta, haber caído en un largo túnel rodeado de imágenes y sonidos y luego... la nada. Y aquí estaba ahora, en medio de la nada, mirando como un idiota las cuatro paredes del viejo desván y, sobre todo, la mesa con el libro abierto, con el libro inútil que no le había servido para consumar el viaje que con tanta fuerza había soñado...

Se sintió preso de una densa telaraña, incapaz de moverse, de pensar con claridad, como un insecto al que sólo le queda resignarse a su suerte... Pronto vendría la hacedora de la red, con sus ocho ojos fríos, y le inocularía su veneno. Se incorporó y volvió a fijar su mirada en cada detalle, en cada objeto, en cada resquicio de luz, en cada sombra. Sí, no había ninguna duda, estaba en el desván, en su casa, nada se había movido, todo estaba igual.
Poco a poco su conciencia se fue templando y recuperó el tono triste de los últimos tiempos, triste pero seguro en su frialdad. Era la actitud que le acompañaba y a la que se había acostumbrado. Le servía de tabla para seguir a flote en medio de un mundo que no podía amar. Era su patético seguro de vida.
Alberto se acercó a la mesa, miró el libro, que seguía abierto en esa página de “la otra puerta”, y observó un detalle en el que no había reparado antes: junto a las extrañas palabras del hechizo había unos signos, y le pareció que eran los mismos que vio impresos sobre la puerta. Pero qué importaba ya eso. Ahí estaban los signos, indescifrables, seguramente mágicos, pero su vida estaba aquí, donde siempre. Y su sueño de amor existía en algún lugar lejano al que ya no tenía acceso. Había perdido la gracia de viajar, y quizá por eso el embrujo de los signos y las palabras no había funcionado con él. Cuando el alma se endurece, se cierran las puertas...

Cerró el libro y volvió a guardarlo en el viejo arcón. Seguramente no volvería a abrirlo. ¿Para qué? Ni siquiera pensó en usar la puerta de antes, la de la gema azul, e intentar un último encuentro. En su situación actual no soportaría volver a tocar el cielo con las manos durante un breve lapso de tiempo para luego tener que regresar a lo gris. No, sería demasiado cruel.
Pero, ¿y ella? ¿No vería con buenos ojos un nuevo encuentro? ¿Aunque fuera el último, la despedida? No, pensó, era inútil y absurdo. ¿Para qué alargar el sufrimiento? Si lo imposible era imposible, cualquier cosa que se hiciera al respecto no haría sino añadir más piedras a la muralla, ensanchar más la distancia... ¿Qué diferencia hay entre querer viajar a una estrella como Sirio, que está a ocho años luz, o a otra como Betelgeuse, a más de quinientos años luz? La diferencia es ninguna, porque ambos destinos son imposibles.
Así pues, que otros se dedicaran a fantasear. Él ya estaba en su sitio. Había viajado al país del sueño muchas veces y había visto maravillas sin nombre; había incluso rozado el paraíso, pero todo eso acabó. Se sentía agradecido por lo vivido pero no quería volver, porque la flor del sueño es demasiado... bella para poder olvidarla, demasiado buena para que el corazón pueda soportar la separación y la distancia. Es mejor dejar que el tiempo cubra los recuerdos con el polvo de los días, con el peso de los años... Y aprender a vivir en este presente que no nos gusta y al que odiamos a veces, pero guardando siempre el brillo azul de ese recuerdo, sabiendo que es verdad que en algún lugar del desierto hay un pozo escondido...



VII


Después de salir del desván, bajando las escaleras hacia su cuarto, Alberto iba pensando en esta última experiencia con el libro, en este viaje fallido. Aún estaba algo aturdido, pero los recuerdos iban aclarándose en su mente por momentos; volvía a ver las imágenes fugaces que presenció durante su caída, volvía a escuchar el estruendo mezclado con música que le acompañaba y... sí, también aquella última imagen de la melancolía sonriendo. A la vista de los hechos, se le escapaba el sentido de aquella sonrisa. Pero, bueno, ya estaba bien de mezclar la realidad con los sueños. ¿Sentido? No tenía por qué tener un sentido. Los sueños manejan un lenguaje diferente al de la vigilia, y es muy difícil entenderlo.

Abrió la puerta de su cuarto. Allí seguían sus libros, su mesa, su sillón. Todo como esperando su presencia para recobrar la vida. Se sentó y cerró los ojos para descansar un poco. No tenía la certeza de haber viajado realmente; puede que la visión de la cueva, las puertas y la caída sólo fuera eso, una visión, pero se sentía muy cansado, como si hubiera caminado durante muchos kilómetros. Así que el cuerpo agradeció la postura, y Alberto se quedó profundamente dormido.

Al despertar, al cabo de una o dos horas, sintió frío y entonces se acordó de la ventana. ¿Cómo no se había acordado antes? Seguro que había entrado la lluvia y había mojado hasta los libros... Fue en busca de un cartón para taparla y cuando volvió se quedó estupefacto... La ventana estaba intacta. Recordaba muy bien haberla hecho añicos hacía poco, cuando vio por última vez a...
Abrió la ventana, que estaba en perfecto estado, y se asomó al exterior. Ya no llovía, pero la mañana seguía siendo gris, estaba envuelta en niebla. No se veía nada más allá de unos pocos metros. Alberto volvió al sillón e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Por qué la ventana estaba bien? ¿No la había roto de un golpe hacía poco? ¿O es que todo, todo había sido un sueño?
El libro, el hechizo, la cueva, la puerta de la gema azul, la otra puerta oculta, la caída hacia lo desconocido entre luces, formas y sonidos... ¿todo había sido un largo y extraño sueño?

Alberto no esperó más y subió corriendo hacia el desván. Descorrió las pesadas cortinas y una tenue luz gris iluminó débilmente la estancia. No tenía tiempo para encender la pequeña lámpara. Abrió el arcón, lo cual le costó cierto esfuerzo porque parecía que hubiera permanecido cerrado durante años, y ante él se mostró... el vacío.
¡El libro no estaba! ¡Allí no había nada, salvo unas cuantas telas viejas!
Se dejó caer en el suelo, preso de la confusión. Otra vez en el aire, sin saber qué había pasado... ¿Por qué no estaba el libro? Los pensamientos corrían por su mente a velocidad de vértigo y no conseguía encontrar un punto seguro donde detenerlos.
Si el libro no estaba puede que también fuera parte del sueño, como la ventana rota, y entonces... ¿todos sus anteriores viajes al país del sueño habían sido sólo imaginaciones? Eran conclusiones muy rotundas que no podía aceptar fácilmente sin sentirse herido en lo más hondo. Todas esas experiencias maravillosas, ¿sólo sueños subjetivos...? ¿el producto de una simple siesta? Todo, tan vívido, tan real ¿era sólo una fabulación de la mente para ocupar y entretener un descanso cotidiano?
¿Yolanda era sólo... un sueño?

Pero la evidencia golpeaba sus sentidos con fuerza: el libro no estaba, y daba la impresión de que nunca había estado allí, de que nunca había existido... Alberto bajó la cabeza y, en silencio, lloró amargamente.


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VIII


Epílogo.

No se sabe cuánto tiempo siguió Alberto postrado en el desván, ante un arcón vacío. Pero sí sabemos bien lo que aconteció después. Se irguió, agotadas ya las lágrimas, y se encaminó hacia la gran ventana circular, siguiendo un rayo de luz que penetraba a su través. Se había levantado la niebla y la mañana gris terminaba convertida en una apacible y luminosa tarde de otoño.
Alberto observó asombrado el paisaje que se extendía risueño ante sus ojos. Las calles con sus coches ruidosos y humeantes y las feas casas anodinas habían desaparecido, y en su lugar pudo contemplar un hermoso valle rodeado de montañas azules.
Pero en el corazón del amigo Alberto ya no había cabida para la sorpresa, ni tampoco para la duda ni el desaliento. Simplemente, sonrió ante la escena que se le mostraba y la aceptó sin más. Ni se le ocurrió pensar que aquello que veía pudiera ser solamente un sueño. Y si lo fuese, tampoco le hubiera importado. Porque había aprendido lo caprichosa que puede ser la línea que separa uno y otro mundo, y que los seres y las cosas se mueven constantemente entre las esferas, en una danza interminable y gozosa.

Pasados unos largos minutos de contemplación, en los que disfrutó respirando el limpio aire del valle, Alberto llegó a ver una figura lejana que le saludaba desde la distancia. Una mujer, con larga melena castaña y un vestido claro, le hacía señas desde el camino que había junto al arroyo.
No lo pensó ni un segundo. ¡Era ella! El pecho se le llenó de alegría y bajó corriendo las escaleras del desván.

“Yolanda”
“Alberto, sabía que encontrarías la forma de volver...”
“Yo...”
“¿Te quedarás?”

La respuesta de Alberto no se hizo esperar y aquellos dos seres, que parecían destinados el uno para el otro, se fundieron en un cálido y tierno abrazo. Cuando se besaron me pareció, a mí, que observaba la escena desde una prudente distancia, que un brillo azul surgía de la unión de sus labios, y eso me recordó la gema de la puerta; sí, la puerta que yo mismo descubrí hace mucho tiempo, la fabulosa entrada al país del sueño...
Y, debo confesarlo, me sentí orgulloso de haber escrito aquel libro.

J.H.


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Antonio H Martín
(23 de noviembre, 2008)

domingo, 9 de noviembre de 2008

Mañana gris (II)


MAÑANA GRIS (II)



V


Alberto cerró la puerta del desván con llave desde dentro. No quería ninguna interrupción. Vivía solo y nadie iba a molestarle, pero así se sintió más seguro. Después corrió las pesadas cortinas y en el desván se hizo la noche; encendió la pequeña lámpara del antiguo escritorio para poder moverse entre tanto trasto sin tropezar y se dirigió hacia el viejo arcón. Allí estaba el libro, el grimorio que tantas veces, en un pasado más feliz, había usado como una llave hacia otros mundos.
Mucho tiempo lo había tenido olvidado y ahora había llegado el momento de volver a su magia, pero no para hacer un viaje más, no para embarcarse en otra fantástica aventura en el país del sueño, no. Esta vez no iba a ser un viaje de ida y vuelta... Alberto sintió todo el peso de lo que iba a hacer, la duda y el temor a equivocarse estaban ahí, junto a él, intentando detenerle, pero era inútil: la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

Buscó la página que quería y dejó el libro abierto sobre la mesa. Volvió a leer la seria advertencia del principio, donde se avisaba al desprevenido soñador de que aquello no era una empresa más y que, de seguir adelante, se enfrentaba a un cambio definitivo de su propio destino. Aquí el amigo Howard era muy claro y directo; se notaba que sabía bien de qué estaba hablando, no porque él hubiera llevado a cabo ese último viaje –dado que volvió a este mundo, escribió el libro y lo hizo publicar-, pero parece que conocía a alguien que sí lo había hecho y se sentía en la obligación de avisar sobre el carácter irreversible de ese paso.
Pero Alberto ya estaba subido a la nube y no pensaba bajar. Se sentó frente al libro y a la débil luz de la lámpara empezó a leer en voz alta el hechizo...
Sabía de esta fórmula mágica desde hace tiempo, pero nunca pensó en usarla. Ahora era diferente. Su voz ronca resonaba extrañamente en el silencio del desván; parecía que esas antiguas palabras flotaran en el aire con entidad propia. Alberto cerró los ojos y siguió repitiendo la fórmula, que ya guardaba en su memoria. En su oscuridad el sonido de las palabras se iba transformando en imágenes, en formas confusas y borrosas que se movían. Abrió un instante los ojos, para comprobar si era fruto de su imaginación, pero aquellas formas seguían presentes ante él, oscilando y retorciéndose por el aire del desván, como extrañas figuras de otro mundo.
Al cabo de un tiempo, Alberto vio por fin la cueva, la oscura cueva en la que había estado otras veces y que era como la antesala de sus viajes al país del sueño. Siguió el camino conocido y ante sus ojos, pequeña y lejana al principio, apareció la luz; un brillo azul que relucía allá en el fondo de la cueva, entre espesas sombras. Caminó hacia ella y llegó a un espacio más amplio. Allí estaba, como siempre, la vieja puerta por la que había entrado en múltiples ocasiones al país del sueño. Estuvo tentado de tocar la brillante gema azul que hacía las veces de llave; sabía bien que sólo con poner su mano sobre ella la puerta cedería y el camino hacia los sueños estaría abierto. Pero esta vez no había venido con esa intención, buscaba algo más, mucho más. Quería nada menos que cambiar de mundo, y quedarse allí para siempre...

Pasados unos minutos, que le parecieron interminables y en los que llegó a sospechar que el hechizo no funcionaba, consiguió encontrar lo que quería: la otra puerta. No era fácil verla porque su color se confundía con el de las paredes de la cueva, y porque en ella no brillaba gema alguna. Sobre la antigua madera sólo resaltaban unos extraños signos que no pudo descifrar. Pero daba igual, tenía la certeza de que esa era la puerta que buscaba, porque en anteriores incursiones, y después de explorar a fondo la cueva, nunca había visto otra puerta, sólo la de la gema azul. Y éste era el efecto del hechizo: hacía visible la otra puerta, la entrada definitiva.
Alberto sintió que el pulso se le aceleraba ante esta puerta, que no sólo significaba el paso a otro mundo, también a otra vida. ¿Cómo se abría esta puerta? El libro no decía nada sobre eso... Puso sus manos abiertas sobre la vieja madera arañada por el tiempo, y dejó que su corazón se inundara de sentimientos. Recordó el valle, las montañas azules, la brisa y, sobre todo, la mirada y la sonrisa de Yolanda.

Parece que eso hubiera servido de llave, porque a continuación se abrió ante él un torbellino de luces y fuerzas que le atrajo hacia el interior. La puerta había desaparecido y Alberto sintió que caía vertiginosamente en lo que parecía un pozo sin fondo. A su alrededor podía ver imágenes cambiantes, miles de figuras, entre las que reconoció escenas de su propia vida... ¿No era esto lo que decían que pasaba cuando uno se acercaba a la muerte? ¿Se habría equivocado de puerta? Pero ya no había vuelta atrás, el regreso era imposible, y Alberto seguía cayendo en esa tiniebla circundada de luces indescriptibles y figuras de otros tiempos. Un raro sonido, como el zumbido del vuelo de muchas aves mezclado con el tronar de una cascada lejana, acompañaba esta caída hacia lo desconocido. Pero le pareció oír también retazos de música conocida, melodías que había escuchado y gozado en su vida normal, en su mundo ahora ya perdido y lejano.

Logró ver una última imagen antes de hundirse en la más absoluta negrura. Era el rostro de la vieja dama triste, la melancolía. Le miraba con sus grandes ojos fijos, pero esta vez algo había cambiado. Su mirada era brillante, luminosa, alegre. ¿Cómo podía ser? Inevitablemente, le recordó otros ojos, otra mirada...
Después, se hundió en la sombra.


(...)

Antonio H Martín
(8 de noviembre, 2008)

sábado, 8 de noviembre de 2008

The Dreamer Descends



The Dreamer Descends

Steve Roach




viernes, 31 de octubre de 2008

Mañana gris (un viaje al país del sueño)


Mañana gris


Miró por la ventana de su cuarto de estudio y vio una mañana gris, unas nubes enormes que juntas tapaban el cielo, ocultando el limpio y alegre azul. Más abajo, los edificios de siempre, las feas casas anodinas de todos los días, que quizá contengan historias pero cuya voz no trasciende el umbral del silencio. Y un poco más abajo, en el suelo mojado por la lluvia de la noche, coches, muchos coches que iban y venían en todas direcciones, como si buscaran un destino que no acababan de encontrar, transmitiendo una sensación como de ansiedad, de desasosiego. Todos esos coches circulaban de prisa, sin aliento, nerviosos, y Alberto imaginaba, dentro de cada uno de ellos, a un ser sin aliento y nervioso que tenía una extraña prisa por llegar a algún sitio al que en realidad no quería llegar...

La vieja historia de casi siempre, pero que envuelta en el gris de la mañana adquiría un matiz más amargo, más crudo, más infeliz que otras veces. Era un mundo extraño, cuyo sentido se le escapaba, lo que ahora le miraba a los ojos con desprecio. Ese mundo que él sentía como irremediablemente absurdo parecía sentirse a gusto en medio de esta mañana opaca, de esta ausencia de luz y color, sin azul y sin música, Parecía ser su acuarela preferida, su fondo predilecto, y se diría que devoraba cada minuto con rabioso deleite, como un monstruo sucio y gris, de mirada de humo y voz estridente, que sólo existiera para comerse el tiempo, para anular la vida y dejar sólo un rastro irreconocible de lo que podía haber sido y no fue, por su culpa. Era como una gran sombra que transformaba el día en una falsa noche sin historia.

Alberto cerró los ojos, como queriendo borrar esa imagen, pero la mañana gris seguía allí, imperturbable, y llevaba un triste mundo sobre su espalda... No quiso mirar más, se fue a la cocina a prepararse un café; tenía frío, aunque había puesto la calefacción hacía más de una hora. Tal vez el frío no era real, tal vez lo que sentía era otra cosa: el gris de la mañana, que se le había metido dentro. Volvió al cabo de un rato a su cuarto y miró otra vez a través de la ventana. Había empezado a llover; diminutas perlas de agua se pegaban en el cristal y hacían que la mañana fuera aún más extraña y borrosa, más lejana y más oscura. Aún así, Alberto siguió mirando, quizá con el deseo inconsciente de encontrar algo, algún pequeño detalle que pudiera salvar la mañana con una leve sonrisa; el juego de un perro, el vuelo de un gorrión, el saludo cimbreante de un árbol...

II

Pero no encontró nada de eso. En su lugar, vio venir desde lejos a una figura pálida, una presencia entre las nubes que se acercaba lentamente. En seguida reconoció sus ojos tristes y apagados, su boca fruncida, el suave gesto de su mano abierta que parecía querer sujetar algo que ya no estaba entre sus dedos... Sí, era ella, volvía a él como si la hubiera llamado, como si le perteneciera. Salía del espejo de la mañana y le miraba con sus ojos heridos. Le lanzaba preguntas antiguas que no podía responder. Alberto se limitó a saludarla: “Hola, Melancolía, ¿qué haces aquí? No te he llamado, ¿por qué vienes? ¿Te ha traído esta mañana gris?”

Ella no respondía, sólo le miraba fijamente y en sus ojos empezó a arder un fuego extraño, una llama azul que le trajo viejos y dolorosos recuerdos.
“¡No, no lo hagas!” –exclamó Alberto, asustado y tembloroso; sabía bien lo que se le venía encima y no quería volver a pasar por ese trance. “¡No me mires así! No te he invocado. ¡Vete!”

Pero la dama triste seguía hiriendo con su mirada, cada vez con más fuerza, con más fuego, hasta que Alberto empezó a ver que la mañana se transformaba, que desaparecía el gris y la lluvia y ante él se abría un paisaje maravilloso, hermoso y apacible como un antiguo sueño de juventud.
Ya no veía el mundo conocido; no había gente nerviosa, ni feas casas anodinas, ni humo ni ruido. Ante él sólo había un valle espléndido rodeado de montañas azules, y un cielo abierto y luminoso donde un tranquilo sol conversaba con nubes blancas, donde resonaba el murmullo de un arroyo cercano y una suave brisa hacía danzar a las flores...

“No, Melancolía, no me hagas esto. Lo que me muestras no existe, es sólo una imagen del pasado, un bello recuerdo de algo... muerto.” La voz de Alberto era sólo un susurro. Y sin dejar de mirar ese paisaje, comenzó a llorar. Sus lágrimas, largo tiempo guardadas, resbalaron en silencio por sus mejillas.

Entonces, oyó la voz; lejos al principio, pero cada vez más cerca: “¡Alberto! ¡Albertooo! ¿Dónde estás?”
Se restregó los ojos, apartó las lágrimas y miró a la lejanía... ¡Sí! ¡Era ella! ¡Ella! Quiso gritar su nombre, ¡Yolanda! ¡Yolanda!, pero no oía su propia voz, no tenía voz. La muchacha estaba ya cerca y pudo ver su cara, sus ojos castaños, su pelo largo y oscuro, su delgada boca que antaño había besado con pasión, esa boca en la que había visto la más dulce de las sonrisas, y esos ojos que le habían mirado a él, a Alberto, con el brillo del más sincero amor...

¡Esto no podía ser! ¡No esta locura! Alberto reunió toda la fuerza de que era capaz, apretó los puños y golpeó el cristal de la ventana mientras gritaba por fin: “¡Yolandaaaa!”


III


Pero su esfuerzo fue inútil. Todo lo que vio ante sí fue el rostro encendido de la Melancolía, que le seguía mirando fijamente a los ojos. Y detrás ya no estaba el hermoso valle, ni la magia que contenía. El sueño se había roto, como si fuera una película adherida al cristal de la ventana y se hubiera hecho añicos con ella.

Alberto comprendió... Había llegado la hora, su hora; ya era tiempo de hacer lo que debía hacer; no tenía sentido seguir alargando la espera. ¿Qué hacía él aquí? Este no era su mundo, aquí nunca iba a encontrar nada que le colmara, ninguna copa que saciara su sed. Andaba siempre a vueltas con el anhelo de lo infinito, de lo absoluto, y lo único que encontraba eran pequeñas migajas, restos que otros habían dejado en su camino y que no le servían para encontrar el suyo. Sólo eran viejos letreros en medio del bosque; ayudaban al caminante perdido, pero carecían de la fuerza para caminar. Los letreros no caminan, sólo indican el camino, un posible rumbo a seguir, pero es uno mismo el que tiene que caminar, y Alberto nunca había tenido la fuerza y el coraje necesarios para hacerlo.

Su anhelo del infinito no se traducía en nada espectacular y grandioso. Alberto no deseaba volar a las estrellas o conquistar un mundo; para él lo infinito podía encerrarse en un pequeño sueño, una esfera mágica donde la vida se hiciese redonda y pudiera amarse a sí misma. Esto le bastaba. Pero aún esto tan sencillo le resultaba imposible. Por todas partes crecían barreras, algunas tan altas como montañas, que le impedían llegar a la meta, que le cortaban el paso y le robaban hasta la más pequeña de las alegrías.

Estaba cansado de tantas sombras, harto de tanto dolor sin recompensa, de tanta lucha sin victoria. Todos los días eran breves batallas contra el monstruo del absurdo, y todas eran perdidas. Había noches en que conseguía dar algún paso, rescatar del vacío algo de valor, con lo que poder respirar un aire más puro y libre, un mínimo brillo en medio de la oscuridad, pero el día siguiente se encargaba siempre de destruirlo, lo convertía en arena entre las manos, quemaba con una dura luz cualquier rastro del sueño.

Y ya no quería más de esto. Ya era bastante, demasiado. Había tenido que venir la vieja dama triste para recordarle su camino, y estaba bien que así fuera. Esta mañana gris había sufrido su último dolor. Alberto se levantó y dirigió una última mirada a la dama del vestido de gasa y los ojos penetrantes, de los que había surgido la imagen de su perdido sueño. La miró un instante, sonrío y se marchó hacia otra parte de la casa.

Arriba, en el viejo desván, escondía Alberto su secreto más valioso. Dentro de un arcón, envuelto en paños como si fuera una joya, estaba el libro.

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IV


Lo encontró hace mucho tiempo, mientras rebuscaba en una librería de anticuario, y nada más verlo, sin saber qué contenía, supo que debía ser suyo. Fue como si el libro le llamara... “Seguro que es un compendio de leyes o recetas del siglo XIX o a lo sumo del XVIII”, pensó, “pero me encanta su cubierta y esos adornos tan raros que exhibe...”

Se llevó el libro a casa por un precio que estimó aceptable, y una vez allí descubrió que no era ningún antiguo códice, escrito en latín y con exquisitas miniaturas que aún no habían perdido del todo su color, como vagamente dejaba sospechar, sino un libro moderno del siglo pasado, de 1902, escrito por un tal Joseph Howard, que se decía erudito en ciencias ocultas. Estaba escrito en inglés, aunque se adornaba con un pomposo título en latín, Somnus Limen. Por supuesto, no le importó y en seguida aceptó al libro como un pequeño tesoro. Lo interesante vino después...

Durante años, Alberto bajaba el libro del desván, donde prefería que estuviera para preservarlo de miradas indiscretas, y al abrigo de la noche, encerrado en su cuarto, leía con avidez y creciente interés lo que allí estaba escrito. Según se daba a entender, el autor no era precisamente un erudito, ni profesor de ciencia alguna, sino un viajero, un explorador de lo que él mismo denominaba simplemente como The Dream Land, el país del sueño.

Era emocionante seguir los distintos y jugosos capítulos donde Howard narraba sus “viajes” a ese país de maravilla, sus descubrimientos y extraordinarios hallazgos, pero lo más interesante era que este onírico viajero tuvo la inapreciable deferencia de explicar ciertas normas para quien quisiera seguir sus pasos y adentrarse en ese otro mundo. Algo así como una guía de viaje, que incluía fórmulas secretas que servían para abrir las puertas y poder pasar al otro lado...

En un principio, Alberto leyó todo esto como si se tratara de una novela de Verne, o una colección de cuentos de Hoffmann o Dunsany; pero alguna de esas noches se atrevió, movido por la curiosidad o por simple impulso lúdico, a poner en práctica las fórmulas detalladas por Howard.
Lo que ocurrió después fue para él un suceso de lo más extraño y fantástico que había vivido nunca. Alberto consiguió efectivamente traspasar esas puertas y “viajar” al país de los sueños.


Lo que esto significara realmente no le importaba lo más mínimo; lo valioso para él era que vivía intensamente esas experiencias, que sentía que estaba allí, en la tierra de los sueños, y que nunca antes se había sentido tan vivo.
La autenticidad de estos “viajes” era para sus sentidos algo que estaba fuera de toda duda. Y le parecía absolutamente irrelevante ponerse a discutir sobre ello. Lo que pudiera decir un psicólogo al respecto le daba igual; carecía de valor la opinión de nadie, por muy científico que fuera, en un mundo que ni siquiera tiene una consciencia cierta de su propia realidad, y que año tras año va cambiando su visión de la misma.

Así que Alberto se aficionó sin restricciones a esas lecturas nocturnas y a sus consecutivos “viajes”. Varios años estuvo usando la magia del libro; muchas y extraordinarias fueron sus vivencias. Y precisamente allí, en ese país del sueño, fue donde conoció a la mujer de su vida, a Yolanda.

Pero parece ser que es cierto lo que se dice de que toda felicidad es transitoria... Sin que mediara una razón poderosa para ello, pero tal vez influido por multitud de pequeñas razones que constantemente le asediaban, Alberto fue distanciándose paulatinamente de su actividad onírica. Cada vez subía menos al desván para tomar el libro y usarlo para sus propias incursiones en esa amada tierra ya no tan desconocida, pero siempre maravillosa y sorprendente.

En cierta ocasión, se atrevió a confesar todo esto a su amigo más íntimo, a Martín, que también era muy aficionado a los sueños y propenso a todo lo que oliera a fantasía, y éste le contestó que el problema venía de su amor por Yolanda. Esa relación era tan buena, tan perfecta, que la sombra del miedo se había aliado con el frío de la duda, porque la mente no podía aceptar que algo tan bueno fuera real.

Puede que el amigo tuviera razón. El caso es que Alberto dejó una noche de bajar el libro, y poco a poco se fue olvidando de él. Su vida cambió, salía con gente a divertirse por las noches, se pasaba horas y horas hablando de temas intrascendentes, conoció a mujeres y tuvo algunas relaciones que aparentaban ser serias, pero que nunca terminaban de cuajar.
Pero después de unos meses, lentamente, sin que se diera cuenta, le desapareció esa fementida alegría, se volvió irascible y huraño. Se convirtió en un ser intratable que todos rehuían. Y a Alberto se le llenó de frío el corazón.

Ya casi no salía de casa, sólo lo imprescindible, y encerrado con sus pensamientos, a solas entre las cuatro paredes desde donde los libros, los viejos amigos, le miraban en silencio, una tarde triste y apagada de otoño le visitó por primera vez la dama del vestido de gasa y lánguidos ojos, la de la mano inerte que parecía aferrarse a un objeto inexistente. Y aquel encuentro le dolió en lo más hondo.
Pero la dama siguió viniendo, y pasaba un rato a su lado sin decir nada, y luego se iba; pero siempre, antes de marcharse, le dejaba un recuerdo sobre la mesa, cualquier cosa, una hoja seca, un verso, la estrofa de una canción, el dibujo de una gema de azul intenso, el pétalo de una flor, la huella de un beso...

Alberto no entendía al principio qué significaban aquellas cosas; las miraba sin comprender, las cogía y cerraba los ojos con fuerza intentando recordar, hasta que un susurro le venía desde muy lejos, como desde más allá del tiempo, como el eco perdido de un sueño, y ese susurro le dibujaba un nombre en el aire, un nombre de mujer: ...Yo...lan...da...

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(continuará...)


Antonio H. Martín
(31 de octubre, 2008)