Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 26 de julio de 2013

El músico Wen



    HACE MUCHO TIEMPO había un músico que podía encantar a pájaros y peces haciéndolos bailar con su música. Un músico que tocaba el laúd llamado Wen, del reino de Cheng, oyó esta historia y quiso adquirir esa habilidad. Así pues, abandonó a su familia y se fue a estudiar con el maestro músico Hsiang.
    Durante mucho tiempo, Wen no pudo tocar nada. Sus dedos se agarrotaban y cada vez que tomaba el laúd no era capaz de tocar. Después de tres años no había aprendido nada. «Deberías volver a tu casa» —le dijo el maestro.
    Wen puso su laúd en el suelo, asintió, y dijo: «No es que no haya aprendido ninguna canción o que no pueda afinar mi instrumento adecuadamente. Lo que ocurre es que no puedo tocar desde mi corazón y por ello la música nunca se ha convertido en parte de mí. Ésta es la razón por la que no me puedo animar a tocar. Déjame descansar un poco y veamos qué ocurre.» 
    No mucho después, Wen volvió a su maestro.
    «¿Cómo te va con tu música?» —le preguntó el maestro. 
    «Creo que he dado un salto adelante. Déjame que te lo muestre.»
    Wen tomó el laúd y con suavidad acarició la cuerda llamada Otoño. Aunque era primavera soplaba un viento fresco, y las hojas crujían mecidas por la brisa de otoño, y el cielo estaba brillante y sin nubes. Después, en otoño, tocó la cuerda llamada Primavera y se produjo una suave brisa. Cayó una lluvia cálida y se abrieron las flores. En medio del verano, Wen tocó la cuerda llamada Invierno, y de repente cayó la nieve y los ríos se helaron. Cuando llegó el invierno, tocó la cuerda llamada Verano. Inmediatamente brilló el sol con fuerza, desapareció la nieve, y se fundió el hielo de los ríos.
    Finalmente, cuando tocó la última cuerda junto con todas las demás, sopló una brisa refrescante, aparecieron flotando nubes celestes, cayó un dulce rocío en el suelo y brotaron manantiales fragantes.
    El maestro músico Hsiang se golpeó el pecho exclamando: «Tu música supera con mucho cualquier palabra que pueda describirla. Los mejores músicos tendrán que aprender de ti a partir de ahora.»
    Wen ya era un buen músico en la época en que acudió a estudiar con Hsiang, pero se percató de que la perfección solamente de la técnica no producía una gran música. Cuando fue finalmente capaz de disolver la dualidad entre sí mismo y la música, las canciones que tocaba no sólo tenían el poder de crear estados de ánimo sino que literalmente cambiaban la realidad.


Lieh-Tse

(edición de Eva Wong - 1995)
(Editorial Edaf - Madrid, 1997)
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    Para una mente racional y lógica —al estilo occidental— esta vieja historia taoísta podrá no pasar de ser el típico cuento chino, un relato fantástico en el que no hay que buscar fondo alguno, porque no lo tiene. Será tan sólo como otra historia más de fantasmas y magias imaginarias, cuyo único sentido está en el puro entretenimiento, sin relación alguna con la realidad. 
    Pero el Lieh Tse (recopilación de antiguas historias que abarcan un periodo de seiscientos años) es presentado por Eva Wong —doctora en Filosofía y miembro del Instituto de Taoísmo Fung Loy Kok— como "una guía taoísta sobre el arte de vivir". Lo que nos remite a una esfera muy distinta de la meramente fantástica. Es decir, que el libro en cuestión es una colección de viejas enseñanzas filosóficas taoístas, equiparable al Lao Tse (el conocido Tao Te King) y al Chuang Tse.
    De modo que aconsejo al eventual lector que no se detenga demasiado en detalles aparentemente fantásticos e increíbles, como los de que un músico pueda, con el simple tañer de su instrumento, provocar importantes cambios atmosféricos o hacer danzar a los animales... En mi caso, por ejemplo, me inclino mucho más a pararme ante eso de que habla la historia al final: que el tal Wen consiguió "disolver la dualidad entre sí mismo y la música". 
    En principio, cualquier historia taoísta puede parecernos abstrusa e incomprensible, porque —además de estar escrita desde un modo de pensar antiguo y muy diferente al nuestro— suele usar figuras metafóricas extrañas y se desenvuelve a veces en escenarios mitológicos, asuntos ambos que a nuestro pensamiento le parecen simplemente hiperbólicos y absurdos, entrando de lleno en el ámbito de lo irreal.
    Pero estimo que estas historias se merecen una segunda e incluso una tercera lectura. Y según nos vayamos familiarizando con su lenguaje, llegaremos a ese interesante "leer entre líneas", que nos dará el mensaje y el auténtico sentido de la historia. Ese fondo que, en un primer intento, parece escapársenos. Y entonces, quizás, sin necesidad de que nos aleccione Yu, el rey chamán, ni de que tengamos que adentrarnos en las inmensas praderas del fabuloso País del Norte, llegaremos a comprender ese misterio, esa magia de que un laúd consiga con su música cambiar la realidad. 


A. Martín Bardán      
(26 de julio, 2013)      

    

martes, 23 de julio de 2013

Palabras en la noche



    «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado...» 

Jorge Luis Borges
("Las ruinas circulares")


    En algunas ocasiones me encuentro con que algún buen amigo me critica, en el sentido de no valorar lo que escribo, no porque no le guste sino porque afirma que son meras palabras, que poco tienen que ver con mi vida real. Críticas así deberían desanimarme, pero no lo hacen, porque sé muy bien desde dónde escribo, en qué estado me encuentro cuando lo hago. Y aunque diga entonces cosas que parecen no tener relación con mi cotidianidad, sé que escribo desde la verdad, que no estoy inventando nada, que cuando escribo soy, efectivamente, el que escribe y no otro.
    No tendría ningún sentido para mí escribir desde la falsedad. Una escritura ficticia no hubiera sobrevivido tanto tiempo. Escribo cuando en mi mente se da eso que gusto en llamar "claridad", que no es sino un pensamiento más o menos coherente que viene a aclarar cualquier cuestión que hasta entonces estaba oscura. Cuando tengo esa claridad, intento expresarla en palabras y así surgen, con mayor o menor fortuna, mis escritos, que en principio tienen el efecto de dibujar un puente de razón en medio de las brumas de lo aparentemente caótico.
    Nadie me ve desembarcar en esa unánime noche, ni ve cómo mi canoa se hunde en el mar del inconciente, nadie excepto yo mismo. Por supuesto, es en la soledad donde ocurren estas cosas, no podría ser de otra manera. Desde ahí escribo. Y lo escrito, al volver a leerlo, muchas veces me sorprende. Puede incluso suceder que, al cabo de un tiempo, no sepa bien lo que he querido decir, o no acierte a comprender por qué lo he dicho. Porque en ocasiones las claridades son fugaces, y ya no se encuentra uno en el mismo lugar en que estaba cuando lo escribió. 
    Es por eso por lo que mi buen amigo puede llegar a la conclusión de que no hay una relación directa y consistente entre lo escrito y lo vivido. Así somos algunos caminantes, algunos viajeros del espíritu y el pensamiento: olvidadizos, inconstantes. No es por frivolidad por lo que damos una apariencia de certeza a una idea y al día siguiente hacemos lo contrario. Es porque ya no recordamos, más que en teoría, esa idea, porque ya no tenemos, no sentimos la claridad de ayer.
    Al igual que cuando uno se despierta en medio de un buen sueño, e intenta continuarlo... Resulta muy difícil, porque los sueños se nos escapan entre la niebla del despertar, y las fuertes luces de la vigilia ciegan el frágil y hermoso brillo del sueño. Nos esforzamos por volver, buscamos la postura en que estábamos, para que el cuerpo se recoloque y recuerde el lugar donde se encontraba, en un intento de que la conciencia regrese a ese sitio... Pero sólo muy raras veces lo conseguimos. 
    Así pues, he de decirle a mi amigo que ya me gustaría seguir al pie de la letra mis propias instrucciones, y aplicarme el cuento, pero que eso no siempre es posible. Para volver a sentir aquella claridad que tuvimos una intensa noche, no queda sino viajar de nuevo. Y para eso hay que esperar a que el viento sea propicio.
    De modo que, por el momento, habrá que seguir soportando esa visión de mis anteriores escritos como bloques de palabras, congelados en el tiempo, sin aparente relación con la vida. La aventura necesaria, el extraño en la cocina y la luz inclinada seguirán siendo tan sólo cuadros de una galería inánime.
    Pero, seguro que cualquiera de estas noches, cuando se disuelva lo umbrático y la mirada del sueño recupere su aliento... 


Antonio Martín Bardán    
(23 de julio, 2013)


—dedicado a C.S.—  
     

martes, 16 de julio de 2013

Michael, Julio y el tiempo...



    «Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.
    Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.
    Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.»

Michael Ende
("Momo")


    «Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
    ¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.»

Julio Cortázar
("Instrucciones para dar cuerda al reloj")


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    Encontré, entre otras varias, estas citas de Ende y Cortázar en un reportaje sobre relojes de la periodista Ana Marcos (El País Semanal - 25 de noviembre, 2012). Me gustaron ambas, claro (la de Julio no la conocía), y se me ocurrió ponerlas aquí, porque dan unos perfiles del tiempo muy personales, pero ajustados a esa realidad de que el tiempo, efectivamente, es vida y ésta reside en el corazón. Es muy fácil saber esto, y lo de que una hora puede parecernos una eternidad o fluir en un instante, todos lo hemos comprobado. Pero no está de más recordarlo, en estas tardes largas y calurosas en que uno se encuentra en la necesidad de saber cómo usar su tiempo, para que no sea éste el que le use a uno... 
    Allá, en el fondo, está la muerte, sí, pero... ¿qué ocurre mientras tanto? Pues que el barco sigue su rumbo impasible, y de lo que se trata es de navegar con él. De lo que se trata, como siempre, es de no perder ningún soplo del aire de la vida, ese aliento muchas veces aparentemente oculto que fluye entre las horas y los días, jugando y danzando. Ese océano de aire en donde descubrimos, algunas veces, que contiene diminutas pero inapreciables joyas: diamantes, esmeraldas o rubíes que parecen tallados por la mano del duende de los sueños. Esas joyas que hacen que nuestra vida brille. Esas que nos animan a vivir. 


Antonio H. Martín  

domingo, 14 de julio de 2013

La fuerza madre



    «No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre.»

Ángel Ganivet 
(1865-1898)


    Me encuentro por la mañana con estas palabras de Ganivet, en un artículo de J. M. de Prada (www.xlsemanal.com/prada), que titula "El eje diamantino". Palabras que me recuerdan lo que solía decirme a mí mismo en otros tiempos, cuando aquellas sombras y dudas de la juventud le ponían a uno entre la espada y la pared... Prada elogia las palabras de Ganivet, pero asimismo advierte que éste acabó suicidándose antes de cumplir los treinta y tres años, arrojándose a las heladas aguas de un río... Luego, hace una breve reflexión sobre la fortaleza del alma humana y sobre el origen de su enfermedad: la desesperación.
         Pero lo que me interesa de las frases de Ganivet es esa mención de una fuerza madre, una fuerza que reside en nuestro interior y es lo que a veces nos hace sentir que podemos superar cualquier dificultad, y nos ayuda a hacerlo. Ese "eje diamantino" que yo de joven llamaba, simplemente, "magia". Y creo que es exactamente a lo que se refiere el I Ching cuando, en el hexagrama Wu Wang (Lo inesperado), dice: «Ni aunque se tire se puede perder lo que a uno le pertenece realmente.»
    Sentir esa fuerza madre es lo que siempre ando buscando. Algunas veces lo consigo, y otras no. Porque la claridad del paisaje mental no es siempre la misma, y muchas veces los puentes se bloquean y las puertas se cierran. Mucho he escrito ya sobre ello en este cuaderno...
    Y quiero decir que, a pesar de su oscuro final, me ha alegrado encontrarme con las palabras de Ganivet (cuya obra desconozco) en esta soleada mañana de domingo, y comprobar con ello que también él era un caminante y podía ser mi amigo. Son pequeños e inesperados encuentros que nos hacen sentir como una grata brisa de compañía, una cuyo perfume suaviza las duras aristas de este mundo.    
      

Antonio H. Martín

martes, 9 de julio de 2013

El perdedor


(viernes, 12 de diciembre, 1997)

     «El perdedor no es propiamente un mediocre o un fracasado a secas, sino quien ha intentado ser más y desde ahí ha llegado al derrumbe. En todo perdedor hay un salto (aunque sea hacia atrás), por pequeño que sea, y ese impulso —que puede ser autodestructivo— convierte al perdedor, respecto a la mayoría común, en un aristócrata.»

Luis Antonio de Villena
("Biografía del fracaso")


    Pocas cosas puede inspirarme un hombre satisfecho, y siempre estarán relacionadas con la indiferencia y el desprecio. El perdedor, por el contrario, puede ser mi hermano. De hecho, la mayoría de los personajes a los que admiro y quiero, a pesar de estar envueltos en una aparente aureola de éxito, guardan en su interior un poso de perdición, una sustancia de pérdida frente al mundo. Son seres diferentes, con una o dos ventanas de más en su alma, que se resisten a doblegarse y se queman en una lucha generalmente perdida de antemano. Qué mayor aristocracia que ser distinto, que no ser seducido por la mediocridad, aunque eso pueda llevar a hundirse en el barro.
    De todas formas, no es exactamente perder lo que busca el perdedor. Lo que quiere es ganar en otra cosa, en otro asunto que no es el normal, el oficial, el mediocre. Creo que encuentra cierto regusto en perder frente al mundo, pero es sólo porque eso le reafirma en lo que de verdad le interesa. Una pérdida objetiva en términos mundanos, puede él transmutarla en ganancia subjetiva, en crecimiento, en riqueza interior.
    Pero, claro, esto no siempre funciona. Hay, o debería haber, un delicado equilibrio de fuerzas que no siempre se consigue o, mejor dicho, se consigue muy pocas veces. Mayormente, el perdedor suele perder en todos los ámbitos y con todas las consecuencias, y eso se debe a que también él, por supuesto, es un ser relacional, abierto y expuesto a las circunstancias y condiciones del medio en que vive. El perdedor tendría que saber jugar a un doble juego, saber desligar mundos que son diferentes y que dificilmente pueden unirse. El perdedor tendría que conocer, valorar y distinguir bien su propio camino, para no confundirlo con otros. Sólo eso le podría convertir en ganador, esa clase extraña de ganador que puede asentir ante su imagen en el espejo e incluso dibujar una sonrisa, mientras afuera los poderes del mundo normal están aporreando la puerta...
    No conozco todavía las conclusiones a las que llega Villena en su libro, pero me aventuro a afirmar que el perdedor es sólo un extraño, alguien que no puede evitar perder, porque sus propios valores, su inclinación personal no está en la línea del mundo que le rodea. El extraño pierde siempre frente al mundo. Y lo único que necesita es ese equilibrio de fuerzas, ese saber desligar, ese saber caminar sobre el filo de la navaja. Comprender, en fin, que lo que le convierte en perdedor es sólo que confunde la tierra con la luna. 


Antonio H. Martín

(del "Diario de un obstinado" - 12 de diciembre, 1997)

  



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imágenes: AHM