Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 31 de enero de 2015

Cuando llega la noche




    Cuando la luz del sol viaja más allá del horizonte y llega la noche (la gran dama oscura y profunda), todos sabemos que no solamente un denso tejido de sombras cubre la tierra y una manta de silencio se tiende sobre el mundo, sino que también una inmensa ventana se abre de par en par en el cielo. Y que a través de ella podemos ver, junto a la amiga luna (vigilante y soñadora), miríadas de otros soles lejanos. Se nos presenta entonces ante los ojos un panorama estelar de abismales y vertiginosas distancias, que nos sobrecoge y nos fascina.
    Así les ocurre al menos a quienes aún conservan intacta su capacidad de asombro, a quienes han sabido guardar la antigua mirada más allá de las heridas, a salvo de los ataques de la sombra.
    Y ante semejante profundidad, ante la vastedad de ese océano cósmico, es lógico sentir la mísera pequeñez de nuestro mundo y de nuestra existencia. El gran planeta en que habitamos, con sus millones de formas distintas de vida, se nos aparece como reducido —bajo el poder del hechizo de lo infinito— a una simple mota de polvo poblada de microscópicos insectos. Un insignificante grano de arena en una playa sin fin, o en un desierto. Una mera gota de lluvia en una tormenta, en el río o en el mar... Nuestro espacio y nuestro tiempo quedan así enormemente minimizados frente a ese universo de apariencia interminable, cuya dimensión se nos escapa.   
    Por un lado, esa visión de insignificancia puede ayudarnos a relativizar nuestros problemas cotidianos, a restar importancia a aquello que tal vez nos tiene preocupados, que tira de nosotros hacia abajo, que nos pesa e incluso llega a veces a agobiarnos. Pero surgen también, ante esa visión, las inevitables preguntas sobre el sentido de todo esto... Nos sabemos parte de ese universo, evidentemente, pero sólo como un punto infinitesimal, como un levísimo trazo casi invisible dentro de un vasto cuadro cuyos límites apenas si nos atrevemos a imaginar. Aun cuando el poder de la imaginación es lo más grande que posee la mente, ésta no puede evitar temblar como una hoja ante esa inmensidad y sentirse incapaz de abarcar eso tan inefable que llamamos «infinito».
    No obstante, esta sensación de ser entidades excepcionalmente diminutas en un universo inabarcable, desconocido e incomprensible (más allá de algunas teóricas aproximaciones, científicas o filosóficas), no resta intensidad a la fascinación que sentimos frente ese panorama nocturno, ante la infinitud de ese océano de estrellas. Sin duda, es una fascinación irracional, únicamente emotiva o quizá instintiva, pero no deja de estar presente, cuando uno tiene la adecuada sensibilidad. Es por eso que me niego a aceptar la simpleza de ese pensamiento casi habitual, supuestamente racional y lógico, que frente a esa visión suele deducir que el universo carece de sentido, o que si lo tiene está muy lejos de nuestro alcance e incumbencia y muy poco o casi nada tiene que ver con este mundo y quienes lo habitamos. Que es como decir que somos demasiado «poquita cosa» para que signifiquemos algo dentro de esa infinidad.
    De ese pensamiento, de esa forma de ver las cosas suele emanar, por ejemplo, la escéptica imagen de un dios sordo y ciego, que nada sabe ni desea saber de este mundo nuestro. O, simplemente, la extraña certeza de que todo es debido a un absurdo azar, que todo sucede por una imprevisible y caótica casualidad sin sentido alguno. Personalmente, ese modo de pensar me sugiere la figura ridícula e inaceptable de un dios beodo que, en la torpeza de la embriaguez, vuelca sin querer su copa, dando así origen al universo. Lo que vendría a significar que vivimos en un universo derramado accidentalmente, en un universo contingente, producto del azar.
    Pero, afortunadamente, no es eso lo que nos dice la fascinación que se siente ante la inmensa ventana abierta de la noche. Aunque, bien es verdad que la fascinación no es garantía de nada: el hombre puede fascinarse ante cualquier fenómeno natural o artificial, si es lo suficientemente grande o sorprendente, o incluye una buena dosis de atractiva estética... Pero, aún así, insisto en que hay algo especial e inexpresable en esa visión nocturna, algo que conecta con nuestro interior, con eso que llamamos «alma» (aún no demostrada científicamente) y que parece hablarnos de una relación íntima, esencial, entre la vastedad del universo y nuestra diminuta existencia. Algo que nos habla claramente de un sentido, y no de un absurdo montaje cósmico sin orden ni concierto, que nació «por casualidad» y se mueve dentro de los azarosos límites de lo caprichoso y lo caótico. 
    
    Nada menos que 43.000 millones de años luz es lo que mide el universo observable. Y cuentan los físicos que muy probablemente existan otros universos, paralelos o no, más allá de éste... Yo, sinceramente, sólo con pensar en que para llegar a las proximidades de la estrella Sirio —que dista solamente ocho años luz de la Tierra— tendría que navegar a 300.000 kilómetros por segundo y encima estar viajando durante ocho largos años, ya siento vértigo. Así que lo de las medidas del universo me sobrepasa, por no hablar de lo que pueda haber más allá, para lo que ya no tengo palabras.
    Me encuentro, en una conocida revista de divulgación*, con que el cosmólogo Alan Guth (creador de la teoría de «la inflación») y el físico Andrei Linde (que amplió esa teoría con la de «la inflación eterna»), hablando de la existencia de otros universos, dicen que se encuentran en regiones del espacio muy alejadas de la nuestra, con las que nunca entraremos en contacto. Otros físicos, como Paul J. Steinhardt y Neil Turok, piensan que esos universos se  encuentran en distintos momentos temporales. Y, en cambio, Max Tegmark y Dennis Sciama sostienen que «los otros cosmos son totalmente ajenos a nuestro espacio-tiempo»... 
    Y también encuentro, en el mismo lugar, que Paul Auster (por poner un ejemplo diferente, fuera del ámbito de la física teórica), a pesar de ser «el escritor del azar y la contingencia» y de no creer en la causalidad, se atreve a afirmar en su novela distópica Un hombre en la oscuridad, de 2008, lo siguiente: «No hay una sola realidad. Existen múltiples realidades. No hay un único mundo, sino muchos mundos. Y todos discurren en paralelo.»
  
    Ante estas teorías, que vienen a ampliar aún más la vastedad de lo que observamos a simple vista en una noche estrellada, que quieren acercarse a la inmensa complejidad del universo (o multiverso) que nos rodea y del que formamos parte, me ratifico en que es imposible que todo ello se deba al cósmico capricho de un ciego azar.
    Más allá de la enormidad de medidas y distancias, de la incomprensible infinitud, de la probable existencia no ya sólo de otros mundos sino de otros universos, de otros espacios y tiempos, está la certeza (irracional, si se quiere) de que todo esto tiene un sentido. No puedo comprender que sea de otra manera. ¿Qué tienen que ver las magnitudes y las distancias con ese sentido?
    Imaginemos que una hormiga adquiriera durante unas horas un nivel humano de consciencia. Y que se dedicase a mirar desde la copa de un árbol al horizonte, a las montañas, al mar, y luego a la luna y las estrellas. Y que se pusiese a pensar... Posiblemente, al descubrir la aparente y enorme desproporción entre su ínfimo tamaño y la enormidad de lo que la rodea, se preguntase qué objeto tiene su pequeña existencia (todo el día nada más que buscando comida para el hormiguero) en medio de algo tan incomprensiblemente gigantesco. Quizá sintiese entonces como si algo helado la mordiera por dentro, con la sensación de un extraño vacío a la altura del abdomen. Quizás cayese en una profunda depresión, en una lógica duda existencial, y le diera por pensar que su vida no tenía sentido, o que incluso nada de lo demás lo tenía...
    O tal vez, por el contrario, después del inicial asombro y aturdimiento, de la perplejidad, optase por asirse a su primitivo instinto, a su espíritu de hormiga, y obviase esa enormidad circundante. En ese afortunado caso, el aturdimiento, el temor y la duda dejarían lugar en su conciencia a algo tan sencillo y valioso como la fascinación.

    «De acuerdo» —se diría—, «acabo de descubrir que el mundo es muchísimo más grande de lo que anteriormente conocía, que mi cotidiano ir y venir del hormiguero, mi actividad continua, mis necesidades y deseos parecen ser muy poca cosa en comparación con estas gigantescas formas que ahora contemplo por primera vez, y cuyas interioridades y complejidades desconozco casi por completo. Pero, me alegro de tener esta magnífica visión, de encontrar que hay un inmenso más allá del hormiguero, que las distancias son inconmensurablemente superiores a las que conocía. Y siento además que, de algún modo que no alcanzo a entender, mi pequeña vida tiene que ver con toda esa enormidad. Lo intuyo... Esta razón, que milagrosamente se me ha otorgado, me dice que es así, aunque no llegue nunca a comprenderlo del todo. Me siento, pues, fascinada, orgullosa y feliz, en este momento singular, por darme cuenta del vasto, bello y enigmático universo al que pertenezco. Y esta misma razón, misteriosamente, me comunica que toda esa infinidad tiene un sentido. Tiene que tenerlo. De ninguna manera puede tratarse sólo de una inmensa selva llena de necesidades y peligros que un loco azar ha juntado. Aunque, sin duda, ambas cosas existan. Ha de haber un orden oculto, algo desconocido que no llego a comprender, pero que siento claramente por dentro... Sólo soy una simple hormiga, lo sé. No soy una montaña ni un río ni una estrella. Ni siquiera soy un árbol ni un animal de esos grandes que suelo ver en el bosque. Pero, desde mi condición de hormiga, me siento parte de toda esta grandiosidad que me rodea, y estoy segura de que mi pequeña existencia tiene un valor propio, que encaja en el vasto conjunto del universo. Y ahora regreso ya a mi hormiguero de siempre, vuelvo al viejo hogar, a mis normales tareas. Pero con una sensación nueva, con la fascinación del descubrimiento y la amplitud de miras que me ha regalado este inesperado destello de consciencia. Seguro que el hormiguero ya nunca me parecerá el mismo de antes, pero sabré apreciarlo de otra manera. Ha merecido la pena subirse a este gran árbol, contemplar por un tiempo el asombroso horizonte y atisbar algo de lo que hay detrás. Me alegro mucho de haberlo hecho. Me siento como si hubiese rozado con la mirada una leve parte del paisaje del infinito...»

    Bien, dejemos que la reflexiva hormiga vuelva a su casa, con los suyos y su vida de siempre. Siento que esa consciencia se limite sólo a un mero destello, a un pequeño lapso de tiempo. Pero, ¿quién sabe? Quizá haya quedado grabada alguna huella en su diminuta mente, y recuerde algo de su visión. Y, sobre todo, de aquello que llegó a intuir mientras contemplaba absorta las estrellas... Seguro que, de ser así, en algo le va a cambiar la vida. Ya no seguirá siendo una simple hormiga.
    Por lo demás, me vienen ahora al recuerdo unas palabras del magnífico compositor Vangelis, que escuché en una entrevista de hace tres años. Decía que el universo es música, y que todos somos como pequeñas galaxias... Servir al espíritu de esa música —afirmaba—, era para él el sentido de la vida. Lo que implican esas palabras, que cada uno lo interprete a su manera.
    Y recuerdo asimismo lo que me dijo en una ocasión mi amigo Alberto Linde. Estábamos, como de costumbre, inmersos en una de esas conversaciones interesantes, que quieren alzar un poco el vuelo sobre la rasa vulgaridad del mundo, desde la tranquila intimidad de un lugar apropiado. Creo que hablábamos de estrellas, de horizontes y de ensueños... Y en un momento de la conversación, en que yo comentaba con largueza sobre esa particularidad típicamente romántica de la atracción por la lejanía, Linde me interrumpió diciendo:

    —Recuerda, amigo, lo que decía aquel artista clásico del siglo XIX...
    Y luego, impostando algo la voz, declamó: 
    —«Hombres huidizos de nublada mirada, anheláis estrellas lejanas, el corazón os late fuerte ante Sirius o Betelgueuse, Aldebarán o Rigel... Pero ante el Sol bajáis los ojos y pensáis solamente en si esa luz es suave o fuerte, si os es grata o molesta a vuestros asuntos del momento. No la llaméis entonces Sol, llamadla Estrella, y apreciaréis de otra forma su valor.»
    —¿Quién era ese clásico?  —pregunté.
    —¡Yo mismo, por supuesto!  —me contestó riendo.

    Y la verdad es que muchas veces, por no saber afinar la mirada, nos perdemos aspectos cercanos del universo que pueden resultar igual de valiosos que aquellos que vemos a lo lejos. Quizá por eso que he venido diciendo en este artículo sobre la exagerada importancia que le solemos dar a magnitudes y distancias, que puede incluso abocarnos al más frío escepticismo y a una gris vacuidad de significado. Cuestión que la hormiga de antes supo ver, en su momento de consciencia, de forma muy clara.
    Siempre va a ser fascinante la visión de ese panorama estelar para cualquier persona mínimamente sensible que se asome a la ventana que nos abre la noche. Pero así como esa visión no debe confundirnos sobre el valor de las cosas, y no debe hacer que nos sintamos rebajados y perdidos en medio de la inmensidad, tampoco debe hacernos olvidar que los tesoros del cosmos no sólo se encuentran allá lejos sino también aquí, cerca de nosotros. 
    De esto, sin duda, saben mucho los poetas... Puede que incluso más que los modernos físicos cuánticos, con sus teorías de las cuerdas y de los universos paralelos. Y quizá sea en el fondo como decía el maestro Vangelis: que el universo es música, que todos somos galaxias y que el sentido de la vida es, sencillamente, servir al espíritu de esa música. Al cual podemos encontrar, evidentemente, no sólo en la música de las esferas sino en cualquier lugar de este mundo, por muy pequeño, normal y simple que nos parezca.
    En cualquier caso, seguro que nada que ver con ese dios beodo que vuelca su copa por accidente. Nada que ver con una ingente maquinaria ciega y sin alma. Nada que ver con un absurdo capricho del azar y la casualidad; con una contingencia o una singularidad que surge inopinadamente de un dormido caos primigenio, y que se devora a sí misma sin sentido en el transcurso del espacio y el tiempo, envuelta en una apariencia de orden que responde a ese mismo caos del que procede. Nada que ver...
    Me parece no caer con esto en un cósmico antropomorfismo... Soy consciente (como creo que lo fue en parte la hormiga de mi cuento) de que en un universo infinito la variedad de formas es incalculable e igualmente infinita. Y si además existen otros universos con leyes físicas distintas a la nuestra, la cosa se complica aún más y habría que hablar de algo para mí inexplicable, que quizá podría llamarse «sobreinfinidad», o algo así. Término que no tiene, propiamente, ningún significado. Con «infinito» me basta y me sobra. Pero todo esto, con complicaciones o sin ellas,  no cambia el hecho de que, detrás de todo ello (y, por supuesto, en ello mismo), hay un sentido. Y de que tanto la hormiga como el ser humano, el árbol, la piedra, la nube o la estrella, tienen un valor intrínseco. Cada uno en su forma y medida, en su particular nivel. Pero siempre respondiendo, insisto, a un sentido.              
    ¿Cómo se puede creer, ante la visión de ese cielo nocturno de astros y oscuridades, ante esa inmensidad que sobrecoge y fascina, que todo es una especie de burla cósmica? ¿Que todo esto que conocemos, y lo que no, está ahí sólo a causa de un azar, un error o un inconcebible desliz; porque sin querer se encontró no sé quién con no sé qué en no sé dónde, y de ello surgió todo lo demás? Y que en el fondo no tiene importancia alguna, que igual sería si no hubiera ocurrido, porque a esa «causa» casual lo que existe y lo que no, le es absolutamente indiferente... ¿Qué sucede en el corazón del hombre para pensar de esa manera? ¿Qué sesgada sombra le afecta?
    En fin, con permiso de las estrellas y de la «energía oscura», creo que ha llegado el momento de ponerme a escuchar la música de Vangelis...
              

Antonio H. Martín
(31 de enero, 2015)
    

        

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(*) Muy Interesante, nº 404 (Enero, 2015)
música: And When The Night Comes - Jon & Vangelis

viernes, 16 de enero de 2015

El libro del río




    Prefiero leer en el sereno fluir del río, en ese espejo acariciado hoy por un leve sol de invierno, que leer el runrún gris, machacón y reiterativo del periódico. Hay que estar informado de lo que ocurre, sí... Aunque, más que en las noticias me suelo detener en las reflexiones, en las columnas y editoriales que intentan mostrar una visión algo más amplia y profunda (un tanto distanciada) del acontecer del mundo. Hay que leer la prensa diaria, lo sé... El muestrario de lo cotidiano; a pesar de que nos hable de una sociedad que parece no moverse nunca hacia ningún sitio, sino sólo dar vueltas y más vueltas en la mediocre y oscura noria de siempre.
    Pero dejadme que luego me entregue a la otra lectura, a la del río. Dejadme que me maraville con el brillo de sus aguas, con la multiplicidad de formas que se mueven según leyes naturales, sin artificios ni mentiras de pésimo y caótico teatro. Donde lo sinuoso no es sinónimo de falso. Dejadme que escuche su música antigua, esa poesía líquida y sabia que seguirá sonando cuando ya no haya periódicos, ni hombres ni mundo.
    Dejad que, sin pretensiones de Vasudeva, lea en las ondas cambiantes y en las líneas danzarinas, en ese libro de agua sin templos ni dioses. Y que me sumerja en su rumor telúrico, en la sencilla hondura de su mágica sinfonía.


Antonio H. Martín
(16 de enero, 2015)

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imagen: AHM

lunes, 12 de enero de 2015

Pequeña estrella




En la noche brilla tu luz.
De dónde, no lo sé.
Tan cerca parece y tan lejos.
Cómo te llamas, no lo sé.
Lo que quiera que seas:
¡luce, pequeña estrella!

(según una vieja canción infantil de Irlanda)


    La anterior estrofa se encuentra en el comienzo de la novela-cuento de hadas «Momo», de Michael Ende. Leí ese cuento hace muchos años, pero en absoluto recordaba ese fragmento de canción infantil. Quizá porque en el libro se halla situado en una página aparte, en letra pequeña, y no encima del texto del primer capítulo. Ha sido echando una breve ojeada a una edición informática del cuento donde me han salido al paso esos versos. Y me han llamado la atención porque me hacen recordar a cierto amable sentimiento que se presenta a veces en noches cubiertas y oscuras, cuando tenemos la suerte de descubrir entre la negrura del cielo algún punto brillante, un astro inesperado que se asoma entre las nubes y acaricia el vacío de la noche con su luz, que nos parece (tal como dice la canción) lejana y cercana a un tiempo. 

    En esos momentos, sentimos la aparición de la estrella como una grata compañía, que suaviza la profundidad del cielo nocturno (que quizá nos tenía inmersos en tristes y oscuros pensamientos...) y parece adornarlo con un brillo de amistosa proximidad. Lo tomamos como si se tratara de un mágico signo del universo, que quiere sacarnos de soledades y tinieblas, y consigue provocarnos la citada sensación de compañía y una agradecida sonrisa. Sin detenernos a pensar en lógicas ni razones, y lejos de inclinarnos ante el fantasma de lo «casual», sentimos entonces que esa estrella solitaria nos saca de nuestro mar de sombras. Como si nos guiñara un ojo desde el infinito, como si tirase de nosotros hacia otras esferas del pensamiento, más serenas y alegres. 
    Esto es lo que me evoca esa sencilla estrofa. Y me ha parecido acertado ponerla aquí, como saludo a este nuevo año que acaba de comenzar.    
    

Antonio H. Martín 
(12 de enero, 2015)