Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 30 de abril de 2016

Retazos de un diario




    En esta soleada pero fría tarde, la última de este mes de abril, mientras intentaba poner un poco de orden en mi caótica y dispersa biblioteca, he tenido la peregrina idea de abrir uno de mis viejos cuadernos; que estaban allí, entre los libros, perdidos y casi olvidados. Y, tras sacudir el polvo de los años (en los dos sentidos), me he visto claramente en esos viejos espejos. Lo que me ha proporcionado interesantes momentos, a veces con acentos de asombro, en los que incluso he llegado a sonreír... Agradecido a esas letras, que actúan como pequeños puentes que enlazan tiempos lejanos, casi extraños al principio pero que pronto resultan fácilmente reconocibles. Y después, acompañado por los conciertos de Giuseppe Tartini (¡por fin vuelvo a oír música!), entre sus amables violines y violoncellos, se me ha ocurrido transcribir aquí algunos de sus fragmentos.
    Son retazos de las páginas de un diario de hace diez años (signos de otra vida distante), que ahora me sirven para despedir este lluvioso y frío abril y dar la bienvenida al alegre mayo, que presiento portador de sutiles y valiosos regalos.


AHM
(30 de abril, 2016)

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(24 de septiembre, 2006)

    Después de sentarse en su trono, el recién elegido rey habló así a sus súbditos:

    —Ya hemos perdido el aura dorada de la juventud. Y la plata de nuestros sueños hace tiempo que se agotó. Ya no quedan canciones ni bailes junto al fuego, y tampoco dulces melodías a la luz de la luna. Hasta las estrellas parecen haber perdido su brillo de antaño. Así pues, llegó la hora de la verdad. Preparad vuestras armas, porque a partir de mañana vamos a... matarnos.


    Al despertar de una tranquila siesta, me levanto y se me ocurre escribir las anteriores líneas. No de una forma premeditada, sino que, aún medio dormido, las veo ante mis ojos y siento que tengo que escribirlas. ¿Qué significa esto? ¿Qué me está pasando?

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(25 de septiembre)

    Son las cinco y media. Aún quedan casi dos horas de noche. Y me paro a pensar en aquella denuncia que me hacía cuando era joven: la de que no soy serio. Ya entonces, hace unos treinta años, me daba perfecta cuenta de mi problema vital. Sabía que no era serio y que sin seriedad no se llega a ningún sitio. Mis escritos empezaban pero nunca terminaban. Todo lo mío parecía siempre un juego, frágil e inútil. Nunca quise ser escritor, pero sí me gustaba escribir. Sin embargo, no podía pasar de la segunda o tercera página. Mi pensamiento se cansaba en seguida. No tenía la fuerza para continuar.
    Una cosa veo ahora clara: muchas palabras, cien páginas en vez de diez, no me van a servir de nada. No es eso la seriedad.

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    A mí no me circunda la luz, como a Nietzsche, pero no me engaña la sombra.
    Puedo quererla, porque amo la noche, porque amo el sueño. Pero la sombra no me engaña.

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    Una pregunta, ya en el mediodía:
    ¿Por qué no me deja mi conciencia degustar, saborear el no hacer nada?
    No trabajo, estoy todo el día metido en casa, tengo mucho tiempo libre, pero ¡siempre estoy haciendo algo! Todo sin importancia, claro, pero lo hago. Yo me defiendo bebiendo vino y gozando el consiguiente sueño. Pero cuando despierto, la sensación es aún más punzante: he perdido el tiempo durmiendo y no he hecho nada que merezca recordarse. ¿Cómo puede uno librarse de esta tensión?
    Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Limpiar la casa, pintar las paredes, lavar la ropa, escribir un libro?... ¿Y si no tuviera que hacer ninguna de esas cosas?
    Quiero estar sentado frente a mi ventana, mirando cómo se mueven las copas de los árboles con esta brisa de otoño. Quiero ver durante horas cómo pasan las nubes y cómo el cielo va cambiando de color... Me encanta hacer todas esas cosas inútiles, que en realidad son un no hacer.
    Tengo que quitarme esta presión de encima, y respirar más hondo y más despacio. Y que cuando surja la acción —si surge—, sea siempre desde la serenidad.
    De la otra manera, uno hace cosas, pero nada que merezca la pena, porque todo está mal hecho. Yo, a mis 49 años, sé perfectamente que no soy "un hombre de provecho", esa chorrada que decían antes las madres y las abuelas. Ni lo soy ni lo seré nunca. Cada uno es como es. Mi vida siempre ha sido caótica y desordenada. Hay como una pequeña corriente interior que fluye discretamente bajo la superficie, como un riachuelo entre cavernas del cual sólo oigo a veces el murmullo, el susurro. Pero todo lo demás, como digo, es caótico y desordenado.
    Lo que quiero es entregarme a ese caos sin resistencia, dejarme llevar. Creo, sinceramente, que desde esta otra actitud podré oír mucho mejor el susurro de ese río.

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(29 de septiembre)

    Dos cositas:
    A veces, o mejor dicho muchas veces, me gustaría poder desconectar mis oídos a voluntad. Sería gozoso evitar así la amalgama de ruidos circundante. Poder disfrutar de un amable silencio en medio de un entorno generalmente estridente y agresivo. Tengo unos tapones para ello, pero son insuficientes. Necesitaría, tal vez, unos cascos especiales, de obrero taladrador, para aislarme del ruido. Lo digo porque cuando estoy leyendo o escribiendo, y pasa por la calle un coche con su equipo de "música" a tope, con ese "bum-bum" que ahora está de moda, se me encoge el estómago y ya no puedo leer o me olvido de lo que quería escribir. 
    (Con los ojos es más fácil. Sólo tienes que mirar hacia arriba en vez de hacia abajo. Pero los oídos lo captan todo, mires donde mires...)
    Y la otra cosa es: ¿podría haber soportado en el año feliz de 1979, cuando vivía en mi casita de solitario, ver una imagen de mí mismo del futuro, la actual del 2006? Seguramente que no. Me habría reído de este payaso de ahora, de este ser débil y maniático, y habría creído que algo así era de todo punto imposible.

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(1 de octubre)

    Leo, por encima, el capítulo de Fernando Savater dedicado a la religión (de su "Diccionario filosófico"), y me encuentro con la actitud racionalista de siempre: que si las leyendas, que si las mentiras, que si todo son inventos para controlar, que si los "milagros" son patrañas para ignorantes...
    Según lo veo, el error de Savater (y de muchos como él) es confundir lo que hay detrás de la religión, o sea, su esencia, su verdad, con las legiones de "religionistas" o sectarios que la malinterpretan. 
    Recuerdo ahora cuando le comenté a mi amigo don Jesús (maestro docente y entendido en filosofías) el caso de alguien que predijo el hundimiento de un puente. Yo, joven entonces, se lo relaté con entusiasmo, y él, maduro y escéptico, en seguida me lo rebatió con detalles racionales...    
    O cuando le conté a mi antiguo amigo Isidro que había estado a punto de hacer un viaje astral, y me dijo que sólo eran imaginaciones, alucinaciones de la mente... ¿Alucinaciones provocadas por agua y tabaco? 
    También se lo comenté, esto último del viaje astral, a otro antiguo amigo, Paco, y me contestó, con su característica gracia de pueblo, que aprovechase la ocasión y me comprara un "opel astra"... Con razón solía yo llamarle, años atrás, "Franciscus Ludibundus"...
    En fin, sin comentarios. Los racionales, buenos o malos, son como ciegos. Por cierto, observo que Savater menciona frecuentemente a Freud, pero nunca a Jung.
    Creo que cada uno piensa como es. Para mí el mundo siempre será mágico. Y eso es algo que no puedo explicar ni a Savater ni a don Jesús ni a Isidro, y mucho menos a Paco. Savater diría que soy un pobre y simple "creyente", y yo tendría que darle la razón. 
    Reconozco que prefiero volar a pensar. ¿Pero no es acaso volar otra forma de pensamiento?

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(2 de octubre)

    ¿Por qué una rueda, cualquier rueda, del vehículo o la máquina que sea, es siempre redonda? Un cenicero, por ejemplo, puede ser de muchas formas: redondo, cuadrado, rectangular, triangular, trapezoidal, poliédrico, etc, etc. Pero una rueda, siempre y en cualquier caso, es redonda.
    ¿Por qué?, repito. Pues porque una rueda sólo puede ser redonda. Sus posibilidades formales se reducen a una. Sus aplicaciones prácticas son múltiples y variadas, casi infinitas, pero siempre y en todos los casos, ya digo, ha de ser redonda. 
    ¿A qué me suena esto? ¿No existe cierto paralelismo con el propio ser humano? Si un ser humano no es redondo, ¿qué es? Y sin embargo, ¿cuántos seres humanos "redondos" hay en el mundo? ¿O éstos no son, no somos, como la rueda sino, más bien, como el cenicero?
    Demasiadas preguntas para las diez de la mañana...

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(13 de octubre)

    Si con respecto a nuestro planeta Tierra somos casi invisibles, en cuanto al Sol o cualquier otra estrella ya no tenemos ni nombre.
    ¿Qué no-nombre tendremos si nos referimos a la galaxia en que viajamos, a la Vía Láctea?
    Del universo, mejor no hablar. Y mucho menos del infinito. Entonces, ¿a qué viene tanta importancia?

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(14 de octubre)

    Cuando miro a las estrellas, a veces siento, como esta noche, que estoy mirando directamente a la cara del misterio.

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    Uno ya es viejo, no cuando le empiezan a salir canas o a perder el pelo, o a fatigarse subiendo escaleras.
    Uno ya es viejo cuando se mira en el espejo y no se reconoce.
    Por mucho que se haga guiños e intente sonreír, el espejo permanece imperturbable. La imagen que tenemos delante, no hay duda, es la de un viejo. 
    Me entran ganas de reír. Y para celebrarlo, me bebo un ardiente vaso de vino.

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(26 de diciembre)

    Cuando el saxo empezó a sonar demasiado lento y dulzón, Martín despertó de su sueño y supo que aquél no era el lugar donde debía estar, que aquél no era su sitio. Cruzó el mar de cuerpos y buscó la puerta de salida. Afuera corría un aire frío, cortante, hiriente, pero lleno de libertad y con olor de estrellas.
    Y la luna, sola y brillante, sonreía...



Antonio H. Martín
(Diario de un obstinado - 2006)




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imagen: A Night to Remember - Albert Dros


      

lunes, 25 de abril de 2016

La biblioteca del Edén




UN SUEÑO


(Hermann Hesse)



    Huésped de un monasterio, en las montañas,
entré en su biblioteca cuando todos
salían a rezar sus oraciones.
En los muros fulgían, al crepúsculo,
mil lomos de vetusto pergamino
con raras inscripciones. Acuciado
por mi sed de saber elegí un tomo
al azar, con fruición, y leí: "El último
paso para la incógnita cuadratura del círculo."
Pensé al punto: "Este libro lo he de llevar conmigo."
Vi luego otro volumen en cuarto, piel con oro,
en cuyo lomo, en letras pequeñas, se leía:
"De cómo Adán comió también fruta de otro árbol."
¿De otro árbol? ¿De cuál?: ¡del de la Vida!
Adán es inmortal, por consiguiente...
—"Mi estancia aquí —me dije— no es inútil."
Hallé, en esto, un infolio que, en lomo, cantos y ángulos
ostentaba, lucientes, los colores del iris;
pintado a mano, el título rezaba: "Analogía
del sentido y carácter
de los colores y de los sonidos.
Demuéstrase a quien lea
que cada tono musical es réplica
de un único color, directo o refractado."
¡Oh, cómo destellaban a mis ojos
los cromáticos coros, colmados de promesas!
Me vino una sospecha, confirmada
a cada nuevo tomo que escogía:
¡era la biblioteca del Edén!
Toda la sed de ciencia que abrasaba a mi entraña
con mi hambre espiritual iba a saciarse,
pues dóndequiera que se detuviese
mi rápida mirada interrogante
un tejuelo me daba respuesta promisoria:
para todo apetito que sintiera
había el fruto allí con qué saciarlo:
aquel que, temeroso, anhelaba el estudiante,
aquel que satisface las ansias del maestro.
Allí estaba el sentido íntimo y puro
de toda ciencia y toda poesía,
la hechicera virtud que sabe el modo
de inquirir, con sus claves y su léxico,
sutilísima esencia del espíritu
guardada en esotéricos, magistrales volúmenes:
llaves que dan acceso
a toda disposición y todo enigma
y llegan como gracia a quien las pide
en el momento mágico preciso.

    Entonces coloqué con mano trémula
sobre el atril uno de aquellos códices
y descifré la magia de sus signos
como cuando se intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas antes nunca aprendidas
y, felizmente, aciértase. Y muy pronto yo, alado,
traspuse los espacios astrales del espíritu
y me hallé en el Zodíaco, y en este —¡oh, maravilla!—
cuanto a la intuición de los humanos
—hija de una experiencia milenaria—
se abrió en revelación de alegorías
armonizaba ahora con nexos siempre nuevos:
viejos saberes, símbolos y hallazgos,
preguntas trascendentes, nuevas siempre,
recién alzado el vuelo
volvían a acordarse unos con otros,
así que en mi lectura (minutos, tal vez horas)
volví a hacer el camino que hizo la Humanidad
y dentro de mi espíritu cobijé de consuno
el íntimo sentido
de su saber más viejo y más reciente:
vi y leí sus figuras jeroglíficas,
desplegadas a veces, otras apareadas,
otras veces dispersas, luego en orden perfecto,
y aquéllas combinadas después en nuevos símbolos,
figuras alegóricas de ágil caleidoscopio,
a cada paso ungidas de sentido novísimo.

    Y como atención tanta fatigara a mis ojos
hube de levantarlos para darles descanso;
entonces vi que no me hallaba solo:
en el mismo salón, cara a los libros,
hallábase un anciano —quizá el bibliotecario—
atareado y grave, rodeado de tomos;
¿qué objeto, qué sentido tenían sus desvelos?,
¿en qué consistía su afanoso trabajo?
Quise saberlo al punto; para mí, ciertamente,
era de entidad suma saberlo; le observé:
Con delicados dedos seniles, requería
un volumen tras otro volumen, y leía
las palabras escritas en los lomos; soplaba
con sus pálidos labios sobre el título —¡un título
lleno de seducciones, garantía infalible
de inagotables horas de exquisita lectura!—,
lo borraba con suaves presiones de su dedo
y, sonriendo, escribía otro título nuevo;
daba luego unos pasos, cogía un nuevo libro
de este o de aquel estante, y de idéntico modo
le cambiaba su título por otro diferente.

    Le contemplé, perplejo, largo tiempo,
sin poder comprender qué estaba haciendo;
me volví a mi tratado, del que solo leyera
los primeros renglones, pero ya no encontraba
la procesión de símbolos que antes me llevó al éxtasis;
habíase disuelto, de mi mirada huía
aquel cosmos de signos por el que avancé apenas,
tan rico en precisiones del sentido del mundo;
daba vueltas, nublábase e iba perdiendo fuerzas
y acabó evaporándose sin dejar otro rastro
que los pardos reflejos del huero pergamino.
Sentí en mi hombro una mano, y levanté la vista:
a mi lado encontrábase el solícito anciano.
Me puse en pie. El, sonriendo, cogió mi viejo libro
—un hondo escalofrío recorrió mis entrañas—
y aplicó a su tejuelo la esponja de su dedo;
en el cuero, ahora limpio, trazó un título nuevo
seguido de preguntas y promesas vitales
—novísimos reflejos de antañones problemas—
con pluma cuidadosa de calígrafo experto.
Y luego, silencioso,
partióse con su pluma y con mi libro.


Hermann Hesse



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    Huésped de un monasterio, en las montañas, entré en su biblioteca cuando todos salían a rezar sus oraciones. En los muros fulgían, al crepúsculo, mil lomos de vetusto pergamino con raras inscripciones. Acuciado por mi sed de saber elegí un tomo al azar, con fruición, y leí: "El último paso para la incógnita cuadratura del círculo." En seguida, pensé: "Este libro me lo tengo que llevar." Vi luego otro volumen en cuarto, piel con oro, en cuyo lomo, en letras pequeñas, se leía: "De cómo Adán comió también fruta de otro árbol." ¿De otro árbol? ¿De cuál?: ¡del de la Vida! Adán es inmortal, por consiguiente...
    "Mi estancia aquí —me dije— no es inútil." Hallé, en esto, un infolio que, en lomo, cantos y ángulos ostentaba, brillantes, los colores del iris. Pintado a mano, el título rezaba: "Analogía del sentido y carácter de los colores y de los sonidos. Demuéstrase a quien lea que cada tono musical es réplica de un único color, directo o refractado." ¡Cómo destellaban a mis ojos los cromáticos coros, llenos de promesas! Me vino una sospecha, que se confirmaba a cada nuevo tomo que escogía: ¡era la biblioteca del Edén!
    Toda la sed de ciencia que abrasaba a mi interior, mi hambre espiritual, iba a saciarse, pues donde quiera que se detuviese mi rápida mirada interrogante un rótulo me daba una respuesta promisoria. Para todo apetito que sintiera, había allí el fruto con qué saciarlo: aquel que, temeroso, anhelaba el estudiante, y aquel que satisface las ansias del maestro. Allí estaba el sentido íntimo y puro de toda ciencia y toda poesía, la hechicera virtud que sabe el modo de inquirir, con sus claves y su léxico. La muy sutil esencia del espíritu guardada en esotéricos y magistrales volúmenes. Llaves que dan acceso a toda disposición y todo enigma y llegan como un regalo a quien las pide en el momento mágico preciso.

    Entonces coloqué con mano trémula sobre el atril uno de aquellos códices y descifré la magia de sus signos, como cuando se intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas antes nunca aprendidas y, felizmente, se acierta. Y muy pronto yo, alado, traspuse los espacios astrales del espíritu y me hallé en las estrellas. Y en éstas —¡oh, maravilla!— cuanto atañe a la intuición de los humanos (hija de una experiencia milenaria) se me abrió en revelación de alegorías, armonizando ahora con nexos siempre nuevos. Viejos saberes, símbolos y hallazgos, preguntas trascendentes, nuevas siempre, recién alzado el vuelo volvían a acordarse unos con otros. Así que en mi lectura (minutos, tal vez horas) volví a hacer el camino de la Humanidad, y dentro de mi espíritu cobijé unidos el íntimo sentido de su saber más viejo y el más reciente. Vi y leí sus figuras jeroglíficas, a veces desplegadas, otras apareadas, unas veces dispersas, y luego en perfecto orden. Y aquéllas combinadas después en nuevos símbolos, figuras alegóricas de ágil caleidoscopio, a cada paso ungidas de un nuevo sentido.

    Y como tanta atención fatigaba mis ojos, tuve que levantarlos para darles descanso. Entonces vi que no me hallaba solo... En el mismo salón, frente a los libros, estaba un anciano —quizá el bibliotecario— atareado y grave, rodeado de tomos. ¿Qué objeto, qué sentido tenían sus desvelos? ¿En qué consistía su afanoso trabajo? Quise saberlo al punto. Para mí, ciertamente, era de suma importancia saberlo. Así que le observé... Con delicados dedos seniles, cogía un volumen tras otro, y leía las palabras escritas en los lomos. Soplaba con sus pálidos labios sobre el título (¡un título lleno de seducciones, garantía infalible de inagotables horas de exquisita lectura!), lo borraba con suaves presiones de su dedo y, sonriendo, escribía otro título nuevo. Daba luego unos pasos, cogía un nuevo libro
de este o de aquel estante, y de idéntico modo le cambiaba su título por otro diferente.

    Le contemplé, perplejo, largo tiempo, sin poder comprender qué estaba haciendo. Luego me volví a mi tratado, del que sólo leyera los primeros renglones. Pero ya no encontraba el proceso de símbolos que antes me llevó al éxtasis. Se había disuelto. Huía de mi mirada aquel cosmos de signos por el que avancé apenas, tan rico en precisiones del sentido del mundo. Daba vueltas, se nublaba e iba perdiendo fuerzas y acabó evaporándose sin dejar otro rastro que los pardos reflejos del huero pergamino. Sentí entonces una mano en mi hombro, y levanté la vista... A mi lado se encontraba el solícito anciano. Me puse en pie. Él, sonriendo, cogió mi viejo libro (un hondo escalofrío recorrió mis entrañas) y aplicó a su rótulo la esponja de su dedo. En el cuero, ahora limpio, trazó un título nuevo seguido de preguntas y promesas vitales (novísimos reflejos de antiguos problemas) con pluma cuidadosa de calígrafo experto. Y luego, silencioso, se fue con su pluma y con mi libro.


Hermann Hesse


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traducción: Mariano y Agustín Santiago Luque 
versión prosada: Antonio H. Martín

lunes, 18 de abril de 2016

La sombra de Chopin




    Hace ya algún tiempo que el amigo Alberto no me cuenta sus sueños... Y yo no le pregunto ni quiero indagar al respecto, porque sus razones tendrá. Pero no creo en absoluto que la causa sea que haya dejado de soñar. Me cuesta mucho imaginar al onírico señor Linde sin sus sueños. Pero de lo que sí hablamos hace poco fue de música, que de alguna forma está relacionada con los sueños. Fue por un comentario que le hice sobre los nocturnos de Chopin.
    El tema es que desde hace más de tres años no escucho casi nada de música, por motivos personales que no viene ahora al caso comentar. Pero una tarde, de hace unos meses, cuando iba a echarme una siesta después de comer, se me ocurrió poner un disco, para que me relajara y me ayudase a descansar y quizá entrar en algún leve sueño. Y pensé en Chopin y en sus nocturnos, que de joven disfrutaba con frecuencia. Pero la elección no fue nada correcta, porque a los pocos minutos me tuve que levantar y quitar el disco. Aquella música preciosa y dulce, a ratos lánguida y acariciante, que me deleitaba en la juventud, no sólo me puso algo nervioso sino que empezó a atraparme y a empujarme con una sutil pero fuerte mano de hierro hacia un estado de depresión.
    ¿Cómo era eso posible? ¿Tanto había cambiado con los años mi forma de leer sus notas, mi modo de sentirlas? ¿Había quizá menguado mi nivel de sensibilidad?

    Recuerdo que cuando entonces, con unos diecisiete años, relacionaba los nocturnos de Chopin con Lovecraft... Nada que ver un artista con otro, por supuesto, pero coincidió que cuando descubrí su música en la radio (grabándomela en una cassette que luego escuchaba muchas noches) estaba al mismo tiempo dedicado a varias lecturas del maestro de Providence. No eran los horrores de los relatos de Lovecraft lo que relacionaba con los nocturnos, evidentemente, sino ciertos pasajes en historias de su época dunsaniana en los que se entregaba a descripciones paisajísticas, que a mí me parecían poéticas, y hablaban de los viejos tejados coloniales de su amada Providence. La visión desde una colina al atardecer de esos tejados inclinados y como encantados, con ese fondo de nubes encendidas, y más tarde con Aldebarán despuntando en el horizonte le provocaban una intensa emoción, según contaba, y yo me quedé prendado de esa visión, emocionándome también.
    ¿Pero qué relación podía tener esto con la música de Chopin? Seguramente porque eran sus nocturnos lo que escuchaba mientras leía esos pasajes. Y en mi mente se estableció una singular y extraña conexión entre una cosa y otra. Así de simple.

    Pero hoy hace ya muchos años que no leo a Lovecraft, y dudo que pudiera volver a hacerlo, más allá de esos pasajes que mencionaba. Y lo mismo me ocurría con Chopin, hasta que llegó esa tarde en que tuve la idea de poner el disco de sus nocturnos. Y la verdad es que fue lamentable notar cómo me ganaba la tristeza con una música que antes amaba y que en ese momento sentí como una sombra fría que empezaba a hundirme. Casi como si me viese inmerso en uno de los opresivos ambientes de las novelas de Lovecraft... 

    El amigo Linde dijo que entendía mi negativa reacción, que le parecía natural, pero que el subjetivo vínculo entre Chopin y Lovecraft no explicaba nada. Porque ese vínculo se había establecido en relación a ciertos pasajes estéticos de Lovecraft que, en definitiva, muy poco tenían que ver con el tono general de su obra, dedicada exclusivamente al miedo más intenso, a lo que él llamaba "terror cósmico".
    Y después me comentó que recordaba haber leído un artículo de juventud de Hermann Hesse en donde el lobo estepario avisaba de lo "peligroso" de ciertas obras de Chopin, sobre todo de algunos de sus nocturnos. Se decía allí algo como que no debía uno entregarse demasiado a esas obras, a pesar de su evidente belleza, porque eso conllevaba un riesgo que podía incluso derivar en pensamientos de suicidio. Sobre todo si quien las escucha es un joven hipersensible, que anda todavía por el mundo con el corazón demasiado al descubierto.
    Al momento me pareció comprender de qué se trataba... Demasiada delicadeza, una sombra melancólica que se te iba clavando poco a poco en el pecho y un sutil pero venenoso acento como de desesperación. 
    Alberto estuvo de acuerdo, y añadió que él lo que veía en los nocturnos de Chopin era una música exquisita, pero tocada casi siempre por la sombra de la tristeza. Aunque en ocasiones se presenta en ellos de repente un torrente de rebeldía, la tónica general suele ser de tristeza y de resignación, como si el compositor estuviese recordando amadas cosas perdidas o anhelando utópicos paisajes imposibles.
     El pobre amigo Chopin no hizo más que expresarse a sí mismo, derramar en las partituras de sus nocturnos sus más íntimos sentimientos. Con indudable belleza y maestría, sí, incluso genialidad. Pero también con esa al parecer ineludible sombra de tristeza. Murió antes de cumplir los cuarenta (se cree que de tuberculosis, enfermedad que entonces era considerada como "romántica"...) y nos dejó la apasionada, dulce y noble huella de su música, de sus sueños, sus alegrías y su dolor.
    Quizá sus poéticos nocturnos (me comentó asimismo Alberto, poniéndose un poco romántico), sean un emotivo homenaje a lo pasajero, a la fragilidad de una existencia inevitablemente transitoria. Sensibles baladas dedicadas a esas alegres flores que encontramos en el camino, esas sonrisas de colores... Y también a esos pequeños pero brillantes rincones de magia, a esos puntos de luz que a veces nos sorprenden en medio de la oscura niebla de la noche, y que sabemos que en breve, al igual que las flores, se desharán entre las implacables manos de un tiempo que nunca regresa.

    Después de escuchar sus palabras, se me ocurrió que quizá sería una buena idea el poner de nuevo en la caja de música ese disco de nocturnos. Como para ilustrar con las notas del piano lo que habíamos estado hablando y homenajear así un poco al amigo Chopin, contra el que nada teníamos... Pero sonriendo me dijo que mejor que no, que cada música tenía su tiempo. Y que no tenía nada de triste esa noche, ni tenía por qué tenerlo. De modo que no se puso disco alguno y salimos con nuestras copas medio llenas al fresco aire de la terraza. Para escuchar, durante un buen rato, la música del silencio.

       
Antonio H. Martín
(18 de abril, 2016)