Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 27 de septiembre de 2013

El espejo de niebla



    Poco sabemos de la vida del escritor Arthur J. Strange, más allá de algunos pocos datos. Sabemos, por ejemplo, que durante bastantes años vivió en una acogedora casa en el pequeño y tranquilo pueblo alpino de Grindelwald, en el cantón bernés de Oberland; desde donde hay una magníficas vistas del Eiger, el Mönch y la Jungfrau (el llamado "Techo de Europa"). Su situación económica debió ser bastante holgada, porque allí residió durante unos veinte años (desde 1979 hasta finales de los noventa). Desde ese lugar es desde donde remitía sus originales a la editorial, de ahí el conocimiento del dato. Pero más allá de los noventa, a principios del año 2000, dejó de enviar sus obras desde allí y se le pierde el rastro.
    Desde entonces, los textos originales (más espaciados en el tiempo) eran recibidos por la editorial desde diversos puntos del globo, muy alejados entre sí. Por ello, se ha pensado que Strange se dedicó a viajar por el mundo y no tuvo ya domicilio fijo. Pero esto entra dentro del terreno de las conjeturas. Sabido es que Strange era muy celoso de su intimidad: durante su estancia en Suiza nunca concedió entrevista alguna. Así que es muy probable que los lugares desde donde eran remitidos sus escritos no se correspondieran con ocasionales domicilios personales, sino que el autor encargase a otras personas (supuestamente, amigos) que hiciesen los envíos en su nombre.
    Esto último es lo más plausible, y encaja con su personalidad de solitario acérrimo y un tanto excéntrico. No hay que olvidar que de este escritor no conocemos ni siquiera el nombre auténtico, porque es de suponer que el apellido "Strange" no era sino un seudónimo literario. En algunos círculos se cree que era oriundo de Huntly, Escocia (porque él mismo así lo dejó dicho en más de una ocasión, en sus breves cartas a los editores), pero este dato no ha podido ser confirmado. Y tenemos razones para dudar de su veracidad, porque coincide, sospechosamente, con el lugar de nacimiento de otro conocido escritor del siglo antepasado. Todo lo referente a este autor está envuelto en una bruma difusa.
    En cualquier caso, lo que nos interesa de Strange no es su biografía (aunque, evidentemente, nos gustaría conocerla), sino su obra. Y es por ella por lo que escribimos estas líneas. Hablamos de él siempre en pasado, porque se cumplen ya diez años de la recepción de su último original (la novela corta "El espejo de niebla"), de lo que se deduce que Strange ha dejado de existir. Pero incluso esto queda en el terreno de la conjetura: puede que, debido quizá a su avanzada edad, lo que haya dejado sea, simplemente, de escribir. 

    En El espejo de niebla, Strange nos vuelve a introducir en ese mundo extraño (haciendo honor a su nombre literario) al que nos tenía acostumbrados. Sin ánimo de hacer una sinopsis de la novela (suficientemente conocida por sus lectores), ni mucho menos una crítica exhaustiva de la misma, nos permitimos señalar, no obstante, el interesante detalle de que esta narración entra de lleno en la esfera de lo puramente fantástico. En anteriores relatos, Strange tocaba siempre esa esfera, pero sólo levemente, dejando que la fantasía se quedase en simple premonición, en vaga sospecha, como una tenue e inquietante figura silueteada en el umbral, a contraluz, sin suficiente claridad directa para definirla.
    Sus otros relatos forman parte de lo que Italo Calvino denominaba simplemente (siguiendo la teoría de Todorov) como "cuentos fantásticos"; en los cuales la aparición de la fantasía deja, a pesar de la lógica perplejidad inicial, una puerta abierta a la explicación racional. Lo increíble desarma a quien lo contempla, dejándole atónito y sin argumentos, pero queda prefigurada (vagamente apuntada) una posible aclaración, según los términos de lo real. Sin embargo, en El espejo..., esa supuesta racionalidad se torna imposible, porque el relato entra ya plenamente, como hemos dicho, en la esfera de lo irracional e inexplicable, en el ámbito de lo "maravilloso".
    Sin dejar de ser, al principio, un cuento "a lo Hoffmann" (donde las figuras y el paisaje, a pesar de su apariencia fantástica, son susceptibles de una transposición realista), El espejo de niebla, hacia la mitad de sus páginas, escapa a los límites de cualquier doble sentido en relación a ambos mundos, y entra a formar parte de otro tipo de cuento, mucho más en la línea de un Dunsany o un MacDonald. No es factible, pues, esa clase de interpretación, porque los hechos que se narran están transubstanciados; pertenecen a otro mundo absolutamente extraño, de reglas desconocidas e inaprensibles. No hay coalescencia con la realidad: lo narrado se mueve en tan extrañas coordenadas que tendríamos que hablar más bien de una total escisión de la misma. Quizá, aventurándonos más, pueda decirse que la acción se transforma en una especie de insólito viaje esotérico a través de un entramado de universos paralelos, en el que no hay ningún posible asidero para la razón, tal como la conocemos. Se entra ya, en profundidad, en la caótica e inasible dimensión de lo onírico.
    Hacemos hincapié en este punto, debido a la extrañeza que nos produce este singular cambio en el modo de escribir de nuestro autor. Máxime cuando se trata de su última obra, tras de la cual nos ha quedado sólo el silencio y el albur de las conjeturas (algunas de ellas de lo más peregrinas, como veremos más adelante). No pretendemos servirnos aquí de ningún tipo de hermenéutica para interpretar esta última obra de Arthur J. Strange; no es exactamente interpretar lo que buscamos. Puede que algún experto en literatura lo haga en su momento; o incluso que algún agudo psicoanalista junguiano, aficionado a la narrativa fantástica, intente dilucidar los contenidos subjetivos que se ocultan tras sus páginas y vierta luz sobre lo que ahora nos parece inefable. Pero a nosotros lo que nos mueve es únicamente el deseo de hallar la supuesta relación entre este último cuento y el destino personal de quien lo escribió.
    Se trata sólo de una hipótesis, evidentemente, pero nos inclinamos a creer que algo hay de fundamento en ella. Aparte de en una intuición o presentimiento (que no sabríamos valorar objetivamente), nos basamos en el hecho de la curiosa coincidencia entre la remisión de ese escrito postrero y la inmediata desaparición de su autor. 
    Lo que a algunos de sus lectores se nos ocurre pensar (y que motiva estas notas) es que el escritor no se limitó, en El espejo de niebla, a crear otra de sus habituales fábulas (dotándola de ese sorprendente cambio de rumbo sólo por dar un tinte diferente a su despedida), sino que hay algo más, velado en ese relato. Creemos que Arthur J. Strange quiso dejarnos un mensaje oculto en su historia... Suena aventurado, sí, pero no deja de ser asombrosa esa coincidencia, que señalábamos antes, con su entrada en la invisibilidad más absoluta. En poco tiempo, Strange pasó de ser un autor muy poco accesible a penetrar de facto en el oscuro círculo de la nada. Se nos antoja, cuando menos, una clase de "muerte" bastante extraordinaria, que deja un amplio margen a la especulación. Y lo más curioso de todo es que en el propio relato sucede algo parecido. 
    Cuando Austen, el protagonista del cuento, gracias al poder de un conjuro, traspasa el umbral del nebuloso espejo (de forma similar al conocido personaje de Carroll) y penetra en ese alucinante y confuso mundo, cargado de fantasía y misterio, hallamos razones para imaginar que hay una relación concreta y directa entre ficción y realidad... Cuando regresa a este mundo, a la normal sala de su casa, Austen se dedica casi toda la noche a escribir sobre lo que acababa de experimentar, sobre su insólito y maravilloso viaje, y después (usando la misma mágica fórmula de antes) vuelve a cruzar la densa niebla del espejo y desaparece para siempre. Este es el abrupto final del relato. No hay nada más escrito, a modo de conclusión, despedida o epílogo. De hecho, sus últimas palabras hacen referencia al deseo del protagonista de volver inmediatamente al espejo. Y precisamente ahí termina la narración. Lo que hace sospechar (a algunos lectores osados e imaginativos, entre los que modestamente me incluyo), que fue el propio Arthur J. Strange quien se internó en el mundo de más allá del espejo, justo después de concluir improvisadamente su relato. 
    Lo creemos así como atrevidos o fantasiosos lectores, ávidos de entender su sorpresiva e inexplicable consunción, sin tener muy en cuenta las extrañas implicaciones de esta hipótesis. Y nos inclinamos, asimismo, a imaginar que el escritor habría dejado previamente instrucciones a alguien conocido, para que el relato fuese enviado convenientemente a la editorial. De esa manera, Strange se aseguraría su publicación y difusión, con el deseo de legarnos la narración de una experiencia real (bajo el aspecto de una de sus ficciones), dejando a la perspicacia de cada uno de sus lectores el dar o no con la solución al enigma de su desaparición. Y añadimos, como notable detalle complementario que apoya nuestra teoría, que las últimas páginas originales no estaban mecanografiadas, como era su costumbre, sino manuscritas. Como si el autor hubiera estado bajo la tensión de alguna desconocida premura que le impidió terminar su tarea como solía hacerlo.
    No entramos en la controversia de si esto es o no posible. El tema es lo bastante raro (tocando lo sobrenatural) como para querer pronunciarse en uno u otro sentido, dado que sería entrar en un terreno ciertamente resbaladizo. Por ello, nos limitamos a dejar constancia de nuestra sospecha. Como también lo hacemos de esta otra, más trivial (de otra rama de lectores), que viene a decir que todo se reduce a un ágil montaje del escritor para elevar la venta de su libro, y de paso dejar en el aire ese olor a extrañeza y misterio del que tanto gustaba rodearse. Los que piensan así, creen que Strange sigue viviendo, oculto en algún lugar remoto, y disfrutando del tipo de vida tranquilo y anónimo que es de su preferencia.
    Tampoco sobre esta otra teoría podemos pronunciarnos con claridad, exceptuando el apunte de que, en principio, no nos parece estimable: puesto que Strange no tenía ninguna necesidad de esa clase de montaje para mejorar su ya bien aseada situación. Aparte de que no nos parece de recibo en alguien tan especial y exquisito como él, al que había muchas veces que insistirle e incluso rogarle para que enviara sus nuevos originales. Y en cuanto a su gusto por la extrañeza y el misterio, lo reconocemos como cierto, pero era una imagen ya lo bastante afianzada como para no precisar de ningún nuevo aditamento. 

    Y esto es todo. Queda a la deliberación de próximos lectores el decidirse, o no, sobre cualquier vertiente de este indudablemente enigmático tema. De todos modos, a la espera de la eventual conclusión a que se llegue en un futuro, nos resta mientras tanto el alivio de poder seguir disfrutando (los que somos aficionados incondicionales al género fantástico, en una u otra de sus ramas) de las buenas obras de este autor, por el que algunos hemos llegado a sentir auténtica admiración. Y lo único lamentable es que no podamos esperar, al parecer, ninguna novedad al respecto.
    Nos gusta imaginar que, ya sea en este mundo conocido o en el del otro lado del espejo, el viejo Arthur Jansen Strange continúa existiendo de una manera serena y gozosa. Por aquello de que hay ocasiones en que algunas personas privilegiadas logran atravesar el extraño y esquivo puente que une a la realidad con la dimensión de los sueños. En este caso, un espejo de niebla. 


Antonio Martín Bardán
(27 de septiembre, 2013)

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Sortilegio de otoño



    «Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, y todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»


Joseph von Eichendorff

("Sortilegio de otoño")


    Ayer, sobre el final de la tarde, salí a pasear con un librito de cuentos guardado en la chaqueta (algo poco habitual en mí, que prefiero dedicarme en mis paseos a contemplar el paisaje y a pensar, y que reservo los tiempos de lectura para la intimidad de mi cuarto), con la sana intención de irme hacia las afueras del pueblo y leerlo allí tranquilamente, lejos del bullicio que provoca este tiempo aún soleado y caluroso. El librito forma parte de una buena antología de cuentos fantásticos del siglo XIX ("Lo fantástico visionario", es su título), editada en diez pequeños volúmenes, preparada y extensamente comentada por el escritor Italo Calvino. Y el cuento que elegí, para comenzar la lectura, es uno de Eichendorff (a quien llamaban el "cantor del bosque alemán"), el primero que escribió, cuando sólo tenía veinte años, "Sortilegio de otoño". La verdad es que me ha gustado mucho (a pesar de notarse algo su joven inexperiencia), y me ha trasladado de tal manera a su interior que cuando alzaba los ojos del libro y veía, agradecido, que las nubes habían aparecido, por fin, sobre el verde horizonte, me sentía dentro de un paisaje romántico; como si estuviese, por ejemplo, en la vereda de una serena campiña, muy cerca de los bosques de la Selva Negra alemana. Así de caprichosa y de grata es a veces la imaginación.
    El cuento, tal como explica Calvino en su introducción, es una versión de una antigua leyenda medieval. Y ha sido para mí muy placentero volver a leer un cuento de hadas, uno de esos maravillosos (y misteriosos) cuentos que siempre me han encantado. Aunque esta historia tiene su indudable parte oscura, un cierto patetismo poco saludable (como el que resulta de escuchar, en determinadas circunstancias, algunos nocturnos de Chopin, por ejemplo)... Comprensible, si tenemos en cuenta que su tema principal es la pasión amorosa, pero enredada en extraños conflictos. Aún así, en seguida me he sentido atraído por ese paisaje típico de leyenda: de montañas, valles y castillos, de brisas susurrantes y músicas en la lejanía. Y, sobre todo, por el seductor aliento de lo  maravilloso, que suele acompañar a este tipo de relatos; sin olvidar, por supuesto, la inquietante (y a veces sombría) presencia de lo mistérico y numinoso que incluye esa calidad de maravilloso. 
    Son lecturas que me resultan muy agradables y de las que salgo siempre con la sensación de haber conectado de nuevo con viejas y queridas aficiones; esas tendencias antiguas (a veces olvidadas o relegadas, en aras de lo contemporáneo) que entroncan con lo más íntimo y personal del caminante lector que aquí suscribe. Ahora, por las noches, no me duermo sin antes leer algunos pasajes de Lilith (de 1895), una de las fantásticas novelas del escocés George MacDonald (maestro de Lewis Carroll y de Tolkien, entre otros). Son lecturas que predisponen a la mente a tener esas noches muy interesantes y sentidos sueños.
    Transcribo aquí el sustancioso cuento de Eichendorff, aparte de que porque imagino que no es muy conocido, porque me gustaría que os acercárais a su viejo y peculiar encanto; el cual, como ya apunté antes, no está exento de cierta oscuridad sentimental con su consiguiente dramatismo. Pero posee, asimismo, todos los buenos ingredientes del género, y creo que bien merece la pena leerlo, como muchos otros de aquella exquisita época en que floreció el romanticismo alemán; rico en maravillas, mitos y leyendas (con sus interesantes reflexiones filosóficas), que alimentan, aún hoy en día, la sed de algunas mentes saturadas de tantas banalidades, como las que abundan en este mediocre mundo moderno de ahora, plagado de ubicuos deportes de masas, necios concursos televisivos y musiquillas de moda, ruidosas e insustanciales.
    Así que, para los que seais aficionados a los cuentos de hadas (es decir, amantes de la fantasía y el misterio), aquí teneis una buena muestra del entonces joven e inexperto Eichendorff, en la que ya apuntaba, no obstante, como el maestro que después fue.


Antonio Martín Bardán
(25 de septiembre, 2013) 
      
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Sortilegio de otoño

(Die Zauberei im Herbst, 1808-1809)

por Joseph von Eichendorff


Eichendorff (1788-1857), narrador y poeta, es uno de los autores más brillantes del romanticismo alemán; su obra más representativa es la breve novela Historia de un holgazán (1826). En la novela corta que incluyo aquí, la primera que escribió —a los veinte años—, aunque fue publicada póstuma, Eichendorff nos da una versión romántica de una famosa leyenda medieval: la de la estancia de Tannhäuser en el paraíso pagano de Venus, visto como el mundo de la seducción y del pecado. Esta leyenda —que Wagner transformaría después en ópera— será también la inspiración de otro cuento de Eichendorff, La estatua de mármol (1819), de ambiente italiano. Pero aquí el país del pecado es una especie de doble de nuestro mundo, un mundo paralelo, sensual y angustioso a la vez. Pasar de un mundo a otro es fácil, y volver a nuestro mundo no es imposible: pero el hombre que, después de haber sufrido el encantamiento y haber escapado, quería expiar sus culpas haciéndose ermitaño, al cabo opta por el mundo encantado y sucumbe ante él. 


Italo Calvino

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Sortilegio de otoño


El caballero Ubaldo, una tranquila tarde de otoño mientras cazaba, se encontró alejado de los suyos, y cabalgaba por los montes desiertos y boscosos cuando vio venir hacia él a un hombre vestido con ropas extrañas. El desconocido no advirtió la presencia del caballero hasta que estuvo delante de él. Ubaldo vio con estupor que vestía un jubón magnífico y muy adornado pero descolorido y pasado de moda. Su rostro era hermoso, aunque pálido, y estaba cubierto por una barba tupida y descuidada.
    Los dos se saludaron sorprendidos y Ubaldo explicó que, por desgracia, se encontraba perdido. El sol se había ocultado detrás de los montes y aquel lugar se encontraba lejos de cualquier sitio habitado. El desconocido ofreció entonces al caballero pasar la noche en su compañía. Con el día, añadió, le indicaría la única manera de salir de auqellos bosques. Ubaldo aceptó y le siguió a través de los desiertos desfiladeros.
    Pronto llegaron a un elevado risco a cuyo pie se encontraba una espaciosa cueva, en medio de la cual había una piedra y sobre la piedra un crucifijo de madera. Al fondo estaba situada una yacija de hojas secas. Ubaldo ató su caballo a la entrada y, mientras, el huésped trajo en silencio pan y vino. Después de haberse sentado, el caballero, a quien no le parecían las ropas del desconocido propias de un ermitaño, no pudo por más que preguntarle quién era y qué le había llevado hasta allí.
    —No indagues quién soy —respondió secamente el ermitaño, y su rostro se volvió sombrío y severo.
    Entonces Ubaldo notó que el ermitaño escuchaba con atención y se sumía en profundas meditaciones cuando empezó a contarle algunos viajes y gestas gloriosas que había realizado en su juventud. Finalmente Ubaldo, cansado, se acostó en la yacija que le había ofrecido su huésped y se durmió pronto, mientras el ermitaño se sentaba en el suelo a la entrada de la cueva.
    A la mitad de la noche el caballero, turbado por agitados sueños, se despertó sobresaltado y se incorporó. Afuera, la luna bañaba con su clara luz el silencioso perfil de los montes. Delante de la caverna vio al desconocido paseando intranquilo de aquí para allá bajo los grandes árboles. Cantaba con voz profunda una canción de la que Ubaldo sólo consiguió entender estas palabras:


        Me arrastra fuera de la cueva el temor.
        Me llaman viejas melodías.
        Dulce pecado, déjame
        o póstrame en el suelo
        frente al embrujo de esta canción,
        ocultándome en las entrañas de la tierra.
    
        ¡Dios! Querría suplicarte con fervor,
        mas las imágenes del mundo siempre
        se interponen entre nosotros,
        y el rumor de los bosques
        me llena de terror el alma.
        ¡Severo Dios, te temo!

        ¡Oh, rompe también mis cadenas!
        Para salvar a todos los hombres
        sufriste tú una amarga muerte.
        Estoy perdido ante las puertas del infierno.
        ¡Qué desamparado estoy!
        ¡Jesús, ayúdame en mi angustia!


    Al terminar su canción se sentó sobre una roca y pareció murmurar una imperceptible oración, semejante a una confusa fórmula mágica. El rumor del riachuelo cercano a las montañas y el leve silbido de los abetos se unieron en una misma melodía, y Ubaldo, vencido por el sueño, cayó de nuevo sobre su lecho.
    Apenas brillaron los primeros rayos de la mañana a través de las copas de los árboles, cuando el ermitaño se presentó ante el caballero para mostrarle el camino hacia los desfiladeros. Ubaldo montó alegre su caballo y su extraño guía cabalgó en silencio junto a él. Pronto alcanzaron la cima del monte, y contemplaron la deslumbrante llanura que aparecía súbitamente a sus pies con sus torrentes, ciudades y fortalezas en la hermosa luz de la mañana. El ermitaño pareció especialmente sorprendido:
    —¡Ah, qué hermoso es el mundo! —exclamó turbado, cubrió su rostro con ambas manos y se apresuró a adentrarse de nuevo en los bosques.
    Ubaldo, moviendo la cabeza, tomó el conocido camino que conducía a su castillo. 

    La curiosidad le empujó de nuevo a buscar aquellas soledades, y, aunque con esfuerzo, consiguió encontrar la cueva, donde el ermitaño le recibió esta vez sombrío y silencioso.
    Ubaldo, por el canto nocturno del ermitaño en el primer encuentro, supo que éste quería sinceramente expiar graves pecados, pero le pareció que su espíritu luchaba en vano contra el enemigo, pues en su conducta no existía la alegre confianza de un alma verdaderamente sumisa a la voluntad de Dios, y, con frecuencia, cuando conversaban sentados uno junto al otro, irrumpía una contenida ansiedad terrenal con una fuerza terrible en los extraviados y llameantes ojos de aquel hombre, transformando su fisonomía y dándole un cierto aire salvaje.
    Esto impulsó al piadoso caballero a hacer más frecuentes sus visitas para ayudar con todas sus fuerzas a aquel espíritu vacilante. Sin embargo, el ermitaño calló su nombre y su vida anterior durante todo aquel tiempo, y parecía temeroso de su pasado. Pero, con cada visita se tornaba más apacible y confiado. Así, finalmente consiguió el buen caballero convencerle para que le acompañara a su castillo.
    Ya había anochecido cuando llegaron a la fortaleza. El caballero Ubaldo ordenó encender un hermoso fuego en la chimenea e hizo traer el mejor vino de cuantos tenía. Era la primera vez que el ermitaño parecía encontrarse a gusto. Observaba muy atentamente una espada y otras armas que, colgadas en la pared, reflejaban los destellos de la lumbre, y luego contemplaba silenciosamente al caballero.
    —Vos sois feliz —dijo—, y veo vuestra firme y gallarda figura con verdadero temor y profundo respeto; vivís sin que os conmueva la alegría ni el dolor, y domináis con serena tranquilidad la vida, al igual que un navegante que sabe manejar el timón, y no se deja confundir con el maravilloso canto de las sirenas. Junto a vos me he sentido muchas veces como un necio cobarde o como un loco. Hay personas embriagadas de vida. ¡Qué terrible es volver de nuevo a la sobriedad!
    Ubaldo, que no quería desaprovechar aquel desacostumbrado comportamiento de su huésped, le insistió con entusiasmo para que le revelara la historia de su vida. El ermitaño se quedó pensativo.
    —Si me prometéis —dijo finalmente— mantener eternamente en secreto lo que voy a contaros y me permitís omitir los nombres, lo haré.
    El caballero levantó la mano en señal de juramento y llamó a continuación a su mujer, de cuyo silencio respondía, para que participase junto con él de la historia tan ansiosamente esperada.
    Ésta apareció con un niño en sus brazos y llevando a otro de la mano. Era alta y de hermosa figura en su floreciente juventud, silenciosa y dulce como el crepúsculo, reflejando en los encantadores niños su propia belleza. El huésped se sintió profundamente confundido al verla. Abrió bruscamente la ventana y, pensativo, detuvo su mirada unos instantes en el bosque oscurecido. Tranquilizado, volvió junto a ellos, se sentaron alrededor del fuego y empezó a hablar de la siguiente manera:


    «El tibio sol del otoño se levantaba sobre la niebla azul que cubría los valles cercanos a mi castillo. La música había callado, la fiesta terminaba y los animados invitados se dispersaban. Era una fiesta de despedida que yo ofrecía a mi más querido amigo, que aquel día, con su hueste, se había armado de la Santa Cruz para unirse al ejército cristiano en la conquista de Tierra Santa. Desde nuestra más temprana juventud era esta empresa nuestra única meta, el único deseo y la única esperanza de nuestros sueños de adolescencia. Aún hoy recuerdo con indescriptible nostalgia aquel tiempo tranquilo como la mañana, cuando, sentados bajo los altos tilos de mi castillo, seguíamos con la imaginación las nubes navegantes hacia aquella tierra bendita, donde Godofredo y otros héroes vivían y combatían en el claro esplendor de la gloria. Pero, ¡qué pronto cambió todo en mí!
    »Una doncella, flor de toda belleza, que había visto muy poco y de la cual, sin que ella lo supiera, estaba perdidamente enamorado, me retenía en la cárcel silenciosa de estas montañas. Sí, yo era lo bastante fuerte para luchar, pero no tuve el valor de alejarme, y dejé marchar solo al amigo.
    »También la doncella había participado en la fiesta y yo había sucumbido al esplendor de su hermosura. Al alba, cuando ella iba a despedirse y yo la ayudaba a montar en su caballo, tuve el valor de confesarle que, si era su voluntad, renunciaría a mi empresa. Ella no dijo nada y me miró fijamente, casi con horror, y salió al galope.»
    

    Oyendo estas palabras, Ubaldo y su mujer se miraron sin ocultar su asombro. Pero el huésped no lo advirtió y siguió su relato:
    

    «Todos se habían ido. Los rayos del sol, a través de las altas ventanas ojivales, entraban en los salones vacíos, donde sólo resonaban mis pasos. Permanecí largo tiempo asomado al mirador; del silencioso bosque llegaban los acompasados golpes de las hachas de los leñadores. Tan grande era mi soledad que, en un momento, se apoderó de mí una indescriptible ansiedad. No pude soportarlo: monté sobre mi caballo y salí de caza para aliviar mi oprimido corazón. 
    »Erré durante mucho tiempo y, finalmente, me encontré perdido en un paraje desconocido entre las montañas. Cabalgaba pensativo, con mi halcón en la mano, a través de un prado maravilloso que acariciaban los oblicuos rayos del sol poniente. Las nubes otoñales se movían ligeras en el aire azul y sobre las montañas se oían los cantos de adiós de los pájaros migratorios.
    »De repente llegó a mis oídos el sonido de varios cuernos de caza que parecían responderse unos a otros desde las cimas. Algunas voces los acompañaban con un canto. Hasta entonces, ninguna melodía me había conmovido de tal manera, y, aún hoy, recuerdo algunas de sus estrofas, que llegaban a mí a través del viento:


        Por lo alto, en bandadas amarillas y rojas
        se van los pájaros volando.
        Los pensamientos vagan sin consuelo
        ¡ay de mí, que no encuentran refugio!
        Y las oscuras quejas de los cuernos,
        golpean el corazón solitario.

        ¿Ves el perfil de los azules montes
        que se yergue a lo lejos sobre los bosques,
        y los arroyos que en el valle silencioso
        se alejan susurrantes?
        Nubes, arroyos, pájaros ruidosos:
        todo se junta allá a lo lejos.

        Mis rizos de oro ondean
        y florece mi joven cuerpo dulcemente.
        Pronto sucumbe la belleza;
        igual que el esplendor se apaga del verano
        debe la juventud inclinar sus flores.
        Callan alrededor todos los cuernos.

        Esbeltos brazos para abrazar,
        y roja boca para el dulce beso,
        el cobijo del blanco seno,
        y el cálido saludo de amor,
        te ofrece el eco de los cuernos de caza.
        Dulce amor, ven, antes de que callen.


    »Yo estaba confundido con aquella melodía que había conmovido mi corazón. Mi halcón, tan pronto como oyó las primeras notas, se intranquilizó, para después desaparecer en el aire y no volver más. Yo, sin embargo, incapaz de resistir, seguí oyendo aquella seductora melodía que, confusa, unas veces se alejaba y, otras, llevada por el viento, parecía acercarse.
    »Finalmente salí del bosque y divisé delante de mí, sobre la cumbre de una montaña, un majestuoso castillo. Desde arriba hasta el bosque, sonreía un bellísimo jardín, repleto de todos los colores, que rodeaba al castillo como un anillo mágico. Todos los árboles y los setos, encendidos por los tonos violentos del otoño, aparecían purpúreos, amarillos oro y rojos fuego. Altos áster, las últimas estrellas del verano, brillaban allí con sus múltiples destellos. El sol poniente derramaba sus últimos rayos sobre aquella deliciosa altura, reflejando sus deslumbrantes llamas en las ventanas y en las fuentes.
    »Me dí cuenta entonces de que el sonido de los cuernos de caza que había escuchado poco antes provenía de este jardín. Vi con espanto, en medio de tanta magnificencia, bajo los emparrados, a la doncella de mis sueños, que paseaba cantando la misma melodía. Al verme calló, pero los cuernos de caza seguían sonando. Hermosos muchachos, vestidos de seda, se acercaron a mí y me ayudaron a desmontar.
    »Pasé a través del arco ligero y dorado de la cancela, directo hacia la explanada del jardín, donde se encontraba mi amada y caí a sus pies, vencido por tanta belleza. Llevaba un vestido rojo oscuro; largos velos transparentes cubrían sus rizos dorados, que una diadema de piedras preciosas sujetaba sobre la frente.
    »Me ayudó a levantarme amorosamente y, con voz entrecortada por el amor y el dolor, me dijo: 
    »—¡Cuánto te amo, hermoso e infeliz joven! Desde hace mucho tiempo te amo, y cuando el otoño inicia su fiesta misteriosa despierta mi deseo con nueva e irresistible fuerza. ¡Infeliz! ¿Cómo has llegado a la esfera de mi canción? Déjame y vete.
    »Al oír estas palabras fui presa de un gran temblor y le supliqué que me hablara y se explicase. Pero ella no respondió, y recorrimos silenciosos, uno al lado del otro, el jardín.
    »Mientras tanto, había oscurecido y el aspecto de la doncella se había tornado grave y majestuoso.
    »—Debes saber —dijo— que tu amigo de la infancia, el cual hoy se ha despedido de ti, es un traidor. He sido obligada a ser su prometida. Sólo por celos te ha ocultado su amor. No ha partido hacia Palestina: mañana vendrá para llevarme a un castillo lejano donde estaré eternamente oculta a la mirada de todos. Ahora debo irme. Sólo nos volveremos a ver si él muere.
    »Dicho esto, me besó en los labios y desapareció en las oscuras galerías. Una gema de su diadema heló mi vista, y su beso estremeció mis venas con un tembloroso deleite.
    »Medité con terror las espantosas palabras que, al despedirse, había vertido como un veneno en mi sangre. Vagué pensativo mucho tiempo por los solitarios senderos. Finalmente, cansado, me eché sobre los escalones de piedra de la puerta del castillo. Los cuernos de caza sonaban todavía, y me dormí combatido por extraños pensamientos.
    »Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Las puertas y las ventanas del castillo estaban cerradas, y el jardín, silencioso. En aquella soledad, con los nuevos y hermosos colores de la mañana, se despertaban en mi corazón la imagen de mi amada y todo el sortilegio de la víspera, y yo me sentía feliz sabiéndome amado y correspondido. A veces, al recordar aquellas terribles palabras, quería huir lejos de allí, pero aquel beso ardía aún en mis labios y no podía hacerlo.
    »El aire era cálido, casi sofocante, como si el verano quisiera volver sobre sus propios pasos. Recorrí el bosque cercano para distraerme con la caza. De improviso vislumbré en la copa de un árbol un pájaro con un plumaje tan maravilloso como jamás lo había visto. Cuando tensé el arco para lanzar la flecha, voló hacia otro árbol. Lo perseguí ávidamente, pero el pájaro seguía saltando de copa en copa, mientras sus alas doradas reflejaban la luz del sol.
    »Así, fui a parar a un estrecho valle, flanqueado por escarpados riscos. Allí no llegaba la fría brisa y todo estaba todavía verde y florido como en el verano. Del centro del valle salía un canto embriagador. Sorprendido, aparté las ramas de los tupidos matorrales y mis ojos se cegaron ante el hechizo que se manifestó delante de mí.
    »En medio de las altas rocas había un apacible lago circundado de hierba y juncos. Muchas doncellas bañaban sus hermosos miembros en las tibias ondas. Entre ellas se encontraba mi hermosísima amada sin velos, que, silenciosa, mientras las otras cantaban, miraba fijamente el agua, que cubría sus tobillos, como encantada y absorta en su propia belleza reflejada en el agua. Permanecí durante un tiempo mirando de lejos, inmóvil y tembloroso. De golpe, el hermoso grupo salió del agua, y me apresuré para no ser descubierto.
    »Me refugié en lo más profundo del bosque para apaciguar las llamas que abrasaban mi corazón. Pero cuanto más lejos huía tanto más viva se agitaba delante de mis ojos la visión de aquellos miembros juveniles.
    »La noche me alcanzó en el bosque. El cielo se había oscurecido y una tremenda tormenta apareció sobre los montes. "Sólo nos volveremos a ver si él muere", repetía para mí, mientras huía como si me persiguieran fantasmas.
    »A veces me parecía oír a mi flanco estrépito de caballos, pero yo huía de toda mirada humana y de todo rumor que pareciera acercarse. Al cabo, cuando llegué a una cima, vi a lo lejos el castillo de mi amada. Los cuernos de caza sonaban como siempre, el esplendor de las luces irradiaba como una tenue luz de luna a través de las ventanas, iluminando alrededor mágicamente los árboles y las flores cercanas, mientras todo el resto del paraje luchaba en la tormenta y la oscuridad.
    »Finalmente, incapaz casi de dominar mis facultades, escalé una alta roca, a cuyos pies pasaba un ruidoso torrente. Llegado a la cima divisé una sombra oscura que, sentada sobre una piedra, silenciosa e inmóvil, parecía ella misma tamién una piedra. Rasgadas nubes huían por el cielo. Una luna color sangre apareció por un instante, reconocí a mi amigo, el prometido de mi amada.
    »Apenas me vio, se levantó apresuradamente. Temblé de arriba abajo. Entonces le vi empuñar su espada. Colérico, me lancé contra él y lo agarré.  Luchamos unos instantes y luego lo despeñé.
    »De repente el silencio se hizo terrible. Sólo el torrente rugió más fuerte como si sepultase eternamente mi pasado en medio del fragor de sus ondas turbulentas.
    »Me alejé velozmente de aquel horrible lugar. Entonces me pareció oír a mis espaldas una carcajada aguda y perversa que venía de las copas de los árboles. Al mismo tiempo creí ver en la confusión de mis sentidos al pájaro que poco antes había perseguido. Me precipité lleno de espanto a través del bosque, y salté el muro del jardín. Con todas mis fuerzas llamé a las puertas del castillo:
    »—¡Abre! —gritaba fuera de mí—, ¡abre, he matado al hermano de mi corazón! ¡Ahora eres mía en la tierra y en el infierno!
    »La puerta se abrió y la doncella, más hermosa que nunca, se echó contra mi pecho, destrozado por tantas tormentas, y me cubrió de ardientes besos.
    »No os hablaré de la magnificencia de las salas, de la fragancia de exóticas y maravillosas flores, entre las cuales cantaban hermosas doncellas, de los torrentes de luz y de música, del placer salvaje e inefable que gusté entre los brazos de la doncella.»


    En este punto, el ermitaño dejó de hablar. Fuera se oía una extraña canción. Eran pocas notas: ora semejaban una voz humana, ora la voz aguda de un clarinete, cuando el viento soplaba sobre los lejanos montes, encogiendo el corazón.
    —Tranquilizaos —dijo el caballero—. Estamos acostumbrados a esto desde hace tiempo. Se dice que en los bosques vecinos existe un sortilegio. Muchas veces, en las noches de otoño, esta música llega hasta nuestro castillo. Pero igual que se acerca, se aleja y no nos preocupamos de ello.
    Sin embargo, un estremecimiento sobrecogió el corazón de Ubaldo y sólo con esfuerzo consiguió dominarse. Ya no se oía la música. El huésped, sentado, callaba, perdido en profundos pensamientos. Su espíritu vagaba lejos. Después de una larga pausa volvió en sí y retomó su narración, aunque no con la calma de antes:


    «Observé que, a veces, la doncella, en medio de todo aquel esplendor, caía en una invencible melancolía cuando veía desde el castillo que el otoño iba a despedirse. Pero bastaba un sueño profundo para que se calmase, y su rostro maravilloso, el jardín y todo el paraje me parecían, a la mañana, frescos y como recién creados.
    »Una vez, mientras estaba junto a ella asomado a la ventana, noté que mi amada estaba más triste y silenciosa que de costumbre. Fuera, en el jardín, el viento del invierno jugaba con las hojas caídas. Advertí que mientras miraba el paisaje palidecía y temblaba. Todas las damas se habían ido, las canciones de los cuernos de caza sonaban aquel día en una lejanía infinita, hasta que, finalmente, callaron. Los ojos de mi amada habían perdido su esplendor, casi hasta apagarse. El sol se ocultó detrás de los montes e iluminó con un último fulgor el jardín y los valles. De repente, la doncella me apretó entre sus brazos y comenzó una extraña canción, que yo no había oído hasta entonces y resonaba en toda la estancia con melancólicos acordes. Yo escuchaba embelesado. Era como si aquella melodía me empujase hacia abajo junto con el ocaso. Mis ojos se cerraron involuntariamente. Caí adormecido y soñé.
    »Cuando me desperté ya era de noche. Un gran silencio reinaba en todo el castillo y la luna brillaba muy clara. Mi amada dormía a mi lado sobre un lecho de seda. La observé con asombro: estaba pálida, como muerta. Sus rizos caían desordenadamente, como enredados por el viento, sobre su rostro y su pecho. Todo lo demás, a mi alrededor, permanecía intacto, igual que cuando me había dormido. Me parecía, sin embargo, como si hubiera pasado mucho tiempo. Me acerqué a la ventana abierta. Todo lo de fuera me pareció distinto de lo que siempre había visto. El rumor de los árboles era misterioso. De repente vi junto a la muralla del castillo a dos hombres que murmuraban frases oscuras, y se inclinaban curvándose el uno hacia el otro como si quisieran tejer una tela de araña. No entendí nada de lo que hablaban: sólo oía de vez en cuando pronunciar mi nombre. Me volví a mirar la imagen de la doncella que palidecía aún más en la claridad de la luna. Me pareció una estatua de piedra, hermosa, pero fría como la muerte e inmóvil. Sobre su plácido seno brillaba una piedra similar al ojo del basilisco y su boca estaba extrañamente desfigurada.
    »Entonces se apoderó de mí un terror como nunca había sentido. Huí de la alcoba y me precipité a través de los desiertos salones, donde todo el esplendor se había apagado. Cuando salí del castillo vi a los dos desconocidos dejar lo que estaban haciendo y quedarse rígidos y silenciosos como estatuas. Había al pie del monte un lago solitario, a cuyo alrededor algunas doncellas con túnicas blancas como la nieve cantaban maravillosamente, a la vez que parecían entretenidas en extender sobre el prado extrañas telas de araña a la luz de la luna. Aquella visión y aquel canto aumentaron mi terror. Salté aprisa el muro del jardín. Las nubes pasaban rápidas por el cielo, las hojas de los árboles susurraban a mis espaldas, y corrí sin aliento.
    »Poco a poco la noche se fue haciendo más callada y tibia; los ruiseñores cantaban entre los arbustos. Abajo, en el fondo del valle, se oían voces humanas, y viejos y olvidados recuerdos volvieron a amanecer en mi corazón apagado, mientras, ante mí, se levantaba sobre las montañas una hermosa alba de primavera.
    »—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? —exclamé con asombro. No sabía qué me había pasado—. El otoño y el invierno han transcurrido. La primavera ilumina nuevamente el mundo. Dios mío, ¿dónde he permanecido tanto tiempo?
    »Finalmente alcancé la cima de la última montaña. Salía un sol espléndido. Un estremecimiento de placer recorrió la tierra; brillaban los torrentes y los castillos; los tranquilos y alegres hombres preparaban sus trabajos cotidianos; incontables alondras volaban jubilosas. Caí de rodillas y lloré amargamente mi vida perdida.
    »No comprendí, y aún hoy no lo comprendo, cómo había sucedido todo. Me propuse no bajar más al alegre e inocente mundo con este corazón lleno de pecados y de desenfrenada ansiedad. Decidí sepultarme vivo en un lugar desolado, invocar el perdón del cielo y no volver a ver las casas de los hombres antes de haber lavado con lágrimas de cálido arrepentimiento mis pecados, lo único que en mi pasado era claro para mí.
    »Así viví todo un año hasta que me encontré con vos. Cada día elevaba ardientes plegarias y a veces me pareció haber superado todo y haber encontrado la gracia de Dios, pero era una falsa ilusión que luego desaparecía. Sólo cuando el otoño extendía de nuevo su maravillosa red de colores sobre el monte y el valle, llegaban de nuevo del bosque cantos muy conocidos. Penetraban en mi soledad, y oscuras voces respondían dentro de mí. El sonido de las campanas de la lejana catedral me espanta cuando, en las claras mañanas de domingo, vuela sobre las montañas y llega hasta mí como si buscara en mi pecho el antiguo y callado reino del Dios de la infancia, que ya no existe. Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, y todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»


    —¡Pobre Raimundo! —exclamó el caballero Ubaldo, que había escuchado con profunda emoción al ermitaño, absorto e inmerso en su relato.
    —¡Por Dios! ¿Quién sois que conocéis mi nombre? —preguntó el ermitaño levantándose como herido por un rayo.
    —Dios mío —respondió el caballero abrazando con afecto al tembloroso ermitaño—. ¿Es que no me reconoces? Yo soy tu viejo y fiel hermano de armas, Ubaldo, y ésta es tu Berta, a la que amabas en secreto y a la que ayudaste a montar a caballo después de la fiesta en el castillo. El tiempo y una vida venturosa han desdibujado nuestro aspecto de entonces. Te he reconocido sólo cuando comenzaste a relatar tu historia. Jamás he estado en un paraje como el que tú describes y nunca he luchado contigo en el acantilado. Inmediatamente después de aquella fiesta salí para Palestina, donde combatí varios años, y, a mi vuelta, la hermosa Berta se convirtió en mi esposa. Ella tampoco te ha visto jamás después de aquella fiesta, y todo lo que has contado es una vana fantasía. Un malvado sortilegio, que despierta cada otoño y desaparece después, te ha tenido, mi pobre Raimundo, encadenado con juegos engañosos durante muchos años. Los días han sido meses para ti [sic]. Cuando volví de Tierra Santa nadie supo decirme dónde estabas y todos te creíamos perdido.
    A causa de su alegría, Ubaldo no se dio cuenta de que su amigo temblaba cada vez más fuertemente a cada una de sus palabras. Raimundo les miraba a él y a su esposa con ojos extraviados. De repente reconoció a su amigo y a la amada de su juventud, iluminados por la crepitante llama de la chimenea.
    —¡Perdido, todo perdido! —exclamó trágicamente.
    Se separó de los brazos de Ubaldo y huyó velozmente en la noche hacia el bosque.
    —Sí, todo está perdido, y mi amor y toda mi vida no son más que una larga ilusión —decía para sí mientras corría, hasta que las luces del castillo de Ubaldo desaparecieron a sus espaldas.
    Involuntariamente, se había dirigido hacia su propio castillo, al que llegó cuando amanecía.
    Había amanecido de nuevo un claro día de otoño, como aquel de muchos años antes, cuando se había marchado del castillo. El recuerdo de aquel tiempo y el dolor por el perdido esplendor de la gloria de su juventud se apoderaron de toda su alma. Los altos tilos del jardín susurraban como antaño, pero la desolación reinaba por todos lados y el viento silbaba a través de los arcos en ruinas.
    Entró en el jardín. Estaba desierto y destruido. Sólo algunas flores tardías brillaban acá y allá sobre la hierba amarillenta. Sobre una rama un pájaro cantaba una maravillosa canción que llenaba el corazón de una gran nostalgia.
    Era la misma melodía que oyera junto a las ventanas del castillo de Ubaldo. Con terror reconoció también al hermoso y dorado pájaro del bosque encantado. Asomado a una ventana del castillo había un hombre alto, pálido y manchado de sangre. Era la imagen de Ubaldo.
    Horrorizado, Raimundo alejó la mirada de esa visión y fijó los ojos en la claridad de la mañana. De repente, vio avanzar por el valle a la hermosa doncella a lomos de un brioso corcel. Estaba en la flor de su juventud. Plateados hilos del verano flotaban a sus espaldas; la gema de su diadema arrojaba desde su frente rayos de verde oro sobre la llanura.
    Raimundo, enloquecido, salió al jardín y persiguió a la dulce figura, precedido del extraño canto del pájaro.
    A medida que avanzaba, la canción se transformaba en la vieja melodía del cuerno de caza, que en otro tiempo le sedujera.

        Mis rizos de oro ondean
        y florece mi joven cuerpo dulcemente,

oyó, como si fuera un eco de la lejanía...

        y los arroyos que en el valle silencioso,
        se alejan susurrantes.

    Su castillo, las montañas, y el mundo entero, todo se hundió a sus espaldas.

        Y el cálido saludo de amor,
        te ofrece el eco de los cuernos de caza.
        ¡Dulce amor, ven antes de que callen!

resonó una vez más.
    Vencido por la locura, el pobre Raimundo siguió tras la melodía por lo profundo del bosque. Desde entonces nadie le ha vuelto a ver.


Joseph von Eichendorff
(1808-1809)


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- "Lo fantástico visionario" (al cuidado de Italo Calvino)
- trad.: V. Pérez Gil
- Ediciones Siruela (1987)  




domingo, 15 de septiembre de 2013

La Torre de Erynia



Nota preliminar


    Podría decir que encontré el manuscrito en una botella, y eso quizá despertaría el interés y la curiosidad que implica todo aquello que huele a aventura; pero no sería cierto. Lo cierto es que un buen día, mi lejano amigo Pablo Munt me sorprendió con su inesperada visita, y con algo más que trajo en su maleta, aun sin saberlo... Era el día en que cumplía cuarenta y ocho años y mi amigo me obsequió con tres excelentes regalos (además de su inestimable presencia). En principio, con dos libros sobre historia y mitología irlandesas: una magnífica edición facsímil del Libro de Leinster (cuyo original data del siglo XII), y un viejo, pero bien conservado, ejemplar de The Ancient Irish Epic Tale "Táin Bó Cúailnge", de Joseph Dunn, de 1914. Y en segundo lugar, con una botella de un exquisito vino añejo, que sin duda hubiera sido del gusto de cualquier experto (un Cabernet Sauvignon, si mal no recuerdo). Con lo cual, convirtió una jornada que, de otra manera, hubiera sido de lo más normal para mí, en una muy agradable fiesta íntima.  
    Esa misma noche, en la tranquilidad de mi alcoba, abrí y hojeé ambos libros con delectación (de la botella ya habíamos dado buena cuenta mi amigo y yo en el transcurso de la tarde), y dentro de uno de ellos hallé el manuscrito; con lo que pude sumar un cuarto regalo (que para mí, sin desmerecer a los otros, resultó ser el más valioso). Eran sólo ocho cuartillas escritas en lengua inglesa, con letra cursiva un tanto apretada, pero lo bastante legible, que parecían llevar allí cuidadosamente plegadas (en el libro de Dunn) mucho tiempo; y configuraban un relato corto, pero sustancioso, dotado con una atmósfera ciertamente mística. Y así es como supe de esta fabulosa y enigmática historia; la cual, a pesar de su brevedad, me mantuvo ocupado más de media noche, releyéndola una y otra vez. Imposible saber nada, sin embargo, del autor (quizás un escritor aficionado que quiso ensayar una tímida muestra de sus fantasías o ensueños), de cuya identidad sólo hay en el manuscrito el nombre propio y dos iniciales (Edward A. W.), al final, a modo de firma, y ninguna otra referencia.
    En cuanto al nombre de Erynia, lo único que encontré en mi enciclopedia (a la que acudí nada más leer el manuscrito) es que así fue llamado el asteroide número 889, descubierto en 1918 por Max Wolf, pero ignoro lo que motivó a Wolf a elegir esa nominación (si es que fue él quien lo hizo), así como el origen del nombre. Lo que parece claro, según se desprende del relato, es que el personaje mencionado nada tiene que ver (a pesar de la identidad nominal), con las conocidas y temibles Erinias, arcaicos personajes mitológicos, anteriores incluso a los dioses olímpicos. Según algunos autores clásicos, éstas eran hermanas de las Moiras (las diosas del destino) e hijas de Nix (la Noche); unos seres implacables que se dedicaban a vengar ferozmente ciertos crímenes humanos (que persiguieron, por ejemplo, con inclemencia a Orestes y a Alcmeón, en venganza por los asesinatos de sus respectivas progenitoras). Lejos de esto, la Erynia de nuestro relato ofrece un perfil muy distinto, mucho más amable, y se me representa, más bien, como una especie de mágica entidad, oracular y benévola. Parece ser, pues, que la elección de ese nombre responde aquí sólo al capricho del autor del manuscrito, y no se relaciona con ningún personaje mitológico conocido. La única vaga conexión que se me ocurre (con respecto a los mitos precitados), está en el detalle significativo de que las Erinias eran, asimismo, protectoras del cosmos frente al caos.   
    Como decía, no encontré este manuscrito en una botella, pero, para mí, ávido explorador de casi toda clase de lecturas raras y amante de cuanto encierre tesoros de asombro y misterio, de este fortuito hallazgo emanó, igualmente, el seductor aroma de la aventura.


El editor



    Posdata: Pido disculpas por la, quizá, inusitada extensión de esta nota preliminar, pero consideré oportuno introducir al lector en los detalles que acompañaron a mi pequeño descubrimiento; no por ser estos de especial relevancia, sino porque dan una idea aproximada de en qué estado de ánimo y con qué nivel de interés me encontraba yo aquella noche. Y esto con la sana intención de contagiar y de predisponer al lector favorablemente para lo que sigue. Después de redactada, pensé en acortarla e incluso en eliminarla, pero aquí la dejo, aunque sólo sea por el placer que me proporcionó escribirla y rememorar a su través aquella grata velada. Quizá el manuscrito en sí no es merecedor de tanta introducción... Se trata de una clase de alegoría (me tomo la licencia de usar este término en su sentido pictórico), que en pocos párrafos, de cierto romanticismo, intenta ponernos en vehemente contacto con algunos elementos arquetípicos del inconsciente: la ciudadela secreta, el hada, el libro mágico, el misterio de la vida y la muerte, el laberinto del tiempo... Personalmente, estimo que en cierta medida lo consiguió; aunque el lenguaje empleado pueda resultar escaso en acertadas metáforas y en ocasiones algo ampuloso o desmedido (por eso mencioné antes lo de «escritor aficionado»). Opino que el mejor epíteto que se le puede asignar es, simplemente, el de cuento de hadas (sin pretender con ello ningún tipo de juicio valorativo). En cualquier caso, como es lógico, cada lector sacará sus propias conclusiones. 


A. M. B.          

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LA TORRE DE ERYNIA
                            


    Hacía años que la estaba buscando, sin victoria. Durante ese tiempo, muchas pistas resultaron al final ser falsas y lo habían llevado a lugares muy lejanos e inhóspitos. Tierras yermas, olvidadas o nunca antes halladas; ignotos desiertos, cuyas arenas danzaban al anochecer como serpientes, entre vencidas pirámides del tiempo; valles profundos, hundidos de sombra y de silencio; cegadoras cumbres, envueltas en vientos furiosos que aullaban y hacían de los titanes del cielo jirones de lluvia helada; antiguas ciudades cavernarias, heridas por el frío de los siglos, donde antaño hubo hombres, quizá dioses; interminables bosques nebulosos, entreverados de miedo y magia, de ciervos, búhos, lobos y sueños; islas remotas, en horizontes extraños, donde vivían árboles blancos que sólo florecían a la luz de la luna... Pero en ninguno de esos lugares estaba la Torre que buscaba... Mucho tiempo perdido. Hasta que encontró al viejo Herzunn (él se decía mago) en su recóndita aldea de las montañas del Norte, y éste le dijo cuál era la auténtica ruta a seguir.

    Estaba ya casi al borde de sus fuerzas, después de caminar durante más de cuatro días por aquel helado desierto, sólo cubierto por peñascos y hondonadas, y empezaba a pensar que también el viejo Herzunn (de ojos grises y voz de lobo) le había engañado, cuando divisó a lo lejos, destacando entre la inmensa e hiriente blancura, un conjunto de formas elevadas y opacas con colores brillantes; raras edificaciones que desde la distancia parecían azules, esmeraldas, carmesíes, y cuyos oblicuos tejados despedían fantásticos reflejos ante el sol del ocaso. Había llegado, por fin, a la Ciudadela. Eso le animó y apretó el paso, movido por una nueva energía. Pensar en que su destino estaba a tan sólo media hora más de camino, le hizo sonreír y dio alas a sus cansados pies. Ya estaba muy cerca de su sueño: encontrar la legendaria Torre de Erynia.
    Cuando llegó frente a la alta y solitaria muralla, erizada de almenas, buscó la entrada sin dilación. Luego sacó de su alforja el viejo pergamino con signos argentados que le había dado Herzunn el silente, el extraño, el amigo. Allí estaba escrito el nombre que debía pronunciar en voz alta, el nombre que era la llave para entrar en la Ciudadela... El nombre fue pronunciado, y las pesadas puertas se abrieron. Pero, más allá estaba el guardián... No esperaba esta presencia. Imponente, acorazado; no pudo escrutar su mirada, oculta en el interior del yelmo. El guardián mantuvo primeramente un tenso silencio; su mano derecha apoyada en el pomo de su fulgente espada. Más tarde, preguntó, con una voz oscura: «¿Quién eres, y a qué vienes a esta oculta ciudadela?»
    —Busco la Torre —contestó, sin querer identificarse. 
    —Hay muchas torres aquí. ¿Qué torre buscas? —volvió a inquirir el guardián, con sequedad. 
    —La Torre de Erynia —exclamó el viajero, con cierto tono de orgullo.

    El guardián abandonó entonces su mano de la espada y se apartó hacia un lado, invitándole a pasar. Le indicó el camino y seguidamente, sin decir nada más, desapareció con lentitud por las interminables calles, entre las silenciosas y cerradas casas de piedra. Era extraño, pensó el viajero: aquella ciudad era sin duda la Ciudadela, varios signos así se lo confirmaban; entre ellos el de que el guardián hubiera reconocido el nombre de la Torre legendaria. Pero parecía estar vacía. No se veía a nadie en las calles, y ningún sonido, aparte del viento, llegaba a sus oídos.    
    Después de doblar muchas esquinas, y seguir largas calles de polvo y silencio, donde preciosas casas irisadas parecían dormir profundamente bajo la tenue luz que se escondía tras el horizonte; lejos ya de la gran plaza, con sus fuentes sin agua y sus apagados jardines, se encontró de frente (tal y como le había señalado el guardián sin nombre) con una vieja torre. Dudó que se tratara de la torre que andaba buscando, porque estaba medio en ruinas, y miró en derredor... Pero era la única. La cercaba una corta valla de madera, como las que se ponen alrededor de un monumento antiguo, pero ésta ya vieja y carcomida, y vio que en su interior había restos de un árbol seco, horadado por el tiempo, y a su lado un pequeño letrero... Las letras estaban borrosas; algunas no estaban  ya. Pero consiguió leer lo bastante. Sí, para su sorpresa y desilusión, aquella menguada torre era (o había sido), en efecto, la Torre de Erynia. 
    Se dejó abatir; muy cerca estuvo de derrumbarse sobre el ocre suelo de arena, como de desierto; sintió que un aire gélido le nublaba la vista y un áspero sabor le llenaba la boca. Sintió, de pronto, que todo el peso de los años se le acumulaba, ingente, sobre los hombros. La leyenda estaba ante él, pero hecha sólo piedra, dura y gris, sin brillo alguno, sin magia, sin voz. Parecía mirarle desde una distancia de siglos, con ojos de los que había huido la luz hacía miles de lunas. Era imposible, inimaginable, que allí estuviera la deslumbrante y legendaria Erynia, la numen que guardaba celosa y vigilante el Libro del Tiempo; sólo era el viejísimo resto de un pasado remoto, inalcanzable, muerto.
    Notó, dentro del caos de sus sentidos, la cercanía de una presencia. Miró entonces, ávido, hacia el interior de la torre; intentó atisbar alguna figura viva a través de sus oscuras ventanas ovales, algún destello huidizo entre las sombras. Pero no: la presencia estaba a su espalda. Era el guardián, que le observaba entre curioso e impasible, en silencio. Le inquirió entonces con la mirada, sin poder para articular palabra alguna, perplejo y angustiado. Quiso saber el sentido de esa inesperada muerte, de esa lejanía muda con que se topaba y que rompía en jirones, como un cruel viento del desierto, todos sus sueños. El guardián, con pasos lentos, cansados, como arrastrando el lastre de un antiguo y secreto vacío, se acercó sin decir nada. Su brazo derecho, antaño poderoso, señaló un pequeño relieve sobre uno de los costados de la torre. Allí se podían leer aún estas palabras esculpidas: «Las horas que forman los días y noches son como hojas de un árbol universal e infinito. ¿Dirías tú, caminante que busca el Libro, que un árbol así muere cuando caen sus hojas?»

    Intentó poner orden en sus pensamientos: ¿Qué quería decirle ese lapidario mensaje? ¿que cuando caen las horas sigue quedando vivo el tronco infinito del tiempo? ¿y que de él brotarán nuevas hojas, incesantemente, con el eterno fluir de las primaveras?... Eso es sabido, y no era lo que buscaba, lo que anhelaba, lo que le había llevado a viajar durante años buscando a la mágica Erynia y su Libro del Tiempo. Porque... ¿qué sentido encierra esa trascendente maravilla para una sola hoja, para una hora agotada, esa que no volverá nunca al árbol, esa que es expulsada del reloj para siempre? ¿Qué queda de ella cuando cae de su rama y el viento la empuja hacia la nada, hacia el polvo de su destino? Él buscaba otra cosa: la magia lúdica y amable, el redentor hechizo; buscaba conocer las rutas, poseer el áureo mapa del tiempo, poder elegir entre la salida sombría del laberinto o el regreso a la luz íntima de alguna de sus perdidas calles... Buscaba ser dueño de su viaje por la vida y el tiempo, manejar el timón de su barco entre las vibrantes ondas de lo posible y lo imposible, que sabía juntas y entremezcladas; dos ríos inmensos y profundos (visibles o secretos) movidos por las fuerzas azarosas de un destino ciego que esperaba ser seducido. Todo eso, le dijeron, estaba escrito en el Libro del Tiempo, y esa había sido la causa de su busca, de su larga aventura.
    La insenescencia del árbol universal e infinito es una bella pero vaga inmortalidad que no atañe a esa única hoja, a esa hora caída, pensó finalmente. Una eternidad impersonal, que no cura el corazón del hombre.
    Pero la ruinosa imagen de la torre muerta persistía ante sus ojos; increíble, pero inmutable, inapelable; y la leyenda escrita en sus apagadas ruinas lo laceraba profundamente... Permaneció mucho rato inmóvil, quizá horas, sin hablar, ante el pétreo cadáver de su más querido sueño; levemente inclinado, como una estatua herida.

    Entonces habló. Le habló al aire oscuro, a la sombría brisa de esa incipiente y extraña noche, sin mirar a nada, y mirándolo todo. Dijo cosas serias, graves, que le salieron de muy adentro. Y mientras hablaba, las lágrimas surcaban su viejo rostro de caminante, ese rostro ya con el dibujo triste de quien encuentra un vacío destino. Dijo que la leyenda grabada en la piedra de esa torre (que era la torre de sus sueños) era una enorme burla cósmica, una risa fría y espectral, tenebrosa, que escupía veneno sobre el alma. Dijo que ese epigrama destilaba una oscura música de lejanía y desprecio; que era una innoble y glacial afrenta, una daga del infierno, un grito ominoso lanzado a la imagen amarga de una ciudadela vacía y desolada; al espejo roto de lo que otrora fue una torre mágica y brillante; a la casi inánime figura de un guardián que ya no tenía nada que guardar; y al corazón de un viajero, él mismo, que había perseguido sus sueños hasta más allá de muchos horizontes, sólo para hallar esta música vacía y extraña, esta inmensa rueda de eternidades y galaxias sin voz propia, sin un fondo reconocible y humano. 
    La noche callaba. Su silencio era atroz. En la ciudadela nada se movía; todas las sombras estaban quietas, como las piedras que las sustentaban. Sólo en el cielo se veía cómo las nubes seguían su curso, sin prestar atención a nada de lo de abajo, indiferentes, frías, oscuras, quizá envueltas en sus propios sueños viajeros de mares, montañas y vientos, pero también calladas. El viajero, evanescente, ya sin palabras ni sueños, ya sin el anhelo de ser amo de su tiempo, sin deseos, sin luz en la mirada, dio la espalda a la falaz Torre y comenzó a marcharse, lentamente, sin saber hacia dónde. Entonces, sólo un momento después de su primer paso, notó que otro movimiento acompañaba al suyo, que alguien más se movía en ese lapídeo mar de quietud y silencio. Pensó en el olvidado guardián, y volvió la cabeza...

    Le costó mucho dar crédito a sus ojos, al ver cómo una nube de brillante polvo envolvía al guardián mientras avanzaba, y éste se iba, poco a poco, transformando... Se deshacía la armadura como arena en el agua; y la que era una imponente y temible figura, a pesar de su cansado caminar, se mutaba en otra; grácil, sinuosa, aunque igual de alta. Según desaparecía el yelmo, pudo ver mechones plateados que emergían de las sombras. Y cuando, por fin, éste se disolvió del todo en el aire, la mirada torva que imaginó al principio resultó ser otra muy distinta...
    Tuvo que asir la rama de un árbol cercano, para no caer de rodillas. Tal era su asombro y la tensa emoción que lo embargaba. La nube de polvo se había disipado, en un último remolino, y la nueva imagen, etérea, nimbada con un suave fulgor, pero definida y real, se mostraba ante sus atónitos ojos. La deslumbrante Erynia, ese ser sin tiempo, con su melena argéntea y el fuego verdoso, esmeraldino, de su mágica mirada, se alzaba frente a él. 
    Le habló; su voz envolvente sonaba como una música lejana, edénica, que venía de otro mundo, pero era diáfana, cristalina. Le habló y dijo:
    
    —Aquí lo tienes, caminante, el Libro es tuyo; úsalo cuanto gustes. En él verás las infinitas ondas del tiempo, las eternas galerías cambiantes, el fluir incesante de las horas, de los días y las noches. Y podrás elegir lo que quieras, podrás quedarte donde desees y marcharte o no después. Eres libre para hacerlo; tienes el poder. Yo te lo concedo. Te he escuchado, caminante; sé de tus largos viajes, de tu lucha y tu busca sin fin; de cómo has perseguido incansable el destello de tus sueños. Ahora tienes la llave: abre las puertas, cruza los puentes de niebla entre lo posible y lo que no lo es. Encuentra el corazón de tus anhelos y abrázalo.  
    »¡Emprende el vuelo, caminante! El múltiple cielo de tus destinos te espera. Todos los brillos que imaginaste, todos los susurros y las azules luces de tus sueños te aguardan... 

    Después de estas palabras, la mágica Erynia desapareció en el interior de su Torre.
    Él se quedó allí, solo una vez más, sin saber qué hacer ni qué pensar ni a dónde ir. Aturdido aún por la mística aparición, desconcertado por el regalo que ya no esperaba. Había encontrado, por fin, la magia que tanto había buscado; su camino había llegado al final o, mejor dicho, al principio. Ahora era cuando empezaba la auténtica aventura. Pero... ¿dónde estaba el Libro del Tiempo?  
    Una leve música que parecía venír desde la lejana plaza le puso sobre aviso... Miró a su alrededor, y vio que todo había cambiado. Las casas tenían sus puertas abiertas; en las ventanas se veían luces; algunas gentes paseaban tranquilas y sonrientes por las calles, caminando o en vistosos y alegres carruajes. La música que ahora escuchaba era de danza...  Por fin, comprendió.  
    La propia Ciudadela era un plano del Libro del Tiempo. Quizá su centro, pensó, la dimensión principal (ya que allí estaba la Torre y la propia Erynia). Y si antes la veía desértica, vacía, polvorienta, era porque así era su propia mirada. Aunque no había sido capaz de reconocerlo, parecía que su cansancio de largos años infructuosos le había ido robando la luz, y había perdido la llave del asombro, la magia de poder ver los tesoros ocultos, que se difuminan tras las sombras. Pero ahora, todo eso había cambiado. Alzó la mirada y vio, por fin, a la Torre con su original color dorado, el de hacía siglos, el de siempre; y vio luces azules y esmeraldas que titilaban en su interior. Le gustó imaginar que, tal vez, dos de estas últimas eran los ojos de Erynia... Las lámparas del sueño estaban encendidas. 
    Después, con una inesperada sonrisa, se volvió hacia el interior de la Ciudadela, hacia la gran plaza. Quizá, tras tantos años envarados, se atreviese de nuevo a bailar...


Antonio Martín Bardán
(15 de septiembre, 2013)