Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 28 de marzo de 2010

El caminante




EL CAMINANTE (Der Wanderer)


A buen paso atraviesa la noche
un caminante.
Con él van
la alta montaña y el ondulado valle.
Hermosa está la noche.
El avanza, no se detiene,
y no sabe adónde su camino lleva.

De pronto canta un pájaro en la noche.
"¡Ay!, pájaro, ¿qué has hecho?
¿por qué entorpeces mi paso y mis sentidos
y escancias dulce aflicción
en mi oído, obligándome a detenerme
y escucharte?
¿Por qué me seduces con tu canto y tu saludo?"

Calla el buen pájaro y dice luego:
"No, caminante, no, no es a ti
a quien seduzco con mi canto --
Atraigo a una hembra lejana.
A ti, ¿qué te importa?
Si estoy solo, la noche no es hermosa --
A ti, ¿qué te importa? Tu sino es caminar
¡y nunca, nunca detenerte!
¿Por qué sigues ahí,
qué te han hecho mis trinos,
caminante?"

El buen pájaro calló y meditó:
"¿Qué le han hecho mis trinos?
¿Por qué sigue ahí
ese pobre, ese pobre caminante?"


Friedrich Nietzsche

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- del libro Poemas, Poesía Hiperión
- traducción de Txaro Santoro y Virginia Careaga
- Ediciones Peralta (Pamplona, 1979)
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En aquella época, cuando leí por primera vez este poema de Nietzsche (hace unos treinta años), escribí esta nota al margen:
"Es ésta esa sombra triste que oscurece a veces el rostro del caminante: la soledad, el frío del silencio, la nostalgia y el anhelo de un hogar, con ecos y sonrisas. Mas esto es lo que se paga por el camino, éste es el precio por cruzar el puente..."

Como decía Hesse, se trata del "camino difícil"...
Hoy, la verdad, no estoy muy seguro de que Nietzsche se refiriera a eso con su poema, aunque así me lo sigue pareciendo. Y esto es porque lo leí en un momento un tanto especial de mi vida, que así me hizo verlo, y la impresión continúa.
Seguir el camino es una elección, una decisión que nos pone al margen de las vías normales, que nos aparta de lo fácil, de la normalidad. El caminante siempre será un extraño y siempre estará en el borde, cruzando fronteras. Quizá porque lo lleva en su naturaleza.
Pero también es humano, y es muy comprensible que el canto de un pájaro en la noche le haga detenerse, porque el pájaro le habla, sin quererlo, de una belleza perdida, de una historia antigua, de cuando el caminante no estaba solo y las sonrisas y las voces amigas acompañaban sus horas.

El caminante debe aprender a seguir su camino, a poner su corazón en orden, a morder su soledad y tener ojos sólo para el horizonte...
Pero hay un consuelo para el solitario caminante: la luna y las estrellas le acompañan y, si sabe escuchar, oirá una música que le habla, entre la luz y la sombra.


Antonio Martín
(28 de marzo, 2010)



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- "Any other name"
- Thomas Newman

jueves, 18 de marzo de 2010

El halo de la lejanía




"En mi tranquila felicidad de ermitaño, aprendí la ciencia de leer en todas las cosas el halo de la lejanía, a no tocar nada bajo la luz fría y cruda de la cercanía, y a acariciarlo todo, como si todo fuera áureo, ligero, delicado; atenta y respetuosamente. Ningún tesoro, por preciado que sea, es tan ciertamente bello que no le puedan robar el brillo de su valor el hábito y la insensibilidad, ninguna vocación es tan notable, ningún poeta tan fecundo, ningún país tan bendito.
Por eso me parece un arte digno de ser envidiado el de otorgar a las cosas cercanas y habituales la devoción y el amor que gustosamente concedemos a las lejanas y apartadas bellezas. Sin menospreciar al sol mañanero y las estrellas eternas, podríamos conceder a las cosas más próximas y pequeñas un delicado aroma y un resplandor. Lo que se goza como si se estuviera invitado en casa de un extraño, sigue siendo preciado para nosotros y nos ennoblece."



Hermann Hesse
(Consideraciones)

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Es muy cierto lo que dice Hesse: hay una forma diferente de mirar a las cosas. Nos suele enamorar lo lejano, el horizonte, las estrellas, la luna, quizá algún sueño, pero sobre las cosas que nos rodean pasamos la mirada sólo por encima, sin prestar atención, sin darlas importancia. Son lo habitual y eso no nos interesa. Pero es un error, porque la magia existe tanto arriba como abajo.
Lo he dicho ya aquí muchas veces y de distintas maneras: hay otra forma de mirar, hay otra forma de sentir. Las cosas cotidianas, aparentemente anodinas, esperan que nos fijemos en ellas de esa otra forma. Las ventanas de la casa de enfrente, las calles con sus farolas, sus portales y esa gente que camina no nos dicen nada, porque no lo vemos; es algo tan cercano que no nos interesa. Y lo mismo ocurre con las cosas vulgares que nos rodean dentro de casa: no las miramos, luego no las vemos. Las consideramos como herramientas, utensilios o muebles, algo que no tiene que ver con nosotros de una forma directa, algo sin importancia. Pero sí miráramos de esa otra forma descubriríamos que todas las cosas tienen un brillo.
Cuando consigo mirar así, ya no vivo en un barrio de una ciudad, sino que me encuentro en medio del universo. El vuelo del gorrión o de la paloma forman otro dibujo en el aire, mi mesa no es un mueble inerte de cuatro tablas, sino un pequeño barco que navega por ríos y mares, y mi lámpara una estrella que ilumina el viaje.

Alejar lo cercano significa mirarlo desde lejos. Y eso nos da otra perspectiva de las cosas, una que nos permite descubrir lo que antes no veíamos, ese brillo oculto que poseen. Incluso con nosotros mismos podemos llevarnos sorpresas si sabemos mirarnos desde lejos...


Antonio H. Martín



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música: Mychael Danna

jueves, 11 de marzo de 2010

Un diamante en el barro del camino


Gudo fue el maestro del emperador de su época. Sin embargo, solía viajar solo como un mendigo errante. En cierta ocasión, yendo de camino hacia Edo (1), corazón político y cultural del sogunado, acertó a pasar por una pequeña aldea llamada Takenaka. Había empezado a anochecer y llovía copiosamente. Gudo estaba calado hasta los huesos. Sus sandalias de paja se habían deshecho. Al pasar entonces por una granja en las afueras del pueblo, reparó en la presencia de cuatro o cinco pares de sandalias que había en una ventana, y pensó que bien le vendría comprarse unas secas.
La propietaria de las sandalias, viendo cuán empapado estaba Gudo, le rogó que se quedara a pasar la noche en su casa. Este aceptó de buena gana, dándole las gracias. Entró y recitó un sutra ante el oratorio familiar. Hecho esto, la mujer le presentó a su madre y a sus hijos. Viendo lo afligidos que parecían estar todos, Gudo preguntó qué era lo que iba mal.

"Mi marido es un jugador y un borracho", le confesó la dueña de la casa. "Cuando la suerte lo acompaña y gana, bebe en abundancia y se vuelve agresivo. Cuando pierde, no duda en pedir dinero prestado. ¿Qué puedo hacer?".

"Yo ayudaré a tu marido", dijo Gudo. "Toma de momento este dinero y consígueme un galón de buen vino y algo para comer. Luego retírate a tu cuarto, que yo me quedaré aquí meditando frente al oratorio".

Cuando el hombre regresó a su casa, a medianoche, completamente borracho, bramó: "¡Eh, mujer, aquí estoy! ¿Tienes algo de comer para mí?".

"Yo tengo algo para ti", dijo Gudo en la penumbra. "La tempestad me sorprendió a medio camino, y tu mujer me invitó amablemente a pasar aquí la noche. He comprado a cambio algo de vino y pescado, así que puedes servirte cuanto quieras".

El hombre estaba encantado. Dio rápida cuenta del vino y se tumbó en el suelo, cayendo de inmediato en un profundo sueño. Gudo, en la postura de meditación (2), se sentó a su lado.
Por la mañana, al despertar, el marido había olvidado todo lo ocurrido la víspera. "¿Quién eres? ¿De dónde vienes?", preguntó a Gudo, que aún estaba meditando.

"Soy Gudo de Kyoto y voy camino de Edo", respondió el maestro zen.
Al hombre le invadió entonces un sentimiento de vergüenza enorme. No encontraba disculpas suficientes para el maestro de su emperador.
Gudo esbozó una sonrisa. "Todas las cosas en este mundo son perecederas", le dijo. "La vida es muy breve. Si sigues con el juego y la bebida, no te quedará tiempo apenas para hacer ninguna otra cosa, y serás además causa de sufrimiento para tu familia".
La consciencia del hombre despertó entonces, como si saliera de un largo sueño. "Tienes razón", declaró. "¿Cómo podré pagarte por esta maravillosa enseñanza? Permíteme que te acompañe cargando con tus cosas un corto trecho".
"Si así lo deseas", asintió Gudo.

Los dos hombres partieron. Después de haber recorrido un ri (3), Gudo dijo a su acompañante que regresase. "Sólo un par de ri más", suplicó éste. Y continuaron la marcha.
"Puedes volver ya", sugirió Gudo.
"Después de otros cuatro ri", contestó el hombre.
"Vuelve ya", dijo Gudo, una vez recorrida esta distancia.
"Pienso seguirte durante el resto de mi vida", declaró el hombre.


Los profesores de zen en el Japón moderno proceden directamente del linaje de un famoso maestro que fue el sucesor de Gudo. Su nombre era Mu-nan, el hombre que no volvió nunca.

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(1) La actual Tokyo.
(2) Za-zen o meditación con las piernas cruzadas. En chino se conoce por tso-ch'an (de tso, "sentarse", y ch'an, del sánscrito dhyana, "meditación").
(3) Ri: antigua medida japonesa de longitud, equivalente a 3,92 km.
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- libro: "Carne de Zen - Huesos de Zen"
- trad.: Ramón Melcón López-Mingo
- (Editorial Swan - Madrid, 1979)
- imagen: "Death Valley National Park"
- (www.flickr.com/photos/simonsun08)

martes, 2 de marzo de 2010

La mirada del sueño



Que la vida es un camino lo sabemos todos, pero hay diferentes formas de ver, de sentir y pensar ese camino, distintos modos de vivirlo... Yo ahora reconozco dos: la del mundo y la del sueño.
Cuando mi mirada encaja en la primera, en la del mundo, la verdad es que no veo gran cosa, más allá de una cotidianidad vulgar y anodina que no va a ninguna parte. Sé que detrás de un amanecer hay un día, con su mañana y su tarde, con sus horas, lentas o veloces, cortas o largas, en las que encontraré las mismas esquinas de piedra de ayer y me cruzaré con parecidas sombras. Y luego, durante la noche, cuando los pensamientos se alargan, se ahondan y quieren ver más allá de la rutina, sigue pasando lo mismo: dos más dos siguen siendo cuatro, una pared es una pared, una mesa es una mesa y después de las nueve vienen las diez... Es como una película que se repite. Y la sensación que te queda es como de vacío, como si nada tuviera sentido, como si todo fuera un laberinto absurdo. Miro mi cara en el espejo y me digo: ¿pero aún estás aquí?
La luna en el cielo nocturno, entre nubes y estrellas, es sólo un círculo iluminado que no dice nada, un simple satélite, una gran piedra redonda que cuelga de hilos invisibles que llaman gravedad, un desierto blanco que flota allí arriba, no se sabe para qué...
Y si me acerco a un libro, uno de esos tesoros que duermen en los estantes, sólo veo un objeto mudo con signos extraños que no sé qué quieren decirme. Leo, entiendo las palabras, las frases, la entonación, pero todo me parece la canción de un loco: ¿de qué me está hablando este hombre?...
Eso es porque la mirada del mundo es incapaz de percibir la música, porque sólo reconoce el ruido. La mirada del mundo ve la vida a cuadros, en facetas, suma y resta, multiplica y divide, y al final le salen siempre las cuentas, en positivo o en negativo, pero esas cuentas no le dicen nada, nada que merezca la pena. Y todo se siente como un remolino de detalles sin aliento, como un mosaico sin vida. La mirada del mundo es cuadrada, vacía, gris...

Pero, afortunadamente, está también la otra mirada, la del sueño. Algo que no siempre podemos escoger, pero que a veces viene a nosotros, como un pájaro de otro mundo que nos prestase sus ojos.
Y entonces vemos las cosas de otra manera... La Tierra no es una bola que da vueltas sin sentido en medio de la nada. Los días y las noches no están llenos de horas iguales, las esquinas no son sólo de piedra, también de miel y almendras, y las puertas cerradas se abren con sólo tocarlas, porque tenemos una llave invisible que reconocen.
Entonces podemos estar sentados o caminando y a cada paso o a cada latido escuchar una música interior, secreta, que nos habla y emociona. La música del sueño. Y cualquier horizonte o cualquier calle es un umbral abierto que nos llama.
La Luna no es ningún círculo iluminado y lejano, sino una amiga que brilla con luz propia, escucha nuestras historias y nos cuenta sus secretos. Una amiga blanca que a veces nos sonríe.

Cuando con esta mirada abrimos uno de nuestros libros, esos pequeños tesoros de papel y rosas, ya no vemos letras extrañas, sino violines que danzan, nubes serenas, bosques y montañas, ríos y valles, y todo, todo nos parece posible, porque escuchamos la voz de quien lo escribió y sentimos cercana su presencia, la presencia mágica del amigo. Las horas se transforman en oro, en ese oro que hay al final del arco iris.
Y los puentes bailan con la brisa.

Cualquiera me podría decir que todo esto que digo es mentira, pero... soy un soñador, y esta es mi mirada.


Antonio Martín
(2 de marzo, 2010)