«Lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma.»
C. G. Jung
Esta es una de esas frases célebres de Jung, que circulan por ahí como algo emblemático de su pensamiento, como un adagio o sentencia, de esas que dan la impresión de estar como esculpidas en la memoria del aire. No tengo ni idea de en qué contexto escribió Jung esa frase, pero sin duda son palabras que dan que pensar. Y me voy a atrever, en esta fresca noche de tormenta, a hacer mi personal interpretación de las mismas.
¿Por qué si niego algo, me somete? ¿Y por qué si lo acepto me transforma? Conociendo un poco de Jung, imagino que se refería a la, en ocasiones, difícil relación con el mundo y a la naturaleza intrínseca del ser humano. En esa problemática sitúo la frase.
Cuando negamos una evidencia de la sociedad en que vivimos —algo que además es abundante y no puedes evitar, te ocultes donde te ocultes—, esa evidencia se convierte en una negatividad que te persigue, vayas donde vayas, en una sombra que termina siendo como una prisión ineludible, es decir, algo que te presiona como una losa, aunque no quieras, y que te somete con su dureza y su peso, con su oscuridad. Lo que resta, considerablemente, libertad y alegría a la propia vida.
El simple hecho de negarla —siendo, como es, poderosa e inevitable— nos coloca en una situación de indefensión y en el incómodo e ingrato papel de víctimas frente a su presencia. Es un asunto de relación de fuerzas, una tensión en la que siempre salimos perdiendo, quedando sometidos a algo cuyo poder nos sobrepasa en gran medida, que es inamovible e inabordable y no podemos modificar.
Pero, sin embargo, si aceptamos esa evidencia, ésta pasa de ser una losa a convertirse en un camino. Una senda por la que podemos andar. Con la aceptación de aquello que rechazábamos porque no nos gustaba, porque nos hacía daño, eso mismo cambia de color y de textura y adquiere una materialidad diferente, más porosa y maleable, más líquida, algo así como el barro del alfarero que se deja moldear por nuestras manos, en lo que sería como una especie de proceso alquímico.
No estoy hablando en absoluto de resignación, ni del estoicismo de Zenón o de Séneca (eso son otras historias). No se trata de inclinarse ante la evidencia, de doblegarse ante un poder mayor, de rendirse tristemente ante la inexpugnable muralla. No, no es eso.
«¡Qué le vamos a hacer!», «¡Esto es lo que hay!», «No tiene remedio»... Ese tipo de expresiones no tiene nada que ver con lo que estoy diciendo. Ni se trata tampoco, como apuntaba, de sofocar la pasión estoicamente y llegar a una clase de apatía virtuosa en que la dureza de la realidad ya no nos afecte (algo que puede sonar como a meterse en una burbuja de insensibilidad).
Se trata únicamente de aceptar la situación, la evidencia empírica e inevitable. Y aceptar es abrir los brazos y la mente, aceptar es querer esa realidad y fundirse con ella. De alguna manera, conquistar la muralla, traspasarla...
Como casi siempre, mi pensamiento parece tender hacia cierto vago orientalismo, o hacia una clase de concepto poético que se ve como difuso y quizá no se entienda bien. Posiblemente porque no soy lo bastante diestro en explicar estos temas. Pero así es como lo veo. Y a eso es a lo que creo que se refería Jung con lo de la transformación que surge de la aceptación. Recordemos que la psicología de Jung encontró su referente histórico precisamente en la vieja ciencia de la alquimia, y asimismo se nutrió de la interpretación de antiguas mitologías, de donde me parece que surgen sus originales conceptos de los arquetipos y del inconsciente universal.
En mi humilde caso, la cuestión viene dada simplemente mediante lo que me gusta denominar como «magia», un lenguaje secreto que evidentemente desconozco, pero del cual tengo alguna aproximación, aunque ésta sea meramente intuitiva. De ahí que prefiera interpretar las cosas de una cierta manera, aparentemente irracional, y no de otra que esté más acorde con la lógica al uso.
Según lo escrito, he estado hablando de negar o aceptar una misma cosa, de acercarse de una u otra forma a una misma cuestión, de dejarse aprisionar y someter por un muro o conquistarlo. Y además me he referido a algo en abstracto cuya dimensión y fuerza nos supera con creces. Pero que cada uno ponga las concreciones y dimensiones que le interesen personalmente.
Podemos, por otro lado, observar esa frase de Jung como atinente a dos cosas distintas. En este otro caso se trataría, pues, de intentar un equilibrio de fuerzas, entre lo que negamos y lo que aceptamos. Evidentemente, lo primero nos somete y lo segundo nos transforma. En el sentido de que lo negado constituye un poder contrario con el que siempre hemos de luchar, o al menos mantener apartado, que es otro modo de lucha, una resistencia, una permanente oposición. Y lo que aceptamos es un poder favorable que nos transforma positivamente porque nos da energía, o nos ayuda a encauzar la ya existente. Pero me inclino más a la primera interpretación.
Y se me ocurre ahora, para ilustrar más el tema, mientras sigo oyendo los truenos y viendo cómo los relámpagos encienden el incipiente crepúsculo, que Jung se refiriese, por ejemplo, tácitamente, al tema de la muerte... En ese caso, sería enteramente aplicable lo que he escrito al principio. Está claro que es muy diferente afrontar el hecho ineludible de la muerte desde la perspectiva de la negación o desde la de la aceptación. Los resultados psíquicos y fácticos son muy distintos. Y, por supuesto, abogo por la segunda opción. Aceptar la muerte —en el sentido que he mencionado—, significa, de algún modo, liberarse de ella, de su presión, de su amenaza. Es convertir su sombra en algo natural. No se trata de quererla, en el aspecto de desearla, sino de conquistar su ominosidad y traspasar ese nimbo negativo con que solemos rodearla. Eso, sin duda, nos transforma positivamente. Negarla, en cambio, nos sume en un estado desapacible, como de zozobra, que nos impide caminar libremente y puede, incluso, ensombrecer nuestra existencia hasta el punto de que no seamos capaces de encontrar un sentido a la misma vida.
Por cierto, mientras me desperezo alzando los brazos hacia el cielo del Este, que es donde veo dibujarse aún los rayos como látigos de luz, como trazos rabiosos de fuego blanco, no puedo evitar exclamar en voz baja: «¡Viva la tormenta y la madre que la engendró!». Que seguramente es la misma madre o la misma fuente de la que nacen todos los locos bebedores de estrellas, los lunáticos, los soñadores y caminantes del atardecer. Esos que se aventuran a cruzar las fronteras y a explorar los desconocidos senderos de lo enigmático y lo numinoso, que transitan atentos y asombrados por los sinuosos y brillantes caminos del país de la magia y del misterio.
Y con esto termina, ya es hora, mi personal y torpe interpretación de las palabras del maestro Jung.
Mía es la puerta; la casa me espera. Tengo la llave y soy quien ha de cruzar el umbral... No quiero conquistar a nadie, excepto a mí mismo. Si me conquisto, me poseo. Si me poseo, me vivo. Y si me vivo, es que soy consciente. Es todo cuanto deseo y necesito. A eso vine; por eso me voy.
Antonio H. Martín
(25 de julio, 2014)
Evidente, pero inconveniente para vendedor@s de humo.
ResponderEliminarHola, MJ.
ResponderEliminarEntiendo que estás de acuerdo con la exposición, pero no sé bien a qué te refieres con lo de "vendedores de humo"... ¿Quizá a los que ponen frases más o menos lapidarias, como esa de Jung, con bonitas fotografías de paisajes y luego las difunden a los cuatro vientos?
Un saludo.
Un gusto volver a tu Cuaderno, Antonio.
ResponderEliminarLlevo tiempo ausente de estos medios, pero leer tus cosas me agrada siempre. Este escrito tuyo me remite a las enseñanzas de una antigua maestra hindú. Creo que ya te la comenté alguna vez: "La vida no es como quisiéramos que fuera; ni siquiera es como debería de ser. La vida es como es, y así es como hay que tomarla".
Un beso
Y un gusto para mí que vuelvas, amiga.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con la maestra hindú que mencionas, pero sólo en parte... Defiendo en este texto la aceptación de la evidencia, pero en esa transformación posterior no sólo aceptamos y cambiamos, sino que además existe la posibilidad de transformar, de alguna forma, la realidad. Es lo que siempre he conocido como "magia". Decía Jung que el inconsciente también es sensible a los avances de la consciencia. No lo explico bien, pero quiero decir que la vida es, efectivamente, como es y no de otra manera, pero asimismo es susceptible de cambio. Incluso hay quienes consideran que esa es precisamente su naturaleza: el cambio.
No somos dioses para poder cambiar la vida, pero ésta tiene unos oídos y unos ojos muy finos. Todo lo ve y lo escucha. Es decir, se ve y escucha a sí misma, y ahí estamos nosotros, mínimos elementos de su presente y su devenir.
Besos, amiga.