Cuaderno Nocturno


Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 8 de junio de 2018

Un largo paréntesis






     
    Por si alguien se pasa aún por este cuaderno, aparentemente abandonado, y se extraña por tantos meses de silencio, diré que es que, siguiendo el mismo rumbo que tomó el protagonista de mi última historia (que publiqué aquí en junio del año pasado), yo también me he embarcado en esa búsqueda del "País de las Maravillas"... Y no se trata de una aventura a ciegas, porque sé que ese país existe. Lo sé porque lo visité muchas veces en el pasado.  

    He llegado a ser más viejo que mi abuelo, Isidro Gómez Bardán, que en paz descanse y que buen viaje tenga por esos caminos del infinito.  Más viejo que mi abuelo, sí, y me sorprende poder decirlo. Pero no he conseguido tener ni la sombra de su presencia en el mundo. Cuando murió yo tenía unos nueve años y me quedó grabada su imagen de un hombre sabio y fuerte. Sin embargo, yo, más viejo en edad, ni soy sabio ni soy fuerte. O quizá sí, pero de una manera cuyo sentido todavía se me escapa, porque no he asumido aún la perspectiva que corresponde a atisbar otros rincones...
    Quizá ingenuamente, pienso que al igual que una partícula puede comportarse en ciertos momentos como una onda, dependiendo del método de observación (según demuestran los experimentos de la física cuántica), es casi seguro que la realidad cotidiana es susceptible de ser vista y vivida de forma diferente. Y descubrir ese país de las maravillas depende asimismo de un cambio en la forma de mirar. Se trata del viejo tema del modo de visión, del ángulo de la percepción. Y tiene que ver, por supuesto, con lo que hace tiempo solía definir como la mirada del sueño, en contraposición a la mirada del mundo. 

    Y cuento ahora que, buscando durante meses ese país de las maravillas, me encontré con varias ciudades... Pasé rozando, por ejemplo, la ciudad del Olvido, pero no llegué a entrar. Había ciertos recuerdos que no quería perder. Me detuve tan sólo unos segundos ante la gran puerta de un verde desvaído de esa aparentemente tranquila urbe, dudando, con deseos de cruzarla...  Pero al fin pasé de largo y seguí mi camino. Quise conservar la memoria de aquello que aún estimaba como valioso.

    Más tarde, me encontré con la ciudad de la Idiotez, y ahí sí que entré. Porque quería confirmar mis sospechas... Y mis sospechas fueron confirmadas. En ese lugar la población había crecido muchísimo desde la última vez que la había visitado, tanto que casi rebosaba sus fronteras, amenazando con conquistar e invadir a otras ciudades aledañas. Me paseé durante varias horas por sus atestadas calles, llenas de gente, y en todas partes ví lo mismo: a gente idiota que sólo hacía y decía idioteces. Me paré en algunas calles, en bares y plazas, y escuché las conversaciones de los grupos que allí había... Siempre era lo mismo: idioteces. Una tras otra, sin descanso, casi sin respirar, y casi siempre entre carcajadas sin sentido, risas estridentes que parecían insultar al mismo aire. Mientras sus pequeños hijos (los niños que un escritor calificó hace poco de "idolillos") bailaban frenéticos alrededor de la hoguera familiar, brincando y gritando.

    Me asomé también a la ciudad del Vacío, y crucé sus grisáceas puertas. Me atreví a hacerlo porque sentía cierta curiosidad. Pero después de caminar durante casi una hora por sus calles medio desiertas, algo me impulsó a marcharme. Empezaba a sentir que no sentía nada..., como si mi ser se deshiciera a cada paso. No era aquello el místico vacío búdico, no era el Nirvana... Tan sólo me crucé con algunas figuras difusas que parecían fantasmas, de pasos lentos y gestos mortecinos, que miraban sin ver, sin ningún brillo en los ojos. Y había en toda la ciudad como una neblina gris que olía a silencio, pero un silencio mustio, aburrido, opaco, un silencio aterradoramente vacío...

    En la ciudad de la Incertidumbre, barroca y extraña, caótica, llegué a marearme. Dudaba en cada cruce , sin saber qué dirección tomar, lo que me hacía sentirme confuso y como perdido. Tanto que hasta llegué a dudar de mi propio nombre, de cuál era mi origen y dónde estaba mi casa. Menos mal que acerté a encontrar la puerta de salida...
    Y pasé muy cerca también de la ciudad de los Errores, e incluso llegué a pisar varios charcos de fango junto a sus murallas, que luego supe que formaban como una senda que llevaba directamente a la ciudad del Vacío.

    Por último, pasé por la ciudad de Nunca Jamás (ese nombre ponía en un gran rótulo sobre su puerta coloreada) y estuve allí al menos un par de horas... Su interior estaba construido a semejanza de la isla fantástica del cuento, pero... No pienso volver a esa ciudad nunca jamás. Allí no estaban ni Peter Pan ni Wendy, ni Campanilla, ni los niños perdidos, ni los indios ni las sirenas. Ni siquiera ví al Capitán Garfio y su barco pirata, lo que hubiera tenido cierto interés... Lo único que ví fueron largos pasillos llenos de espejos, que en conjunto configuraban oscilaciones de la realidad, espejismos deformantes, como ilusiones de feria. Luces rutilantes que sólo iluminaban decorados de cartón piedra. Grandes tapices, paneles de teatro, de esos que suben y bajan según la escena de la obra. Y muchas figuras disfrazadas, como de carnaval, con ademanes afectados y máscaras de payaso, que para nada hacían reír...
    Así que sin hadas ni duendes ni aventuras, noté que aquello era un lugar falso, y decidí marcharme. No era éste, en absoluto, el País de las Maravillas que andaba buscando.     

    Y se me olvidaba decir que me encontré asimismo con varias "interfieras" por el camino... Que no son bichos o virus de internet, no, sino molestos animales humanoides, que por su carácter guardan cierto parecido con las moscas, pero de mayor tamaño y vestidos con traje y corbata, o similar, que continuamente te preguntan, te comentan, te aconsejan y te sueltan su "erudito" discurso, que varía según el momento y los vinos, cervezas o licores que se hayan tomado. Entidades que quieren interferir en todo cuanto uno hace o piensa, intentando anularlo o volverlo del revés.
    A éstos nunca les hablé de mi búsqueda del País de las Maravillas, más que nada por evitar oír su risa hueca y por no ver la burla en sus ojos grises.         
    
         
    
    En cuanto al País de las Maravillas, no se trata sólo de encontrar un lugar fantástico más allá de las fronteras de la realidad, aun cuando ese lugar exista en alguna parte. Sino también de ver las maravillas que hay en esta misma realidad, de saber distinguir su luz entre el pantano de sombras de la vulgaridad cotidiana. Sé que no es fácil... Cuando hace cuarenta años solía usar la mirada del sueño en lugar de la del mundo, esas maravillas me asaltaban casi a cada paso. La magia de la vida me sonreía desde cualquier rincón, por oscuro que éste fuera. No había problema entonces, la oscuridad aún no había hecho mella en mi mente. Entre mí y esa esfera azul, de lunas y estrellas, de amables susurros y melodías, de besos aéreos y brillantes sonrisas, no había la distancia que hay ahora. Quizá esto se deba a la diferencia entre juventud y vejez... No lo sé.    
    Por otra parte, quizá el País de las Maravillas no sea sino esa dimensión, normalmente invisible, que tenemos casi siempre delante de los ojos, pero que no somos capaces de percibir, por culpa del velo... Esa gruesa y tupida cortina creada por una excesiva atención a lo que entendemos como mundo. Encontrar, pues, ese País pasaría por colarse entre las finas ranuras de la tela, entre las fisuras que hay en la malla de este mundo oscuro y absurdo. No sería esto, propiamente, como "descorrer el velo", pero sí atisbar lo que hay al otro lado.

    He de reconocer, sin embargo, que después de tantos meses de búsqueda sigo sin encontrar ese país maravilloso, esa tierra feraz que conocí de niño y en la juventud. Pero, en cambio, sí he logrado hallar otro país, mucho más sencillo, el de las Pequeñas Alegrías... Está conformado por cosas mínimas, brillos diminutos, detalles amables y suaves rincones con luz que fácilmente pueden pasar inadvertidos a una mirada normal, pero que cuando se perciben con claridad le recuerdan a uno el placer de vivir. Y a este último país vuelvo de visita siempre que puedo. Cada vez con más frecuencia. Me agrada tanto que cualquier día me quedo allí a vivir para siempre.    
    
    Ya sé que hay quienes después de perder el tren, por distracción o por no llegar a tiempo ese día y a esa hora, se quedan esperando en la estación al próximo tren. Lo cual, en principio, parece lógico. Pero muchos esperan ese tren, que no termina de llegar, durante el resto de su vida. Y es porque no saben que ya no hay más trenes. No saben que esa línea ferroviaria en concreto, la suya, ha sido suspendida... Por ello, no quiero engañarme sobre esto. Ya no espero ningún tren. Lo que haya de encontrar, sea lo que sea, ocurrirá mientras camino.


    Como complemento, y en compensación por este largo paréntesis de silencio, voy a añadir aquí un escrito de hace cinco años, que titulé "La voz y los ecos". Y lo hago porque lo que expreso en él no ha perdido vigencia. Entre las interminables galerías de luces y sombras, entre búsquedas y desencuentros, entre fulgores y agujeros negros, hay cosas, ciertas buenas cosas, que permanecen. Quizá por siempre. 

    Tal como decía mi amigo August Pausel: "Cuando uno cruza la frontera de sombra, más allá de la cual sólo hay extrañeza, y llega el triste momento en que ya no encuentras a nadie a quien ofrecer tu amabilidad, tu afecto o tu cariño, piensa que, en última instancia, siempre queda alguien... Y ese alguien eres tú mismo."  



Antonio Martín Bardán
(8 de junio, 2018)


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"LA VOZ Y LOS ECOS"



        No amé al mundo, ni el mundo me quiso a mí.
        No adulé sus jerarquías, ni incliné
        paciente rodilla a sus idolatrías.
        No he forzado sonrisas en mis mejillas, ni gritado 
        adorando un eco; entre la multitud
        no me contaron como uno más.
        Estaba con ellos, pero no era de ellos.
        Estuve y estaré solo, recordado u olvidado.

        Lord Byron

        (Childe Harold, canto III)


    Estos versos del apasionado y altivo Byron me hacen pensar en mi propia relación con el mundo. Y lo primero que me viene a la mente es ese simple consejo que me dí a mí mismo una noche cuando joven, según venía de pasar otra interminable y agotadora jornada en el cuartel, en el periodo del servicio militar: que la cuestión principal era una lucha entre el mundo y la vida, y que debía emplear todas mis fuerzas en ganar esa lucha. Por "mundo", claro está, me refería a la sociedad en que vivía, a sus formas y a sus normas, a sus limitaciones e imposturas, y por "vida" entendía en aquel momento la esfera de mis sentimientos, mi relación personal e íntima con la existencia. Por supuesto, me resultaba fácil entonces identificar esos sentimientos con la realidad, porque me veía aún a mí mismo como un ser que no estaba contaminado. Es decir, creía que lo mío era lo auténtico, que lo real tenía mucho que ver con el "sentido poético" y entusiasta con que miraba las cosas; mientras que el mundo no era sino un entramado falso y extraño que maquinaba sus visiones fuera de la vida, engendrando un ambiente frío, estúpido y sin alma.    
    Más tarde, como suele pasarles a todos los jóvenes, aquel soñador tuvo que pasar por diversas etapas de forzosa adaptación, y vivir —en contra de su voluntad la mayor parte de las veces— distintas y complejas mixturas de experiencia social. Lo que me expuso a extrañas influencias y empezó a enturbiar la clara imagen que tenía de mí mismo y mi esfera sentimental. Y, sobre todo, comenzó a socavar la certeza de que mi visión de la vida era la única válida. En otras palabras, el mundo traspasó mis barreras emocionales y de pensamiento y generó en mi interior un considerable caos, antes desconocido. Fue la época de las crisis de identidad, del sentirse vulnerable, de empezar a no reconocer la propia imagen en el espejo. Y llegué a sentirme como un intruso en mi propia casa... Esta situación tenía una consecuencia grave: que ya no podía vencer en aquella lucha, porque ya no estaban tan definidos los objetivos y las fuerzas se disipaban, no lograban concentrarse en una dirección nítida y concreta.
    Mucho tiempo pasé entre esas brumas; tiempo perdido en que alcanzé el dudoso y ambiguo perfil de sombra. Pero tuve que pasar por ello, con lo que eso conllevaba de problemas y tristezas varias, para, después de unos años, poder reencontrar la antigua figura. Fue difícil y duro el trayecto, pero poco a poco las cosas volvieron a su sitio. Y, aunque ya sin la simpleza de antaño, la imagen del mundo y la mía propia se recolocaron en el lugar correcto. Con definiciones más complejas, con la intervención de nuevos puentes y la presencia de inesperadas galerías, pero la vieja lucha regresó con claridad a mi mente y a mi vida. Las dudas se disolvieron y volví a hallar el camino bajo mis pies.  
    Sin embargo, los matices eran otros, y ya no veía a aquello exactamente como una lucha. Sino, más bien, como una especie de complicada danza entre una esfera y otra, como una contienda pacífica en la que los contrarios podían a veces incluso interrelacionarse sin que saltaran chispas ni corriera la sangre. Digamos que la guerra era ya muy vieja, los enemigos se conocían sobradamente y no ponían demasiados obstáculos a la hora de compartir lugares y tiempos. Aunque, eso sí, siempre, al final de cada jornada, cada uno debía volver a sus cuarteles, dejando así al otro respirar tranquilo, descansar y entretenerse gozosamente con sus propios y particulares sueños y espacios.

    Tampoco yo he conseguido —como Childe Harold— amar al mundo, ni creo que el mundo me quiera. Pero a estas alturas, desde la soledad de estas estancias, no me rasgo ya las vestiduras por ello. Es algo asumido que no puede hacerme daño. El mundo está en su sitio, como siempre, y yo en el mío. Nos encontramos a diario, pero no nos molestamos demasiado, no hasta el punto de la beligerancia. Nos saludamos levantando el sombrero o la mano educadamente, como buenos enemigos, cruzando en ocasiones algunas palabras, y aunque haya también a veces miradas que rozan el desprecio o la indiferencia, cada uno sigue su camino sin más historias. Para mí sigue estando muy claro de dónde viene la voz y de dónde los ecos...     


Antonio H. Martín
(1 de mayo, 2013)



 

     


sábado, 17 de junio de 2017

El país de las maravillas




    Arturo Melgar desapareció hace algunos años de nuestro ambiente de amigos. Dos o tres, quizá cuatro; no recuerdo bien. Y no puedo saber si ha muerto o sigue aún vivo. Sólo puedo decir que se esfumó de nuestro entorno habitual, en el que nos reuníamos con frecuencia, en distintos lugares, y que hace mucho tiempo que no se sabe nada de él. La última noche que recuerdo nos vimos en la tertulia de un café, puede que en Salamanca. De este dato tampoco estoy del todo seguro, porque mi memoria está algo difusa al respecto. En aquellos días yo andaba pendiente de otras cosas, más personales, de otra índole, y no prestaba mucha atención a esos detalles. Simplemente estaba allí, disfrutaba de los momentos, de la buena compañía, pero sin anotar mentalmente los pormenores de esos encuentros. Cuando una corriente más fuerte te atrae o te ocupa, el apercibimiento de lo demás, de lo otro, pierde fuerza y queda difuminado.
    Pero, aún así, recuerdo bien a Arturo. Era buen conversador, afable y culto, empático. Sabía escuchar, y solía encontrar la manera de introducir, en el momento apropiado, un comentario acertado e incluso chispeante en cualquier tema que estuviésemos debatiendo, ya fuera de política, filosófico o de astronomía. 
    Como he dicho, no puedo saber por qué se fue. Sin despedirse, sin decir nada, ni siquiera dejando una breve nota. Quizá Arturo emprendió un viaje lejano, y aún sigue en él, por motivos que desconozco. O tal vez algo se lo llevó...

    El caso es que hace poco, tan sólo unas semanas, otro amigo del círculo, el bueno de Sergio Gómez, encontró (digamos que por casualidad), en un hotel de Segovia en el que se había hospedado Arturo pocos meses atrás, un cuadernillo que le perteneció. Había alquilado allí Sergio una habitación para unos días, por una visita de negocios, y sucedió la extraña suerte de que el encargado del hotel le recordó nada más verle, al igual que también recordaba al amigo Arturo... Este encargado y recepcionista del pequeño hotel provinciano, quizás el dueño, de cuyo nombre no me acuerdo, había participado algunas veces en nuestras tertulias, aunque sólo como espectador. Pero con un evidente interés que se le notaba en la mirada. Detalle que sí recuerdo, porque le observé y me extrañaba que nos acompañara en esas tertulias, que llegaban a veces hasta la madrugada, sin decir nada, sin quejarse, pero siempre atento a todo lo que allí se decía. 
    Pero, bueno, cosas de la vida, el asunto es que cuando Arturo se marchó de allí dejó algunas cosas personales. No sé si por distracción o por prisa. Nada importante: objetos de aseo, una camisa, un par de zapatos, un sombrero y... un cuadernillo de notas. 
    Y en este cuadernillo, esta pequeña libreta, que ha llegado a mis manos gracias al amigo Sergio, me encontré anoche con unas líneas que me gustaron. En ellas escribió Arturo sobre lo que él denominaba "El país de las maravillas". Y esas líneas son las que voy a transcribir ahora.


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    El país de las maravillas existe, ¡ya lo creo que existe! Pero no está oculto en una mágica región subterránea o de otra dimensión, a la que se accede tras bajar por un profundo pozo, mientras se persigue a un fabuloso conejo blanco con reloj, como en el cuento de Carroll. 
    El país de las maravillas se descubre viendo a este mundo de un modo diferente; poniendo una especial actitud del corazón en la mirada.
    No estoy hablando de utopías. No doy a entender que el mundo es susceptible de cambiar sólo con que sus habitantes cambien el tono de su voz y su mirada. Pero, quizá sí sea posible introducir un matiz que, poco a poco, lo vaya mejorando. Eso hablando en general. En lo personal, hoy puede uno mismo encontrar en su entorno ese País de las Maravillas...

    No tengo ya edad para jugar con conceptos ilusorios, del orden de los que solíamos rozar en la juventud, un poco fantaseando. Necesito realidades concretas y tangibles, que pueda palpar y experimentar ahora mismo. Y de lo que hablo ahora tiene que ver con esto último, a pesar de que pueda parecer lo contrario.
    Las maravillas a que me refiero no son fantasías de cuento, sino una forma distinta de percibir la realidad. No es un intento de "dorar la píldora", sino el acto, casi mágico, de mirar de otro modo, poniéndo énfasis en detalles que normalmente nos pasan desapercibidos.

    No sabemos si la "veladura" que uno puede poner sobre las cosas con esa particular mirada es un engaño o un descubrimiento. Pero en todo caso lo que está claro es que nos ayudará a vivir un poco mejor.   
    Pero, ¿es el mundo transformable, en alguna medida, según nuestra actitud y voluntad? No sé casi nada de física cuántica ni de misticismos milenarios. Y si algo sabía, lo he olvidado. Aún así, resulta sorprendente observar cuántas diferentes visiones del mundo coexisten en el mismo mundo. El mundo es el que es, lo veas como lo veas y pienses lo que pienses. Todas esas visiones son sólo subjetivas. Pero llegamos aquí a la orilla del océano, por el que navega ese barco inquisitivo en cuyo casco está escrita esta antigua pregunta: "¿Qué es la realidad?"

    El país de las maravillas está justo detrás del muro, sólo unos pocos metros más adentro de la conciencia. Detrás de ese muro mental que el espíritu del mundo erige ante nuestros ojos, para condicionar nuestra visión y, consiguientemente, enclaustrar nuestro vivir. 

    He visto documentales, supuestamente de origen gnóstico, que aseguran que este planeta Tierra es en realidad el infierno. Hasta Aldous Huxley escribió en una ocasión que la Tierra es el infierno de otro mundo... Puede que tengan su parte de razón, visto el "desarrollo" histórico de la humanidad a lo largo de los siglos. Pero, aún así, me reafirmo en mi idea de que también aquí está el País de las Maravillas.

    "... Pero por mucho que afines tu mirada hacia la maravilla y lo positivo y luminoso, si te encuentras de noche con una hambrienta manada de lobos, de nada te va a servir..."

    ¿Quién dice eso? ¿Es acaso cierto?... ¿Quién me asegura que, sabiendo mirar, acertando en la diana del centro del universo, no pueda hacerme amigo de esos lobos, y, fuera de conflictos, de hambres, deseos y luchas, pasear con ellos bajo la luz de la luna?... 


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    Decía antes que quizá a Arturo algo se lo llevó... Pero, después de leer las olvidadas notas de su vieja libreta (aparte de si hubiera o no una incipiente locura), pienso que ese algo no fue ninguna pena, sino una alegría. 
    Una que se le mezcló con el agua lunar de algún buen sueño.



Antonio H. Martín
(17 de junio, 2017)





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música: Here's to Life - Laura Simó y Pedro Ruy-Blas

martes, 31 de enero de 2017

En el centro de la diana




    Son unas pocas frases que he ido encontrando en la prensa, en estas últimas semanas, hojeando periódicos y revistas. Frases que dan en el centro de la diana, de sus respectivas dianas. Y las cito aquí porque me han llamado la atención, a uno u otro nivel, como si tocaran algo que tiene que ver con mi propia interioridad. No es que esto de la interioridad sea interesante para nadie, excepto para uno mismo, pero creo que las frases tienen valor por sí mismas y puede que hablen a otras muchas interioridades aparte de la mía.
    Por supuesto que cada una de ellas se merece un comentario personal. Porque a pesar de que parece sobrevolarlas un cierto aire de pesimismo (esa roca oscura que siempre rueda hacia abajo), también veo luces en su fondo. Quizá lo haga, si llega el momento apropiado. 
    Se me ha ocurrido comenzar así este nuevo año, después de dos meses de silencio en este cuaderno, con estas citas encontradas al azar (esa cosa en la que no creo). Aunque sólo sea para calentar motores. Porque siento que este caminante aún tiene algunas cosas que decir.


Antonio H. Martín
(31 de enero, 2017)


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    «Como huérfano uno aprende a ser autosuficiente. Uno se hace freelance desde los cuatro o cinco años. Trataba a los demás como si también lo fuesen, y creo que eso lo sigo haciendo. Más de la mitad de las estrellas del universo son huérfanas, no pertenecen a constelación alguna y arrojan más luz que todas las estrellas de constelación.»

    «El silencio no miente.»


John Berger 

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    «No quiero que nadie sea yo mismo.
Sólo yo soy capaz de soportarme.
Para saber tanto, para observar tanto
y para decir nada: nada acerca de nada.»


Robert Walser

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    «La desilusión no es nada malo. Si hay desilusión es que ha habido ilusión, y nunca es demasiado temprano para disipar una ilusión.»

    «A menudo me siento tentado por concluir que, en el plano intelectual, no ha sucedido nada desde 1860. Es irritante vivir en una época de mediocres, sobre todo cuando uno se siente incapaz de subir el nivel.»

    «... Quedarse tranquilo en un rincón, esperando el envejecimiento y la muerte, que terminarán solucionando el asunto.»


Michel Houellebecq

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    «Casi sesenta años caminando por este mundo, y aún no me he enterado bien de qué va... ¿Seré un idiota disfrazado? ¿O es que la esencia del mundo es, precisamente, la idiotez, y por eso no he conseguido hallar su significado, simplemente porque no lo tiene? 
    Menos mal que uno conserva aún el asidero de la vida y a veces puede seguir abrazando algún sueño.»
   

A. Martín Bardán

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jueves, 24 de noviembre de 2016

Alegres amigos...




PARA LOS ALEGRES


    «Con gusto os veo: os he tenido afecto
a vosotros, que, en tantas ocasiones,
me aliviasteis con un saludo amable,
me disteis bondadoso y leal trato
y la franca alegría del artista,
y sus rasgos de ingenio me brindasteis.
Lejos estoy ahora de vuestra amena tierra,
hermosa y placentera, de donde brota siempre tanta vida,
y cuyo idioma, empero, jamás pude entender. 
¿Me perdonáis? ¿Ya habíais olvidado
a este hombre descarriado que, con placer dudoso
y cientos de preguntas pueriles en su pecho,
se sentó a vuestra mesa desbordante?
¿Qué era yo? Un peregrino extraño a la existencia
a quien sólo placían los contactos huraños,
y que, libre, sin trabas y estentóreo,
corrió todas las calles de las ciudades vuestras.
Fui un niño a quien mimasteis y dejasteis
estar con los mayores en la mesa; pero que se escapaba
porque, sobre la cerca, le llamaba, hechizándole,
un par de rosas rojas, un pájaro, o el viento.

    Construisteis, creasteis, resolvisteis problemas...
Yo no puedo: me arrastran a lo largo del mundo,
sin descansar, hacia una meta ignota,
que cada día se halla más lejana.
Y siempre he de escuchar extraños sones
que, bajo tierra, y en la eterna noche,
murmuran gravemente, tristemente, como un oscuro río,
cuyo canto terrible me estremece.
Y ese clamor que surge del abismo
lleno de horror he de escuchar por siempre,
hasta que, en su confuso coro mágico, 
me arrebate la Noche a su regazo.»


Hermann Hesse


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    No creo necesario comentar el poema de Hesse, con la excepción de declarar que todo lo expresado en él lo he vivido. Hubo una época, en mi juventud, en que tuve unos cuantos de esos alegres amigos. Y eso me proporcionó, sin duda alguna, momentos muy gratos y divertidos, casi felices. Pero recuerdo asimismo que, ya en aquel entonces, en mi mente se proyectaban otro tipo de tendencias... De hecho llegué a escribir, en ese tiempo, un poemita al respecto, que titulé «Canto de la Huida». Es decir, que ya entonces, a pesar de la juventud y lo agradable y alegre de aquellas relaciones, mi espíritu apuntaba hacia otros derroteros... El por qué de esto, lo desconozco. ¿Será que existe en realidad algo así como un destino, un sello que marca el rumbo de la propia vida?
    En cualquier caso, lo acepto. Recuerdo con gratitud aquellos alegres momentos de juventud, las risas, los paseos en compañía, la complicidad en tantas cosas buenas... Pero, también recuerdo que entre esos encuentros, entre esas pequeñas fiestas amistosas, siempre hallaba un instante para mirar hacia otro lado. Y entonces cualquier horizonte me parecía que brillaba de un modo especial, atrayéndome, llamándome, empujándome hacia lo que quizá sea mi destino.
    No conservo los versos de aquel poemita, el del «Canto de la Huida», y casi mejor que sea así, porque seguro que eran malos; no en el fondo, pero sí en la forma. No obstante, el título ya dice por sí solo de qué iba la cosa. Ya entonces, años setenta, aun estando entre esos alegres amigos, planeaba sobre mí una extraña sombra azulada que me impelía a huir de esa sociedad alegre y divertida, para quizá poder encontrar un horizonte nuevo. Un horizonte en el que me imaginaba abrazando a un sueño... Un sueño que ahora mismo, aunque me lo propusiera, no sabría expresar en palabras. Porque muchos sueños están hechos de esas fibras casi etéreas que parecen proceder de otro mundo, y no son explicables en nuestro lenguaje cotidiano, porque ninguna explicación sería en absoluto plausible para las habituales mentes cortadas y vulgares que viven a ras de suelo. 
    Ya sé que estoy algo loco, y tal vez mañana no sepa el sentido de lo escrito esta noche. Pero mañana... Mañana sé que la puerta del misterio seguirá abierta. Y que ese sueño seguirá brillando en el horizonte. Los locos caminantes, los bebedores de estrellas, los que dormimos de lado y soñamos con los valles de la luna, es sabido, creemos en estas cosas. Y nada nos va a hacer cambiar nuestra mirada.  
     

Antonio H. Martín
(24 de noviembre, 2016)
    
    




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imagen: de Münchhausen (1943)
música: El viaje - Erik Satie y Michael Nyman

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Cuentos de hadas





"El sentido más profundo reside en los cuentos de hadas que me contaron en mi infancia, más que en la realidad que la vida me ha enseñado."

Friedrich Schiller
(The Piccolomini, III, 4)


"Un día, en la mitad del invierno, cuando los copos caían del cielo como plumas, una reina estaba sentada junto a una ventana cuyo marco era de ébano. Y mientras cosía, alzó la vista para mirar los copos y entonces se pinchó el dedo con la aguja y tres gotas de sangre cayeron a la nieve..."

Hermanos Grimm
(Blancanieves



    Cuando recuerdo los cuentos de hadas que me contaron en la infancia o leí después en la juventud, he de reconocer que lo que los distingue de otras historias, de aventuras o del género que sea, es el denominador común de la magia. En todos ellos fluye en el aire esa corriente azul y brillante, o esa fina lluvia esmeralda que embellece cualquier paisaje y llena de luz cualquier encuentro.
    Todo ello, por supuesto, entreverado con las amenazadoras sombras del peligro y el misterio. Porque no se trata, en absoluto, de un material melífluo, almibarado y pueril, donde sólo hay cómodos encantamientos, preciosos castillos o palacios, amables príncipes azules, guapas cenicientas que devienen princesas, duendes benignos y finales felices... En los cuentos de hadas no sólo hay hadas, también hay ogros, duendes malignos, seres retorcidos y perversos, monstruos deformes y oscuros, y brujas (que pueden ser buenas o malas, según la magia que hayan decidido abrazar). Y también dragones...
    Junto a las brumosas montañas azuladas del lejano horizonte, encantadas de sueños, junto a los verdes e idílicos valles, hay asimismo pantanos de tristeza, ríos hediondos y cuevas tenebrosas. Y en una de éstas seguro que se esconde un dragón que guarda un tesoro maravilloso... Un dragón que puede ser elemental y violento, con el que hay que luchar a muerte, o que quizá sea un viejo sabio disfrazado, con escamosos bigotes, que hemos de conquistar con sensibilidad e inteligencia. Respondiendo difíciles acertijos o haciéndole ver la nobleza de nuestra aventura, lo puro de nuestro intento.  
    No es necesario leer a Bruno Bettelheim* para darse cuenta del simbolismo de estos relatos. Es fácil ver que se trata, en muchos casos, de parábolas de la misma vida. Es decir, que retrataban la realidad, pero disfrazándola con personajes y entornos de fantasía. A veces con fines educativos, que hoy podríamos llamar subliminales, y otras veces por el simple pero intenso placer de dar rienda suelta a esa fantasía. Que es esa materia luminosa de la que tanto carece el mundo actual, y a falta de la cual solemos mirar la vida con hosquedad o aburrimiento. 
    Independientemente del nivel de credulidad o de incredulidad, según la edad con que nos acerquemos a ellos, los cuentos de hadas siempre nos sorprenden con símbolos, imágenes y situaciones que nos tocan muy de cerca. Tal vez porque entroncan con el inconsciente colectivo, que es esa memoria universal de donde nacen los mitos y que está, de alguna manera, presente en la mente de todos. 

    Siempre quise vivir en uno de esos cuentos. Y alguna vez lo hice, felizmente, por ejemplo en un sueño que no recuerdo bien ahora, más allá de alguna fugaz imagen, pero que me llenó de luz en su momento. De todas formas, me atrevo a afirmar que también lo estoy viviendo ahora mismo... Y no sólo yo, sino muchos de nosotros. Puede que no sean cuentos al uso los nuestros, que no sean del estilo de los Hermanos Grimm, de Hoffmann, Tieck, Eichendorff o Brentano, ni de ningún otro, pero son los cuentos que nos ha tocado vivir. Nuestros cuentos.
    Suena fatuo o ingenuo, quizá, decir que muchos estemos viviendo en un cuento de hadas. Pero... no hay que olvidar que la vida... Sí, esta vida nuestra, tan aparentemente vulgar y vacía, está llena de magia, o rodeada por ella. Lo sepamos ver o no, esa corriente azul y brillante o esa fina lluvia esmeralda está por todas partes. Porque... ¿qué sería la vida sin la magia? ¿Un desierto plagado de necesidades y olvidos, de huecos y de sombras? ¿Una selva llena de alimañas en la que sólo habitan la caza, la lucha y la muerte? 
    El mundo es una gran esfera encantada. Y está lleno de hadas y de duendes, de ogros, brujas y dragones. Pero junto al más oscuro pozo, medio oculta entre el limo, puede hallarse la fúlgida semilla de la magia... Y esa es la única llave que abre las puertas del paraíso. 
    Todo es, en el fondo, como un cuento de hadas.          
   


Antonio H. Martín
(9 de noviembre, 2016)





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*The Uses of Enchantment. The Meaning and Importance of Fairy Tales - Bruno Bettelheim (1975, 1976)

imagen 1: Lily Collins, como Blancanieves, en Mirror Mirror (2012)
imagen 2: de Little Women (1933)

lunes, 12 de septiembre de 2016

Rey de sí mismo





    Hace unos días, una buena amiga que estaba de viaje en Oporto, en el norte de Portugal, me trajo a su regreso un bonito recuerdo de allí. Se trata de un pequeño folleto publicitario que contiene fotografías de la preciosa librería LELLO (que ahora es una especie de museo), y contiene además una selección de poemas de Pessoa.   
    De esos poemas escojo ahora éste:


No tengas nada en las manos
Ni un recuerdo en el alma,

Que cuando te pongan
En las manos el último óbolo,

Al abrir tus manos
Nada te caerá.

¿Qué trono te quieren dar
Que Atropos no te lo quite?

¿Qué laureles que no se marchiten
En los arbitrios de Minos?

¿Qué horas que no te conviertan
De la estatura de la sombra

Que serás cuando te vayas
Por la noche y al final del camino?

Coge las flores pero suéltalas,
Apenas las hayas mirado.

Siéntate al sol. Abdica
Y sé rey de ti mismo.



Fernando Pessoa
(in Odes - Ricardo Reis)



    Como nota final, quiero decir que creo, sinceramente, que ser rey de sí mismo es el mayor reino que uno puede conquistar. No es tarea fácil, en absoluto, porque continuamente te asedian los conflictos y las contradicciones, desde dentro y desde fuera. Pero si uno llega a conseguirlo, si logra llegar a una especie de dominio, de control sobre esas circunstancias fluctuantes de la vida, internas y externas, la vida misma responde y el camino, antes áspero y abrupto, se allana y se suaviza. De manera que se puede respirar mucho mejor, e incluso sonreír ante cada amanecer. 
    La vida va a seguir siendo oscilante, porque ésa es su manera de ser. Pero siendo rey de sí mismo vamos a saber oscilar con ella. Da igual las vueltas que dé. La sombra que encontremos al final del camino no nos va a robar las flores que acariciamos durante nuestro caminar.



Antonio H. Martín
(12 de septiembre, 2016)





domingo, 7 de agosto de 2016

Nevermore... Forever




    Recordó el viejo Daniel, en una noche de agosto con estrellas y una preciosa luna en cuarto creciente, movido por los caprichosos aires de la memoria, aquel relato de Edgar Allan Poe en el que se repetía la palabra —como un grito desesperado— de "Nevermore! Nevermore!"... O sea, el famoso poema de El cuervo, con el que quizá se sintió identificado en otro tiempo.
    Hoy, sin embargo, desde una cierta serenidad, pensó que le hubiese dicho al amigo Poe que se quitara esa niebla de la cabeza y dejase que su corazón volara libremente. Y respecto al cuervo (a no ser que quisiese tenerlo como animal de compañía), le hubiera aconsejado que volviese a abrir la ventana para que se fuera con viento fresco y se llevara su oscura música a otra parte.
    A estas alturas de la vida, rayando los sesenta, ciertas nubes románticas habían quedado ya obsoletas. Habían caducado. Nubes pasajeras de un desvaído color azul, pálido y algo tristón, que, afortunadamente, ya no cubrían su cielo. 
    Así que aceptaba hoy ese oscuro "Nevermore" casi como si fuese una luz, un mágico y alegre rayo de luna entre las sombras. Como si fuera una buena música, de esas que te hacen sonreír y bailar, por fuera y por dentro.
    La verdad es que entre las raras estimaciones de un lobo estepario siempre tendrá mucho más valor un adiós que un hola. Porque un lobo de esa clase y con esa edad, más allá de un paisaje, de un árbol o una estrella, de algún buen libro o alguna buena música, aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, ya prefiere no saludar a nadie.
    Porque ha llegado a la conclusión de que cualquier encuentro es ficticio, de que el río pasa sin cesar (cambiante y siempre nuevo), las sombras sólo son sombras, y los destellos sólo brillos fugaces que en seguida se traga la oscuridad. 
    Rica oscuridad, no obstante, metamórfica y brillante, porque en sus múltiples laberintos continúa latiendo la vida, que es lo único que verdaderamente importa.  

    Así que al buen amigo Poe le hubiese aconsejado, con la mejor intención, que intentase cambiar su patético Nevermore por un alegre, sereno y musical Forever... Por eso de que la vida sigue respirando a pesar de los laberintos y las sombras. Por eso de que la música y la magia continúan vivas, a pesar de cualquier muerte. 
    
    
Antonio H. Martín
(7 de agosto, 2016)