Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







jueves, 29 de agosto de 2013

Viaje a la Lejanía



    Recuerdo aún con claridad las palabras de mi amigo Alejandro Castelli, las que pronunció en la terraza de su lejana casa de campo, aquel atardecer de 1980... «Vivir tu vida, con tu alegría o tu tristeza, pero sin depender emocionalmente de nadie ni de nada. Lo considero imprescindible en cualquier existencia que se precie.» 
    Esto lo dijo, entrecerrando la mirada, justo después de que comenzase a soplar un repentino aire fresco, que venía a aliviar aquella larga y ardiente tarde de agosto, que ya declinaba. Estábamos, como decía, en su casa. Una pequeña y acogedora cabaña de piedra, sita en la ladera de una suave colina, en el tranquilo campo de los alrededores de Páman..., una aldea dispersa de las tierras del Norte medio escondida en el borde de un valle. Desde la terraza se veían pequeños prados verdes y caminos salpicados de robles solitarios; reducidos grupos de pinos, encinas y eucaliptos; viejas casonas solariegas, huertas, jardines; algunos de los prados tachonados de ovejas, vacas y caballos. Y sobre todo ello, un ancho y claro horizonte, ondulado por unos montes de perfil bohemio por los que se fugaba lentamente la áurea luz de aquel día. Un paraje ciertamente bucólico, cuyo cielo era cruzado a veces por el sombrío vuelo del alimoche, y que mi amigo había elegido como retiro para su vida agitada, llena de atribulados viajes, de conflictos y tensiones. 
    Cuando dijo esas palabras, me le quedé mirando fijamente sin decir nada. Sabía detalles eminentes de su pasado, y entendí que esas palabras se debían a algo más que a un simple deseo de colgar en el aire una frase más o menos lapidaria. Las había dicho (y su serio semblante así lo confirmaba) muy desde el fondo, desde las entrañas. Por lo que comprendí que respondían a una realidad nueva, lo que significaba que mi amigo había conseguido superar ciertos problemas anteriores que había sufrido durante mucho tiempo.  
    «Cuánto echo de menos a los amigos que nunca tuve...», me había dicho en otra ocasión, con un dejo de nostalgia. Lo que da idea de qué manera tan peculiar llevaba él su soledad. Una soledad deseada, buscada, ansiada durante toda la vida, pero que, al final, se demostró carente de la riqueza interior necesaria para ser autosuficiente. Alejandro Castelli siempre había estado internamente solo, pero siempre envuelto asimismo por las inevitables "compañías" del mundo. De esas ficticias compañías era de lo que había querido huir. Y ahora que lo había conseguido, después de mucho esfuerzo y ayudado por la suerte, se encontraba ante la aparente paradoja de que se sentía solo, y eso le pesaba... Es decir, que anhelaba la compañía de otros y no le bastaba con la propia. Al fin y al cabo, Castelli no era más que un ser humano, y es notorio que el humano es un ser generalmente sociable. Lo que ocurría, en su caso, era que la sociabilidad no era abierta. Sin llegar al elitismo, su personalidad requería de seres que fuesen un tanto especiales, gente algo rara, con tendencias similares a las suyas. De ahí eso de "los amigos que nunca tuve..."  
    Yo, por ejemplo, era su amigo íntimo, uno de los más allegados y de más confianza; pero entonces vivía en la ciudad de Madrid, muy lejos de su perdida casa del valle, y si estaba con él aquella tarde era porque había tenido que viajar al Norte, por motivos de trabajo, y había aprovechado para hacerle una ocasional visita. Pero hacía algo más de dos años que no nos veíamos, y pasaría un tiempo parecido antes de que nos volviésemos a ver. Y lo mismo pasaba, más o menos, con sus otras amistades...
    Me acuerdo también ahora de otra tarde, aún más antigua (de la época oscura), en que me leyó unas desoladas frases de Borges, entresacadas de uno de sus relatos: «...Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; "murió", y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua.»    
    De todas formas, como apuntaba anteriormente, me pareció entonces, en esa terraza del valle, que Alejandro había logrado algún importante avance en ese sentido. Por eso dijo lo que dijo, ante la brisa de aquella tarde. Sus palabras, aparte de venir de muy adentro, tenían un tono afirmativo, incluso cierto acento de orgullo. Eso me sorprendió gratamente. Sin dejar de ser el outsider de siempre, me dio la impresión de estar a gusto consigo mismo. Y así se lo hice saber.
    —¿Entonces, por fin te encuentras bien, Alex? —me decidí a preguntar—. Mi pregunta no quiso ser un cuchillo cruzando el aire, pero así pareció verlo mi amigo, porque inmediatamente me miró con un brillo acerado, cogió el supuesto cuchillo por el mango y me lo devolvió.
    —¡No lo dudes, amigo mío! Mi vida, por fin, me pertenece, y a nadie debo nada.
    
    Por otra parte (para que su imagen no quede engañosamente minimizada), he de añadir que no era la soledad el principal problema de mi amigo. Lo suyo era una insatisfacción profunda de la vida. Me comentaba, a este respecto, que es algo de lo más normal, que suele suceder, cuando el sujeto se ha pasado más de media vida soñando... Efectivamente, Alejandro Castelli era un soñador empedernido, tenaz, que se entregaba a sus sueños de una manera casi lasciva, o, en todo caso, apasionada. Decía que era en los sueños, y sólo en ellos, donde había descubierto la vida, donde más intensamente había sentido. Y que todo lo demás, el conocido mundo cotidiano y real, no era para él más que una absurda dimensión de ecos y sombras. Creía en la vida, a pesar de todo; aborrecía al mundo, pero creía en el espíritu intrínseco de la vida, en una música esencialmente amable y gozosa, a pesar de durezas y dificultades. Su mal era que no había conseguido encontrar la suya propia, que no había logrado la magia de transformar, en su cotidianidad, lo mediocre en sustancia, que no había sabido hallar el valor oculto de las cosas, más que en algunos raros momentos. Su relación con el mundo siempre fue deleznable, y las personas que lo conforman eran, para su fina y extraña sensibilidad, sólo pálidas sombras sin fondo, seres abstrusos y opacos, figuras vacías. Nunca contemporizó con la sociedad que le rodeaba; creía que esforzarse en ello era perder el tiempo y la energía, internarse en un laberinto absurdo del que siempre había que retornar con las manos vacías y algún dolor nuevo. Y si, no obstante, alguna vez lo intentaba, era sólo con el deseo de contraminar y evitar así caer en algún presentido pozo.
    Sólo las pocas veces en que había encontrado, en la vida real, algunos mínimos puentes de unión con la apreciada esfera de sus sueños, constituían el fondo que le aliviaba de vivir en un mundo que era incapaz de comprender y mucho menos de amar. Por eso, mi amigo se refugiaba en los sueños. Eran su pasaporte al país que anhelaba, su huida del vacío. Los anotaba, en la medida en que podía recordarlos, y luego nos los contaba, como si de experiencias reales se tratara. Seguramente, para él lo eran,

    A la mañana siguiente, me levanté algo tarde, y cuando bajé de la habitación me encontré a Alejandro tendido boca abajo en la hierba del jardín. Pensé, en un primer momento, que le había ocurrido algo, pero no era así. Alejandro apoyaba la cabeza en los puños y miraba fijamente por entre las briznas de hierba, como ensimismado. Me pareció ver que sonreía. Luego me explicó que ejercitaba una antigua forma de mirar, que había aprendido en su infancia. Se trataba sencillamente de fijarse en una parte diminuta del mundo y conseguir verlo como si fuese de un tamaño mucho mayor. Con lo cual, me dijo, se descubría que una pequeña área del jardín podía verse como un bosque o una selva, y una baja pared de tierra como si fuese una montaña. Así de simple. Definitivamente, pensé, mi amigo era raro. Pero su rareza me pareció inofensiva, limpia, gozosamente lúdica.
    Después de unos días en aquel sereno valle, en los que tuvimos interesantes conversaciones y dimos buenos paseos por la comarca, a lo largo del río y ascendiendo a algunos de los montes cercanos, me tuve que marchar. Nos volvimos a ver más tarde en varias ocasiones, en distintos años y en diferentes lugares, pero, no sé bien por qué, recuerdo esa visita a su casa del valle como si fuese la última. Quizá porque los ulteriores encuentros fueron más breves y en circunstancias no tan sosegadas. O quizá porque fue en esos días cuando escuché por última vez su risa. 

    Mi amigo leía mucho; siempre le recuerdo rodeado de buenos libros: de arte, de filosofía, de ciencia, de poesía, novelas románticas o expresionistas, de aventuras o directamente fantásticas... Le gustaba especialmente todo lo relacionado con lo mistérico, con lo numinoso, incluidas mitologías y leyendas, de las que él sabía sacar importantes principios y enseñanzas, desbrozándolas del velo de lo maravilloso. Cualquier libro que excitara su imaginación o que le clarificara aspectos confusos de la vida, tenía un lugar en su biblioteca. También escribía (diarios, reflexiones, poemas, relatos); decía que eso le ayudaba mucho a transparentar el pensamiento, y también que le servía de desahogo, de alivio de tensiones. Escribir era para él la mejor manera de disipar la oscuridad, una labor que algunas veces (según me contaba) adquiría incluso, en esas largas noches de silencio, el brillo y la intensidad de una especie de ritual mágico. Tal vez esto último suene a exageración, pero el caso es que no lo hacía mal; a mí me gustaba. Sin embargo, nunca llegó a publicar nada; no sé si porque no pudo o porque no quiso, o quizá por una mezcla de ambas cosas. Cuando alguna vez se lo sugería, en seguida salía con aquello de que él no era escritor y que a nadie importaban sus notas personales. Yo me encuentro ahora en la tesitura de hacerlo, porque sus papeles me han sido confiados, y es muy probable que lo haga. Sobre todo, algunos de sus cuentos creo que deberían ver la luz. 
    
    Alejandro Castelli desapareció un quince de septiembre de hace hoy casi dos años. No puedo decir que murió —no hay constancia de ello—, sólo que desapareció. Pero tengo que admitir que para nosotros, sus distantes amigos, es como si hubiese muerto, porque tenemos la sensación de que nunca más le volveremos a ver. Siempre abrigamos la sospecha (sobre todo yo, que fui quien más le trató) de que su final, al igual que su vida, no iba a ser convencional. Todos sus gestos, sus palabras y sus hechos apuntaban en esa dirección. Particularmente, me gusta imaginar que sigue viviendo, en una nueva figura de su anómalo destino. En algún lugar lejano, oculto en una oscura buhardilla, un solitario desconocido, quizá con otro nombre, continúa su eterna búsqueda, su íntima aventura de conjugar la vida y los sueños.
    En los últimos tiempos, uno de sus libros de cabecera —según me contó por carta— era un raro tratado de magia taoísta: Das Geheimnis der Goldenen Blüte (El Secreto de la Flor Dorada). Un antiguo texto esotérico chino, presentado y explicado por el doctor C. G. Jung y el sinólogo Richard Wilhelm. Me preocupé de encontrarlo, entre su profusa biblioteca, y hace tiempo que lo tengo sobre mi mesa. En él se muestra un viejo y singular sistema de yoga y los pasos requeridos para su práctica; se habla de conceptos extraños, de sonoridad gnóstica, como "el espíritu  primordial" y el "curso circular de la luz" (el doctor Jung afirmaba que es, asimismo, un tratado alquímico). Y, curiosamente, su capítulo final —en el que mi amigo había hecho diversas acotaciones— se titula "Fórmula mágica para el Viaje a la Lejanía"... No quiero con esto conjeturar nada, ni caer en fáciles lucubraciones que rocen o incluso entren de lleno en el terreno de lo fantástico; no está en mi ánimo inventar o dar pábulo a posibles leyendas en cuanto al destino de Alejandro Castelli, de quien sólo quiero dejar aquí una breve y afectuosa semblanza. Pero, conociendo a mi amigo, y sabiendo de su gran afición por lo esotérico, no me resulta difícil pensar en que precisamente este capítulo, poco antes de su desaparición y su hipotética huida hacia nuevas fronteras, fue para él especialmente valioso.    

  
Antonio Martín Bardán
(29 de agosto, 2013)



viernes, 23 de agosto de 2013

Emma



    Pasaba por delante de aquel viejo espejo del zaguán, envuelto por la penumbra, y la tenue luz de luna que entraba por la ventana le hizo pararse unos instantes. Se miró, se inquirió en silencio, medio en broma, y sonrió... No, él no estaba enamorado. Aquello que sintió, aquella especie de dulce niebla que lo rodeó durante un tiempo era ya un pálido reflejo en su memoria, como el vago recuerdo de un sueño. A Emma la seguía queriendo, era cierto, pero sin niebla, sin suspiros, sin anhelos, sin la embriaguez de esa música sedienta e insaciable.
    La tan nombrada tiranía del tiempo no había sido capaz, sin embargo, de obliterar el destello de tantos buenos momentos, de tantas sonrisas seguidas de besos, de tantas miradas encendidas, de tantos y tantos gestos amables, cariñosos, que hilaban trajes de lana y seda sobre el frío cuerpo desnudo de la noche. No, todo aquello permanecía incólume, vivo y brillante, como un tesoro celosamente guardado tras una poderosa llave de plata. El frágil puente aquél, que cruzaba el mar de bruma, seguía en su sitio, enlazando ambas orillas. Nada se había roto. Se diría que el material de que estaba hecho era cierto.
    Lo que se había ido era otra cosa: la dulce niebla encantada, encerrada en sí misma, el amargo silencio de la ausencia, el deseo de fluctuar las cosas... Esa luz irisada que con demasiada facilidad se tornaba en sombra, esa voz trémula, ese triste deseo de abrazar lo imposible, de querer torcer el viento... La vida, clara, definitoria, sabia y contundente, había puesto las cosas en su sitio. Decisiva, como siempre, había orientado los vacíos y puesto orden en el caos de las nubes dispersas, erráticas, sin rumbo. Todo lo demás había huido.   
    Sí, a Emma la seguía queriendo. Era una luz lejana, un fulgor en el horizonte, sobre la última montaña; medio oculta, secreta, pero amiga. Y se sentía feliz cuando pensaba en ella y la imaginaba sonriendo, contenta en su mundo de calles brillantes y músicas nocturnas, románticas o salvajes, azules o ardientes; en su mundo de libros y árboles, de silencios y sueños. Creía conocerla bien, haber discernido notables aristas de su fondo, y amaba lo que en ella había encontrado: esa voz nueva, comprometida, lúcida, responsable, pero asimismo soñadora, amable, rabiosa y libre. Rebelde estrella, valiente y sola; confidente de la noche en el cielo intenso, infinito, del desierto.
    Dejó atrás el espejo y continuó su camino hacia el sereno jardín numular. Todo lo encendía la luna con su blanca linterna. La noche, pues, era del color de la nieve; parecía el mágico escenario de un antiguo sueño... Pero estaba despierto, y su corazón en calma. Se sentó sobre el viejo tronco de roble caído y se dispuso a fumar un último cigarro, antes de irse por fin a dormir. Mañana, posiblemente, llamaría a Emma. Hacía más de un mes que no tenía noticias suyas y quería saludarla, y contarle alguno de sus últimos sueños.


Antonio Martín Bardán
(23 de agosto, 2013)
       

miércoles, 21 de agosto de 2013

La sombra del Golem



El Golem


Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Y, hecho de consonantes y vocales,
Habrá un terrible Nombre, que la esencia
Cifre de Dios y que la Omnipotencia
Guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
En el jardín. La herrumbre del pecado
(Dicen los cabalistas) lo ha borrado
Y las generaciones lo perdieron:

Los artificios y el candor del hombre
No tienen fin. Sabemos que hubo un día
En que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
En las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
Sombra insinúan en la vaga historia,
Aún está verde y viva la memoria
De Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
Y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
Sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
De las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
Párpados y vio formas y colores
Que no entendió, perdidos en rumores
Y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
Aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
A la vasta criatura apodó Golem;
Estas verdades las refiere Scholem
En un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga."
Y logró, al cabo de años, que el perverso
Barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
O en la articulación del Sacro Nombre;
A pesar de tan alta hechicería,
No aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
Y harto menos de perro que de cosa,
Seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
Ya que a su paso el gato del rabino
Se escondía. (Ese gato no está en Scholem
Pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
Las devociones de su Dios copiaba
O, estúpido y sonriente, se ahuecaba
En cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
Y con algún horror. ¿Cómo (se dijo)
Pude engendrar este penoso hijo
Y la inacción dejé, que es la cordura?

¿Por qué di en agregar a la infinita
Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
Madeja que en lo eterno se devana,
Di otra causa, otro efecto y otra cuita?

En la hora de angustia y de luz vaga,
En su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?


Jorge Luis Borges
(1958)


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    Recuerdo aún vivamente la impresión que me causó aquella vieja película de El Golem, cuando niño. Era una película muda, de esas con letreros intermedios que explicaban la acción, pero lo suficientemente expresiva como para no echar de menos el sonido, y engancharme de principio a fin —aun siendo bastante larga, si no recuerdo mal—. Por descontado que mi mente infantil no pensaba en absoluto en el Tetragrámaton, ni en fórmulas alquímicas o cabalísticas. Para mí, aquel gigante de gesto hosco y temibles pasos, que cobraba vida cuando una estrella era insertada en su pecho, se me presentaba como una especie de monstruo de Frankenstein... Y aquella noche me costó conciliar el sueño.
    Suelo andar ahora, en estas largas noches estivales, buceando en la sustanciosa obra de Borges, y me he encontrado con el anterior poema, lo que me ha llevado inmediatamente al recuerdo de aquella antigua película y a las impresiones que entonces tuve al verla, en medio de una casa grande y vacía. Mis padres estaban fuera, cenando con unos amigos, y volverían muy tarde. Así que vi la película solo. Y solo tuve que caminar después el largo pasillo hacia mi habitación, que estaba al fondo de la casa. Fue difícil cruzar ese pasillo angular y recuerdo que lo hice despacio, atento a cualquier ruido y, sobre todo, esforzándome en discernir en los rincones más oscuros cualquier posible figura agazapada, al acecho. No fuera a ser que...  
    Hoy es muy distinto. La mente, curada ya de ciertos espantos, no presta atención a esos signos antiguos, a esos miedos primitivos que tan cerca teníamos en la infancia. Queda el asombro ante el misterio, la curiosidad por resolver algunos enigmas, pero ya no nos asustamos en medio de la oscuridad, no poblamos las sombras con extrañas figuras imaginarias. Simplemente, apagamos la luz e intentamos dormir, sin más historias.
    Pero considero que, en cierto modo, es una lástima que esto sea así. Por eso agradezco profundamente que existan los sueños. En algunos de ellos volvemos a ser un poco como niños y, en esas intrincadas galerías de espejos cambiantes, volvemos a sentir con la intensidad de entonces. Aunque eso signifique que podamos encontrarnos, en cualquier recodo de ese infinito y misterioso laberinto, con la amenazadora sombra del Golem. 


A. Martín Bardán
(21 de agosto, 2013)
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(dedicado a mi amiga viajera)
  

viernes, 16 de agosto de 2013

El espíritu del caminante



    A veces parece que quiera volverme el animoso espíritu del caminante, y entonces empiezo a ver las cosas como en otros tiempos, de una manera mucho más directa, sensata y gozosa. Me entran ganas de ascender por las cercanas montañas en días de bruma; de caminar por senderos diferentes, inexplorados; de contemplar el sonoro espejo de la lluvia, que se junta con el del río, en una lúdica sonata de luz y agua; de concentrarme, como antaño, en el silencio para escuchar la deliciosa música del aire... Y hasta mi actual cueva de lobo estepario venido a menos adquiere esas veces un color distinto y se convierte en la cueva con tesoros de una nueva aventura... 
   En este sentido me viene muy bien leer, a ratos, el libro de Robert M. Pirsig "Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta / Una indagación sobre los valores" (que me regaló una buena amiga hace casi tres años), y encontrarme con párrafos como éste:

    «Las montañas deberían escalarse haciendo el menor esfuerzo posible y sin ansias. La realidad de tu naturaleza debería determinar la velocidad. Si te sientes inquieto, date prisa. Si te falta el aliento, ve más despacio. Tienes que subir en un claro equilibrio entre inquietud y cansancio. Entonces, cuando dejas de anticiparte con el pensamiento, cada paso no es sólo un medio para conseguir un fin sino un evento único en sí mismo. Esta hoja tiene bordes dentados. Esta roca parece estar suelta. Desde este lugar la nieve es menos visible aunque está más cercana. Estas son las cosas que en todo caso deberías observar. Vivir sólo teniendo una meta futura es superficial. Son las faldas de la montaña las que sostienen la vida, no la cumbre. Aquí es donde las cosas crecen.
    »Pero, por supuesto, sin la cima no puedes tener laderas. Es la cumbre la que define las laderas. Así que sigamos... nos queda un largo camino... no hay prisa... sólo un paso tras otro... con un poquito de Chautauqua para entretenernos... La reflexión mental es mucho más interesante que la televisión. Es una pena que no haya más gente que la sintonice. Probablemente piensan que lo que oyen allí carece de importancia, pero jamás es así.»

    Por supuesto que no tengo ni idea de qué es el Chautauqua*... Imagino que alguna bebida refrescante, tal vez algo espiritosa..., o algún alimento especial, energético, que ayuda en la escalada... Pero entiendo bien la observación sobre las laderas y la cumbre. Digamos que la cima es como el ideal, ese destino que nos llama desde el horizonte, ese ensueño que anhelamos. Y bajo él se extienden las laderas, que es donde están los caminos por los que hemos de andar. Tener sólo presente la imagen nebulosa del ideal, sin atender a los caminos inmediatos, es como estar perdido en un laberinto insoluble, colgado de una nube incierta y difusa, que nos impide el movimiento, que nos paraliza. No se puede llegar arriba sin antes pasar por abajo. No somos aves. Y si lo fuéramos, asimismo deberíamos primero transitar por los senderos del aire para llegar a la cumbre.
    Es éste un error habitual en algunos caminantes. Y de tanto caer en él, muchos incluso dejan de ser caminantes para convertirse en una especie de fantasmas de sí mismos. Son (y hay temporadas en que debería incluirme en este apartado) los zombis del camino. Se acostumbran a fijar su mirada en la lejanía y desprecian todo lo que tienen cerca, porque, en un desorbitado ejercicio de comparación, todo lo de aquí les parece nimio e inútil ante la imagen excelsa de lo de allí
    Pero hay veces, como decía, en que a uno parecen abrírsele un poco más los ojos, y entonces ve las cosas cercanas de una manera mucho más interesante y atractiva. Entre los hierbajos de la cotidianidad, casi siempre triviales y fastidiosos, descubrimos de pronto pequeñas flores brillantes que permanecían ocultas ante nuestro incompleto y afectado modo de mirar. Y esas flores exhalan una fragancia que nos hace sonreir. Incluso los propios hierbajos terminan por revelarnos su valor y vemos que en sus formas mediocres danza también el espíritu de la vida.
    En definitiva, tomamos conciencia de que estamos rodeados por multitud de caminos posibles, con una extensa variedad de tonos, colores y tamaños. Y de que, sin necesidad de nave espacial alguna, podemos acercarnos, poco a poco, a la estrella que amamos, a esa cumbre que llevamos casi toda la vida soñando y anhelando.
    A esto me refería al principio. Éste es el espíritu del caminante que tanto he echado de menos y que ahora parece que quiere volver. Nada mejor podría pasarme. Tener ese espíritu sería regresar al camino, al viejo camino intenso y alegre, y volver a sentir la vida como la sentía antes de las sombras, antes de pasar por los oscuros y tediosos abismos de la insensibilidad y la amargura. 
    No es que uno se aproxime en esas ocasiones a alguna especie de satori, ni nada parecido. No hay ninguna iluminación extraordinaria, ningún despertar prodigioso. Es sólo una leve apertura en la mirada lo que sucede. Y ante esa apertura (que me hace recordar a la estimada mirada del sueño de mi juventud) el mundo se transforma un poco, sólo un poco. Lo suficiente para que nos crezca por dentro una singular sonrisa y comencemos a actuar de una manera diferente, animados por una pequeña pero brillante e íntima alegría. Es un tenue cosquilleo en la palma de las manos, que nos hace jugar con las cosas y manejarlas de un modo más amable y gozoso. Unas ganas de doblar las esquinas de otra forma, como danzando. Un deseo de cantar en voz baja ante cualquier árbol, animal o estrella, ante la presencia de cualquier ser vivo, al que, sin saber por qué, sentimos en esos momentos como si fuese nuestro amigo.
    No es ninguna euforia pasajera de lo que estoy hablando. Es el espíritu del caminante, que parece acercarse nuevamente a esta figura que ya parecía un poco medio rota y como perdida, y que muchas horas andaba dando tumbos sin sentido entre las sombrías y tensas calles del mundo, errático en su laberinto de pensamientos circulares. Y para dejar constancia de ello, diré que este mismo anochecer hasta me ha parecido que la luna me guiñaba un ojo... Ya sé que la luna no suele hacer esas cosas, ya lo sé. Pero tener esa sensación, mientras se camina por las calles solitario y abstraído, buscando los rincones más apartados, en un pueblo plagado de gente ruidosa que pasea incesante sus aburridas vacaciones... me parece de lo más interesante.  
     

Antonio Martín Bardán
(16 de agosto, 2013)

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 *Esta mañana me enteré, buscando en el libro, de que el término "chautauqua" es precisamente la reflexión mental, haciendo referencia a unas charlas culturales y filosóficas que solían prodigar los indios Chautauquas por los pueblos de la vasta geografía norteamericana, en los tiempos en que aún no existían ni la radio ni la televisión. A Robert Pirsig se le ocurrió que era un buen nombre para definir las reflexiones que se desarrollan en su libro.

 imagen: Amb (marzo-2012) 


    

miércoles, 14 de agosto de 2013

La esfinge



    En mi sueño, cientos de ladrillos blancos, marmóreos, venían volando desde distintas direcciones a juntarse en un punto, en un mismo lugar. Y allí iban formando el rostro de la esfinge. 
    Qué irónico, pensé: ese caos de piedras dispersas, como una lluvia de enigmas y preguntas, va a encontrarse y unirse en un punto concreto del espacio, y forma una imagen clara y definida. Pero... ¿no es precisamente la esfinge el más afilado símbolo del misterio?

    La anterior imagen fue la parte culminante, precipua, de un sueño que tuve hace siete años, cuyo contenido ya no recordaba entonces, cuando escribí las precedentes líneas. El sueño era, por supuesto, muy extraño y complejo, y al despertar no conseguí recuperar más que esa rara, casi mística, imagen de los bloques de piedra blanca flotando en el aire y configurando ante mis ojos la faz de la enigmática esfinge.
    Anoche leí, por fin, El Aleph, de Borges. Y después estuve paseando un rato por los viejos cuadernos. En uno de ellos (de 2006), encontré esa breve anotación de un sueño, y me hizo recordar vagamente lo que acababa de leer del maestro Borges. A veces, por una gracia inesperada, se producen estos amables encuentros, en los que la mente halla vínculos entre historias distintas y lejanas, pero de alguna forma coincidentes...
    Quizás tenga que ver con la sincronicidad de que hablaba Jung, o quizá no. Pero, en cualquier caso, me gustó reencontrarme con ese antiguo sueño, en que el inconsciente me regalaba, con su extraño e incomprensible lenguaje, una visión parabólica del misterio. Lo que quiso decirme, sigo sin saberlo, pero la impresionante imagen ha quedado fielmente grabada en mi memoria, gracias a ese mínimo apunte en el cuaderno, que actúa como llave hacia ya remotas galerías del sueño.

    
Antonio Martín Bardán
(14 de agosto, 2013)      

miércoles, 7 de agosto de 2013

Sensaciones nocturnas (el arte de Marta Ubierna)



«Pintar es mi razón de ser, existir sin pintar es mirar
sin ver. Camino con mi pincel por senderos mágicos,
secretos, nocturnos, con la curiosidad y la ilusión de
descubrir lo que no es para que cuando sea la magia
se convierta en sorpresa y la sorpresa en curiosidad
y ¿despues qué...?
La idea de esta exposición surgió durante unos taciturnos
paseos. Me evocaron tiempos pasados, en
cada sombra nocturna vi la luz de personajes que vivieron
estas calles, sus ilusiones, sus decepciones...
vidas anónimas.
Intento narrar en cada uno de ellos una historia distinta
con la pretensión de que usted la convierta en
suya y diseñe su particular desenlace.
Imágenes nocturnas llenas de misterio que incitan a
ser descubierto.»


Marta Ubierna Ruiz


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


    Tengo el gusto de anunciar la próxima exposición en Santander de la pintora Marta Ubierna, a quien conocí hace poco en estas tierras montañesas, y cuyos cuadros son dignos de una atenta, amable e intensa mirada.
    No soy crítico de arte, por eso dejo que sea ella misma quien se exprese sobre su pintura. Lo único que me atrevo a decir es que vuelvo una y otra vez sobre sus cuadros porque, a pesar de conocer directamente muchos de los motivos que pinta, encuentro en su arte una mirada distinta, que de alguna manera transforma esos paisajes y los convierte...
    No hablaré aquí de la "mirada del sueño", tan recurrente en este cuaderno, pero me queda claro que —aunque el estilo sea realista— lo que se deja ver es la mirada personal de la artista, con lo que esas calles y esas viejas casas de piedra nos cuentan la historia que ella ve en ellas.
    Quienes puedan acercarse a tierras de Cantabria no deberían perderse esta exposición. Merece mucho la pena adentrarse en sus paisajes, con o sin figuras, y dejarse tocar por el delicado juego de sus luces y sombras, que, como ya he dicho, nos cuentan historias íntimas que merecen ser oídas y sentidas...
    "Sensaciones nocturnas", así se titula esta nueva exposición de Marta, lo que me parece una feliz coincidencia. Y es para mí un gusto y un orgullo hacer esta humilde presentación, que me ha brindado la ocasional vecindad. Su arte ya es conocido en variados círculos. Lleva haciendo exposiciones, en Burgos y en Cantabria, desde el año 1994, pero me agrada aportar aquí mi granito de arena, por si eso sirve para ampliar en alguna medida que el buen arte de esta mujer sea difundido y apreciado.
   

A. Martín Bardán
(7 de agosto, 2013)


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MARTA UBIERNA
RUIZ

Exposición de pintura
Centro cultural
Doctor Madrazo
del 26 de agosto al 24 de septiembre 2013
Lugar: C/ Casimiro Sáinz s/n 39004 Santander.
(Rotonda La sardinera,PUERTOCHICO).
Horario: lunes a viernes de 9:00 a 21,30 horas.
tel: 942 20 31 00 pintoraubierna@gmail.com

VIAJA A...
``sENSACIONES nOCTURNAS´´
adéntrate en el mundo de la magia nocturna.
Inauguración:
Sábado 24 de agosto 2013 a las 20:00 h.