Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 30 de junio de 2013

Fuera del mundo



    En los pasillos del Teatro Mágico, se encontró el lobo Harry con una puerta en cuyo letrero se podía leer: «Fuera del Mundo». Se la quedó mirando unos instantes... ¿No era ese uno de sus más íntimos deseos: vivir más allá de este mundo que tanto le limitaba y agobiaba; caminar por sendas distintas, con aires nuevos, más ricos y abiertos, liberado de los conflictos de un entorno que le era extraño al corazón? No se lo pensó más. Se decidió y empujó la puerta.
    Más allá se encontró con una inmensa llanura vacía, con un páramo yermo que se extendía por todo el horizonte. Miró en derredor y no vio nada más que la llanura, que parecía perderse en el infinito. Luego miró hacia atrás y la puerta por la que había entrado ya no estaba. Bien, como en ciertos relatos de fantasía y misterio, parecía como si hubiese traspasado un umbral sin regreso... Pero estaba decidido a explorar esa otra dimensión de más allá del mundo. Quería saber qué había en ese erial. Algo debía haber, no podía creer que fuera del mundo no hubiera más que vacío, porque si así fuese...
    Caminó durante mucho rato por la llanura, sin ver nada excepto un suelo que le recordó a la dura estepa y un cielo grisáceo y oscuro, sin rastro de sol. Al cabo de un tiempo que no podría precisar, pero que se le hizo muy largo, Harry empezó a arrepentirse de haber cruzado esa maldita puerta. Ya una sombra de tristeza le iba mordiendo poco a poco el corazón. No era en absoluto agradable estar aquí. No había casi luz ni sonidos en este desierto. No había nada ni nadie...  
    De pronto, divisó a lo lejos un árbol. Apretó el paso y después de unos minutos se encontró frente a un enorme y oscuro roble. A sus pies había un pequeño letrero con esta leyenda: «Árbol de los Sueños ». Qué significado tendrá este árbol, parado aquí solo en medio de esta yerma llanura, pensó.
    En ese momento comenzó a soplar una ligera brisa y en el murmullo de las hojas le pareció escuchar una extraña y grave voz que le decía: 
    —Soy el árbol de los sueños. En mis hojas están impresos los sueños de todos los hombres, como en un libro inmenso y antiguo.
    —¿Eres tú el árbol de los sueños? —preguntó perplejo Harry—. ¿Y qué haces aquí, tan solo, en medio de esta fría llanura esteparia? ¿Tan... fuera del mundo?
    —Sí, ese soy. Estoy aquí porque éste es mi lugar.  
    —¿Pero los sueños no nacen en el corazón de los hombres?
    —Los sueños nacen de mi tronco, que hunde sus raíces en lo profundo del misterio, y quedan escritos en las infinitas hojas de mi copa. Desde el mundo viajan hasta aquí los hombres, sin saber cómo, a buscar los sueños, los que les dan la vida y que luego consideran suyos. Si así lo deseas, puedes escoger.
    —¿Escoger? ¿Escoger un sueño?
    —Así es. Escoge el que quieras y llévatelo.
    —¿Ah, sí? Pues quiero volver al mundo.
    —¿Estás seguro de eso, caminante?
    —Sí. Quiero regresar a mi hogar, reencontrarme con mis libros amigos, ver la luna y el sol a través de mi ventana. Y volver a escuchar las voces y risas de mis amigos. Este sitio me pone triste, árbol. Aquí no se puede vivir...
    —Tú decides, caminante. ¿Ves esa hoja dorada con vetas grises allí arriba? Cógela, en ella está escrito el sueño que deseas. Cuando la tengas acércala a tu corazón y cierra los ojos. 
    Así hizo el viejo lobo Harry, y cuando volvió a abrir los ojos se encontró de nuevo en el pasillo del Teatro Mágico, delante de esa puerta con el letrero de «Fuera del Mundo». Y salió rápidamente de allí, con el deseo de buscar otras puertas más amables. Estar tan lejos del mundo no encajaba entre sus preferencias y necesidades. Quizá debería haber esperado a encontrar algo más en aquella llanura. O haber escogido con más calma entre la multitud de posibilidades... Sí, quizá, pero sería en otro momento. Ahora prefería seguir en este otro juego.
    El árbol, en aquella solitaria llanura, se quedó pensando: 
    —Creo que este caminante se equivoca. No es volver al mundo su auténtico sueño... 


Antonio H. Martín
(30 de junio, 2013)

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imagen: René Magritte     

miércoles, 26 de junio de 2013

En el Tao



Los peces nacen en el agua,
el hombre nace en el Tao.
Si los peces, nacidos en el agua,
buscan la sombra profunda
del estanque o la alberca,
todas sus necesidades
son satisfechas.
Si el hombre, nacido en el Tao,
se hunde en la profunda sombra
de la no-acción,
para olvidar la agresión y las preocupaciones,
no le falta nada,
su vida es segura.

Moraleja: "Todo lo que necesita el pez
es perderse en el agua.
Todo lo que necesita el hombre es perderse
en el Tao."


Chuang Tzu

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imagen: Hokusai

lunes, 24 de junio de 2013

Los colores selectivos



Cuando era niño soñaba con un caballo blanco
que volaba. Luego al despertar todo me parecía
diferente, como si la vida no fuera un sueño.
Recuerdo que cuando murió mi padre se me
apareció otra vez. Ya no era blanco sino rojizo;
alazán, decía mi madre. En ese año terminé el
bachillerato. Mamá se fue años después, cuando
volví a soñar con un caballo gris. Desde
entonces la vida ha pasado muy deprisa. Los 
árboles que rodean la finca han envejecido.
En la era ya no hay trigo. Hoy he visto desde
la ventana de mi cuarto un caballo negro,
esperando, junto a la casa.


Fernando Abarca

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(regalo de mi amigo Fernando)    



viernes, 21 de junio de 2013

La libertad y el fatum



     «La libertad de la voluntad, que en sí misma no es otra cosa que libertad del pensamiento, está limitada de la misma manera que la libertad de pensar. El pensamiento no puede ir más allá del horizonte hasta el que se extienden las ideas; sin embargo, éste se basa en las percepciones que se van adquiriendo y puede ampliarse conforme lo hace. Asimismo, la libertad de la voluntad puede expandirse también hasta ese mismo punto, si bien, dentro de tales confines, es ilimitada. Otra cosa distinta es el obrar de la voluntad; la facultad de hacerlo se nos impone de manera fatalista.
    En la medida en que el fatum se le aparece al hombre en el espejo de su propia personalidad, la libre voluntad y el fatum individual son dos contrincantes de idéntico valor. Nos encontramos con que los pueblos que creen en un fatum destacan por su fortaleza y el poder de su voluntad, y que, en cambio, hombres y mujeres que dejan fluir las cosas tal y como van, ya que "lo que Dios ha hecho bien hecho está", se dejan llevar por las circunstancias de manera ignominiosa. En general, "la entrega a la voluntad de Dios" y la "humildad" no son más que las coberturas del temor de asumir con decisión el propio destino y enfrentarse a él.
    Ahora bien, por más que se nos aparezca el fatum en su condición de delimitador último como más potente que la libre voluntad, no debemos olvidar dos cosas: la primera, que fatum es tan sólo un concepto abstracto, una fuerza sin materia, que para el individuo sólo hay un fatum individual, que el fatum no es otra cosa que una concatenación de acontecimientos, que el hombre determina su propio fatum en cuanto que actúa, creando con ello sus propios acontecimientos, y que éstos, tal y como conciernen al hombre, son provocados de manera consciente o inconsciente por él mismo, y a él deben adaptarse.»

Friedrich Nietzsche


    Después de leer estos apretados párrafos en el comienzo de una obra filosófica —que hasta entonces desconocía— de un joven Nietzsche, no esperó a continuar la lectura. Se levantó de la silla y fue directamente a mirarse en el espejo...
    Allí se encontró Alfredo Mergal con su mirada de lobo estepario de casi siempre, pero también —más allá de la mirada, en algún ignoto rincón del fondo—  llegó a ver un destello nuevo y extraño... Se quedó mirando cerca de un minuto y ese brillo no desapareció. Era más que un destello, se quedaba allí, fijo en sus ojos, retando a las sombras, y venía a ser como una afirmación que respondía a las preguntas que danzaban en su pensamiento: ¿había él mismo, de alguna forma, provocado los últimos acontecimientos de su vida? Y si, extrañamente, así era, ¿por qué a veces se quejaba y adoptaba una simple y cómoda postura fatalista? ¿Tan inconsciente era su deseo y su poder, que no era capaz de reconocerlo?
    Recordó entonces que en una ocasión, a raíz de cierto suceso, alguien conocido le había tachado de "dramático". A lo que él asintió con un escueto "sí, es mi forma de ser"... Y ahora caía en la cuenta de la posible importancia de esas palabras, que creyó haber dicho en aquel momento simplemente como defensa y muestra de orgullo. Empezó a sospechar que algo podía haber de cierto en ello. 
    Buscó en los cajones de la mesa su pequeña libreta de notas, donde hacía tan sólo unas horas había esbozado un pensamiento —de esos que intentaban, de alguna manera, ser poéticos— que se le había ocurrido esa misma mañana mientras paseaba. Y leyó:
    
      «Pararse en medio del camino, cualquiera de esos días o noches en que el remolino parece estar más agitado y turbio que de costumbre, y poder sentir el corazón... Es todo cuanto se necesita para seguir caminando con una sonrisa, porque de esa presencia surge la alegría y la fuerza que alimenta nuestros pasos. Parece sencillo, y lo es, pero no siempre ocurre. Muchas veces el ruido de la mente no nos permite escuchar.
    Los sentidos miran y oyen constantemente, evalúan, calculan volúmenes y distancias, perciben formas y colores, detectan sonidos, exploran el paisaje, miden el mundo... E incluso perfilan el tembloroso discurrir del tiempo, esa figura evanescente que camina a nuestro lado como una sombra. Y todo ello lo conjugan con el propio pensamiento, en un incesante flujo y reflujo que nos da el concepto del entorno y nos sitúa, dando forma a una determinada realidad. Y en ocasiones ese diálogo interno nos impide la correcta comunicación con la esencia que más nos importa.
    Se puede objetar a esto que no tiene por qué ser el movimiento de la mente un impedimento a la hora de sentir el corazón... Y precisamente ese es el quid de la cuestión. En efecto, el diálogo de la mente no es, en esencia, una barrera que nos dificulte hallar ese sentimiento que necesitamos. Pero es que me estoy refiriendo a un caso en particular: cuando la mente se encuentra invadida por una percepción de la realidad que contraría a ese sentir... »

     Ahí terminaban las notas, que pensaba continuar más tarde. Pero ahora se encontraba con ese denso texto de Nietzsche sobre el fatum y eso actuaba como una llave que abría una puerta inesperada. Muchas veces había creído en un destino, muchas veces había perseguido esa figura de sí mismo que se le aparecía en los ensueños... Pero, ¿qué había de real en todo eso? ¿Y por qué a veces el diálogo de la mente era un obstáculo para sentir el corazón?
     ¿Era su fatum el resultado de una equívoca mirada? ¿Había una sombra que le perseguía y oscurecía su vida? Sabía que la propia vida era, en gran parte, la consecuencia de un modo de ser, de una postura ante el mundo. ¿Pero era bueno esto, si ese modo de ser, esa inclinación le impedía sentir el corazón? 
    Alfredo dirigió su mirada hacia esa fina lluvia que le envolvía, y hacia el horizonte de un mundo que a veces le parecía extraño y otras veces amigo. Entornó los ojos, e intentó sentir su corazón, como quien busca una joya lejana que le perteneció en otro tiempo. El más oscuro vacío fue la respuesta. Entre el mundo y él, entre el paisaje y su sentir había un abismo insalvable. La puerta estaba cerrada, el puente se había roto...
    Bueno, no pasaba nada, se dijo, en un intento de quitar hierro al asunto. Mañana, seguramente, volvería a lucir el sol. Las puertas cerradas pueden volver a abrirse. Los puentes rotos pueden ser reconstruidos. Y si él era el creador de su fatum, entonces era asimismo quien tenía las llaves... Sólo había que hacer una cosa: encontrar la armonía interior necesaria para emplear el poder de su libertad. La clave estaba, por supuesto, en saber pararse y llegar a sentir su corazón.
    Sí, no había duda alguna, mañana volvería a lucir el sol.

       Y con este argumento, que el deseo y la necesidad convertían en certeza, y al que no le faltaba parte de razón, Alfredo Mergal salió de nuevo a pasear, bajo la fina lluvia, con su cuadernito y el libro de Nietzsche bien protegidos dentro de los bolsillos del gabán. Y de tanto en tanto, se atrevía a saludar a algunos de los árboles que flanqueaban el camino, como haciendo un leve guiño a ese sentir del pasado, esa magia del ayer, buscando un eco cómplice en el frío mundo que le rodeaba aquella tarde, ya cerca del anochecer.
    Tenía que empezar a rastrear las huellas de sol en medio del gris de la lluvia. Algo le decía, quizá un tenue susurro del aire, que tras la capciosa armadura del frío y la sombra, se hallaban los hilos ocultos que podían mover las figuras de su fatum. Había que comenzar a reconstruir el puente. Su corazón, al igual que el propio sol, tenía que estar en alguna parte...
    Esto, que él siempre había llamado, con cierta simpleza, magia, es lo que fue a buscar aquella vieja y extraña tarde de verano.
     

Antonio H. Martín    

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imagen: Eyvind Earle

domingo, 9 de junio de 2013

En el monte frío...



Voy al torrente, a comprobar el fluir de su jaspe,
o a la ladera vecina, a sentarme en las peñas.
Mi mente, nube solitaria, en nada se apoya.
Cosas del lejano mundo... ¿para qué ir tras ellas?

Han Shan

(poema XVI)  


    Leer estos versos del Maestro del Monte Frío al filo de la medianoche, con la ventana entreabierta —por la que se cuela el frescor de una extraña lluvia intempestiva, coloca a la mente en un estado singular...
    Suenan muy seductoras expresiones como "lejano mundo" o "nube solitaria". Nos hablan de una rara libertad. Y esa imagen de una conciencia que "en nada se apoya"... nos acerca a sentirnos como cuando éramos niños y nuestros pies parecían caminar por encima de la hierba, cual si estuviéramos asidos a los hilos iridiscentes de los primeros sueños.
    Entorna uno los ojos, en un intento de atisbar el destello de antiguas vivencias interiores, y algo parece brillar en la lejanía. Aún queda un suave eco de aquello en el confuso espejo del tiempo. Entre la onerosa maraña de las tristes galerías, saturadas de figuras grises y opacas, que parecen querer ahogarnos con sus dedos de sombra, todavía hay un rincón de luz... Aquella luz que alguna vez casi olvidada descubrimos en un solitario paseo por el campo       —una alegre mañana o un rumoroso atardecer, cuando, libres aún del peso de lo oscuro y lo complejo, podíamos ver la primitiva belleza del mundo y escuchar el fluir de su música original. 
    Y entonces, animado por esa vislumbre, se atreve uno a decir en voz baja, a pesar del a veces sombrío cansancio y del lastre de los malos pasos, ese último verso del poeta de la montaña helada: «Cosas del lejano mundo... ¿para qué ir tras ellas?»
    Ante lo que la lluvia convierte su voz extraña y nos habla de nuevo, al igual que antaño, como una dulce aliada.


Antonio H. Martín 
(9 de junio, 2013)