Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 30 de noviembre de 2014

Volver a casa




Volver a casa

(Walking through a strange world)


«Tú mismo determinas la calidad de tu luz, cuando escoges tus pensamientos y cuando seleccionas qué corrientes emocionales debes abandonar y cuáles reforzar. Determinas así los efectos que conseguirás sobre los demás, y la naturaleza de las experiencias de tu vida.»

Gary Zukav
(El lugar del alma - 1989)



    Algunas veces me da por pensar que la vida es un largo viaje por un mundo extraño, y que morir quizá sea como volver a casa. Pero otras veces pienso lo contrario... ¿Qué determina el pensar una cosa u otra? No lo sé ahora con exactitud, aunque alguna idea tengo al respecto. Una cuestión sí está clara: que hay que hacer aquello que uno quiere hacer. Lo que siente que debe hacer. Sin pensar en si mañana estará o no en el mismo lugar. ¿Por qué?

    Porque si no lo hacemos así, es cuando el tiempo y el lugar se nos vuelven extraños. Y cualquier otra cosa que hagamos, fuera de esa tesitura, será como si estuviéramos presos en una cárcel, de la que esperamos salir algún día. Es decir, que viviríamos en un tiempo muerto. Lo cual es un error. Porque ningún tiempo está «muerto» en realidad. Lo que a veces sucede con nuestro tiempo es que lo «matamos» sin saberlo. Así que, aunque el lugar no nos guste, y los que nos acompañan tampoco, hay que limpiar y ordenar la casa. Y caminar por los senderos que tenemos a nuestro alcance. Porque no hay nada, de momento, fuera de eso. Nada a lo que podamos acceder.

    Respirar el fresco aire del ahora. No el rancio aire del pasado, ni el aire aún inexistente del mañana. Porque ninguno de ellos es en realidad aire, sino sólo sombra y ensueño. A los ecos y a los anhelos les falta oxígeno. No sirven para respirar. No valen para vivir. Limpiar y ordenar la casa que no queremos y andar esos caminos que no nos gustan, colocarán a la conciencia en el tono apropiado. En el fondo, con ello estamos limpiando y ordenando nuestra mente. Andando nuestros propios caminos interiores.    

    La calidad de la luz depende únicamente de nuestros pensamientos y de nuestros actos. No del caos o de la armonía que, eventualmente, encontremos alrededor. La casa, ese hogar que anhelamos, está en nuestro interior. Y el «mundo extraño», no es más que un campo desierto que espera que plantemos las semillas que llevamos dentro. A cambio, puede que él nos muestre alguna gema escondida, de esas que guarda celosamente para algunos caminantes... Los que dan el salto, y se aventuran más allá de las oscuras jaulas de la normalidad. Pero mientras tanto, debemos tener nuestra nave a punto, sea ésta la que sea. Porque sin ella no podremos navegar.    
    
    De modo que la casa no está sólo allí, en un horizonte lejano del futuro, o en un antiguo y perdido edén. Sino también aquí. Porque la auténtica casa, el hogar, es el alma. Por encima de cualquier otra cosa. Más allá de cualquier historia.

    Sólo es posible encontrar la magia de la vida entregándose al camino, sea éste del color que sea. Mirando hacia dentro, cuando no sabemos aceptar y amar lo que vemos fuera. Es esa mirada interior lo que nos permitirá ver la verdad oculta tras las sombras. El mensaje alado bajo las terrosas palabras. La música tras los muros del silencio y las espinas del ruido. Ese raro dibujo que suele esconderse y difuminarse entre paredes de niebla. Sinuoso, esquivo y brillante. Y hará nuestro el tiempo extraño. Pondrá luz, la de nuestra mirada, que es un reflejo de la otra, en lo oscuro e incomprensible. Moldeando el caos. Pintando con el pincel de los sueños las esquinas y fachadas del mundo. Aclarando con una sonrisa los tristes pozos del vacío.
    
    Hace años, solía escribir en mi viejo cuaderno lo de «mañana es ahora»... Y sabía muy bien lo que quería decirme. Esta noche me digo lo mismo, entre paredes frías que voy calentando poco a poco. Y ya no espero más el mañana. Quizá es sólo una especial forma de verlo. Un intento de la conciencia por suavizar las sombras. Por poner cascabeles al áspero gato de lo absurdo. Pero el aire sabe diferente, más fresco y claro.

    La lámpara está encendida. Con eso me basta.

     

Antonio H. Martín 
(30 de noviembre, 2014)
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(Dedicado a la dama Almudena, en el día de su 50 cumpleaños, que espero pase felizmente en compañía de los suyos.)







          

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imagen 1: El instante en que sabemos quiénes somos - autor desconocido
imagen 2: Woman on a Path by a Cottage (1882) - John Atkinson Grimshaw
música: Le Singe Bleu - Vangelis


viernes, 28 de noviembre de 2014

Pablo




Allí de donde vengo nadie me retenía.
Sé que nadie me espera donde voy.

Por la ventana inmóviles desfilan los paisajes.
Sería hermoso no llegar a ningún sitio.

Permanecer así:
viajando de un lugar que ya no existe
a otro que jamás existirá.


Juan Bonilla
(«El viajero»)



    No es nada habitual en este cuaderno el hablar de política, y eso es principalmente por dos razones. En primer lugar, porque yo de política entiendo muy poco. No es que sea apolítico, pero para escribir sobre política me faltan conocimientos, históricos y actuales, y la necesaria visión de conjunto. Puedo opinar someramente, como cualquiera, sobre algún evento en particular, pero no profundizo lo suficiente, por lo que acabo de decir, que carezco de los suficientes datos y análisis para tener un criterio con fundamento. Así que, por consiguiente, me suelo abstener de cualquier crítica, más allá de un simple comentario superficial. No por no querer mojarme, sino por no decir tonterías. Mejor no hablar de lo que no se sabe.
    Y en segundo lugar, porque este cuaderno no fue creado para ese tipo de comentarios. Los que os pasais por aquí sabeis bien que la tónica que se frecuenta en este cuaderno desde hace años, desde su comienzo, es más bien intimista, dedicada a reflexiones, más o menos afortunadas, que algunas veces se disfrazan de cuentos que rozan lo fantástico o entran plenamente en esa dimensión. 
    Pero hoy me apetece dejar el testimonio de un personaje que últimamente está cobrando cierta fama en este país. Me refiero al líder de esa nueva formación política que lleva el sugerente nombre de "Podemos": Pablo Iglesias. Y lo hago porque este individuo, a pesar de las críticas negativas que suele recibir desde uno y otro lado (que tachan su discurso como adoleciente de populismo y demagogia), me parece que habla muy nítidamente, poniendo los puntos sobre las íes, sin ambages, y dando en el clavo de las cuestiones más importantes. 
    Otra cosa es que las soluciones que propugna sean o no viables. Los que entienden dicen que no. Pero me gusta mucho que alguien tenga la valentía de llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos ni circunloquios, sin esconderse ante nadie y caiga quien caiga. Y me hacen gracia las reacciones que despierta entre algunos típicos políticos y politiqueros de sillón, que hasta llegan a ponerse nerviosos ante la claridad de sus palabras y la fuerza directa y natural de su mensaje. 
    Lo de la no viabilidad de sus propuestas tiene su explicación. Cuando se proponen soluciones nuevas a viejos problemas se está intentando mover aquellas piezas que llevan demasiado tiempo fijas sobre el tablero, como si estuvieran clavadas. Es decir, se está intentando un cambio profundo y básico en el esquema habitual. Eso, que a algunos les suena como a desastre y al fin del mundo conocido, es lo que carga las tintas sobre su supuesta inviabilidad. Recordemos, sin embargo, que algo que parece utópico no es en realidad imposible. La utopía se refiere a algo que no existe, pero no necesariamente a algo que no pueda existir...
    Los que asisten con desagrado, sorprendidos —y quizá algo temerosos— al avance de esta nueva formación, son precisamente los que están en absoluto de acuerdo con el sistema, los apoltronados, los que se benefician de que las cosas estén como están. Son los que suelen decir aquello, por ejemplo, de que si se les subieran los impuestos a los que más tienen, lo único que se conseguiría es que se fueran del país. Así que mejor que sigan siendo los que menos tienen sobre quienes caiga el peso de los tributos.    
    En fin, repito que no entiendo casi nada de política y que este lugar no es el idóneo, pero hay cosas que gustan de una forma natural. Y el discurso de este joven señor Iglesias (al que los idiotas llaman "el coleta") me parece sumamente atractivo. Quizá sea por simple intuición y algo de empatía, pero hoy me parece el necesario contrapunto frente a tanta bazofia política anclada y supuestamente correcta. Como una voz en el desierto.
    Lo más probable es que el desierto no se deje amilanar. Casi seguro que no. Y seguirá siendo desierto mucho tiempo más, quizá por siempre. Que para eso están los celosos guardianes de los valores "sempiternos", los controladores y súbditos del mundo. La gran masa gris formada por los "realistas" (inventores y amantes de la realidad tal como se muestra ahora) y por los desencantados (los que dejaron de creer en los cambios y se resignaron a lo que defienden los anteriores).
    Pero, desde aquí dedico mi aplauso a este joven político con leve apariencia de nazareno —y a su grupo, por supuesto—, que ha venido a traernos una voz nueva y fresca. Una voz que, con un claro destello de sinceridad, brilla hoy en medio de ese desierto gris de lo convencional y lo falso, de lo putrescente en que tantos "realistas" han querido siempre ahogarnos, para salvaguardar sus turbios valores y sus manchadas riquezas.        
    No es en absoluto mi intención poner a Pablo en algo parecido al lugar del héroe, lo pongo en el lugar que le corresponde. Como he dicho antes, es una voz en el desierto, una voz necesaria que viene a cubrir el asfixiante hueco que había en la esfera política de este país. Una voz que nos recuerda que las transformaciones aún son posibles. Que hay esperanza, si hay voluntad. Que, aunque muchos no quieran reconocerlo y muchos otros no lo deseen, la verdad es que podemos.

    Le dedico esa imagen del mago Merlín, no porque le identifique con esa figura mítica, ni mucho menos, sino porque le van a hacer falta algunos poderes mágicos para alcanzar la meta que se ha propuesto. Quizá entre todos, se pueda generar esa magia. No puedo evitar dudarlo, porque son demasiadas las sombras contrarias, los muros y los castillos, pero hay que intentarlo. Al menos, de momento, ya tenemos una alegre pincelada de color en el lienzo gris de esa fingida y cochambrosa realidad, que tantos quieren eternizar.


Antonio H. Martín 
(28 de noviembre, 2014) 
     
   





        

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imagen 1: Merlín, el mago (o quizás otro druida)
imagen 2: Pablo Iglesias (líder de "Podemos")

domingo, 23 de noviembre de 2014

Último encuentro en Luganes




«Un Anillo para gobernarlos a todos, un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.»

J. R. R. Tolkien



    Meditaba esa tarde Arturo, un poco distraídamente, en que por fin había realizado lo que algunas buenas gentes le habían aconsejado hace tiempo con frecuencia: se había asentado en el bonito pueblo de Luganes, en un valle norteño, no muy lejos del mar. Lo que entroncaba con ciertos sueños de su lejana juventud. Y también en que después de una primera etapa lúdica y ociosa, que duró apenas año y medio, en la que pasó el tiempo, más o menos alegremente, entre caminatas y excursiones por la comarca, con profusas visitas a mesones y restaurantes, narcotizándose con fruslerías mientras le duró el dinero, ahora se sentía como atrapado en ese lindo pueblo de paseantes y jugadores de cartas, cuyo único aliciente consistía en poder salir de él.
    Un pueblo pequeño (que él nombraba a veces, maliciosamente, como Verbenagues) sin ninguna vida cultural, sin bibliotecas ni librerías, que no tenía museos ni teatros y ni siquiera cines. Sin atractivos, más allá de algunos mínimos paisajes urbanos... Sólo un sobrio conjunto de casas de piedra del siglo XVIII, con algunos balcones floridos, y un viejo puente al que llamaban "romano", del XV, sobre un riachuelo. Un pueblo en el que la única pasión de la gente (imagino que como en otros muchos pueblos) se centraba en las retransmisiones televisivas de partidos de fútbol y en el típico acto de tomarse unos cafés, unos vinos o unas cañas de cerveza con los vecinos, mientras se hablaba con cierta intensidad de temas de ganado (vacas, ovejas y cabras), o del tiempo que iba a hacer mañana y si era o no conveniente para la huerta. Aparte, por supuesto, de los interesantísimos comentarios sobre los vaivenes del mundillo futbolero. Tema este último en el que solían volcar los vecinos sus más extremas pasiones y en el que demostraban sus mejores conocimientos, llegando incluso a debatir durante mucho rato, con alteración, sobre la calidad de las jugadas y sobre los aciertos o errores de este o aquel jugador en determinado partido que acababan de ver en la pantalla. 
    Todo el pueblo, que algunos consideraban "privilegiado" (no acertaba a saber por qué), no pasaba de ser para él como un simple barrio de las afueras de Madrid, algo así como una zona levemente residencial y tranquila, con algunos parques y jardines de poca monta, pero con el agravante del turismo. Un turismo incomprensible, que venía a veces desde muy lejos (hasta del extranjero), que visitaba el pueblo siempre que hacía "buen tiempo" y que se dedicaba a dar interminables paseos sin sentido, en parejas o en grupos de diferentes edades, dando vueltas y más vueltas, y terminando siempre en las típicas terrazas de bar, engullendo tapas y raciones variadas o chocolate con churros, según la hora, entre conversaciones triviales salpicadas de risas sin fondo.
    El pueblo tenía su gracia y también sus rarezas; como por ejemplo, que casi todos los días parecían de fin de semana. Asunto éste que no conseguía entender: un día amanecía como lunes y al siguiente ya era sábado... ¿Se le perdía a Arturo el tiempo en ese pueblo? ¿O es que allí el tiempo era como una masa uniforme e indistinta, en donde los días se parecían demasiado unos a otros? Pero si así fuese, ¿por qué no tomaban los días el color del lunes o el jueves y sí, en cambio, el de un sábado o un domingo? Enigmas de un pueblo extraño.

    Para Arturo Hayal aquello era como vivir en una estrecha parcela del país del absurdo. Y muchas veces, en estos dos últimos años (inmerso como estaba en una precaria situación económica que parecía no tener salida), se había preguntado por el sentido de estar ahí... A veces le llegaba como respuesta lo de que esta vivencia le estaba sirviendo como espejo. Se trataba de una situación límite (sin raíces, sin familia, sin amigos, sin hogar y sin dinero), que le colocaba en una tesitura de desnudez ante sí mismo. Era duro verse así, pero... al fin y al cabo era cierto que actuaba como espejo, porque nunca antes había dependido tanto únicamente de sus propias fuerzas. Y se descubría en gestos nuevos, buenos, malos o regulares, que le decían quién era en realidad, aparte de imaginaciones, pensamientos, ensueños o fantasías. 
    Había aún algunas veces en que se quedaba mirando fijamente al horizonte, a los pelados montes que circundan el valle, un poco ensoñadoramente, como si eso le evocara algo de su pasado de jubiloso caminante. Pero no encontraba la suficiente sintonía. O algo se le había roto por dentro, o es que su alegría de antaño estaba ya vieja y agotada. Asimismo, seguía saludando a algunos árboles del camino, pero su saludo era tímido y opaco, casi mudo y sin color, como un recuerdo de otros tiempos cuyo eco había perdido la antigua luz. 
    Sólo en los libros llegaba a encontrar, algunas noches de vigilia, una resonancia de aquella luz, y entonces volvía a sentirse a sí mismo como antes, a reconocerse, aunque esa sensación le durase tan sólo unas pocas horas. Los estimados libros seguían siendo sus amigos, le hablaban en esas noches, y en sus letras podía a veces Arturo recuperar esa imagen de sí mismo que, al parecer, había perdido. Pero poco después regresaban los potentes focos del día, y la habitación se inundaba de realidad... Se callaban los libros y comenzaba a oírse el ruido del mundo, la estridencia cotidiana, que para él estaba plagada de absurdo y de vacío. Y entonces sólo quedaba salir al exterior, porque se ahogaba dentro de la vieja e inhóspita casa, cuyas gruesas paredes de piedra, con ventanas de fino cristal, eran incapaces de contener ese ruido.

    La verdad es que el pueblo tenía su encanto, pero éste sólo era visible por la noche, o en las primeras horas de la mañana, cuando el silencio y las vacías calles se dejaban ver y sentir sin la invasión de las extrañas figuras. Esa tarde, sin embargo, ya cerca del anochecer, sucedió algo insólito y mágico dentro del pueblo, sin que hubiese llegado aún el silencio... Se encaminaba hacia el pequeño río, con la intención de cruzar el puente y salir del conjunto urbano, para acabar su largo paseo en los prados aledaños, junto a las vías del tren y muy cerca de lo que él llamaba "el camino de la luna". Allí quería pasar aún una hora más, saludando la llegada de la noche. Pero justo cuando pasaba por el puente, se encontró con alguien que nunca antes había visto y que le llamó la atención. Era una mujer joven, y no tenía pinta de turista, o eso le pareció. Al menos no presentaba esa típica actitud nerviosa de observarlo todo como en un museo que está a punto de cerrar. Estaba quieta, mirando fijamente al río, como abstraída en paisajes internos y lejanos... Esto lo vio Arturo de reojo, según pasaba por su lado, y continuó su lento caminar hacia los prados. Pero unos pocos pasos más allá, escuchó su voz:

    —Buenas noches, Arturo. 

    Se quedó parado, como si alguien le sujetase inesperadamente por detrás con fuerza. Se volvió, lógicamente asombrado, y pudo ver cómo la bella muchacha le miraba con intensidad, exhibiendo una amplia y luminosa sonrisa. Parecía como si estuviera muy contenta de verle... Por supuesto, Arturo le preguntó, entrecortadamente, que si se conocían. A lo que ella respondió:

    —Ya lo creo que nos conocemos, amigo. ¡Desde hace mucho tiempo! ¿No me recuerdas?

    Se la quedó mirando con fijeza, y con toda la atención de que era capaz. No, era evidente que no la conocía. ¿O quizá era que no la recordaba?... ¿Pero, cómo era eso posible? ¿Cómo podía haber olvidado a alguien así?... Entonces, ella se acercó, ampliando aún más su sonrisa, con un brillo intenso en la mirada, que también sonreía, y desde una distancia muy corta le dijo, como en un susurro:

    —Arturo, tú y yo nos conocimos en un sueño, hace mucho. Y nos hemos visto en muchos otros sueños. Deberías recordarlo. Fuimos, somos..., muy amigos...
    —Lo siento, pero no consigo recordarte. ¿En un sueño, dices? ¿No será que estoy soñando ahora? —contestó Arturo, esbozando una ligera sonrisa.
    
    Ella se apartó entonces un poco, como contrariada, e inclinó la cabeza entrecerrando los ojos, pensativa. Luego volvió a mirarle y a sonreír.

    —¡Ya sé lo que te pasa, Arturo! ¡Estás fuera! Algo te ha ocurrido en este lugar, que te ha sacado del círculo. Pero no te preocupes, que eso lo arreglo yo ahora mismo.

    Se abrazó a él y le dio un largo y cálido beso. Y algo en ese beso hizo que la mente de Arturo se abriera, que zonas oscuras y olvidadas recobraran una chispa de luz. Seguía sin recordarla, pero el sabor de ese beso le supo a conocido. 

    —Gracias por el beso. Me ha hecho recordar algo, o... a alguien... Pero... no sé a quién. ¿Puedo saber tu nombre?
    —Nos hemos conocido con nombres distintos casi cada vez, en cada sueño. Pero a ti normalmente te gustaba llamarme... Yolanda.

    Fue el nombre el que abrió de par en par su dormida mente. ¡Sí! ¡Ahora recordaba! ¡Era su amiga íntima! ¡Yoli! Con la que había vivido muchas y preciosas experiencias en el país del sueño. ¡Dios! ¿Cómo era posible? ¡Si hasta había olvidado la existencia de ese mágico país! Yolanda... Yolanda... La abrazó con fuerza, casi llorando de alegría, como si una energía celeste le acabase de arrancar del infierno en el que había estado metido durante tanto tiempo. 

    —Yolanda... ¡has vuelto! ¿Cómo puede ser que no te recordara? ¡No lo entiendo! Me siento muy...
    —¿Confundido? No te preocupes, amigo, que por eso estoy aquí. Algo me decía que no estabas del todo bien. Y he venido para arreglarlo. 
    —¿Tú... puedes...?
    —Ya lo creo que sí. ¿A dónde te dirigías, más allá de este puente?
    —Iba a los prados, a terminar ahí mi paseo, antes de volver a la vieja casa.
    —Pues vamos a esos prados, amigo. Te aseguro que es allí donde tu paseo va a terminar. Yo te llevaré a tu verdadero hogar...

    Y se fueron, cogidos por la cintura, sonrientes, felices, adentrándose en la zona de sombra de más allá del pueblo, por la senda que va paralela a las vías del tren, junto al encantado camino de la luna. Sus pasos eran lentos, pero ciertos. Y les acompañaba el abrazo de esa noche de estrellas y de sueños.
    Por supuesto que..., nunca más se les volvió a ver.


Antonio H. Martín 
(23 de noviembre, 2014)

                    


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imagen 1: por Alierturk
imagen 2: de un vídeo de Mª Laura Corradini Falomir ("Chenoa")

       

viernes, 14 de noviembre de 2014

Con el sabor del viento




    «Siempre he defendido la idea de que un hombre no llega a ser del todo hombre hasta que consigue romper sus lazos afectivos. Liberarse de ataduras y dependencias emocionales de cualquier clase, familiar o amistosa, de afecto a la patria natal o a una ideología. Lazos que contienen galerías de rostros y de paisajes; geografías, banderas, memorias y filiaciones varias con las que se identifica y que conforman y determinan en gran parte su personalidad, su pensamiento y el rumbo de su existir.
    Todo eso está bien para el hombre normal, pueril, que se pasa la vida sin terminar de salir completamente del huevo, pegado a su cáscara o siempre muy cerca de ella, como si ciertos hilos invisibles y pegajosos le impidieran el movimiento. Pero quien tiene el impulso íntimo de seguir el camino, de avanzar hacia la libertad, ese debe dejar primero todos esos lazos, que no son sino una rémora, un peso innecesario y lastrante que ralentiza el paso y hasta puede impedirlo. Encontrar el grial de su propia alma debe ser el horizonte prioritario de quien tenga espíritu de caminante. Y para ello, su principal objetivo debe ser que su caminar tenga el sabor del viento.
    Eso es lo que siempre he defendido. Pero hoy, cerca ya de la vejez, albergo algunas serias dudas al respecto. Porque... ¿seguiría siendo ese hombre, en esa nueva etapa, en ese distinto caminar, un hombre? ¿O sería algo diferente? ¿Continúa siendo humano quien vive sin lazos afectivos de ningún tipo? ¿No vendría a ser esa tierra de libertad algo así como un inhabitable desierto?
    No es así como lo definen los que han llegado a ella, sino como algo cercano al paraíso. Pero yo, caminante rezagado, tengo mis dudas...» 


Alessandro Castelli
(Shine on you crazy diamond - 2008) 

    

    Sigo hablando de las cosas del amigo Alberto Linde, porque últimamente estamos muy en contacto y casi no me deja pensar en otros asuntos. Me llamó ayer por la noche y me contó lo que le había parecido mi anterior relato sobre el debate que presenció en la cafetería y sus pensamientos sobre ello. Me dijo que estaba de acuerdo en todo lo referente a su creencia en el alma, en Saiwala, y con mi forma de exponerlo. Pero que después estuvo hojeando un par de viejos libros y quería comunicarme lo que allí encontró, porque arrojaba más luz sobre el tema... Uno del poético pensador de Bellagio, Alessandro Castelli —que es amigo suyo—, y otro de Gary Zukav (autor del famoso libro sobre física cuántica, The Dancing Wu Li Masters), titulado "The seat of the Soul", de 1989. Y me envió seguidamente en un correo algunos fragmentos de ambos autores. Al primero ya le he citado al principio, y al segundo lo pongo a continuación:
    
    «Los sistemas de baja frecuencia extraen la energía de los de alta frecuencia. Si desconoces tus emociones y tus pensamientos, tu frecuencia descenderá —perderás energía—, como consecuencia de otro sistema de frecuencia más bajo que el tuyo propio. Por ejemplo, de una persona deprimida decimos que se está "secando" o que le están "chupando la energía". Un sistema de frecuencia suficientemente elevada te aliviará, o calmará, o te refrescará como consecuencia del efecto de la calidad de su Luz sobre tu sistema. Un sistema de este tipo es "resplandeciente".»
    «Pensar en el Universo en términos de luz, de frecuencias y de energías dotadas de diferentes frecuencias —en términos que han llegado a sernos familiares debido al estudio de la luz física—, no es sólo metafórico. Se trata de una forma natural y poderosa de pensar en el Universo porque la luz física es un reflejo de la Luz no física.»
    «Las energías que emanan de tu alma poseen el don de la instantaneidad. Aquellas otras que emanan de tu personalidad siguen el camino de la luz física. Por ejemplo, el miedo es una experiencia de la personalidad. El alma puede hallarse confusa y alejada de la Luz, pero no tiene la experiencia del temor. Si el alma experimenta una ausencia de Luz de una parte de sí misma, la personalidad experimentará esta misma ausencia de Luz como temor. El miedo pertenece a la personalidad, y, por tanto, al espacio y al tiempo. El amor incondicional pertenece al alma, es instantáneo, universal y no tiene atadura alguna que lo sujete.»

    Le dije a Alberto posteriormente que, en principio, no veía mucha relación entre estos fragmentos y mi anterior relato sobre la realidad del alma. Es decir, sí había una relación evidente, puesto que ambos autores mencionan al alma, pero no alcanzaba a ver qué nueva aportación daban al tema en cuestión, tal y como quedó expuesto en ese relato. Pero eso fue sólo al principio. Más tarde, cavilando en uno de mis paseos, llegué a ver un guiño de mi amigo en esos fragmentos... Aparte de que en ambos se considera al alma como algo auténtico e indiscutible, las distintas formas en que sus autores abordan el tema vienen a anotar ciertos puntos que tienen que ver con nuestras actitudes personales —la de Alberto y la mía propia—, respecto a la realidad del alma. Puede que mi postura ande más cercana a la del viejo Castelli, el cual, a pesar de su creencia, tiene dudas sobre la humanidad de esa tierra de luz. Quizá debido a estar inmerso en un sistema de baja frecuencia, como apuntaba Zukav. Y también en relación a cierta sombra de miedo... Una especie de vago temor que hace presentir esa tierra del alma como algo vasto y extraño, traspasado por el aire de la soledad y el vacío.
    Nada que ver, según me parece ahora, con la realidad. Es el mismo Zukav quien expresa la superación de esa sombra, cuando dice aquello de que «el amor incondicional pertenece al alma, es instantáneo, universal y no tiene atadura alguna que lo sujete». Lo que viene a responder lúcidamente a Castelli. No se trata, pues, de convertirse en un ser, de alguna forma, inhumano, porque quien llega a esa dimensión del alma no entra en un mundo "desafectivo" y frío, sino que, muy al contrario, amplía su afectividad a un nivel superior. Es decir, rompe claramente sus lazos afectivos, sus dependencias emocionales, como defendía Castelli, pero sólo en lo atinente a su personalidad, no en cuanto al alma; donde esos afectos cobran un color nuevo y muy distinto, transformándose en un sentimiento libre de ataduras que nada tiene que ver con egoísmos, deseos y afanes de propiedad. Es adentrarse, incluso, en un "más allá" del espacio y el tiempo, en un sistema de alta frecuencia, de "luz no física" —como dice Zukav—, en el que lo que funciona es la instantaneidad

    Soy consciente de que este texto que escribo no parece en absoluto un cuento. Y quizá no lo sea... En cualquier caso, me ha ayudado a que esta noche —gracias al amigo Alberto— mi caminar se acerque a tener algo de ese "sabor del viento" que mencionaba Alessandro Castelli. Y con eso me doy por satisfecho. La sombra del miedo ha huido lejos esta noche.
    Mañana le pediré a mi amigo que me envíe una copia de aquella acuarela, la que pintó después de meditar sobre el alma, sobre Saiwala, en la que aparecían, sobre una rama de roble con fondo de amanecer, un mirlo y una mariposa de alas azules. Quiero verla, y tenerla ante mi mesa cuando escriba el próximo cuento, que ya está tomando forma ahora mismo en mi mente, acariciado por el ensueño...   


Antonio H. Martín 
(14 de noviembre, 2014)

                  
                
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imagen: de El Hobbit - Un Viaje Inesperado
música: Your Song - BSO de "Moulin Rouge"
intérprete: Ewan McGregor
autor: Elton John

viernes, 7 de noviembre de 2014

Saiwala




SAIWALA*

(Realidad del alma)


«Nada impide a la especulación intelectual ver en la psique un fenómeno bioquímico complejo, reduciéndola así, en último término, a un juego de electrones, o, por el contrario, decretar que es vida espiritual la aparente ausencia de toda norma que reina en el centro del átomo.»

«Hoy, no es la fuerza del alma la que edifica un cuerpo, sino que, al contrario, es la materia la que, por su quimismo, engendra un alma. Este cambio radical haría sonreír si no fuera una de las verdades cardinales del espíritu de la época. Pensar así es popular; y, por tanto, decente, razonable, científico y normal. El espíritu debe ser concebido como un epifenómeno de la materia. Todo contribuye a esta concepción, incluso cuando en lugar de hablar de "espíritu" se dice "psique", y en vez de "materia" "el cerebro", "las hormonas", "los instintos", "las pulsaciones". El espíritu de la época se niega a conceder una sustancialidad propia al alma, ya que, a sus ojos, ello sería una herejía.»

«Según la vieja concepción, el alma representaba la vida del cuerpo por excelencia, el soplo de vida, una especie de fuerza vital que, durante la gestación, el nacimiento o la procreación, penetraba en el orden físico, espacial, y abandonaba de nuevo el cuerpo moribundo con su último suspiro. El alma en sí, entidad que no participaba del espacio pues era anterior y posterior a la realidad corporal, se encontraba situada al margen de la duración y gozaba prácticamente de la inmortalidad.»


Carl Gustav Jung
(Los complejos y el inconsciente - 1944)



    Esa mañana le sucedió al amigo Alberto Linde el encontrarse en una cafetería en medio de un pequeño debate sobre la realidad o irrealidad del alma... Eran tres hombres apoyados en la barra, cada uno con un pensamiento diferente sobre el tema, o, mejor dicho, con un lenguaje distinto referente a la misma cuestión; la cual, por otra parte, se les escapaba sin que se dieran cuenta, encerrados como estaban en sus limitadas ideas. No era, en absoluto, un tema habitual. Así que Alberto prestó un poco de atención.
    El primero, Javier, defendía su postura con un claro y definitivo idioma racionalista, argumentando que conceptos como "alma" y "dios" eran sólo combinaciones químicas elaboradas por el cerebro, secreciones glandulares o movimientos neuronales que creaban una ilusión en nuestra mente. Y exclamaba, muy convencido: «¿Qué os hace suponer que Dios valore más al ser humano que a una cucaracha o a una rata, que supuestamente también son creación suya?». Con lo que venía a significar que si ese Dios existía, más allá de nuestra mente, no era una entidad particularmente favorable al ser humano, sino alguien (o algo) amorfo e impersonal. Lo suyo era el típico discurso racional y escéptico de que todo provenía de una extraña y anómala conjunción del azar, y que nada tenía en realidad sentido. Incluyendo, por supuesto, en este círculo de absurdo a la creencia en el alma; la cual no era para él más que una alucinación de la mente, que tenía su origen en el miedo que experimenta el ser humano ante el abismo de ese mismo absurdo.
    Quien estaba a su derecha en la barra, Pancho, que era el más ingenuo respecto a este tema, decía que se conformaba con los sentimientos religiosos que encontró en su infancia; con su elemental devoción por la Virgen del Carmen, o algunos santos como Pantaleón o Francisco de Asís. Y recordaba, enfáticamente, que el día de su comunión en la iglesia se emocionó y estuvo a punto de llorar. Lo cual para él era signo inequívoco de que ahí había algo... Dando a entender, a continuación, que si todo eso era mentira y que tras sus queridas imágenes no había nada sustancial, el mundo se le hacía pedazos, se le derrumbaba, y que la vida entonces no tendría para él ningún sentido.
    El tercero, Gabriel, no estaba de acuerdo con los argumentos del primero y, como creyente, defendía la existencia tanto del alma como de Dios, pero sin saber explicarlo con nitidez. Se limitaba a apuntar que esas cuestiones eran "milenarias"... Con lo que para él tenían el suficiente peso específico como para no dudar de ellas.
    Alberto, por el contrario, sólo escuchaba. No estaba dispuesto a entrar en el debate porque, a pesar de que el tema le interesaba, ya conocía de sobra ese tipo de discurso racional y negativo del primer contertulio, y sabía bien que enfrentarse a él sería como hablar con una pared. Se limitó a decir en algún momento que todo se reducía a una visión distinta, a sintaxis o lenguajes diferentes, pero que en el fondo la mente humana, por mucho que se esfuerce, era incapaz de resolver esos enigmas; lo que no les restaba autenticidad. Añadiendo a continuación, con suavidad, que él creía en la existencia del alma. Aunque sin dar, tampoco él, una explicación del fenómeno. Entre otras cosas, porque no sentía en absoluto la necesidad de hacerlo.
    Y mientras escuchaba, entre interesado y ausente, recordó una escena de la juventud de Hermann Hesse, cuando iba caminando por el campo con un amigo y se encontraron ambos, al subir un monte, con la visión de un precioso atardecer. Hesse comentó entonces a su amigo algo sobre la belleza y el sentido de esas luces del ocaso, y el amigo dijo a su vez que aquello era sólo «un simple efecto estético». A partir de ese momento, Hesse decidió que continuarían el camino por separado. Quizá porque no quiso seguir caminando junto a una sombra tan distante, que no iba sino a estropearle el goce del viaje. 
    Y pensó también Alberto, ante el humeante café, en aquello de que siempre se vive en relación a alguien o a algo... Entendía lo de que la creencia en el alma podía proceder de una necesidad humana, de una respuesta ficticia de la conciencia ante el vértigo del abismo. Un pensamiento que ya había apuntado hace mucho tiempo Nietzsche en su Zarathustra. Pero también que la soledad puede ser externa pero nunca interna, porque se convertiría entonces en soledad absoluta. En el primer caso es difícil, incluso dolorosa a veces, pero soportable; en el segundo, es imposible, porque transforma a la propia existencia en algo vacío, que no se puede vivir. Alberto había probado ese primer aspecto de la soledad y, en algunas ocasiones, también el segundo. Pero fueron éstas ocasiones cortas en el tiempo, pasajeras, porque, afortunadamente, siempre volvía a sentir una compañía interior que le salvaba del abismo. Y esta compañía no era otra que la de su alma... Es decir, la parte luminosa del ser, que está en contacto directo con el espíritu, con la magia, con el misterio de la vida.              
    Ante esta creencia, que consideraba más bien como presencia (sobre todo en sus viajes al país del sueño, pero también en ciertos momentos particularmente despiertos del día), no pensaba Alberto en la inmortalidad en un sentido amplio (como en la vieja concepción que apuntaba Jung), pero sí en otro menor, aunque igualmente importante. Creía, efectivamente, que este alma sobrevivía, de alguna forma inexplicable, a la muerte del cuerpo, y que al menos una parte esencial de la conciencia continuaba su viaje por el infinito. Era una convicción que no se atenía a razones, un conocimiento intuitivo; y le daba exactamente igual que este "saber" emanara de una combinación química producida por su cerebro. Porque, en última instancia, la misma materia participaba de ese misterio. Le parecía que ésta era, como decían los antiguos, «una condensación de la luz», significara eso lo que significara, en términos científicos o filosóficos. 
    Se trataba de estimaciones netamente personales, sin ninguna categoría científica, que entraban difusamente en el terreno de la metafísica. Era consciente de ello, no se engañaba sobre eso. Pero ninguna teoría, vieja o nueva, le iba a hacer cambiar en cuanto al valor de esas estimaciones; precisamente por el hecho de ser personales, muy personales. Lo del alma era un sentimiento, y Alberto, afecto a los sueños, era esencialmente un sentidor. Lo de pensar y razonar sobre el tema se lo dejaba a los otros. No le interesaba lo más mínimo ese tipo de especulaciones. A él le bastaba con su sentir. Pero le resultaba curioso, sin embargo, observar cómo cada uno intentaba aproximarse a su manera a algo que para él era incuestionable. Aunque uno de ellos lo hiciera desde la negación más absoluta, intentando más bien alejarse.    
    
    Por supuesto que Alberto no dijo nada de esto, por lo que apunté al principio de que no quería entrar en un diálogo sin futuro, y mantuvo una actitud de mero observador, limitándose a sonreir de vez en cuando y a mover ligeramente la cabeza, negando o asintiendo, según las palabras que en ese momento danzaran en el aire. La conversación duró aún un rato más, pero sin aportar nada nuevo. Los tres hombres soltaban parrafadas diferentes cada vez, pero siempre insistiendo en lo mismo, sin ceder ni un ápice en sus convicciones. Es decir, una especie de diálogo entre sordos. Lo último que llegó a oír, de boca del primer contertulio, era que todo aquello eran simples "chorradas" que no tenían consistencia alguna... Con lo cual parecía quedar todo dicho, pero sin decir nada en realidad. Y después de casi una hora de conversación, a veces intensa, los tres hombres se fueron, cada uno por su lado, llevando consigo los mismos pensamientos que tenían antes del pequeño debate.       
    Alberto se quedó todavía unos minutos más ante la taza de café vacía, sonriendo interiormente. Nada de lo que allí se había dicho había conseguido tocarle. Quizá su convicción era algo extraño que no podía defenderse con razonamientos, pero se trataba, asimismo, de algo inherente a su propio ser. A pesar de cierta intercadencia en su vida afectiva y cotidiana, había cosas que, afortunadamente, eran inmutables.  
    Luego salió a la calle, pero en lugar de comenzar otro de sus habituales paseos hacia las afueras del pueblo, se dirigió hacia su casa. Y una vez allí se le ocurrió buscar en el maestro Jung alguna acertada definición sobre la realidad del alma. Y la encontró, fácilmente, en el glosario que figura al final de su libro de memorias. Después de leerla lamentó una vez más el no poder tener cerca al doctor Jung, para darle un amistoso abrazo, o al menos un cordial apretón de manos. Porque aquello era mucho más que una simple definición, más o menos erudita; era toda una gema fulgurante que iluminó de un modo singular el cielo de aquella gris y lluviosa mañana de otoño: 

    «Si la psique del hombre es algo, es indescriptiblemente complicada y de una complejidad ilimitada que no se puede abordar con la mera psicología de los impulsos. Yo no puedo menos que quedar absorto en el asombro y veneración más profundos ante los abismos y alturas de la naturaleza del alma, cuyo mundo inespacial oculta una cantidad incalculable de imágenes, que millones de años de evolución vital han acumulado y condensado orgánicamente. Mi consciencia es como un ojo que incluye en sí al espacio más lejano, pero el No-Yo psíquico es lo que llena el espacio inespacialmente. Y estas imágenes no son pálidas sombras, sino condiciones anímicas de poderosa influencia, que sólo interpretamos mal, pero que nunca podremos usurpar por la negación de su poder. Junto a esta impresión quisiera yo poner la visión del cielo estrellado por la noche; pues el equivalente del mundo interno sólo se encuentra en el externo, y del mismo modo que alcanzo este mundo a través del médium del cuerpo, alcanzo aquel mundo por el médium del alma.»

    Precisamente era a su alma a quien hablaba el pájaro del sueño, en esas raras noches en vela en que aparecía en la abierta ventana. Sí, a su pequeña alma individual, a esa silueta de luz invisible, pero ciertamente perceptible, que a pesar de sus límites estaba tocada por los filamentos y las ondas del universo. Esa alma suya que, como todas, guardaba celosamente en su interior una pequeña porción del misterio de lo infinito. Una presencia que no podía demostrar ni explicar, pero que sentía, sin lugar a dudas. Sobre todo en los momentos más lúcidos y sensibles, esos en lo que parecía establecerse una corriente más nítida y fluida entre la consciencia y lo inconsciente.
    Que esto pudiera explicarse desde un punto de vista material, mediante argumentaciones psicológicas o físicas, a Alberto le era absolutamente indiferente. Ninguna explicación del tipo de que todo ello se genera en complejos procesos bioquímicos restaba lo más mínimo a la autenticidad del alma. Y si se decía aquello de que el alma era sólo una invención de la mente, que procedía de una lógica necesidad psíquica fundamentada en el miedo a la muerte, o, dicho de otro modo, que estaba meramente originada por esa especie de carencia afectiva que sienten los encogidos o timoratos ante la soledad y el aparente sin-sentido del universo, esto no constituía un argumento en absoluto convincente para Alberto Linde.   
    Quizá se pudiera decir que la fe del amigo Alberto, el caminante de sueños, en su querida Saiwala era inamovible. Pero no lo veía él de esa manera. No era un asunto de fe. Al igual que no es necesario creer en la existencia del aire. Sólo hace falta respirar para darse cuenta de que es real. Y Alberto respiraba el aire del alma con cierta frecuencia...

    Más adelante, en el transcurso de esa mañana, recordó Alberto otra de las frases "contundentes" de aquel contertulio llamado Javier. Que dijo, hacia el final de aquella conversación de café, eso tan típico de que... «¡Desengañaros! ¡Más allá de la muerte no hay nada! ¡Nos morimos y se acabó!». Según parece, pensó Alberto, a este tipo de personas le resulta del todo indiferente que la existencia se reduzca a un intervalo de años entre el nacer y el morir, porque no por ello el tal Javier resultaba ser alguien triste o amargado, sino más bien lo contrario. Con lo que se entiende muy bien —siguió pensando Alberto— el que no crea, o no quiera creer, en la existencia del alma. ¿Para qué? ¡No lo necesita!
    Y eso le llevó a Alberto a pensar asimismo en si él sí tenía esa necesidad... ¿Hacía por fin aparición la sombra de la duda?... Pero no, volvió a insistir, no se trataba sólo de una necesidad sino de una realidad palpable, tanto como la presencia del mismo aire. Y además, a pesar de su creencia en una cierta supervivencia del alma, no había una relación directa entre su existencia y el asunto de la muerte. El alma era algo auténtico, evidente para su sensibilidad, pero no porque eso garantizara una trascendencia de lo consciente e individual más allá de la frontera de la muerte. Alberto no podía negar la existencia del alma, como no podía negar la existencia del aire, de la tierra o del agua. Era así de sencillo. 
    Y se repitió a sí mismo una vez más: «Si esto es sólo una ficción de mi mente, si todo se reduce a un proceso químico, sin realidad objetiva fuera del cerebro, entonces mis viajes al país del sueño también están hechos de esa tela... Pero ¿qué importancia tendría eso? En ese caso, yo mismo estaría también hecho con esa sustancia. Así pues, todo lo que para mí es importante sería algo irreal, y yo solamente sería una invención, una fábula, y mi vida tan sólo un viaje alucinado por los senderos de un cuento de hadas...»
    
    Estaba claro que al amigo Alberto seguirían fascinándole los multicolores brillos del atardecer; en los que veía, como a través de una mágica ventana, vagas figuras e imprecisos paisajes que le evocaban a sus amadas incursiones en el país del sueño. Así como también la visión de la luna y las estrellas, en las noches claras en que el viento susurra suavemente por entre los árboles dormidos. Y seguro que nunca admitiría junto a él a nadie que, como una sombra, le pudiera decir aquello de que se trataba de «un simple efecto estético». 
    Por la tarde, después de que parase la lluvia, salió por fin a dar su paseo reflexivo y solitario hacia las satinadas colinas del horizonte. Y antes de salir del pueblo, vio a cierta distancia a aquel contertulio escéptico que negaba la existencia del alma. Se saludaron desde lejos con la mano. Era un buen hombre, simpático, culto y afable. Y en el instante siguiente, según se iban separando, cada uno hacia un destino diferente, le pareció a Alberto, al volver la mirada, que veía una extraña luminosidad sobre su figura... Quizá un destello de su alma, que, efectivamente y aunque él la negara, caminaba unida a su cuerpo, como una rara sombra ambarina y translúcida. O así quiso verlo.
    Y al regresar a su casa, horas después, a la vieja y algo destartalada cueva cuyas piedras decimonónicas ocultaban su personal tesoro de cuadros y libros, ya cerca del anochecer, Alberto tuvo el inesperado impulso de coger los pinceles... Hacía tiempo que no pintaba. Encendió la lámpara de mesa y se dispuso a crear una pequeña acuarela, sin tener claro qué es lo que quería pintar. Poco a poco, mientras la enigmática noche se iba acercando, lenta y silenciosa, y empezaba a asomarse con curiosidad por el ventanal, sobre el granulado papel fue apareciendo la imagen de una rama de roble con un fondo leve y lejano de amanecer. Posado en ella se veía a un mirlo que parecía estar cantando, por tener su anaranjado pico abierto; y cerca del extremo de la rama, medio oculta entre las hojas, revoloteaba una mariposa de alas azules.  



Antonio H. Martín 
(7 de noviembre, 2014)



                

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(*) Saiwala = alma, en gótico
imagen: de National Geographic
música: Lavender Shadows - Michael Hoppé