Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 31 de julio de 2010

El poeta




EL POETA

por Hermann Hesse


Se cuenta que el poeta chino Han Fook fue animado en su juventud por un impulso maravilloso, el de aprender y perfeccionarse en todo aquello que concierne al arte de la poesía. Por entonces, cuando todavía vivía en su patria junto al río Amarillo, se había comprometido con una joven de buena familia, de acuerdo con su propia decisión y con el apoyo de sus padres, que lo amaban tiernamente. La boda debía ser fijada pronto, y ese día estaría lleno de promesas dichosas. Han Fook tenía por entonces alrededor de veinte años y era un lindo joven, modesto y de agradables modales, instruido en las varias disciplinas científicas y, no obstante su juventud, ya conocido entre los literatos de su país por algunos excelentes poemas. Sin ser precisamente rico, estaba en condiciones de esperar una fortuna suficiente, que sería aumentada por la dote de su novia, y como ésta era además muy hermosa y llena de virtudes, nada parecía faltarle a su felicidad. Sin embargo, no era completamente feliz; su corazón estaba poseído por la ambición de convertirse en un poeta perfecto.

Entonces sucedió algo. Anochecía mientras se celebraba la fiesta de los faroles en el río y Han Fook paseaba en soledad a lo largo de una de sus márgenes. Se recostó contra el tronco de un árbol inclinado sobre el agua, y vio en el reflejo del río mil luces que nadaban temblorosas, vio en las barcas y almadías a hombres, mujeres y jóvenes muchachas que se saludaban recíprocamente y brillaban en sus vestidos de fiesta como hermosas flores; escuchó el débil murmullo de las aguas iluminadas, el canto de las cantantes, la vibración de las cítaras, los dulces sones de los flautistas, y vio, por encima de todo, la noche azulada cerniéndose en los espacios como la bóveda de un templo. Al joven le latió el corazón mientras —como un espectador solitario que obedeciera a sus antojos— contemplaba toda esa belleza. Y aunque deseaba cruzar el río y disfrutar la fiesta en compañía de su novia y sus amigos, anhelaba con mayor vehemencia captar todo aquello como un espectador sutil para poder reflejarlo en un poema absolutamente perfecto: el azul de la noche, los juegos de las luces en la corriente, la alegría de los participantes, la añoranza del espectador silencioso recostado en el tronco del árbol junto a la orilla. Entonces sintió que todas las fiestas y los placeres de esta tierra jamás podrían dar bienestar ni alegría a su corazón; que aun en medio del quehacer de la vida permanecería siendo un solitario y en cierto modo un espectador y un extranjero. Y sintió que su alma estaba hecha de manera que no podía dejar de percibir simultáneamente la belleza de la tierra y el anhelo secreto del forastero. Entristecido, reflexionó acerca de ello, y llegó a la conclusión de que sólo podría participar de una dicha verdadera y una profunda satisfacción si alguna vez le fuera dado reflejar el mundo en poemas tan perfectos que, a través de sus imágenes, pudiera poseerlo purificado y eternizado.

Apenas sabía Han Fook si estaba despierto o dormido, cuando percibió un pequeño ruido y vio de pie junto al tronco a un desconocido, un anciano con una vestidura color violeta y aspecto venerable. Se levantó y lo saludó con el saludo que se debe a los ancianos y a las personas de calidad. El extranjero sonrió y recitó algunos versos en los que se contenía todo aquello que el joven acababa de sentir, expresado con tal belleza y respeto por las reglas de los grandes poetas, que el asombro detuvo el corazón del joven.

«Oh, ¿quién eres?», exclamó, mientras se inclinaba profundamente. «¿Cómo puedes ver dentro de mi alma y decir versos más bellos que cuantos he oído de mis maestros?»

El extraño volvió a sonreír con la risa del que sabe la última palabra y dijo: «Si quieres convertirte en un poeta, ven conmigo. Encontrarás mi cabaña junto a la fuente del gran río en las montañas del noroeste. Me llamo el Maestro de la Palabra Perfecta».

Dicho esto, el anciano ingresó en la exigua sombra del árbol y se desvaneció rápidamente. Han Fook, que lo buscaba en vano y no encontraba la menor huella, acabó por creer firmemente que todo había sido un sueño provocado por su cansancio. Corrió hacia los botes que estaban enfrente y participó de la fiesta, pero entre la conversación y el sonido de las flautas siguió percibiendo la voz misteriosa del extraño. Y le parecía que su alma debía estar reunida con aquél, pues se mostraba alejado y con ojos soñadores entre la alegre compañía, que se burlaba de su estado de arrobamiento.

Pocos días después, el padre de Han Fook quiso convocar a parientes y amigos para fijar el día de la boda. El novio se opuso a ello y le dijo: «Perdóname si parezco faltar a la obediencia que el hijo debe a su padre. Pero sabes cuánto anhelo destacarme en el arte de la poesía, y aunque algunos de mis amigos alaban mis poemas, sé bien que sólo soy un principiante y estoy en los primeros pasos de mi camino. Por ello te ruego que, por un tiempo, me dejes estar solo y proseguir mis estudios, pues me parece que el gobierno de una casa y una mujer me apartarán de aquellas cosas. Y como todavía soy joven y sin mayores obligaciones, quisiera vivir por un tiempo para mi poesía, de la que espero alegría y fama».

Este discurso asombró al padre, que respondió: «Ese arte debe ser para ti preferible a todo, pues a causa de él hasta quieres postergar tu casamiento. Pero si ha ocurrido algo entre tú y tu novia, dímelo, para que yo pueda ayudarte a que os reconciliéis o a procurarte otra».

El hijo, empero, juró que amaba a su novia como siempre, y que ni la sombra de una disputa había surgido entre ellos. Y al mismo tiempo contó a su padre que el día de la fiesta de los faroles se le había manifestado en sueños un maestro, de quien, antes que tener toda la dicha del mundo, ansiaba convertirse en discípulo.

«Está bien», dijo el padre, «te concedo entonces un año. En ese tiempo puedes seguir tu sueño, que quizá te haya sido enviado por un dios».

«Es posible que sean dos años», repuso Han Fook, titubeando «¿quién puede saberlo?»

El padre lo dejó ir con tristeza; el joven escribió una carta a su novia despidiéndose, y partió.

Tras un largo peregrinar alcanzó las fuentes del río y encontró una cabaña de bambú en medio de una gran soledad. Delante, sentado sobre una estera, estaba el anciano al que había visto en la orilla junto al tronco del árbol. Tañía un laúd, y cuando vio que el viajero se acercaba respetuosamente, no se levantó ni lo saludó. Sólo sonrió y dejó correr los dedos sensibles sobre las cuerdas; una música hechicera se expandió como una nube plateada a través del valle, de modo que el joven se detuvo maravillado y en un dulce estado de asombro lo olvidó todo, hasta que el Maestro de la Palabra Perfecta dejó a un lado su pequeño laúd y entró en la cabaña. Entonces Han Fook lo siguió lleno de unción y permaneció con él como su servidor y discípulo.

Transcurrió un mes, y en ese lapso aprendió a despreciar todas las canciones que hasta entonces había compuesto, y las borró de su memoria. Y después de unos meses borró también de su memoria las canciones que había aprendido en su patria de sus preceptores. El Maestro apenas si hablaba una palabra con él; le enseñaba en silencio el arte del laúd, hasta que la naturaleza del discípulo estuvo totalmente saturada de música. En una ocasión, Han Fook compuso un pequeño poema, en el que describía el vuelo de dos pájaros en el cielo otoñal, y que le gustó. No se atrevió a enseñárselo al Maestro, pero al cantarlo una noche junto a la cabaña, el Maestro lo oyó. Sin embargo, no dijo una sola palabra. Lo único que hizo fue tocar suavemente en su laúd y pronto el aire se hizo fresco, el crepúsculo se precipitó, se levantó un viento frío, aunque estaban en pleno verano, y sobre el cielo, ahora gris, volaron dos garzas con enormes ansias viajeras. Y todo esto era mucho más hermoso y perfecto que los versos del discípulo, de modo que éste se entristeció, guardó silencio y comprendió que lo suyo carecía de valor. Así procedía el anciano en cada oportunidad. Al cabo de un año Han Fook había aprendido a tocar el laúd casi a la perfección, pero veía el arte de la poesía como algo cada vez más difícil y sublime.

Transcurridos dos años, el joven sintió una viva nostalgia por los suyos, por la patria y por la prometida, y rogó al Maestro que le permitiera marcharse.

El Maestro sonrió y asintió con la cabeza. «Eres libre», dijo, «y puedes ir a donde quieras. Puedes volver, puedes quedarte allí, si lo prefieres».

El discípulo emprendió entonces el viaje y marchó sin descanso, hasta que una mañana, a la hora del alba, llegó a orillas de la patria y divisó, desde el puente abovedado, la ciudad natal. Se deslizó furtivamente en el jardín de la casa paterna, y escuchó a través del dormitorio la respiración de su padre, que aún dormía. Luego entró a hurtadillas en el huerto de su novia, y subiéndose a lo alto de un peral, la vio en la alcoba peinándose los cabellos. Y mientras comparaba todo lo que veía con sus ojos con la imagen que se había forjado en su nostalgia, le resultó evidente que, a pesar de todo, estaba destinado a ser un poeta. Y descubrió que en los sueños del poeta alientan una belleza y una gracia que se buscan vanamente en los objetos de la realidad. Descendió del árbol, huyó del jardín y cruzando el puente salió de la ciudad natal y regresó a la montaña a través del profundo valle. Ahí estaba, como la primera vez, el viejo Maestro ante su cabaña, sentado en la modesta estera, y tañía con sus dedos el laúd. Y en lugar del saludo pronunció dos versos acerca de la felicidad que proporciona el arte, cuya hondura y musicalidad llenó de lágrimas los ojos del joven.

De nuevo permaneció Han Fook junto al Maestro de la Palabra Perfecta, quien, ahora que aquél dominaba el laúd, le enseñó a tocar la cítara. Y los meses volaron como la nieve con el viento del oeste. Dos veces ocurrió todavía que la nostalgia lo dominara. En la primera huyó secretamente durante la noche, pero antes de haber llegado a la última estribación del valle, el viento nocturno sopló en la cítara colgada de la puerta de la cabaña, y los sonidos volaron hacia él y lo llamaron de vuelta de un modo irresistible. Otra vez soñó que plantaba un arbolito en su jardín; su mujer estaba junto a él, y los hijos regaban el árbol con vino y leche. Al despertar, brillaba la luna en su cuarto; se irguió turbado y vio junto a él al Maestro que dormía con un leve temblor en su barba canosa. Entonces lo invadió un odio amargo hacia aquel hombre que, a su entender, le había destruido la vida engañándolo con respecto a su porvenir. Sintió deseos de arrojarse sobre él para asesinarlo, pero el anciano abrió los ojos y comenzó a sonreír con una dulzura tierna y sutil que desarmó al discípulo.

«Recuerda, Han Fook», dijo en voz baja el anciano, «eres libre para hacer lo que quieras. Puedes volver a tu patria y plantar árboles allí, puedes odiarme y matarme, eso no importa mucho».

«¡Ay, cómo podría odiarte!», exclamó el poeta con una emoción viva, «esto sería como querer odiar al mismo cielo».

Y permaneció allí y aprendió a tocar la cítara, y luego la flauta. Más tarde, bajo la dirección del Maestro, comenzó a componer poemas. Despacio aprendió aquel arte secreto de decir aparentemente sólo lo sencillo y lo simple, pero de modo que lograse una revolución en el alma del oyente como la del viento en la superficie del agua. Describió la salida del sol, cuando se demora al borde de la montaña, y el silencioso deslizarse de los peces, cuando huyen como sombras bajo el agua, o el movimiento de un tierno sauce meciéndose con el viento de la primavera. Y al oírle no sólo se evocaba el sol y el juego de los peces y el susurro del sauce, sino que parecía como si por un instante el cielo y el mundo se concertaran en una música perfecta. Y cada oyente evocaba entonces con placer o dolor lo que amaba u odiaba: el muchacho evocaba sus juegos, el joven a su amada, y el viejo presentía la muerte.

Han Fook ya no supo cuántos años permaneció junto al Maestro en la fuente del gran río; a menudo le parecía que había pisado ese valle en la víspera del día anterior y que había sido recibido allí por la música del anciano. En otras ocasiones sentía como si todas las generaciones de la humanidad y los siglos hubiesen rodado detrás de él y que ello carecía de importancia.

Una mañana, al despertar en la cabaña, se halló solo, y por más que buscó y llamó, el Maestro no dio señales de vida. Durante la noche pareció que el otoño hubiese llegado de improviso; un viento áspero sacudía la vieja cabaña, y sobre la cuesta de la montaña volaban grandes bandadas de aves de paso, aunque todavía no era la época.

Entonces Han Fook tomó el pequeño laúd y descendió al país natal; y allí donde se encontraba con gente, lo saludaban con la ceremonia debida a los ancianos y a las personas de calidad. Y cuando llegó a la ciudad paterna, su padre, su novia y sus parientes ya habían fallecido, y otras personas vivían en las casas de aquellos. Al anochecer fue celebrada la fiesta de los faroles sobre el río, y el poeta Han Fook se quedó en la orilla más oscura, recostado contra el tronco de un viejo árbol. Y cuando comenzó a tocar en su pequeño laúd, las mujeres suspiraron y miraron encantadas y con ansiedad en medio de la noche. Y los hombres jóvenes llamaron al tocador de laúd, al que no podían encontrar, y lo llamaron con ardor, pues ninguno de ellos había oído jamás tales sonidos de un laúd. Pero Han Fook sonreía. Miró el río, donde flotaban los reflejos de los mil faroles, y cuando no pudo distinguir más los reflejos de la realidad, no halló dentro de su alma ninguna diferencia entre esta fiesta y aquella otra a la que asistiera en sus mocedades, y durante la cual percibiera las palabras del extraño Maestro.


Hermann Hesse
(1919)
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- "El camino difícil, y otros cuentos"
- trad.: Rodolfo E. Modern
- Ed. Librerías Fausto (Buenos Aires, 1975)

lunes, 26 de julio de 2010

Las mutaciones de Piktor





LAS MUTACIONES DE PIKTOR

por Hermann Hesse



En cuanto llegó al paraíso, Piktor se encontró ante un árbol que era hombre y mujer al mismo tiempo. Piktor saludó al árbol con profundo respeto y preguntó:

— ¿Eres el árbol de la vida?

Pero cuando la serpiente quiso responderle en lugar del árbol, dio la vuelta y siguió su camino. Miraba todo, todo le gustaba mucho. Era evidente que estaba en la tierra y la fuente de la vida.
A continuación vio otro árbol, que era al mismo tiempo sol y luna.
Piktor preguntó:

— ¿Eres el árbol de la vida?

El sol asintió y rió, la luna asintió y sonrió.
Las flores más fascinantes le observaban con infinidad de colores y luces, con infinidad de ojos y rostros. Algunas asentían y reían, otras asentían y sonreían, las demás no asentían ni sonreían: callaban, embriagadas, ensimismadas, como ahogadas en su propio aroma. Una cantaba la canción de la lila, otra cantaba una canción de cuna azul y negra. Una de las flores tenía grandes ojos azules, otra le recordaba su primer amor. Una olía al jardín de la infancia, su dulce aroma era como la voz de su madre. Otra le miraba y reía y le mostraba su larga y arqueada lengua roja. Él la lamía, tenía un sabor fuerte y salvaje, como a resina y a miel, y también como el beso de una mujer.

Piktor estaba entre todas estas flores, lleno de añoranza y ávida alegría. Su corazón, como si fuera una campana, golpeaba pesadamente, golpeaba muy fuerte; ardía por lo desconocido, por lo maravillosamente presentido.
Piktor vio un pájaro, lo vio sentado en la hierba y sus colores brillaban; el hermoso pájaro parecía poseer todos los colores. Preguntó al bello pájaro multicolor:

— ¡Oh, pájaro! ¿Dónde está entonces la felicidad?
— ¿La felicidad? — dijo el precioso pájaro riendo con su pico dorado —. La felicidad, oh, amigo, está en todas partes, en la montaña y en el valle, en la flor y en el cristal.

Con estas palabras el alegre pájaro agitó sus plumas, estiró el cuello, removió la cola, guiñó un ojo, rió una vez más, luego quedó sentado, inmóvil, quieto en la hierba y, fíjate, el pájaro se había convertido en una flor multicolor: sus plumas se tornaron pétalos y sus garras raíces. En el brillo de sus mil colores, en medio de la danza, se convirtió en planta. Piktor lo miró, maravillado.

Y a continuación el pájaro—flor movió sus pétalos y estambres, ya estaba cansado de ser flor, ya no tenía raíces, se movió con suavidad, lentamente levantó el vuelto y se transformó en una brillante mariposa, que se balanceaba en el aire, sin peso, sin luz, con todo el rostro encendido. Piktor abrió mucho los ojos.

Pero el nuevo insecto, el alegre y colorido pájaro—flor—mariposa de rostro luminoso, volaba en círculos alrededor del asombrado Piktor, centelleando al sol. Se posó suavemente como un copo sobre la tierra, cerca de los pies de Piktor, respirando con delicadeza. Sus resplandecientes alas temblaban un poco, y enseguida se transformó en un cristal de colores, de cuyas aristas se desprendía una luz roja. La roja piedra preciosa despedía un brillo deslumbrante entre el verde del césped y las hierbas, intenso como campanas de fiesta. Pero su hogar, el interior de la tierra, parecía reclamarlo; empezó a disminuir de tamaño rápidamente, como si quisiera esconderse bajo tierra.

Entonces Piktor, dominado por un deseo poderoso, cogió la piedra que desaparecía y la retuvo. Miró embelesado su mágica luz, que parecía brillar en su corazón como augurio de toda dicha.
De pronto, en la rama de un árbol muerto se enroscó la serpiente y le silbó al oído:

— La piedra te convierte en lo que tú quieras. ¡Dile rápido tu deseo, antes de que sea demasiado tarde!

Piktor se asustó y temió perder su felicidad. Rápidamente dijo la palabra y se transformó en un árbol, pues a veces había deseado ser un árbol, porque pensaba que éstos rebosaban paz, fuerza y dignidad.
Piktor se convirtió, pues, en árbol. Sus raíces crecieron en la tierra, su tronco se elevaba hacia el cielo, de sus miembros nacieron hojas y ramas. Esto le complacía. Absorbió con sus fibras sedientas el agua de la tierra y agitó sus hojas en las alturas azules. En su corteza habitaban escarabajos, a sus pies vivían conejos y erizos, en sus ramas anidaban los pájaros.

El árbol Piktor era feliz y no contaba los años que transcurrían. Pasaron muchos, antes de que se diera cuenta de que su dicha no era completa. Poco a poco aprendió a ver con los ojos de los árboles. Y cuando por fin pudo ver, se puso triste.
Vio que a su alrededor, en el paraíso, la mayoría de los seres se transformaban muy a menudo y que todo fluía en el río mágico y eterno de la metamorfosis. Vio flores que se transformaban en piedras preciosas, o en relucientes pájaros que salían volando.

Vio que a su lado muchos árboles desaparecían de pronto: uno se fundió y se convirtió en una fuente, el otro se volvió cocodrilo, otro nadaba alegre y fresco, lleno de vida y animado, convertido en pez, para comenzar nuevos juegos con una nueva forma. Los elefantes cambiaban sus vestidos con las rocas; las jirafas, sus siluetas con las flores.

Pero él, el árbol Piktor, siempre era el mismo, ya no se podía transformar más. Desde que esta idea entró en su conciencia, desapareció su felicidad; comenzó a envejecer y su aspecto se volvió cansado, serio y preocupado, como se puede observar en muchos árboles viejos. También lo vemos a diario en caballos, pájaros, personas y en todos los seres vivos: si no poseen el don de la mutación, con el tiempo caen en la tristeza y el desaliento, y su belleza se extingue.

Un día se extravió en aquella parte del paraíso una muchacha rubia que llevaba un vestido azul. Cantando y bailando corría bajo los árboles, y hasta entonces nunca había pensado en desear el don de la metamorfosis.
Algún mono sabio le sonreía, algún arbusto le hacía una suave caricia con una rama, algún árbol le tiraba una flor, una nuez, una manzana, sin que ella se diese cuenta.

Cuando el árbol Piktor vio a la muchacha, le sobrecogió una enorme añoranza, un deseo de felicidad como no lo había sentido nunca. Y al mismo tiempo se adueñó de él una profunda cavilación; sentía como si su sangre le gritara: «¡Recapacita! Recuerda en esta hora toda tu vida, encuéntrale sentido, de otro modo será demasiado tarde y la felicidad nunca volverá a ti». Y él obedeció. Recordó todos sus orígenes, sus años de humano, su llegada al paraíso, y muy especialmente, el momento en que se convirtió en árbol, aquel momento fascinante cuando tenía la piedra mágica en sus manos. En aquel entonces, cuando cualquier mutación estaba a su alcance, la vida se había encendido dentro de él como nunca. Recordó al pájaro que había reído, y al árbol con el sol y la luna; entonces se dio cuenta de que algo se había pasado por alto, había olvidado algo, y de que el consejo de la serpiente no había sido bueno.

La muchacha oyó un susurro entre las hojas del árbol Piktor, alzó la vista y sintió, con repentino dolor en el corazón, nuevos pensamientos, nuevos deseos, nuevos sueños que se agitaban en su interior. Impulsada por una fuerza desconocida, se sentó debajo del árbol. Le parecía que estaba solo, solo y triste, pero eso era precioso, conmovedor y noble en su muda tristeza; el canto de su murmurante copa le parecía seductor. Ella se recostó en el tronco rugoso, sintió que el árbol se estremecía por una vibración profunda, y sintió la misma vibración en su corazón, que le dolía de forma extraña; las nubes recorrían el cielo de su alma y lentamente empezaron a fluir pesadas lágrimas de sus ojos. ¿Qué era aquello? ¿Por qué había que sufrir así? ¿Por qué amenazaba el corazón con hacer estallar el pecho y fundirse con él, en él, el bello árbol solitario?

El árbol Piktor se estremeció suavemente hasta las raíces e hizo acopio de todas sus fuerzas para dirigirlas hacia la muchacha, con el deseo ardiente de unirse a ella. ¡Ay, por qué se dejaría engañar por la serpiente, condenándose a sí mismo a sufrir las consecuencias de aquel hechizo, que le había convertido para siempre en un árbol solitario! ¡Qué ciego, qué estúpido había sido! ¿Tan poco sabía entonces?, ¿le era tan ajeno el secreto de la vida? No, porque ya entonces había presentido alguna cosa oscura..., ay, y ahora con desconsuelo y honda comprensión pensó en el árbol que era hombre y mujer a la vez.

Un pájaro se acercó volando, un pájaro rojo y verde, un pájaro bello y audaz que se aproximó trazando un arco en el cielo. La muchacha lo vio volar y dejar caer algo de su pico, algo que brillaba rojo como la sangre, como las brasas, y que fue a parar a la verde hierba, brillante; aquello resplandeció con una confianza tan profunda y su roja luz era tan llamativa que la muchacha no pudo por menos de agacharse y recogerlo. Era un cristal, un rubí, y donde él está, no puede haber oscuridad.
Cuando la joven sostuvo la piedra mágica en su blanca mano, se realizó el deseo que tanto llenaba su corazón. La bella chica quedó en éxtasis, cayó y se fusionó con el árbol, transformándose en una rama fuerte y joven que nació del tronco, y creció rápidamente, elevándose hacia el cielo.

Por fin todo era perfecto, el mundo se puso en orden, hasta entonces no había encontrado el paraíso. Piktor ya no era un viejo árbol atribulado, ahora cantaba con fuerza: ¡Piktoria! ¡Victoria!
Estaba transformado. Como esta vez había alcanzado la verdadera, la eterna mutación, y como de una mitad había logrado un todo, podía, a partir de entonces, seguir mutando, tantas veces como quisiera. El río mágico del ser fluiría sin cesar en su sangre, formaría parte para siempre de la creación, en perpetua resurrección.

Se volvió cervatillo, se volvió pez, se volvió hombre y serpiente, nube y pájaro. Pero en cada figura era completo, en cada forma era un par, tenía luna y sol, tenía hombre y mujer dentro de sí, fluía como ríos gemelos por la tierra, brillaba como una estrella doble en el cielo.


Hermann Hesse

(1922)



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Imágenes: acuarelas de Hermann Hesse

domingo, 25 de julio de 2010

La luna azul



Y mientras tanto, entre el juego y la seriedad, entre la luz y la penumbra, entre la música, el silencio y la nada, entre las esquinas y los rincones la noche se sigue iluminando con estrellas, que parpadean y ríen, desde su lejana soledad, sólo aparente.

Porque el amor continúa lloviendo, día tras día, noche tras noche, y cada gota, cada palabra, cada gesto, es un beso, una sonrisa, una caricia, un te quiero.
Qué bueno es estar bajo la sombra amable de los árboles y escuchar el susurro de la brisa.
Me encanta esta locura.
Y me fascina que la luna se vuelva azul, como si fuera la puerta de los sueños...


Antonio HM.

(dedicado a mi chica)

jueves, 22 de julio de 2010

El culto de la vida ociosa




"No es la verdad lo que engrandece al hombre, sino el hombre lo que engrandece a la verdad."
(Confucio)

"Solamente quienes toman sosegadamente aquello por lo cual se atarea la gente del mundo pueden atarearse por aquello que la gente del mundo toma sosegadamente."
(Chang Ch'ao)


...Este culto del ocio estaba ligado siempre, pues, a una vida de calma interior, un sentido de despreocupada irresponsabilidad y un goce intenso y pleno de la vida de la naturaleza. Los poetas y los estudiosos se han dado siempre nombres raros, como "El Huésped de Ríos y Lagos" (Tu Fu); "El Recluso de la Colina Oriental" (Su Tungp'o); "El Hombre despreocupado de un Lago Nebuloso" y "El Anciano de la Torre Envuelta en Niebla", etcétera.

No, el goce de una vida ociosa no cuesta dinero. La capacidad para el verdadero goce del ocio se pierde en la clase adinerada y sólo puede encontrarse entre la gente que tiene un supremo desprecio por la riqueza. Debe provenir de la riqueza íntima del alma en un hombre que ama las formas simples de la vida y a quien impacienta a veces el negocio de hacer dinero. Hay mucha vida que gozar para el hombre decidido a gozarla. Si los hombres no alcanzan a gozar esta existencia terrena que tenemos, es porque no aman suficientemente a la vida y permiten que se convierta en una monótona existencia rutinaria.

Lao Tse ha sido falsamente acusado de ser hostil a la vida; por el contrario, creo que enseñó a renunciar a la vida del mundo precisamente porque amaba con tanta ternura a la vida que no podía permitir que el arte de vivir degenerara en el simple negocio de vivir.



Lin Yutang

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- del libro "La Importancia de Vivir"
- trad.: Román A. Jiménez
- Edhasa (Barcelona, 1980)
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¿Qué es lo que más deseamos cuando somos niños? Está claro: ¡jugar!
Pero luego el mundo nos enseña que eso no es lo conveniente, que debemos asumir unos papeles sociales, que debemos tomar responsabilidades... Bien, ¿y qué pasa con el juego, qué pasa con la vida?
Nos condenan a una existencia "útil", cuando lo que queremos, lo que sentimos y deseamos es una vida "inútil".
Hay muchos matices, que se pueden discutir, pero estoy convencido de que la esencia de la vida, por muy dura que pueda parecer, es básicamente lúdica.
Lo demás son las obligaciones, los límites, las fronteras, pero... a pesar de los años, seguimos queriendo jugar, estar ociosos, contemplar, observar, meditar, cantar, reir.
Es lo vivo que hay dentro nuestro lo que nos pide eso. Y en ese ocio no hay inactividad, aunque lo parezca, porque fijaros que todos los buenos artistas que ha habido y hay en este mundo han desarrollado su arte en ese ambiente lúdico y libre del ocio.

Os aconsejo un libro de Hermann Hesse: "El Arte del Ocio"; está descatalogado, pero quizá pueda encontrarse aún en alguna librería de viejo.


Antonio HM.

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imagen 1: "Beneficial Herbs", por Nicholas Roerich
imagen 2: "Lao Tse", por Nicholas Roerich


martes, 20 de julio de 2010

Huida de la sombra



"Había un hombre que se alteraba tanto al ver su propia sombra y se disgustaba tanto con sus propios pasos, que tomó la determinación de librarse de ambos. El método que se le ocurrió fue huir de ellos.

Así que se levantó y echó a correr. Pero cada vez que bajaba el pie había otro paso, mientras que su sombra se mantenía a su altura sin dificultad alguna.

Atribuyó su fracaso al hecho de que no estaba corriendo con la suficiente rapidez. De modo que empezó a correr más y más rápido, sin detenerse, hasta que finalmente cayó muerto.

No se dio cuenta de que, si simplemente se hubiera puesto a la sombra, su sombra se habría desvanecido, y si se hubiera sentado y quedado quieto, no habría habido más pisadas."


Chuang Tse

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- The Way of Chuang Tzu
- versión de Thomas Merton
- Ed. Debate (Madrid, 1999)

martes, 13 de julio de 2010

Un viaje de la conciencia



En el año 1975, el psiquiatra y ensayista Rafael Llopis Paret (1933), introductor de la obra de Lovecraft en lengua castellana, tuvo la amabilidad de contestar a una larga carta mía en la que le hablaba, desde la simpleza y pesadez de mi condición de adolescente, de diferentes aspectos de la obra lovecraftiana. De esta carta copio un extracto que me parece particularmente interesante.

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"Querido amigo:

Veo, por tu larga carta, que vas poco más o menos por donde yo: Lovecraft, Jung, las profundidades, la lucha de la razón con la estética...
En lo que se refiere al racionalismo, yo lo considero superado por la sencilla razón de que no ha conseguido hacer feliz al hombre ni mejorar su forma de vida. Al contrario, la ha empeorado y hasta está poniendo en peligro la misma supervivencia del planeta en que vivimos. Cuando hablo del racionalismo me refiero a una forma de pensamiento que empezó a desarrollarse en el Renacimiento y alcanzó su auge en el siglo XVIII. Ese racionalismo no es más que una forma históricamente perecedera de la razón. La forma perecedera ha hecho patente su fracaso en la vida (que es el banco de pruebas más auténtico que existe) y ahora la razón --que no es sino la inteligencia de la vida-- se tiene que buscar otra forma superior de manifestación, que satisfaga precisamente a la vida. Por eso, al amparo de la crisis del racionalismo se están revitalizando los antiguos ocultismos. A mí, sin embargo, no me interesa el ocultismo sino como materia estética. Pero ahora aún no es posible saber cual va a ser el próximo paso que dé la evolución de la conciencia del hombre. De todos modos me parece un tema de interés apasionante."


Rafael Llopis Paret
(Mayo, 1975)

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No voy a añadir gran cosa a su acertado comentario, porque no soy erudito en ese tema. Sólo me atrevo a decir lo siguiente:
Después de 35 años, en que se escribió esa carta, ¿ha dado algún paso la conciencia del hombre? ¿aunque sea uno pequeño? Me temo que no. Únicamente veo destellos aislados aquí y allá, pero en términos generales lo noto todo igual, incluso peor. Quizá es que treinta y cinco años es un lapso de tiempo demasiado corto para estas cosas tan universales.
Lo de los destellos ha existido siempre, y la conciencia del hombre lleva un largo camino recorrido... Pero no ocurre así con la sociedad en general, con la ingente masa de seres humanos que viven inmersos en una rutina gris, luchando a diario precisamente para escapar de esa rutina lo más posible, incluso entregándose a la euforia fácil de cualquier evento espectacular, que les distraiga de sí mismos y les haga sentirse partícipes de un grupo más grande y poderoso. Como he dicho, la alegría fácil, un sentimiento eufórico de unión con los demás, pero muy transitorio y muy poco real en el fondo.
Y esto ha ocurrido desde siempre, o sea, que no es signo alguno de evolución de la conciencia. Simplemente son las vueltas habituales que al ser humano le gusta dar, como en una noria de feria.

No quiero con esto parecer pesimista, pero es que me cuesta mucho creer que la razón, "la inteligencia de la vida", como la llamaba el doctor Llopis, esté buscando una forma superior. Y si lo hace va bastante lenta esta señora... Porque lo que yo veo por casi todas partes es lo contrario: una regresión a formas primitivas, que nos alejan de las buenas formas de la civilización, y un mantenimiento de la estolidez humana. Y conste que hablo de "formas", no de fondos.
En cuanto al "ocultismo", a mí sí me interesa, y no sólo como materia estética. Porque estoy convencido de que entre mucha hojarasca falsa hay auténticos pozos de conocimiento.
Para mí, una noche de luna, con su viento y su bosque de sombras inquietantes o acogedoras, no es sólo una escena de la que puedo extraer belleza, sino un panorama seductor que me atrae y me invita a meterme dentro. Porque siento que allí hay algo más que debo descubrir. Es decir, un viaje de la conciencia.
Los locos vemos las cosas de esta otra manera.


Antonio H. Martín

viernes, 9 de julio de 2010

Otra vez, la noche...



Rebuscando en mi baúl me he encontrado con esta página de mi "diario de un caminante", de hace más de treinta años, de la cual transcribo ahora un fragmento:

Otra vez, la noche... La noche con su cadencia silenciosa llena de mil voces internas. En el magnetófono, una música que responde a mis sentimientos, y un cigarrillo con su danza de humo y su sabor de recuerdos, que se quema lentamente entre mis labios. A través de las paredes de mi cuarto me vienen las voces de mis padres y de mis pequeños hermanos, pero no las escucho. Estoy a solas conmigo mismo. Las preguntas llegan calladamente hasta mi corazón y, aun en medio del silencio, me hieren sus voces sinceras, tremendamente sinceras.
¿Quién soy? ¿qué espero de la vida?
Soy un hombre sensible que gusta del aliento profundo del vivir. Me gusta tener amigos -amigos de verdad- y entregarme a ellos, acompañarles en su soledad, y llevar una sonrisa esperanzadora a su tristeza. Me gustan los campos, las montañas, los árboles, las nubes, los lagos... Me gusta observar el gesto inquieto del río, y escuchar el sonido de una pequeña cascada entre el silencio del campo.
Me emociona la despedida del sol, cuando incendia el horizonte y pinta cuadros de sublime belleza ante mis ojos asombrados y mi alma agradecida. Me gusta el manto blanquecino que la luna extiende sobre la noche, plateando sus sombras. Me llega muy adentro el roce del viento; parece darme alas y transportarme a un mundo de absoluta libertad, una libertad plena de sentido que me hace sentirme feliz y seguro de la vida.

Es muy grato para mí el pasear junto a la mujer amada en medio de la noche; apoyar una mano en su cintura, acariciar suavemente el sedoso cabello, mirar con atención su rostro de princesa, descubrir el brillo de la luna en el fondo de sus ojos, besar lentamente sus labios, como el que besa un sueño...

¿Quién soy? Soy un hombre que ama la vida, y que cree que hay cosas más importantes que el dinero, la posición social y el apego a la familia. Soy un caminante, alguien que va en pos de la profundidad...


(Noviembre, 1977)

Bueno, sobran los comentarios, pero está claro que mi locura es muy antigua. No he cambiado nada del texto, porque así se ve mejor de donde viene este caminante. Y lo que más me gusta es comprobar que mucho tiempo después... sigo igual de loco.


Antonio H. Martín


miércoles, 7 de julio de 2010

Lobo estepario




Soy un lobo, un lobo estepario, que nunca se ha llevado bien con este mundo, para mí tan extraño, y nunca lo hará. Un lobo solitario, un caminante de la noche que entra en la vida por el umbral del ocaso, justo cuando empieza a acabar el día.
Un buscador de destellos, que se refugia en las sombras, que huye del ruido mundano y explora el camino de la noche buscando la música del silencio.
Un enamorado de la luna, un escuchador de estrellas, un cazador de sueños, sediento de magias, de brillos ocultos y de susurros.
He soñado tanto... y tan bien, que nada de este mundo me puede saciar.
Sólo la luna y el viento me ayudan a veces a encontrar mi llave de plata, la de los buenos sueños.
Y también lo hace... ella.
Porque camina como el viento, porque atraviesa los cristales de calles y plazas con su mirada de luna, porque suaviza la dureza del sol con sus manos de seda, porque acalla los ruidos con su risa de hada.
Risa de hada, risa de agua, risa que canta...
Ella.

Antonio HM.

viernes, 2 de julio de 2010

Nuit Blanche



Esta maravilla de vídeo la he descubierto en el blog de Mária, "Hablando desde el corazón", que os aconsejo visitar.
Y como yo llevo ya un tiempo enredado en esto del amor, he querido ponerlo aquí, porque me toca muy adentro.
Hay magia en este vídeo..., la misma que siento cuando veo a mi amiga, a mi chica.

Perdón si me pongo algo pesado con este tema, pero es que..., no lo puedo evitar, ni quiero.

AHM.