Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 31 de mayo de 2013

El último romántico

                                                                                                                                     


    "El mayor punto de semejanza entre ambos escritores consiste en que su poesía era una verdadera enfermedad. En este sentido se ha dicho que no es el crítico, sino el médico el que debe juzgar sus escritos. El color rosáceo en las poesías de Novalis no es el color de la salud, sino de la tuberculosis, y el fuego púrpura de los «cuentos fantásticos» de Hoffmann no es la llama del genio, sino de la fiebre."
   
Heinrich Heine


    Esta cáustica lindeza del maestro del sarcasmo —dirigida a dos de mis autores más queridos—, me recuerda a la consabida crítica que los biempensantes suelen dedicar a todo aquello que sobrepasa su racional mundo de líneas rectas y volúmenes compactos... Una antigua disputa sin futuro, en la que los perdedores siempre parecen ser los amigos de sueños y fantasías, que quedan como pobres ignorantes sin sustancia frente a la empírica y contundente claridad de los pragmáticos. El viejo desacuerdo, el diálogo inefectivo entre idealismo y realismo, que camina siempre hacia la nada por falta de los puentes vitales que podrían enriquecer a ambas posturas, consiguiendo quizás con ello un mundo más despierto y luminoso.
    Menos mal que el auténtico arte siempre sobrevive y brilla con luz propia, más allá de cualquier ácida crítica. Y, pese a todo, podemos gozar sin problemas del «Ofterdingen» o del «Puchero de oro» y dejar que esas dos joyas siembren en nuestra mente y nuestro ánimo el fresco aliento del sueño y de la magia.
    
    Se suele decir de Heine que fue "el último romántico", pero también que fue quien acabó definitivamente con el romanticismo. Ambas definiciones las empleaba el mismo Heine, y parece que todo el mundo estuvo de acuerdo. Hermann Hesse se refería a él como al "incómodo amigo Heine", y en un primerizo ensayo, de 1900, le calificó como el "profanador del templo".
    Parece ser que el "romántico" señor Heine se dedicó a "destruir" todo el fascinante entramado del romanticismo anterior, burlándose de él en sus agudos y sarcásticos escritos. Y se supone que con la aparición de Heine y sus lesivos ataques, el romanticismo quedó mortalmente herido, hundiéndose poco después en un ocaso de estrellas fugaces que se difuminaron en la nada...
    ¿Pero fue realmente Heine el brillante y áspero canto de cisne del romanticismo?
    Quizá sea cierto que puso el punto final a cierto estilo literario (o, mejor, a la deformación del mismo), que en los poetas mediocres se deslizaba con descaro hacia una decadente afectación carente de fondo. Y que gracias a Heine la literatura alemana pudo avanzar hacia nuevas formas expresivas más cercanas a la realidad inmediata (como el naturalismo), y más acordes con los nuevos tiempos.
    Precisamente es esa decadencia de estilo de finales del romanticismo (y más aún del post-romanticismo) lo que ha quedado en la imaginación popular, confundiéndola con el auténtico espíritu romántico. Y es por eso por lo que a las personas racionales y sanas de hoy en día (generalmente, los burgueses) lo romántico les suena a una debilidad enfermiza, cuyos síntomas se traducen en tenues pero soporíferos perfumes, sedosos visillos movidos por la brisa en una casa vacía, mustias flores sobre el piano y aburridos susurros al atardecer... Amores trasnochados, llenos de suspiros y lánguidas miradas, y vagas tristezas plagadas de sombras. Todo ello con frecuencia aderezado con apariciones de seres fantásticos, como duendes, brujas o espíritus, propios de anticuados cuentos de hadas infantiles.
    Un fondo de escenario patético, irrisorio y fantasmal que está muy alejado de la dinámica y segura compacidad en que creemos movernos actualmente, que se muestra como extraño, oscuro y falso ante nuestra cuadriculada y pragmática realidadPero a quien de verdad sepa qué es romanticismo todo eso le sonará, como mucho, a un pálido y deformado reflejo que muy poco tiene que ver con la auténtica esencia de lo romántico. 
    Heine se reía abiertamente de todo ello, y diseccionaba ese aparentemente tierno e ingenuo universo romántico con la agudeza de un lenguaje claro y moderno, incisivo. Pero, aparte de que tuviera sus buenas razones para hacerlo (con la intención, por ejemplo, de abrir nuevos caminos a la expresión y el pensamiento, apartando a un lado lo que consideraba como una rémora para el progreso), y conviniendo en que acertara en algunos casos —refiriéndome a los poetas mediocres y a lo que vino a ser como una mascarada de lo romántico—, he de afirmar que no tiene sentido decir que terminó con el verdadero romanticismo.
    No soy nadie para defender al Romanticismo de la mordacidad de un brillante escritor como Heine, que tiene su lugar asegurado en el Parnaso. Sobre todo porque se defiende maravillosamente bien él solo con la supervivencia de sus mejores obras, a pesar de acerbas críticas y cambiantes temporalidades. Pero no puedo dejar de expresar mi opinión al respecto, porque frases como las que encabezan este texto me mueven a ello.

    José Luis Pascual, en su prólogo al libro de Heine "Para una historia de la nueva literatura alemana", escribe lo siguiente:

    "Hay en el «Libro de Canciones», en efecto, todo un mundo de magia y ultratumba, caballeros antiguos, beldades españolas, «minesingers», cautivos pescadores, ondinas y demás. Un mundo de ensueño muy de acuerdo con su autor, un joven arrogante que se viste a lo Byron y se hace llamar en los salones de la burguesía berlinesa «el Byron alemán».
    "Pero si traspasamos las brumas del bosque romántico encantado veremos con Heine (en el «Diálogo del Brezal de Paderborn») que la música pegadiza de los violines es una algarabía de lechones, que el cuerno que resuena en el bosque es el gruñido de una piara de puercos que van a la cochiquera, que los musicales sonidos producidos por las alas de los ángeles no son sino el grito aturdidor de unos gansos, que el dulce repicar de campanas en las torres de la lejanía es el cencerro del ganado en el establo y que la doncella angelical que llama al poeta es una vieja casi ciega que se aproxima a la fosa dando tumbos.
    "Heine ha conjurado el mundo romántico con sus loreleys, amazonas desnudas a lomos de blancos corceles a galope, esfinges, ruiseñores que
despiertan bosques encantados, amantes muertos que surgen de la tumba, sentimentales rosas que coquetean con frágiles amapolas, hadas, gigantes..., para destruirlo. Nadie se atreverá ya a adentrarse en el bosque romántico, temeroso de servir de blanco a la sarcástica ironía heiniana."

    Por supuesto que no estoy de acuerdo con la línea final, porque el que suscribe ha entrado muchas veces en ese bosque romántico, sin importarle lo más mínimo la supuesta destrucción del señor Heine. Y como yo, muchos otros lo han hecho y lo siguen haciendo. Y esto es así, porque no hay destrucción alguna. Lo romántico continúa tan vivo como siempre, y de aquella antigua fuente sigue manando la misma gozosa magia que hace mil años. 
    No se trata de que Heine esté muerto y ya no pueda mofarse de nuestros sueños —porque hay aún muchos otros "heines" en este mundo de ahora, y sin la calidad del Byron de Düsseldorf—, sino de que a los amantes de lo romántico no nos confunde ninguna pretendida claridad racional, y no consentimos a nadie que nos impida adentrarnos en lo que para nosotros es la más vital de las aventuras.     
    
    Pero cambiemos de perspectiva y leamos lo que escribió el propio Heine en sus "Memorias":

    «A pesar de mis campañas exterminatorias contra el Romanticismo, nunca dejé de ser un romántico, y lo fui en mayor grado de lo que yo mismo sospechaba. Yo, que asesté el golpe de muerte a la poesía romántica en Alemania, emprendí con ímpetu renovado la persecución de la flor azul en el país de los sueños del Romanticismo y me apropié de los sonidos encantados y canté una canción en la que cedí, con la misma complacencia que en otros tiempos, a las encantadoras hipérboles, a la borrachera de claros de luna, a la nostalgia de ruiseñores. Sé que era "la última canción libre del bosque romántico" y yo soy su último poeta; conmigo ha concluido la vieja escuela lírica alemana y conmigo se abre la nueva, la lírica moderna alemana».                                                   
                                                                       
     
    Como dije antes, nada tengo que objetar a ese último aserto, en cuanto a la esfera de la literatura. Pero tengo la firme convicción de que el romanticismo es mucho más que un estilo literario. Y en ese sentido, me suena a absurdo que alguien (aunque sea el gran Heine) presuma de haber asestado su "golpe de muerte" a aquél... Con todos mis respetos para el señor Heine, no puedo estar de acuerdo. 

    El Sturm und Drang no se limita a una simple moda filosófica y literaria, ni se circunscribe al movimiento estético de una época determinada. No es sólo algo defendido temporalmente por unos cuantos idealistas y místicos más o menos exaltados, sino una poderosa corriente de pensamiento y, sobre todo, de sentimiento, que hunde sus raíces en un estrato muy antiguo. Y no sólo en los turbios sueños de la Edad Media, como pudiera parecer, sino en cierta inclinación primitiva de la conciencia —que podríamos llamar mágica—, que está firmemente asentada en lo más hondo del inconsciente. Algo arcaico que está emparentado con el remoto origen de las más antiguas leyendas y con la nebulosa esfera de lo mítico.
    
    Soy consciente de que mi modo de expresarlo puede sonar un tanto desmedido. Quizás porque me dejo llevar por el entusiasmo que me provoca este tema, y porque mi falta de formación académica me traba a la hora de emplear los términos precisos. Pero tengo muy claro lo que quiero decir. Lo que llamamos romántico trasciende, en esencia, los límites del romanticismo histórico.           
    Con estas sencillas palabras lo expresaba Hermann Hesse en su breve ensayo de 1900, hablando de la obra cumbre de Novalis: "El «Ofterdingen» es intemporal, se desarrolla hoy, nunca y siempre, es la historia no de un alma, sino del alma en general." 
    
    Y ya para terminar, quiero resaltar aquello que decía Heine en sus memorias, cuando se confesaba como romántico: que también él, a pesar de sus ataques contra el entorno y el alma del romanticismo, se empeñó en la búsqueda de la «Flor Azul». Así que resulta entonces que lo del color rosáceo de Novalis y el fuego púrpura de Hoffmann no eran, después de todo, simples cuestiones nosológicas... 
    En fin, esto es lo que de verdad nos interesa a nosotros, caminantes idealistas y románticos: penetrar en las opalescentes tierras del ensueño, para poder encontrar allí esa flor romántica que guarda el secreto de nuestros más íntimos y preciados anhelos.    

    Sobre el vasar de la chimenea, medio oculta entre la penumbra de aquella tarde pura y lejana, estaba quieta y como dormida la brillante figura de raro cristal. Quizá esperando que algún intrépido viajero viniese y la tomara. El salón estaba vacío, en silencio. La niña dormitaba su siesta en la buhardilla, rodeada de sus cajas de colores y sus libros de cuentos, ajena al viento que hacía temblar suavemente las hojas en el bosque.
    Pronto vendría la noche, la oscura dama, y traería su canasta llena de destellos y nuevos sueños. Y volvería el viejo Achim de su paseo por la montaña, con su serena sonrisa sabia, y algún regalo de luna en sus manos de mago que viaja por el tiempo...



Antonio Martín Bardán 
(31 de mayo, 2013) 

                                                                        


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imágenes 1 y 3: óleos de Caspar David Friedrich
imagen 2: retrato de Heinrich Heine

viernes, 24 de mayo de 2013

El cristal del tiempo



El cristal del tiempo


(La fabulosa historia del dr. Hans)



    Aquella tarde de otoño, de hace ya doce años, me esperaba una grata sorpresa en casa de mi amigo Pablo Gómez Albellán (al que los íntimos solemos llamar simplemente "Paul")... Ascendí lentamente por el estrecho sendero, admirando y disfrutando el sereno paisaje, que aún conservaba mucho de verde, para encontrarme con mi amigo, que entonces vivía solo en una pequeña casa de madera en lo alto de la colina, rodeado de viejos libros y de raras plantas exóticas, como un estudioso solitario algo aislado del mundo, casi en plan eremita. Contento por saber que me esperaba, como otras muchas tardes, una grata velada de buena conversación; porque Paul y yo teníamos, y tenemos aún, muchas aficiones en común. Pero aquella tarde no fue habitual, porque mi amigo me obsequió con un inesperado regalo.
    Resulta que había encontrado, en una de esas raras y siempre interesantes librerías de viejo, un extraño diario, y me lo entregó para que lo leyera. El diario estaba originalmente escrito en alemán antiguo, pero mi amigo lo había traducido para mí y escrito a mano en un cuaderno con una dedicatoria, así que el regalo fue doble. Un diario en el que un autor anónimo narraba la breve pero fabulosa historia de un tal doctor Hans Schliebel y su asombroso descubrimiento... Así que después de la velada, que transcurrió, como siempre, entre amistosas discusiones, buen vino, humo de cigarros y algunas viandas, ya con las primeras sombras del anochecer, me volví camino abajo hacia mi casa del valle, con ese diario bien guardado en mi cartera. Estaba deseando leerlo, porque lo que me dijo Paul sobre su contenido me pareció muy interesante. La verdad es que el camino, aun siendo hermoso, se me hizo largo por primera vez...  
    Llegué por fin a casa, y sin más preámbulos, dejando a un lado la frugal cena que me tenía preparada, me fui hacia mi sillón favorito, en el cuarto de estudio, encendí la pequeña lámpara y me sumergí en la lectura de ese diario. La noche se presentaba tranquila, y por la ventana empezaban a introducirse los primeros rayos de luna. No puse nada de música. Quizá después, pero ahora sólo quería silencio.
    El diario, tal y como dije antes, no era del propio Dr. Hans, sino que estaba escrito, al parecer, por alguien que le conoció, y supo, quizás por boca de aquél, la historia que había protagonizado. Tal vez un amigo cercano, que prefirió ocultar su nombre. Y comencé a leer...


    Por fin, después de muchos paseos infructuosos, durante varias semanas, por toda la región, de múltiples incursiones por las muchas grutas del lugar, el dr. Hans encontró lo que andaba buscando, en lo más hondo de la gran cueva... Y pudo escribir en su diario de campo que, efectivamente, ¡el cristal con sabor a cereza existía! Salió presuroso, deseando comunicar a los aldeanos la buena noticia, que seguramente sería motivo de fiesta en toda la comarca.
    Pero antes de partir hacia la aldea, el dr. Hans consideró que quizá no fuera suficiente con su palabra, dado lo inaudito de su descubrimiento. Así que pensó en llevar una pequeña muestra del mismo. Pero... ¿se atrevería a cortar aunque sólo fuese una fina lámina de aquel cristal que antiguas leyendas consideraban sagrado?
    Considerando lo difícil de la situación, optó por visitar al viejo Achim, el sabio de la aldea, a quien se honraba en tener como amigo. Él sería el primero en conocer la noticia, y a él pediría consejo. Estaba impaciente por divulgar el descubrimiento, pero su buen juicio le indicaba que era mejor escuchar antes la opinión del sabio anciano. 
    Así que el dr. Hans fue a ver al viejo Achim, que vivía en lo profundo del bosque, como el druida que era, junto al arroyo. En esa casa repleta de viejos libros, manuscritos, antiguos relojes y extrañas figuras...
    

    Llegado a este punto, interrumpí la lectura. Más que un diario parecía una especie de cuento. Sinceramente, no era lo que esperaba. Y además... ¿qué era eso de un cristal con sabor a cereza? ¿Qué significado podía tener? ¿Era tal vez como un raro caramelo natural? —pensé medio en broma—. ¿Para qué serviría? ¿Acaso tenía algún poder curativo? ¿Y por qué era un mineral sagrado? Demasiadas preguntas... Dejé el cuaderno sobre la mesa y me aproximé a la ventana para fumar un cigarro tranquilamente y pensar. La luna se veía espléndida, el valle estaba tranquilo y soplaba viento del oeste. Ciertamente, sí que parecía ser un buen momento para leer un cuento que se presentaba con cierto tinte fantástico, me dije, pero...
    Mi amigo Paul no es ningún bromista, pensé luego, y si me ha dejado este cuaderno para que lo leyera, aparte de tomarse la molestia de transcribirlo traducido para mí —que no domino la lengua alemana—, tiene que ser por algo.
    Pero soy, por naturaleza, impaciente, y este principio me planteaba varias dudas y esperas no apetecibles, tantas que estuve a punto de dejarlo, quizás para otro momento. Sin embargo, después de unos minutos asomado a la ventana, volví al sillón y retomé la lectura. La curiosidad y la confianza en mi amigo me movieron a ello.


    ... Se sentó a esperar la llegada del viejo Achim, que estaba ocupado en esos momentos, según le dijo la amable sirvienta de la casa. Transcurrió el tiempo y el dr. Hans miró su reloj... Había pasado más de media hora y la puerta del cuarto de Achim no se abría. Sí que estaba ocupado este hombre, pensó. Seguro que saldría raudo si supiera de qué trata mi noticia. 
    Y mientras esperaba, Hans se fijó en una rara figura, de las muchas que había en aquel salón. Era como un pequeño ídolo, en actitud danzante, y le llamó la atención su color.... En ese instante, un fino haz del sol de la tarde tocó a la figurilla y ésta pareció moverse. Durante unos segundos, pareció como si bailara... El dr. Hans se acercó con curiosidad, envuelto en la humareda de su cigarro, mientras pensaba en qué extraño portento acababa de presenciar, o si se trataba de un simple efecto óptico provocado por el delgado rayo de sol. Incrédulo, y al mismo tiempo asombrado, Hans se dispuso a asir la figura, para ver de qué material estaba hecha. Pero en ese preciso momento, escuchó una voz fuerte y grave que le habló desde atrás: 
    —¡No, Hans! ¡No la toques!
    Era el propio Achim quien así había hablado, que acababa de salir de su cuarto, de su cueva de los secretos. Afortunadamente, a pesar de sus tajantes palabras, el dr. Hans observó aliviado que éste le miraba con una media sonrisa.
    —Siéntate, amigo Hans, y dime a qué se debe tu inesperada visita. Más tarde te explicaré por qué no debe tocarse esa figura que estabas mirando tan fijamente. 
    Después de estrechar la nudosa mano del viejo Achim, el doctor se volvió a sentar y, ya algo repuesto de su sorpresa de antes, comenzó a narrar los detalles previos a su descubrimiento. Y cómo encontró al final, en el fondo de la gran cueva, el maravilloso cristal. 
    Achim escuchaba en silencio. Y luego le preguntó al doctor:
    —¿No sucedió nada especial antes de que descubrieras ese brillo rojizo entre las sombras del fondo?
    El dr. Hans recordó entonces algo importante, que sorprendentemente había olvidado... Ya estaba caminando hacia la salida de la cueva, convencido de que allí tampoco se encontraba lo que buscaba, cuando oyó el canto de un pájaro. Sí, un canto muy fino y musical. Lógicamente, le extrañó sobremanera oír a un pájaro dentro de la cueva, y se dirigió hacia donde parecía hallarse. Le descubrió, muy en el fondo, en medio de las sombras, pero extrañamente brillante. Era muy pequeño y de vivos colores. Y en seguida el pájaro aquel levantó el vuelo y desapareció. Justo debajo de donde había estado posado, es donde encontró el cristal.
    El viejo Achim sonrió abiertamente.
    —Ese era el pájaro del sueño...
    —¿El pájaro del sueño? —preguntó asombrado el dr. Hans.
    —Sí —respondió Achim—, es un pájaro muy especial, que se hace visible sólo muy raras veces. Es un privilegio que lo hayas encontrado. Él fue quien te guió hacia el cristal.
    —¿Lo cree usted así? —preguntó el doctor, que seguía sin salir de su asombro.
    —¡Sin duda! Sin la ayuda del pájaro, el cristal te habría pasado desapercibido. Él te indicó dónde estaba.
    —¿Y por qué hizo eso ese extraño pájaro?
    —No preguntes y conténtate con haber sido sujeto de su regalo.
    El dr. Hans volvió a mirar al ídolo danzante, que estaba cerca, sobre la repisa de la chimenea. Y sin saber bien por qué, notó que esa figura le recordaba algo al pájaro de la cueva, al pájaro del sueño, como lo llamaba el viejo Achim. Quizá era su mirada, esa mirada brillante, lo que tenía cierta similitud con los vivos ojillos del pájaro. 

    Siguieron conversando animadamente sobre el tema, mientras la tarde se deslizaba con suavidad hacia el mar de la noche, en aquella casa tranquila, plagada de secretos, en medio del susurrante hayedo. El doctor Hans, con creciente interés, según se iba enterando de nuevos detalles que desconocía.
    —Puede que sólo sea algo anecdótico —comentó Hans—, pero siempre me llamó la atención esa extraordinaria peculiaridad del cristal: su sabor a cereza... 
    —Sí —contestó Achim—, es algo curioso. Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, en una lejana región del Oriente, hubo un hombre especial que alcanzó la iluminación meditando bajo un cerezo. Estuvo allí, quieto y en silencio, durante muchos días y noches. Mientras que, secretamente, el árbol le acompañaba en sus meditaciones. Cuando por fin lo logró no se fue a predicar por el mundo, como el Buda, sino que allí mismo desapareció en lo que a la vista fue como la explosión de un extraño y frío fuego azul, y parece ser que el espíritu del árbol le acompañó... Lo que quedó de aquel cerezo, de su tronco y sus ramas, se convirtió en cristal. Lo demás ya lo conoces: alguien de estas latitudes encontró un fragmento en uno de sus viajes y se lo trajo de recuerdo, pensando que era una especie de rara gema, ocultándolo posteriormente en una de las cuevas como si fuera un tesoro. 
    —¡Fascinante! —exclamó Hans—. No conocía esa parte de la leyenda, esa fábula del oriental y el cerezo.
    —Sí, amigo Hans, pero... ya sabes, es sólo una leyenda. No debemos prestarla demasiada atención. Incluso las supuestas maravillas que se dice que ocurrieron entonces no tienen que ser objeto de mucha credibilidad...
    —Pero... Achim —se quejó el doctor—, usted sabe bien que ese cristal forma parte de nuestro más rancio acervo cultural. Y eso debe ser por algo. Para mí es muy importante el haberlo descubierto y confirmar así que existe realmente, rescatándolo de lo legendario y de un comprensible olvido. Es todo un hallazgo y estoy deseando comunicárselo a los demás. Creo que será motivo de alegría para todos.
    El viejo se levantó y, acercándose al hogar, cogió la figurilla que antes había llamado la atención del doctor. La alzó un poco y, mientras ésta comenzaba a brillar tenuemente, dijo con voz grave:
    —Hans, esta figura está hecha de ese cristal. Yo mismo la construí hace tiempo, cuando era joven, después de descubrir el cristal en el mismo sitio donde tú lo has encontrado. También yo fui guiado por el pájaro del sueño. Pero, hay un problema... Y mi opinión es que el cristal debe seguir permaneciendo oculto en el terreno de la leyenda.
    El doctor no daba crédito a las palabras del anciano. ¿Oculto? ¿Por qué esconder semejante descubrimiento? Pero Hans respetaba mucho la sapiencia de Achim, y si éste opinaba que había algún conflicto es que, efectivamente, lo había. 
    —Así que ya tenía usted conocimiento de primera mano del cristal, y sin embargo nunca dijo nada... Pues sí que debe haber un problema. ¿Y dice que esa figura está hecha con él?
    —Sí, se me ocurrió fabricarla después de comprobar que el cristal poseía ciertas características extrañas... 
    A Hans le ponían a veces un poco nervioso los habituales silencios del viejo Achim, pero entendía que el erudito anciano debía tener sus motivos para ello, y sabía soportarlo y esperar.
    —No es necesario que te explique nada más —continuó diciendo Achim, como si hubiese adivinado los pensamientos del doctor—. Toma, cógela, cierra los ojos y lo comprobarás tú mismo. 
    El doctor Hans tomó en su mano la brillante figurilla, y lo primero que pudo comprobar fue que... ¡latía!. Sintió como un palpitar, un suave temblor que le dió la impresión de tener en la mano algo vivo.  
    —Tranquilo, Hans, no te va a morder —dijo el anciano, con una sonrisa.
    Confiado en las palabras del viejo Achim, el doctor plegó su mano en torno a la figura y cerró los ojos.

    Notó como una corriente que se extendía desde la mano hasta todo su cuerpo. No era muy intensa, pero hizo que se sintiera como si estuviese de repente inmerso en algo parecido a las frescas aguas de un río... Cuando, después de un tiempo indeterminado, abrió los ojos, el doctor Hans no se encontraba ya cómodamente sentado en el cálido salón del viejo Achim, sino ante el ancho mar, de pie sobre las rocas de un acantilado. Soplaba un salvaje viento del norte y estaba solo.   
    Después de la primera impresión de fuerte sorpresa, Hans consiguió reunir la suficiente presencia de ánimo para observar lo que le rodeaba con cierta sobriedad, como quien reconoce que está en medio de un sueño y, a pesar de su asombro, se dispone a explorar el extraño lugar en que se encuentra.
    En un punto lejano de la costa, medio oculto entre las brumas, logró divisar lo que le pareció la oscura silueta de un castillo... Y nada más. Sólo el inmenso mar que se perdía en un horizonte nebuloso, las grandes rocas sobre las que se asentaba y el cielo gris azotado por el viento.
    El doctor Hans estaba acostumbrado a deambular por extraños e inhóspitos parajes, como cuando se adentró en la gran cueva donde halló el cristal legendario, pero este súbito e inexplicable cambio de situación era superior a su capacidad. Así que no se le ocurrió otra cosa que llamar en voz alta a su desaparecido anfitrión, porque, después de unos minutos, aquel desolado lugar le empezaba a infundir cierta inquietud.
    —¡Achim! ¡Achim! ¿Dónde está?
    El aullido del viento era todo cuanto se oía en aquella soledad. Y grandes nubes parecían amenazar con una recia e inminente tormenta, en un sitio donde no había refugio alguno. Hans empezó a impacientarse. Quizá sería buena idea encaminarse hacia aquel lejano castillo...
    En eso, le pareció escuchar como un susurro que se acercaba gradualmente, y que poco a poco iba ganando en definición frente al poderoso ulular del viento, hasta que por fin se convirtió en una voz clara y segura.
    —¡Hans, vuelve! ¡Estoy aquí, a tu lado!
    Aun sin verla, sintió que detrás de la voz había una presencia cercana, y luego notó vagamente que alguien le quitaba la figura de cristal, que aún conservaba en su mano cerrada. Y en pocos segundos, el extraño paraje se deshizo, esfumándose en un rápido y difuso torbellino, y el mundo conocido volvió a hacer acto de presencia ante su atónita mirada. Volvía a estar en el acogedor salón de su amigo Achim, el viejo druida de la aldea, rodeado por el amable hayedo de sus paseos de siempre.

    Hans respiró hondo y se quedó allí sin moverse, en silencio, sin atreverse a preguntar ni a decir nada, aferrándose a los brazos del sillón como a una tabla de náufrago. El viejo Achim le miraba con fijeza, también calladamente. Luego se fue hacia el aparador y regresó con una generosa copa de vino, que ofreció al asustado doctor. 
    —¿Comprendes ahora, amigo mío? ¿Comprendes por qué es aconsejable mantener la magia del cristal en secreto? ¡Has estado muy lejos hace un momento!
    El doctor Hans, recuperado ya su aliento y después de beber un lento sorbo de vino, pudo por fin decir:
    —No, Achim, amigo, no es mucha mi comprensión... Porque no sé qué me ha sucedido. ¿Posee el cristal alguna clase de brujería? ¿Algo que siembra en la mente fantasmagorías y alucinaciones? 
    —Lo que tiene nuestro cristal de leyenda, querido amigo, es un poder maravilloso, pero incontrolable. El cristal con sabor a cereza no es una gema preciosa cualquiera, ni el adorno simbólico de un antiguo cuento cuyo significado se ha perdido con el paso de los años. Nuestro legendario cristal, estimado doctor, es nada menos que un talismán del tiempo.
    —¿Quiere decir que... este cristal sirve para...?
    —Así es, Hans. Tiene el poder de hacer que viajemos a través del tiempo. Es como una llave mágica que abre la puerta de los siglos, y con ella podemos trasladarnos a cualquier momento de la historia, de la pasada y de la por venir.
    El doctor dejó la copa sobre la mesa y se llevó las manos a la cabeza en un gesto de estupor.
    —¡Pero eso es... increíble! 
    —Lo es, en efecto, amigo. Pero acabas de comprobar que es cierto. 
    —La verdad, Achim, es que, como dije antes, no sé qué me ocurrió hace un momento. Fue tan... repentino; un cambio tan radical... Si fue un viaje en el tiempo, no sé en qué tiempo ni en qué lugar estuve. Era todo tan extraño...
       —Descríbeme ese lugar. 
    El doctor Hans le contó al anciano lo que había visto con todo detalle, y éste se quedó pensativo, como quien busca un hilo perdido de la memoria. Al cabo de unos segundos, exclamó: 
    —¡Sí que viajaste lejos, amigo! Por tu expresión al volver, imaginé que habías recorrido una larga distancia, pero no tanta. Si no me equivoco, Hans, hace poco estuviste en los lejanos Highlands.
    —¿En Escocia?
    —Sí, lo que no puedo saber es en qué época, en qué momento del tiempo. Tu viaje fue demasiado corto. Tuve que hacerte volver, porque tu rostro tenía un gesto muy poco tranquilo.
    —Tengo que reconocer que empezaba a estar algo asustado. No sólo por lo desapacible de aquel paraje, sino sobre todo por lo inaudito e incomprensible de la situación.
    —Entiendo, pero me gustaría saber qué te hizo viajar hasta allí.
    —Supongo que... el poder del cristal, ¿no?
    —Sí, pero me refería a por qué a la lejana Escocia —inquirió Achim.
    —Ciertamente, no sabría decirlo. Es un país que me atrae, por lo que cuentan de él y por algunas estampas que he llegado a ver, pero nunca lo he visitado.
    —¿Te das cuenta, Hans? El poder del cristal es impredecible, además de incontrolable. Lo que lo convierte en sumamente peligroso. 
    El doctor no pudo menos que asentir. Recordó lo incómodo que se había sentido en aquel lugar, a pesar de su entrenamiento en diversas y difíciles exploraciones. Si no se podía guiar al cristal, éste nos podría dejar en cualquier parte, expuestos a cualquier riesgo.
    —Imagino que algún sentido oculto debe tener —dijo Achim—. No creo que el cristal se comporte de un modo caótico. Pero ese sentido se nos escapa. Sólo si aprendiéramos a conducir su magia, podrías hacer eso que deseas, podrías levantar su secreto. Pero hasta entonces...
    —Sí, Achim, lo comprendo. Tenía la ilusión de compartir mi descubrimiento, pero haré como ha venido haciendo usted durante todos estos años, y guardaré el secreto. Es mejor así.
    —Lo es, amigo. No sabemos qué extrañas circunstancias serían posibles si levantáramos el velo entre los aldeanos.
    El doctor Hans se sintió algo abatido. Tenía que quedarse tras una pared de silencio, cuando lo que le pedía su corazón era gritar alegremente a los cuatro vientos que había encontrado el maravilloso tesoro. Y así se lo expresó al viejo Achim.
    —Sí, amigo, es una lástima, pero debemos atenernos a nuestro buen juicio. Dejar suelta entre la gente a esa ave de fuego sería muy peligroso. Habría, sin duda, buenos acontecimientos, pero también malos. Y esos son los que debemos evitar.

    La tarde continuaba declinando perezosamente, mientras los dos amigos seguían con su animada conversación, compartiendo su interés por el cristal y elucubrando sobre las múltiples posibilidades que su poder dejaba al descubierto. El doctor Hans le hizo aún muchas preguntas al viejo Achim. Y así pudo enterarse de que el cristal que todavía quedaba en la cueva no representaba peligro alguno, en caso de ser descubierto, porque únicamente la figura que poseía Achim tenía ese raro poder.
    —¿Por qué sólo en su figura es donde está la magia? —preguntó Hans.
    —Ese es mi secreto, amigo mío. Pero no me importa compartirlo contigo, al menos en parte. Así como tampoco me importó dejar que la cogieras. Esa figura tiene una forma muy particular que yo elegí, después de indagar a fondo sobre las propiedades del cristal. Sé que a mí no puede hacerme daño, al igual que tampoco a ti. Recuerda que te conozco bien. Hay en tu ser algo especial que armoniza con el espíritu del cristal, y por ello supe que no habría peligro. Si viajaste a ese lugar tan lejano y desapacible, es por algo que sólo tú puedes saber. Pero te aseguro que en ningún momento corriste un verdadero peligro. En cambio, es imposible saber qué ocurriría con otros viajeros, a quienes les faltase esa intrínseca particularidad del alma, esa relación con el espíritu del cristal.
    —Y en cuanto a la causa de que sólo en mi figura actúe la magia del cristal   —continuó el anciano—, te diré que hay que modelarlo de una forma muy especial, delicada y compleja, tal y como yo lo hice en su momento. Y eso es un secreto que sólo un auténtico druida conoce. Quizás algún día, si los vientos son propicios, te cuente cómo se hace. Por ahora, confórmate con pedirme la figura cuando ese sea tu deseo. Está a tu disposición, pero úsala siempre con sumo cuidado, querido amigo.
    —Me siento muy honrado, Achim. Se lo agradezco de veras. Aunque también le digo que sólo cogeré la figura en su presencia. Aún no me atrevo a hacerlo solo, no después del susto de esta tarde. Al menos hasta que adquiera cierta habilidad en su uso. Pero quería hacerle aún otra pregunta, si me lo permite
    El viejo y paciente Achim asintió.
    —Si el cristal que hay oculto en la gran cueva no representa ningún peligro, ¿por qué resulta inconveniente darlo a conocer?
    Achim sonrió.
    —Amigo Hans, sigues insistiendo en eso... Te comprendo. En tu mente continúa viva la imagen de la supuesta alegría que ello iba a provocar en nuestros amigos de la aldea. Pero, créeme, eso no es aconsejable. Ciertos asuntos es mejor dejarlos bajo un velo de sombras, para evitar posibles males.
    —Entiendo, y ya quedé de acuerdo. Pero mi pregunta es de pura curiosidad: ¿dónde residiría el peligro si el cristal, por sí mismo, no desata su poder si no es con un previo y sabio modelado y no sé con qué especie de secreto conjuro?
    El anciano contestó con seriedad:
    —Doctor Hans, en primer lugar, ¿qué sentido tendría, aparte de tu imaginada fiesta, el que los aldeanos supieran de la existencia del cristal? ¿Qué harían después con él? ¿Llevárselo a sus hogares para tenerlo de adorno? ¿Engarzarlo en anillos y collares? ¿Configurar alguna imagen que quizás luego fuese motivo de adoración? Tú les conoces, casi tan bien como yo... Son todos buena gente, pero tal vez, digamos, demasiado elementales para enfrentarse con el misterio y tener un fragmento del mismo en sus casas. Aparte de que seguro que con el tiempo la noticia trascendería las fronteras del pueblo...     
    —Tiene usted razón, estimado Achim, como siempre. Entonces tal vez lo conveniente sería no sólo ocultar el descubrimiento, sino además sellar ese sitio de alguna manera. No sé..., sepultarlo tras metros de tierra, más dentro aún de la cueva, para que no estuviera visible. O hundirlo en alta mar, metido en algún pesado cofre...
    El viejo Achim no pudo evitar reírse a carcajadas, ante las ocurrencias del doctor.
    —Amigo Hans, no te preocupes por eso. Hay algo que no te he contado sobre el pájaro del sueño...
    —¿El qué, Achim?
    —Ese extraño pájaro, que sólo se deja ver en muy contadas ocasiones, no sólo es quien tuvo a bien mostrarnos la ubicación del tesoro. Es además el guardián del cristal. Y te aseguro que nadie, nunca, logrará encontrarlo, a no ser que el pájaro así lo quiera. 

    Aquella noche el doctor Hans, con la mente llena de nuevas y fantásticas imágenes y pensamientos que corrían raudos y casi sin control, de vuelta hacia su casa y antes de salir del ahora sombrío bosque de hayas, se paró un momento y volviéndose hacia la ya lejana casa del druida Achim, dijo para sus adentros:    
    —Viejo y sabio amigo, tenga por seguro que pronto volveré, quizás mañana mismo, y le pediré que juntos hagamos uso de esa mágica figura de cristal. Porque ardo en deseos de hacer un nuevo viaje... Quiero regresar a aquel acantilado. Ahora sé —por fin lo recuerdo— quién vive en ese lejano y oscuro castillo...


    Cerré el cuaderno y sonreí satisfecho. Me había gustado ese supuesto diario, o cuento, a pesar de lo extenso de los diálogos. Y según apagaba la lámpara para irme por fin a dormir, empecé yo también a fantasear con lo que haría si tuviera en mi poder esa brillante figurilla, a dónde me atrevería a viajar. Muchas y variadas opciones me vinieron a la cabeza, y todas interesantes y gozosas. Lástima que aún no se me hubiese aparecido ese pájaro del sueño...
    Pensé en volver al día siguiente a casa de mi amigo Paul. Quería agradecerle de nuevo su regalo. Y de paso, hacerle algunas preguntas sobre ese doctor Hans Schliebel y su extraño amigo, el viejo Achim; aparte de que tenía curiosidad por saber qué le llevó a traducir esta historia para mí. Conociendo su afición a los enigmas y los secretos, y a todo aquello que tuviera que ver con lo mistérico y numinoso, seguro que tenía interesantes detalles que contarme sobre la magia del cristal del tiempo.



Antonio Martín Bardán 
(24 de mayo, 2013)


(Para la amiga Crystal, desde un recóndito lugar del País del Sueño)
     



domingo, 19 de mayo de 2013

La luna de Li Po



Canción para navegar

Un barco de sándalo y remos de magnolia,
en ambas puntas se sientan "flautas de jade y pífanos de oro".
Bellas cantantes, incontables cascos de vino dulce, 
oh, déjenme seguir las olas, dondequiera que me lleven.
Soy como el inmortal que se fue montado en la grulla amarilla,
sin meta vagabundeo siguiendo a las gaviotas blancas.
Las canciones de Chu-ping aún brillan como el sol y la luna.
De los palacios y torres de los reyes de Ch'u no quedan rastros en las montañas.
Con un solo golpe de mi pincel sacudo las cinco montañas,
el poema terminado, río, mi deleite es más vasto que el océano.
Si la fama y las riquezas pudieran durar para siempre,
el río Han fluiría hacia el Noroeste volviendo a su fuente.


Li Po



    Cuenta la leyenda que el poeta chino Li Po (al que ahora llaman Li Bai, según una nueva versión) murió ahogado en el río una noche de ebriedad en que quiso abrazar el reflejo de la luna en el agua. Bella muerte para un poeta, pero en realidad no es eso lo que ocurrió...
    Lo que hizo Li Po fue montarse en ese reflejo, como en una barca, para perderse río arriba, rumbo al océano de estrellas. La otra barca de madera, que había usado al principio para navegar por el río esa lejana noche, quedó vacía y a Li Po nunca más se le volvió a ver. Así nadie pudo saber en qué nuevo y fabuloso viaje se había aventurado.  
    A veces sucede que alguien traspasa los límites del mundo y consigue entrar en la dimensión del sueño, no sólo con su mirada. Y entonces se abren para él puertas que antes estaban cerradas, aparecen entre la niebla puentes que no eran visibles, y la luna sobre el río se convierte en una luminosa y mágica barca, capaz de atravesar el velo de gasa que separa lo posible cercano de la imposible lejanía.
    De esta manera se confunden y penetran, como por efecto de un sortilegio, la realidad conocida —cuyos lindes tenemos bien sabidos— y la otra realidad, la del vasto universo de los sueños. Una dimensión extraordinaria en la que reina la opulenta y exuberante diosa de la fantasía, esa enigmática dama de ojos brillantes que los antiguos llamaban Madre
    Un vate excelso como el sabio y alegre Li Po, destinado a ser inmortal, seguro que conocía bien el manejo de los hilos y el encaje de palabras y gestos necesario, para abrir la puerta oculta y poder franquear el umbral de lo maravilloso. Y así fue como decidió marcharse.  


Antonio Martín Bardán
(19 de mayo, 2013) 

miércoles, 8 de mayo de 2013

Una noche en Atlantis




«Solamente la imaginación de un caballero errante y los cascabeles de mi bonete de loco contribuyeron a mi buen humor y a mi coraje heroico.»

Johann Georg Hamann


    Cuando abrí los ojos, después de lo que pareció ser una ligera inconsciencia pasajera, me encontré en el término de un bosque. Robles, hayas, pinos y abetos centenarios dejaban paso a la visión de un imponente paisaje, un valle amplio y profundo cuyo final se perdía en la brumosa lejanía, rodeado de altivos montes rocosos que vestían sus laderas con una suave capa esmeralda. Y sobre uno de ellos, el más cercano, se veía una asombrosa ciudadela que se alzaba mayestática sobre lo hondo del valle, como un raro y fantástico olimpo. Sin sorprenderme demasiado, dado el carácter frecuentemente maravilloso de mis viajes, aunque gratamente impresionado por el inesperado y magnífico paisaje, me decidí a subir por un camino que parecía dirigirse hacia allí.
    Al cabo de un rato, que no me pareció en absoluto largo ni pesado, llegué sin fatiga alguna a las viejas pero bruñidas puertas de la ciudadela, que estaban generosamente abiertas de par en par. Más allá me esperaba un conjunto armonioso de antiguas y elegantes casas de piedra con tejados inclinados, y torres doradas que despuntaban orgullosas y desafiantes, aunque alegres, entre el intenso azul y el vuelo sereno de las nubes. Las calles, silenciosas y vacías, esmeradamente cuidadas y limpias, discurrían somnolientas entre casonas y jardines, ornadas todas ellas con grandes y frondosos árboles, lo que las dejaba medio cubiertas por frescas sombras que invitaban a pasear.
    Y eso hice durante más de dos horas, pasear tranquilo por esa ciudadela silenciosa y acogedora, admirando sus atractivos y sugerentes rincones. Sin que en todo ese tiempo me cruzara absolutamente con nadie, lo cual, no sabría explicar por qué, no me extrañó. Sin embargo, lo que sí me pareció raro fue constatar sus extraordinarias dimensiones: aquella ciudadela aparentemente dormida adquiría ante mis ojos, según la caminaba, el tamaño de una gran ciudad, y no veía por ninguna parte su final. Pero esto también dejó de extrañarme a los pocos minutos, después de la primera perplejidad, quizás porque estaba encantado de que así fuera.
    Lentamente y sin ruido, como una sobria y noble dama que vuelve a su hogar después de un largo viaje, llegó la noche. Su oscuro manto de gasa fue cubriendo a la ciudadela con suavidad maternal. Y ésta se empezó a alumbrar paulatinamente, sin prisa alguna, poniendo cascabeles de luz a las nuevas sombras. Entonces pude darme cuenta de algo que no era normal y que disipó las pocas dudas que aún me quedaban. Me fijé en un detalle que me llamó la atención y me confirmó que, efectivamente, estaba ante el paisaje de un sueño: las casas brillaban de una manera especial, como si su luz surgiera, no de las lámparas del interior ni de las farolas, sino de las propias paredes de piedra. Hasta los árboles del paseo destellaban de esa extraña manera. Era como una rara fosforescencia surgida de alguna fuente desconocida. Y fue entonces cuando por fin supe dónde me encontraba...

    A partir de ese momento, ya nada normal podía esperar y reanudé el paso con emoción. Después de mucho tiempo, había vuelto al País del Sueño. Y no a cualquier íntimo rincón de mi fantasía, sino nada menos que al paraíso romántico por excelencia. Era la primera vez que lo visitaba y mi corazón empezó a latir con fuerza, como en mis jóvenes años de aventuras, cuando me perdía en las cavernas del inconsciente y hollaba viejos templos que brillaban ocultos entre las sombras; palacios recónditos llenos de invaluables tesoros de conocimiento, donde el oro, las gemas y la plata se transmutaban en saberes olvidados y llaves que abrían fabulosas puertas a mundos de ensueño.
    Tras los primeros y asombrados pasos, con esta nueva y gozosa certeza de estar en donde nunca antes había estado —a pesar de haberlo deseado con intensidad en muchas ocasiones—, comencé a notar que más allá de las cortinas y los visillos de las ventanas se apreciaba movimiento de figuras humanas... Siluetas imprecisas que me regalaban el hecho de que allí vivía gente, que la ciudad no estaba vacía y abandonada. Temblé felizmente al pensar que quizás podría conversar con alguno de ellos. Miré entonces, no sé por qué, hacia arriba y ví que la luna, una resplandeciente luna llena que asomaba por entre los árboles, me sonreía. No fue la imaginación de alguien acostumbrado a ensoñar y pintar a ciertas cosas con el pincel de su anhelo, sino que realmente la luna me miraba y sonreía...
    Fue después de ese instante cuando empecé a escuchar una música lejana que surgía de algún lugar indefinido. Me cogió por sorpresa y me sobresaltó, lo que hizo que bajara la cabeza y me tapara los oídos instintivamente. Se me acercó entonces un hombre de mediana estatura que salió de improviso de entre las sombras, y me preguntó con voz templada que si era que no me gustaba... A lo que tuve que responder que desde hacía un tiempo, no sabía por qué extraña razón, no podía soportar la música. Me ponía nervioso y triste.
    —Ah, ya entiendo —me dijo, sonriendo levemente—. Pero no se preocupe, esta melodía no le pondrá melancólico. Escúchela.
    Mientras me esforzaba en escuchar lo que parecía un alegre trío compuesto de clave, violín y cello, intenté fijarme mejor en el rostro de aquel hombre, en la medida en que las sombras de castaños y acacias me lo permitían. Entonces, inesperadamente, fue a sentarse en un banco cercano iluminado por la luna, y pude ver claramente sus rasgos de duende travieso y genial. No sé definir lo que sentí...
    Después de unos minutos en que ambos permanecimos en silencio escuchando la música, ésta concluyó, o, mejor dicho, se fue desvaneciendo en la lejanía, hacia el fondo de aquellas largas calles vacías. Y aquel hombre —cuyas obras había leído en mi juventud con avidez y fascinación— me miró y dijo:
    —¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado? ¿A que no le ha hecho ningún daño?
    —Sí, es alegre, lúdica, amable... Me ha recordado a Mozart —contesté tímidamente.
    —¿De verdad? Pues no sabe el favor que me hace, amigo mío. Porque ese trío lo compuse yo hace mucho tiempo, y el hermano Wolfgang era nada menos que mi ídolo. En aquella época la música era mi pasión, mi barco, mi tabla de náufrago, mi lámpara en la niebla; más incluso que la pluma. La música era para mí... ¡la vida!  —exclamó con vehemencia.
    —¿Ya no compone? —me atreví a preguntar.
    —¿Componer? No, mi estimado Antonio, ya no me hace falta componer. Ahora vivo en la música, quiero decir, dentro de ella. Con sólo mover una mano en el aire, violines, cellos, claves y oboes se ponen a sonar como por arte de magia, desde las hojas de los árboles, desde las nubes, desde las piedras... Conservo en mi casa viejos papeles pautados sin usar y muchos instrumentos antiguos, como afectuoso homenaje a la memoria, pero tan sólo hay aún un par de éstos últimos que a veces me inclino a tocar, por simple capricho: el armonio de cristal y el arpa eólica.
    Le escuchaba ensimismado, atento a sus palabras, a sus gestos, al aura que se desprendía de su ser. Pero algo acababa de decir que me había dejado aturdido... ¿Había pronunciado mi nombre?
    Aquel hombre musical y mágico pareció adivinar mi pensamiento. Me miró con fijeza desde sus pequeñas lentes y dijo, mientras sonreía complaciente:
    —Así es, amigo mío. Le conozco muy bien. Mire...
    Sacó algo de un bolsillo de su chaqueta. Un pequeño libro. Y me lo mostró. Era un librito en octavo de cubiertas azul oscuro, pulcramente encuadernado, en cuya portada podía leerse con claridad en caracteres ligeramente góticos: Cuaderno Nocturno
    Una vez más, no sé definir mi sentimiento de esos instantes. No sé qué decir, excepto que el suelo pareció resbalar bajo mis pies al mismo tiempo que sentía como si me inundara la luz de la luna.
    —Pero... si yo... nunca he publicado nada... ¿Y además, cómo es que usted, precisamente usted...? —me atreví a balbucear.
    Su sonrisa se mostró ahora más abierta y luminosa. Se levantó, se acercó a mí y poniendo una mano sobre mi hombro, me dijo con voz afable:
    —Amigo, no goza usted de muy buena memoria... La publicación de su libro de reflexiones corrió de mi cuenta, que para eso tengo aquí esos poderes y muchos más. Pero, ¿acaso no recuerda que le dejé un par de comentarios en su bitácora? Fue cuando escribió aquel simpático y entusiasta homenaje dedicado a mi querido Puchero de oro. ¿Se acuerda?... No, no me mire así y cierre la boca. ¡Pues claro que fui yo! ¿Quién si no? Tengo en mi terraza un poderoso telescopio y con él puedo enterarme de muchas cosas, por muy lejos que estén. Además, ese maravilloso artilugio me avisa con una luz cuando sucede algo que puede ser de mi interés, para poder observarlo desde aquí, sin importar el lugar ni el tiempo. Así es como me enteré de la existencia de su escrito, y de la suya propia. Y créame si le digo, querido amigo, que fue un agradable encuentro. Por eso está usted ahora aquí. Entre mis múltiples poderes está también el de guiar a algunos soñadores en su deambular por el País del Sueño. Y la verdad es que sentía deseos de verle y de hablar con usted. Porque hay algo importante que quiero decirle...

    Nos pusimos a caminar calle abajo, entre los árboles y las casonas fosforescentes, junto al intuido susurro de las siluetas tras las ventanas; descendiendo pausadamente hacia el centro de la ciudadela y lo profundo de la noche. Bajo la sinfonía cósmica de la luna y las estrellas, el autor de tan maravillosas historias —que ahora me llamaba «amigo»— me dijo muchas cosas que me importaban. Me fascinó con su verbo y su saber. Y yo caminaba casi como extasiado en su compañía.
    Los gruesos y tupidos cortinajes que separan el mundo de los sueños de la vigilia, me impiden recordar con exactitud sus lúcidas palabras en aquel paseo por la noche de Atlantis. Aunque supongo que habrán quedado grabadas en algún rincón de mi subconsciente. Así quiero creerlo, porque sería una lástima que esa riqueza se me hubiera perdido. Sólo recuerdo con claridad lo último que me dijo, antes de despedirnos.
    Sentados en la gran plaza central, de columnas de ónice y espléndidas fuentes cubiertas de jade, muy cerca de la noble puerta labrada de la inmensa biblioteca, con sus grabados esmaltados de complejos y raros símbolos de alquimia —en donde me hubiese gustado entrar y quedarme cien años—; entre la caricia de una suave brisa que traía del valle su perfume edénico, y ante una mesa en la que destellaban bajo la luna dos copas del mejor vino que nunca se ha bebido, el maestro de los elixires diabólicos y las ollas de oro, con sus lentes de cristal de aumento que permitían leer los pensamientos, alzó su copa y me dijo en tono serio pero con una música amable sonando en cada una de sus palabras:
    —Recuerde, querido amigo, aquella buena frase de Hamann: «Solamente la imaginación de un caballero errante y los cascabeles de mi bonete de loco contribuyeron a mi buen humor y a mi coraje heroico». No lo olvide, amigo mío. Deje la seriedad y la pesadumbre para los momentos serios y oscuros, y no haga de ellas el baluarte de su vida. Quítese su triste sombrero y póngase el gorro de loco, ría y camine por el mundo descubriendo lo que tiene de maravilloso, y no enfangue su corazón en el sucio río de lo que no merece la pena. Ambos sabemos que en la noche hay destellos inesperados entre el mar de sombras. Búsquelos, y cuando los encuentre fíjese bien en ellos, aprenda de ellos, dance con ellos. Son su mejor guía, el viento que le llevará hacia la estrella que anda buscando.
    Nos dimos un abrazo, que hizo que me sintiera como rozado por las alas de un sueño antiguo muy querido, y el maestro amigo Hoffmann se dio la vuelta y se adentró en la noche, dejando tras de sí una estela de magia y alegría que seguí respirando aún durante un tiempo. Sobre la mesa, junto a su copa vacía, había dejado mi pequeño libro azul oscuro, y me pareció ver por un instante cómo su cubierta se aclaraba y algo desde dentro me llamaba, con una voz que me resultó bastante conocida...         


Antonio H. Martín 
(8 de mayo, 2013)

lunes, 6 de mayo de 2013

Ganterus



Tres cosas


    Sobre cierto hombre llamado Ganterus, quien siempre deseaba diversiones y alegrías sin fin, se cuenta lo siguiente: una mañana se levantó muy temprano y fue paseando solo por el camino militar hasta llegar a un país en que el rey había muerto hacía poco tiempo. Los príncipes del reino, al verlo tan viril, lo eligieron rey, y la elección le puso contento. Pero al llegar la noche, los suyos lo llevaron a un aposento en el que vio a un feroz león en el cabezal de su cama, un dragón a los pies, en el lado derecho un oso y en el izquierdo sapos y víboras.
    —¿Qué significa esto? —dijo Ganterus—. ¿Tengo que dormir en esta cama y con estas bestias?
    —Desde luego, señor —contestaron aquéllos—, pues todos los reyes que te precedieron durmieron en esta cama y fueron devorados por estos animales.
    —Todo lo de aquí me gusta mucho —replicó el rey—, pero me repugna esta cama junto con las bestias, por lo cual no quiero ser vuestro rey —y se alejó de ellos. Llegó a otro país, donde los ciudadanos también lo eligieron rey. Al caer la noche entró a su aposento y vio una hermosa cama, pero llena de filosas cuchillas.
    —¿No pretenderéis que me acueste en esta cama? —dijo Ganterus.
    —Sí, señor. Pues todos los reyes que te precedieron durmieron y murieron en esta cama.
    —Aquí todo está bien —respondió aquél—, salvo la cama; pero por eso no quiero ser vuestro rey.
    Se levantó temprano y realizó solo una marcha de tres días. En el camino se encontró con un anciano que estaba sentado sobre un manantial con un bastón en una mano y que le dijo:
    —Querido caminante, ¿de dónde vienes?
    —De muy lejos —contestó él.
    —¿Y qué haces? —prosiguió preguntando el anciano.
    —Estoy buscando tres cosas y no puedo hallarlas —contestó aquél.
    —¿Cuáles tres cosas? —volvió a preguntar el anciano. Ganterus respondió:
    —Primero, abundancia sin escasez; segundo, alegría sin tristezas; tercero, luz o claridad sin oscuridad.
    Entonces dijo el anciano:
    —Coge este bastón y sigue recto por este camino; pronto verás una montaña delante de ti, y al pie de esa montaña hay una escalera que tiene seis escalones: sube por ella; cuando llegues al sexto escalón, verás en la cima de la montaña un palacio muy hermoso. Da tres golpes en la puerta de ese palacio, y el portero te contestará. Luego muéstrale tu bastón y dile: "El dueño de este bastón te ordena que me dejes entrar." Dentro del palacio, empero, encontrarás juntas las tres cosas que estás buscando.
    Aquél cumplió todo tal cual se lo había dicho el viejo; y en cuanto el portero vio el bastón, lo dejó entrar, y allí encontró las tres cosas juntas y muchas más, y se quedó allí toda su vida.


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- De las "Gesta Romanorum" (1342),
  según la versión de J.G.Th. Graesse (1842)
- "Gefchichten aus dem Mittelalter" (1925)
- ("Leyendas Medievales" - Hermann Hesse)

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    Varias cosas me sorprenden en esta breve leyenda medieval... Que el tal Ganterus se levante una mañana y llegue en su paseo hasta otro país, quizá es explicable porque viviera cerca de la frontera con el mismo. Que allí acabase de morir su rey parece una simple casualidad, que está dentro de lo verosímil. Pero que nada más llegar sea elegido rey, sólo por la virilidad de su aspecto, ya me resulta raro. Y el hecho se repite poco después en otro país... Definitivamente, Ganterus era un gran caminante, que en sus paseos era capaz de alcanzar fronteras con facilidad, y además debía tener porte de rey.
    Otra cosa que me resulta sumamente extraña es la costumbre de aquellas gentes de matar a sus reyes en la primera noche... Pero, en fin, ya se sabe que hay gente para todo y peores cosas se han visto. Ganterus hacía muy bien en marcharse, por supuesto, pero no consigo entender por qué aquellas pérfidas gentes se lo permitían, si lo que querían era verle muerto a la mañana siguiente... Se me ocurre que la forma en que deseaban acabar con sus reyes tenía que incluir la voluntariedad de éstos. Eran, al parecer, una especie muy rara de asesinos.
    ¿Y quién era ese misterioso anciano? ¿Por qué le regala a Ganterus las tres cosas que buscaba? ¿Quizá porque valora y admira sus deseos? ¿Tan raro es querer abundancia, alegría y claridad? Es fácil imaginar que el anciano no era sino el dueño, disfrazado de peregrino, de ese palacio sobre la montaña, porque suyo era el bastón que permite entrar allí al caminante (aunque también podría ser algún tipo de duende, o un mago...). Pero no consigo entender el motivo de la concesión. ¿Qué hacía allí el anciano, sentado sobre el manantial? ¿Esperar el encuentro con algún viajero para sondearle y ver si era digno de su regalo?
    El caso es que el bueno de Ganterus, después de evitar los peligros de ser rey en aquellos extraños países, encontró lo que buscaba y, lógicamente, se quedó a vivir para siempre en ese palacio. Cualquiera hubiese hecho lo mismo. Lo raro es encontrarse con un anciano así de rico y generoso en los caminos del mundo.

    La explicación de esta pequeña historia se me escapa, porque posiblemente se trata de una fábula cuyo simbolismo no sé interpretar. Hesse nos dice en su libro que... "las Gesta Romanorum son una colección de narraciones, leyendas y anécdotas, acompañadas de conclusiones morales por clérigos"... Pues seguramente alguna moraleja eclesial debe tener esta leyenda, que mi laicidad me impide captar. Ojalá algún amable lector, más habituado que yo a este tipo de lecturas, pueda aclarar las dudas y decirnos qué se oculta tras estos enigmas: la figura del caminante buscador y viajero entre países, los súbditos criminales y sádicos, el misterioso y generoso anciano, la escalera de seis peldaños tras la que se hace visible el palacio de la montaña...
    También nos avisa Hesse de lo siguiente: "mi amor hacia este rico mundo medieval no se dirige de ningún modo a las tendencias eclesiástico-clericales, sino a sus temas, a su profunda fantasía y clara plasticidad, a su cálida y bella humanidad". En principio, eso es lo que me llamó la atención de este cuento, en una primera lectura, pero luego me compliqué un poco la vida intentando comprender lo que acababa de leer. Si conociera la forma de pensar y de expresarse propia de la Baja Edad Media, no tendría ningún problema en entenderlo, pero no es el caso.
    En fin, no me quedo pensando en los enigmas, sino en quién tuviera la suerte de encontrarse con un anciano así... Y si luego resultase que en el palacio vive una bella e interesante princesa, mucho mejor. También yo me quedaría allí para siempre.        


Antonio H. Martín

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libro: "Leyendas Medievales - publicadas por Hermann Hesse"
(Editorial Bruguera - Barcelona, 1979)
     

sábado, 4 de mayo de 2013

Nirvana



    Tuve un amigo hace años, licenciado en filosofía y letras, maestro de escuela, que cuando hablábamos sobre budismo y se mencionaba el Nirvana, solía contarme que ese concepto le sugería una imagen de ensueño, en la que se veía a sí mismo caminando por un sendero de montaña que se hundía en un horizonte envuelto en niebla, y por el que gozosamente, con una calma absoluta y una absoluta entrega, iba desapareciendo paulatinamente, abandonando esta vida e internándose en la nada... No creo que el Nirvana deba entenderse propiamente como la "nada", pero así lo pensaba mi amigo, viendo en él la disolución del ser, la desintegración de la individualidad y la reintegración en el mar prístino de lo infinito; figura metafísica cuya imaginación le hacía sentirse alegre, sereno y aliviado de las cargas de la problemática materialidad cotidiana.
    Normalmente, el Nirvana suele concebirse como un estado de liberación, un nivel superior en el que la conciencia sobrepasa la llamada "rueda del Samsara" —el ciclo interminable de las reencarnaciones, la cadena kármica, y alcanza algo así como una beatitud, un cielo sin sombras que está más allá de cualquier deseo y conflicto. El propio Siddharta Gautama lo expresó así:

    «Hay, monjes, una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni tiempo sin límites, ni ningún tipo de ser, ni ideas, ni falta de ideas, ni este mundo, ni aquel mundo, ni sol ni luna. A eso, monjes, yo lo denomino ni ir ni venir, ni un levantarse ni un fenecer, ni muerte, ni nacimiento ni efecto, ni cambio, ni detenimiento: ese es el fin del sufrimiento.»

    ¿Se puede deducir de sus palabras que se refiere a la nada? ¿A una especie de extraña dimensión sin dimensiones, a una zona incomprensible del universo llena sólo de vacío? ¿Quizás a una muerte absoluta, a una nulidad cósmica sin luz ni forma en la que no hay cabida para la existencia? ¿Un oscuro caos primigenio, indistinto, sin espíritu ni materia, ciego y sin sentido que da vueltas sobre sí mismo interminablemente?... No lo veo así. Parece más bien que habla de un estado singular de la conciencia. Y si lo expresó en esa forma negativa, abstrusa, paradójica e impenetrable es porque se refería a un concepto que escapa a la capacidad del lenguaje.
 
    Cuentan que la disciplina del Zen tuvo su remoto origen en un discurso silencioso de Buda —el sermón de la flor, creo que lo llaman—. Según recuerdo, ocurrió cuando los monjes le preguntaron por la verdad última, por la iluminación o algo así, y el maestro Gautama no contestó con palabras sino que se limitó a alzar la flor de loto que tenía en sus manos... Es decir, respondió con un especial gesto, como dando a entender que la verdad más profunda no puede expresarse con palabras. Lo que me recuerda asimismo a aquello que decía Lao-tse en su Tao-te-ching, de que el Tao que puede ser expresado no es el auténtico.
    Y me pregunto si esto tiene que ver con el Nirvana..., si el Buda intentó indicar con ese gesto de la flor que hay una salida a este mundo de represiones y sufrimientos, de deseos y frustraciones, de leyes, límitaciones, conceptos oclusivos y muerte, a este gran velo de Maya, y que esa puerta abierta desemboca en la paz y la libertad del Nirvana.
    Probablemente se trata de asuntos distintos, pero una cosa me evoca a la otra. Y lo hace porque ambas tocan un mismo tema de fondo: que hablar sin hablar, expresar sin decir nada con palabras, con un sencillo pero significativo gesto, es decir mucho, o decirlo todo. Emana de una aprehensión directa de aquello que no puede ser definido en términos de lenguaje, y es expresado mediante la primitiva fórmula de los signos, que habla directamente al cuerpo, sin pasar por el tamiz del intelecto.
    Tanto el Nirvana, como el Tao o el Zen entran en esa dimensión huidiza, difícil o imposiblemente definible, que sólo cabe experimentar, que únicamente es accesible a través de la propia vivencia. De modo que es necesario hacer ese gesto especial, o en su lugar decir aquello de... "hay una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni sol ni luna...", etc. Personalmente, me quedo con el gesto.

    Todo esto viene a ser un pobre intento de explicar que no creo en absoluto que el Nirvana sea identificable con la nada, tal y como lo entendía don Jesús, mi amigo profesor. Para él era así porque su hastío y su deseo de desaparecer le hacían verlo de esa manera. A menudo me hablaba del absurdo de la existencia, de ese veneno que oscurecía cualquier ilusión o alegría (aun siendo él alguien de lo más vitalista). Y aunque añadía que ese reconocimiento no debía impedirnos el seguir caminando y que, a pesar de todo, había que abrazar a la vida, muchas de sus ideas dejaban traslucir su cansancio existencial. De esta forma acogía al Nirvana —sobre todo en los momentos de mayor desánimo— como una especie de descanso eterno, un diluirse en el cosmos, una pérdida definitiva de la identidad, de lo individual y concreto, donde poder entregarse voluntariamente a lo invisible e intangible, al vacío sin conciencia, que era lo que configuraba el vértice de su inclinación más íntima. Para mi amigo, el Nirvana era como hundirse en lo abstracto...
    Pero, insisto, no creo que sea así en realidad: el Buda hablaba del fin del sufrimiento, no de una dimensión final y absoluta contraria a la vida. En su mensaje se dejaba entrever como un mar abierto trascendido por la luz, no un océano indiferenciado y oscuro, un abismo en el que se deshacen seres y cosas, y en donde la vida y la conciencia se diluyen y se pierden. Si alguna vez vuelvo a ver a mi amigo, si es que aún sigue transitando por este mundo, así se lo haré saber.
    A mí, nirvana me suena en este momento a "mañana", como ésta misma que empieza ahora y en la que brilla un amable sol que invita a pasear libremente por los sonrientes caminos de hierba, entre la explosión alegre de las luces, junto al sereno río que murmura y canta en el centro del valle. No hay aquí flores de loto para alzar en un gesto revelador y relevante, pero no es necesario que las haya. Dejaré que los árboles escriban su vieja y verde música en el aire, y quizás llegue a ver, desde la vigilante orilla, cómo el silente nirvana destella sobre el nítido espejo del agua.
 

Antonio H. Martín
(4 de mayo, 2013)



miércoles, 1 de mayo de 2013

La voz y los ecos



        No amé al mundo, ni el mundo me quiso a mí.
        No adulé sus jerarquías, ni incliné
        paciente rodilla a sus idolatrías.
        No he forzado sonrisas en mis mejillas, ni gritado 
        adorando un eco; entre la multitud
        no me contaron como uno más.
        Estaba con ellos, pero no era de ellos.
        Estuve y estaré solo, recordado u olvidado.

        Lord Byron

        (Childe Harold, canto III)


    Estos versos del apasionado y altivo Byron me hacen pensar en mi propia relación con el mundo. Y lo primero que me viene a la mente es ese simple consejo que me dí a mí mismo una noche cuando joven, según venía de pasar otra interminable y agotadora jornada en el cuartel, en el periodo del servicio militar: que la cuestión principal era una lucha entre el mundo y la vida, y que debía emplear todas mis fuerzas en ganar esa lucha. Por "mundo", claro está, me refería a la sociedad en que vivía, a sus formas y a sus normas, a sus limitaciones e imposturas, y por "vida" entendía en aquel momento la esfera de mis sentimientos, mi relación personal e íntima con la existencia. Por supuesto, me resultaba fácil entonces identificar esos sentimientos con la realidad, porque me veía aún a mí mismo como un ser que no estaba contaminado. Es decir, creía que lo mío era lo auténtico, que lo real tenía mucho que ver con el "sentido poético" y entusiasta con que miraba las cosas; mientras que el mundo no era sino un entramado falso y extraño que maquinaba sus visiones fuera de la vida, engendrando un ambiente frío, estúpido y sin alma.    
    Más tarde, como suele pasarles a todos los jóvenes, aquel soñador tuvo que pasar por diversas etapas de forzosa adaptación, y vivir —en contra de su voluntad la mayor parte de las veces— distintas y complejas mixturas de experiencia social. Lo que me expuso a extrañas influencias y empezó a enturbiar la clara imagen que tenía de mí mismo y mi esfera sentimental. Y, sobre todo, comenzó a socavar la certeza de que mi visión de la vida era la única válida. En otras palabras, el mundo traspasó mis barreras emocionales y de pensamiento y generó en mi interior un considerable caos, antes desconocido. Fue la época de las crisis de identidad, del sentirse vulnerable, de empezar a no reconocer la propia imagen en el espejo. Y llegué a sentirme como un intruso en mi propia casa... Esta situación tenía una consecuencia grave: que ya no podía vencer en aquella lucha, porque ya no estaban tan definidos los objetivos y las fuerzas se disipaban, no lograban concentrarse en una dirección nítida y concreta.
    Mucho tiempo pasé entre esas brumas; tiempo perdido en que alcanzé el dudoso y ambiguo perfil de sombra. Pero tuve que pasar por ello, con lo que eso conllevaba de problemas y tristezas varias, para, después de unos años, poder reencontrar la antigua figura. Fue difícil y duro el trayecto, pero poco a poco las cosas volvieron a su sitio. Y, aunque ya sin la simpleza de antaño, la imagen del mundo y la mía propia se recolocaron en el lugar correcto. Con definiciones más complejas, con la intervención de nuevos puentes y la presencia de inesperadas galerías, pero la vieja lucha regresó con claridad a mi mente y a mi vida. Las dudas se disolvieron y volví a hallar el camino bajo mis pies.  
    Sin embargo, los matices eran otros, y ya no veía a aquello exactamente como una lucha. Sino, más bien, como una especie de complicada danza entre una esfera y otra, como una contienda pacífica en la que los contrarios podían a veces incluso interrelacionarse sin que saltaran chispas ni corriera la sangre. Digamos que la guerra era ya muy vieja, los enemigos se conocían sobradamente y no ponían demasiados obstáculos a la hora de compartir lugares y tiempos. Aunque, eso sí, siempre, al final de cada jornada, cada uno debía volver a sus cuarteles, dejando así al otro respirar tranquilo, descansar y entretenerse gozosamente con sus propios y particulares sueños y espacios.

    Tampoco yo he conseguido —como Childe Harold— amar al mundo, ni creo que el mundo me quiera. Pero a estas alturas, desde la soledad de estas estancias, no me rasgo ya las vestiduras por ello. Es algo asumido que no puede hacerme daño. El mundo está en su sitio, como siempre, y yo en el mío. Nos encontramos a diario, pero no nos molestamos demasiado, no hasta el punto de la beligerancia. Nos saludamos levantando el sombrero o la mano educadamente, como buenos enemigos, cruzando en ocasiones algunas palabras, y aunque haya también a veces miradas que rozan el desprecio o la indiferencia, cada uno sigue su camino sin más historias. Para mí sigue estando muy claro de dónde viene la voz y de dónde los ecos...     


Antonio Martín Bardán
(1 de mayo, 2013)