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Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.
«Horridas nostrae mentis purga tenebras»
(fórmula alquímica de la Aurora Consurgens)
La primera vez que recuerdo haberme sentido cerca de la muerte fue a la temprana edad de seis años. Aunque la cosa no pasara de ser una mera impresión ficticia. Me hallaba entonces de viaje con mi padre en las islas Canarias. Él era vocalista de un grupo musical, de esos que en aquella época solían amenizar las salas de fiestas, tocando boleros y otros temas de moda. Y aquella noche estaba cantando en un gran salón lleno de gente, mientras que su pequeño hijo, o sea yo, andaba por ahí, buscando sitios nuevos, explorando otros salones de aquel gran recinto, vacíos y medio en sombra. Se ve que ya entonces apuntaba maneras... El caso es que me había dado un chicle para que me entretuviera un rato mientras esperaba su regreso, uno con sabor a fresa, que me gustaban mucho y saboreaba con fruición. Pero antes me había avisado de que tuviera cuidado en no tragármelo; diciéndome, muy serio, que «si te lo tragas, te puedes morir»...
Hoy puede mover a risa el trivial suceso, pero para mí fue entonces algo muy grave. En cierto momento, mientras deambulaba por esas grandes salas de baile vacías, en las que encontraba, medio cubiertos con telas, instrumentos de música, como pequeños órganos, trompetas, guitarras y algún piano, y de paso mi viva y sedienta imaginación hacía de las suyas, sucedió el drama... Sin darme cuenta, entre tanta observación concentrada y fascinada, me tragué el chicle. Sobra decir que este niño se vio, inopinadamente, ante las puertas de la muerte; porque, por descontado, se creía a pies juntillas todo lo que le decía su padre. Recuerdo bien que exploté en un llanto incontrolado y escandaloso. ¡No quería morirme! Tanto, tan rabioso fue mi llanto, que tuvieron que llamar a mi padre; y tuvo que dejar su puesto en la banda en medio de la actuación para venir a ver qué me ocurría. Vino, me tranquilizó, y todo acabó en un abrazo.
Pero nunca olvidaré ese nimio suceso. Por un lado sentí que en absoluto era el momento de morirme, lo cual todo mi ser rechazaba; y por otro, me enfadé un poco con mi padre por haberme engañado. ¿Por qué cargar las tintas de esa manera ante un niño, que es como una esponja que todo lo absorbe, y más si las palabras vienen del ser que más quiere y respeta en el mundo? Por supuesto que no tenía ni idea de qué era eso de morirse, pero me sonaba a algo muy grave que se debía evitar a toda costa. Y que mi corta vida se fuese a acabar por culpa de la involuntaria ingestión de un maldito chicle, lo sentí como totalmente rechazable. Por eso lloré, casi a gritos, negando esa posibilidad y rebelándome contra un final que sentía como absurdo.
Cuento esta simple anécdota de mi infancia, en leve relación con el tema de la muerte, porque sigo leyendo las memorias «interiores» de C. G. Jung («Recuerdos, sueños, pensamientos») y seguidamente voy a exponer aquí su propio e interesantísimo caso. Las llamo así, interiores, porque en absoluto son unas memorias al uso y en nada tienen que ver con la típica autobiografía, en la que se suceden recuerdos de hechos en orden cronológico. A estos sólo los toca muy de pasada. Son, por así decirlo, relatos y reflexiones sobre su paisaje interior, según éste iba siendo descubierto por él mismo. Y, por cierto, ¡fascinante el paisaje interior del señor Jung!
Anoche me encontré, leyendo ese libro, con una historia extraordinaria... En 1944, Jung sufrió un infarto, sentía que se moría, que estaba al límite de sus fuerzas, que se iba de este mundo, y tuvo en ese lance delirios y visiones. Pongo aquí unos fragmentos de esas visiones:
«Me pareció como si me encontrase allá arriba en el espacio. Lejos de mí veía la esfera de la tierra sumergida en una luz azul intensa. Veía el mar azul profundo y los continentes. Bajo mis pies, a lo lejos, estaba Ceilán y ante mí estaba el subcontinente de la India. Mi campo de visión no abarcaba toda la tierra, sin embargo, su forma esférica era claramente visible, y sus contornos brillaban plateados a través de la maravillosa luz azul. (...) Posteriormente me informé a qué altura debía encontrarme para poder alcanzar una visión de tal extensión. ¡Aproximadamente a unos 1.500 kilómetros! La contemplación de la Tierra desde tal altura es lo más grandioso y más fascinante que he experimentado.»
Más adelante se encontró, sobre una gran masa de piedra oscura (un meteorito) con la entrada a un extraño templo. Se acercó allí y sintió que entraba en una sala iluminada donde hallaría a todos a aquellos hombres con los que había tenido relación en su vida...
«Allí comprendería por fin —también esto era evidente— a qué filiación histórica pertenecían yo y mi vida. Sabría lo que había sido antes de mí, por qué existí y adónde me conduciría mi vida en lo sucesivo. Mi vida transcurrida me parecía a menudo una historia que no tenía principio ni fin. Tenía la sensación de ser un precedente y subsecuente. Mi vida me parecía como recortada con las tijeras de una larga cadena y muchas cuestiones habían quedado sin respuesta. ¿Por qué transcurrió así? ¿Por qué he aportado tales hipótesis? ¿Qué he hecho con ello? ¿Qué resultará de todo ello? A todo esto —estaba seguro de ello— hallaría allí respuesta. Allí sabría por qué todo había sido así y no de otro modo. Me encontraría con hombres que sabían la respuesta a mis preguntas sobre el pasado y el porvenir.»
Pero ocurrió que el médico trajo de vuelta a Jung, y ahí acabó su visión...
«Después de llegar ante mí como una imagen surgida de las profundidades, tuvo lugar entre nosotros una muda transmisión de pensamientos. Pues mi médico había sido delegado por la Tierra para traerme un mensaje: se protestaba en contra de que estuviera a punto de marcharme. No debía abandonar la Tierra y debía regresar. En el instante en que me enteré de esto desapareció la visión.
»Me sentía profundamente desilusionado; pues ahora todo parecía haber sido en vano. El doloroso proceso de "exfoliación" había sido inútil y no me estaba permitido ir al templo ni ver a los hombres a los que yo pertenecía.
»En realidad transcurrieron todavía tres semanas hasta que pude decidirme a volver a vivir. No podía comer porque sentía un dégout por todas las comidas. El panorama de la ciudad y montañas, que se divisaba desde mi cama de enfermo, se me antojaba como una cortina pintada con negros agujeritos, o como una hoja de periódico agujereada con fotografías que no me decían nada. Desilusionado, pensaba: "¡Ahora debo volver a insertarme en el sistema de los 'cajoncitos'!" Pues parecía como si tras el horizonte del cosmos se hubiera construido artificialmente un mundo tridimensional, en el cual cada hombre se encontrara por separado en un cajoncito. ¡Y ahora tendría que volver a imaginarme que esto valía la pena! La vida y el mundo entero parecían una cárcel y me indigné mucho al pensar que volvería a encontrarlo bien. Había estado tan contento de que finalmente hubiera terminado todo esto, y ahora todo volvía a ser como si yo —al igual que los demás— estuviera en una cajita colgando de unos hilos. Cuando estaba en el espacio, yo era ingrávido y nada me atraía. ¡Y ahora esto debía terminar otra vez!»
Tuvo aún después, durante las semanas de convalecencia, otras alucinantes visiones...
«También el ambiente parecía embrujado. A aquella hora de la noche la enfermera me traía la comida, pues sólo entonces podía tomar algo y comía con apetito. Por algún tiempo me pareció ser una anciana judía, mucho más vieja de lo que era en realidad y como si me trajera comidas rituales, preparadas según el rito judío. Cuando la miraba era como si tuviera un halo azul alrededor de su cabeza. Yo mismo me encontraba —así me lo parecía— en el Pardes rimmonim, en el jardín de las granadas y tenía lugar la boda de Tiferet con Malkut. O yo era como el rabí Simon ben Jochai, cuyas bodas se celebraban entonces. Se trataba de las bodas místicas, tal como se representan en la tradición cabalística.»
Y tuvo una última visión, en la que llegó a ver, al final de un verde y apacible valle que formaba como un antiguo anfiteatro, las fiestas espirituales del hierosgamos, donde bailarines y bailarinas danzaban para Zeus, el padre del universo, y para Hera, tal como se cuenta en la Ilíada. Pero todo esto terminó, y entonces Jung se lamentaba de esta forma:
«Todas esas vivencias eran maravillosas, y me sumergía noche tras noche en la más pura bienaventuranza, "escoltado por las imágenes de toda criatura". Paulatinamente los motivos se confundieron y palidecieron cada vez más. Casi siempre las visiones duraban aproximadamente una hora; luego volvía a dormirme y ya cerca del amanecer volvía a sentir: ¡Ahora vuelve la lúgubre mañana! ¡Ahora vuelve el lúgubre mundo con sus sistemas de celdas! ¡Qué estupidez, qué horrible disparate! Pues las vivencias internas eran tan fantásticas que en comparación con ellas este mundo parecía francamente ridículo. En la medida en que me acercaba de nuevo a la vida, apenas tres semanas después de la primera visión, cesaron los estados visionarios.
»No es posible hacerse una idea de la belleza e intensidad del sentimiento que experimentaba durante las visiones. Fueron lo más inmenso que he experimentado en mi vida. ¡Y luego este contraste con el día! Entonces me sentía atormentado y con los nervios enteramente destrozados. Todo me irritaba. Todo era demasiado material, demasiado grosero y demasiado torpe, limitado espacial y espiritualmente, ceñido artificialmente a irreconocibles fines, y sin embargo poseía algo así como una fuerza hipnótica que hacía creer en ellos, como si se tratara de la misma realidad, mientras que se podía reconocer fácilmente su vanidad. En principio, desde entonces, pese a la fe revalorizada en el mundo, nunca más me he librado completamente de la impresión de que la "vida" es un fragmento de existencia que se desenvuelve en un sistema adecuado de magnitud tridimensional.»
Hasta aquí las visiones del doctor Jung y sus comentarios. Pero no quiero terminar esta interesante exposición sin añadir unos últimos párrafos. Unos en que habla, a continuación del relato de sus visiones, sobre la esfera del tiempo y sobre el sentido de los afectos... De un modo muy particular, amplio y profundo, y que a mí me atrae sobremanera...
«Se recela de la expresión "eterno", pero yo sólo puedo describir el vivir como beatitud de un estado no temporal, en el cual presente, pasado y futuro son una misma cosa. Todo cuanto sucede en el tiempo estaba allí compendiado en una totalidad objetiva. Ya nada se encontraba separado en el tiempo ni podía medirse mediante normas temporales. El vivir podría definirse en última instancia como un estado, como un estado de ánimo, que, sin embargo, no puede imaginarse. ¿Cómo puedo imaginarme que existo a la vez anteayer, hoy y pasado mañana? Entonces algo no habría comenzado todavía, otra cosa sería de la más diáfana actualidad y nuevamente algo estaría ya terminado, y, sin embargo, todo sería una misma cosa. Lo único que la sensibilidad podría captar sería una suma, una irisada totalidad en la que estaría incluida tanto la esperanza de lo que comienza, como la sorpresa acerca de lo ya sucedido y la satisfacción o desilusión sobre el resultado de lo sucedido. Un todo indescriptible en el que se está inmerso; y, sin embargo, se percibe con objetividad completa.
»La vivencia de esta objetividad volví a experimentarla otra vez. Fue después de la muerte de mi mujer. La vi en un sueño que fue como una visión. Ella estaba a cierta distancia y me miraba de hito en hito. Se encontraba en la flor de su edad, tenía unos treinta años y llevaba el vestido que mi prima, la médium, le había hecho hacía muchos años. Fue quizás el vestido más bonito que jamás llevara. La expresión de su cara no era ni de contento ni de tristeza, sino de objetivo convencimiento sin la menor reacción sensible, como más allá de las nieblas del afecto. Yo sabía que no era ella sino una imagen motivada o establecida por mí. Encerraba el principio de nuestras relaciones, los acontecimientos de los cincuenta y tres años de nuestro matrimonio y también el fin de su vida. Frente a una integración de este tipo uno se queda atónito, pues apenas se puede concebir.
»La objetividad que experimenté en este sueño y en mis visiones pertenece a la plena individuación. Significa un librarse de las clasificaciones y de lo que designamos como compenetración afectiva. En la compenetración afectiva reside mucho del hombre en general. Pero ello implica siempre proyecciones de las que hay que prescindir para llegar a ser uno mismo y conseguir la objetividad. Las relaciones afectivas son relaciones volitivas, lastradas por la pasión y la ausencia de libertad; se espera algo de otro, por lo cual, éste y uno mismo dejan de ser libres. El conocimiento objetivo se encuentra detrás de la dependencia afectiva; parece ser el misterio fundamental. Sólo a través de él resulta posible la verdadera Coniunctio.»
Después de estas lecturas, queda claro que Jung era, como decía Hermann Hesse, «una montaña» de conocimiento. Además de un individuo extremadamente sensible y con la suficiente amplitud de miras como para tomarse sus visiones en serio e intentar interpretarlas, para lo cual contaba con su ingente cultura, su aguda capacidad de análisis y otra cosa aún más valiosa: una conciencia de lo más despierta y osada, que no se arredraba ante lo fantástico y lo numinoso sino que se internaba en ello, buscando relaciones y significados, por muy intrincados o imposibles que pudieran parecer, y buceando incluso en el proceloso y brillante océano de lo arquetípico y lo mitológico.
Mucho es lo que se podría comentar respecto de estas apasionantes visiones y reflexiones del maestro Jung. Y en principio pensaba hacerlo, en mayor o menor medida. Pero este caminante está algo cansado y sólo hasta aquí puede llegar, al menos por el momento. Hace ya más de una hora que amaneció y necesito dormir algo. No quiero, sin embargo, dejar de apuntar antes algunas cuestiones. Por ejemplo, que cuando leí lo de la primera visión en seguida me vinieron a la mente dos temas: el primero, que me parece indudable que se trataba de lo que llaman —o llamaban antes— un «viaje astral». Y el segundo, que, efectivamente, la contemplación de la Tierra desde esa perspectiva es, tal como dice el mismo Jung, un espectáculo grandioso y fascinante. No hay más que ver cualquier fotografía de las que hacen los astronautas desde su nave para darse cuenta. La sensación es de un intenso vértigo, pero al mismo tiempo sobrecogedora y emocionante. Así que después de su infarto, el señor Jung se desdobló y se convirtió por unos momentos en un astronauta, libre, sin cables ni casco y sin nave espacial... Lo cual me parece sencillamente maravilloso. La cuestión sobre la autenticidad de los «viajes astrales», sobre su realidad o irrealidad, no voy a discutirla yo ahora. Que cada uno lo juzgue según sus propias ideas y creencias.
Su reflexión sobre la dimensión del tiempo merecería, sin duda, un capítulo aparte. Sólo diré ahora que me recuerda mucho a ciertas antiguas teorías védicas, por poner un ejemplo. Y su posterior reflexión sobre las relaciones afectivas me ha dejado, sinceramente, con la boca abierta... Afirmar que éstas son «relaciones volitivas, lastradas por la pasión y la ausencia de libertad» no es algo que se lea o escuche con frecuencia, y le deja a uno con una cierta sensación de desnudez, además de con un sincero interés por esa objetividad que «se encuentra detrás de la dependencia afectiva».
Como decía al principio, es fascinante el paisaje interior del doctor Jung, y es muy de agradecer la cantidad de puertas y ventanas que se nos abren leyendo sus libros. Realmente se trata de lecturas que ensanchan y ahondan la consciencia. Sólo temo una cosa últimamente: que llevo ya leídas algo más de las tres cuartas partes de su libro de memorias y que pronto llegaré al final... Pero creo que ya tengo la solución. Cuando termine el libro, lo volveré a leer otra vez desde el principio, o en el orden que sea. Porque estoy seguro de que no sólo no me va a cansar hacerlo, sino que además captaré conceptos y matices que probablemente me han pasado desapercibidos. Y con ello, el profundo valle que se extiende ante mi atenta y asombrada mirada será aún más verde y brillante.
Muchos años después, me alegro de que no fuera cierto lo que me dijo mi padre sobre el peligro que supone tragarse un chicle.
Antonio Martín Bardán
(4 de julio, 2014)
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imagen 1: Meteoritos pasando por la órbita de la Tierra (de B.I.G.)
imagen 2: "El Torreón" (casa de Jung, en Bollingen)
Excelente entrada. Lo leí hará más de 20 años, gracias por recordármelo.
ResponderEliminarGracias a ti, Emejota.
ResponderEliminarSuerte de haberlo leído hace tanto tiempo. Yo lo estoy disfrutando ahora, y pienso releerlo en breve, porque está llenito de muy buenas reflexiones, muchas de las cuales merecen una segunda lectura.
Un saludo.
Hola Antonio.Tu experiencia cargada de dramatismo en torno a un chicle ha sido la de toda una generación, que veíamos,en ese acto involuntario de tragar, un espectáculo terrorífico en nuestros intestinos.¡Cuántas películas nos contaban amparándose en nuestra inocencia!.
ResponderEliminarPor otro lado, gracias por una entrada tan fructífera, a penas conocía a Jung y creo que ha llegado en un buen momento para disfrutarlo.Un saludo caminante...
Hola, P.
ResponderEliminarTe respondo un poco tarde, pero aquí estoy. Ya digo que la experiencia aquella es fácil que pueda verse hoy como ridícula, pero desde luego yo la viví de forma dramática. Un niño de tan sólo seis años aún no se plantea dudar de los consejos de sus mayores, que observa directamente como si fuesen sentencias. Así que las "películas" que le cuentan se las cree a pies juntillas. Entiendo que mi padre quiso evitar con su seria advertencia que me ensuciara el estómago con la goma de mascar, pero de eso a mencionar a la muerte... Ahí le falló el darse cuenta de que un niño, ante su padre (que a esa edad es poco menos que su ídolo), se suele creer todo lo que le dicen, porque está empezando a aprender a vivir y es su padre, precisamente, el mejor de los maestros, o debería serlo.
En fin, afortunadamente superé ese lance y me tragué después muchos otros chicles. Incluso recuerdo que a veces lo hacía a propósito (jeje).
En cuanto a Jung, no dejes de acercarte a algunos de sus libros. De verdad que son toda una experiencia, de la que se sale instruido en temas importantes y con una estimable apertura de la conciencia.
Un saludo, "auto-caminanta"... :)