Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 30 de marzo de 2014

La luna y el tiempo



(Nota sobre "El violín del aire")


    Algunos lectores amigos me han dicho que en mi anterior escrito de El violín del aire notan cierto poso de amargura, o un halo de tristeza... Siento que cause esa impresión, porque no es el sentido con que lo escribí. Si alguien lo ve así (y más si se trata de amigos que acostumbran a leerme desde hace tiempo y conocen bien mi particular lenguaje), es porque no está bien escrito.
    Quizá la impresión esté motivada por esa imagen de la vieja casa en ruinas con la que comienzo el texto. Una casa abandonada y ruinosa configura un paisaje ciertamente oscuro y triste, pero sólo si lo miramos muy desde afuera. Lo que intentaba destacar con esa imagen es otra cosa: la ulterior percepción, más allá de su actual ruina y abandono, de la vida que allí vibró en otro tiempo, y que parece, de algún modo, seguir vibrando. 
    Ante casas así, siempre he sentido una mezcla de pesar y fascinación. Pesar, por el inevitable paso del tiempo, que todo lo asola, desnuda y vacía (al menos en apariencia: lo que implica contar con otros niveles de realidad). Y fascinación, como decía, por la vida que aún parece moverse entre sus derruidas paredes, como si los seres que allí habitaron hubiesen dejado cierto rastro, que una mente lo bastante sensible es capaz de percibir. Quizá todo se reduce a un simple juego de la imaginación, a un ensueño generoso y amable, a un capricho del inconsciente, pero me inclino a pensar que hay algo más tras esas "visiones", y no me refiero a fantasmas precisamente...
    Hablaba también de nostalgia y extrañeza, en relación a un recuerdo en concreto (el que me evocó la lectura de mi viejo cuento, que me gustó mucho encontrar entre tanta página perdida), pero creo explicar bien el porqué de esas sensaciones; y además eso no resta ni un ápice a la fascinación ni, por supuesto, al agradecimiento que siento ante ese tesoro de la memoria, que en el fondo nada tiene que ver con la eversión de ninguna casa, aunque relacione en el escrito, indirectamente, ambas imágenes.
    Así que, amigos, nada de amargura, nada de tristeza. Puedo decir que hoy en día sigo escuchando ese sutil y gozoso violín del aire. Incluso, en algunas raras ocasiones, logro escuchar también el piano, la viola, el oboe y otros instrumentos de la orquesta. Afortunadamente, no me he vuelto sordo con el tiempo, y aún puedo acceder al encanto de esa mágica sinfonía. 
    Y en cuanto a ese amoroso recuerdo, repito aquí lo que dije en el escrito: «Pero si, en algún momento, desbrozamos un poco la maleza, si apartamos el ruido de lo cotidiano, desaparecerá la oscuridad de lo extraño, y veremos que ese brillo de luna no sólo es inconfundible, sino también indeleble, y continúa acariciando el agua del tiempo.»

    El violín del aire no quiere ser, en absoluto, un texto triste y amargo, sino todo lo contrario. Si así me lo hubiera parecido, es seguro que no lo hubiese escrito, o no lo hubiese publicado. Y si a algunos os lo parece, es simplemente porque mi destreza y claridad al escribir deja aún mucho que desear. Quizá aprenda algún día, o, mejor, alguna noche, una de esas con música en que la luna sonríe y nos susurra historias desde su terraza del país del sueño.

    Saludos. 


Antonio Martín Bardán
(30 de marzo, 2014)

sábado, 22 de marzo de 2014

El violín del aire




    Con parecida sensación a la que se tiene cuando nos encontramos con una vieja casa en ruinas, y nos detenemos a imaginar quiénes vivieron allí, cuánta vida hubo entre sus rotas paredes... Los juegos de los niños, en el patio o el jardín; las alegres o silenciosas comidas en la cocina; las tertulias de los mayores al atardecer en verano, en la fresca terraza, después del duro trabajo —o dentro, al calor de la lumbre, en el crudo invierno—, entre graciosas y reflexivas; las risas, las penas, las discusiones, los abrazos y los besos... Y también, cómo no, la danza sinuosa y brillante, durante la noche, de mil sueños, que se realizaron o no... Todas esas voces que se fueron, esas historias diluidas en el inexorable río del tiempo, que protagonizaron gentes que ya no están...
    Así me siento yo a veces, cuando paseo por mis viejos cuadernos, como entre un bosque de sueños, y releo cosas del pasado.

    Esta noche me he encontrado con un escrito, un breve cuento dialogado, que publiqué aquí hace ya casi cuatro años (mucho, mucho tiempo), y que titulé "Su sombra y la mía"... La sensación es, como digo, similar a aquella de la vieja casa en ruinas, pero asimismo contiene una mezcla de nostalgia y extrañeza. Nostalgia por algo que se fue y que tuvo el sello de la felicidad, ese brillo inconfundible de la luna que acaricia el agua del tiempo... Y extrañeza porque siento que aquello no forma parte de mi vida (¿existió en realidad?), como si fuesen otros quienes lo vivieron, como si aquella casa en ruinas —a pesar de la familiaridad de los sentimientos— nunca hubiese sido la mía.
    Sin embargo, no hay duda: fui yo quien escribió esas letras. Lo que implica que sí, que efectivamente forma parte de mi existencia. Pero no de ésta, sino de otra...

    Esto me lleva a la simple reflexión de que estamos hechos de trazos, de que el retrato de nuestra vida se compone de múltiples cuadros o facetas, que vamos dibujando con los años, y de que quizá en el momento en que alcancemos cierta cumbre de la conciencia veremos (y sentiremos) la totalidad del dibujo, pero, mientras, sólo una parte. Es decir, que el ayer y el hoy están separados por líneas de sombra que sólo pueden ser obviadas desde una cierta altura. Por supuesto que reconocemos la autenticidad de la memoria (sabemos bien quién hemos sido y lo que hemos vivido), pero hay recuerdos que se nos vuelven extraños, y lo que alguna vez vivimos ya no lo sentimos como nuestro...
    Cualquiera puede mirar un álbum de fotos propio y reconocer fácilmente personas y situaciones como reales y vividas. Pero... a veces se encontrará con fotografías «extrañas», de las que no se acuerda bien o con las que no se identifica. No es que esos momentos se hayan perdido, es porque la conciencia los ha apartado...
    Entiendo que el hoy requiere toda nuestra atención, que la conciencia se dedica a bregar con lo que en este preciso momento tiene delante. Y pasadas experiencias, si han perdido su vigencia, es mejor soslayarlas, para que toda la fuerza sea aplicada a lo actual, a lo necesario.

    Por supuesto que con esto no quiero restar ningún valor a los recuerdos. Y mucho menos si son tan buenos como a los que me refiero en el cuento que escribí. "Su sombra y la mía" habla de una historia de amor (tan sencilla como brillante), y este sentimiento es la gema más preciosa que se pueda encontrar. Si el protagonista del cuento (que se llama como yo) escucha el violín del aire, es porque ha encontrado esa gema. Su amigo no, por eso no lo escucha. 
    La sensación que provoca estar ante una vieja casa en ruinas, y esa mezcla de nostalgia y extrañeza de la que hablaba no le quita brillo ni color al recuerdo, al buen recuerdo. No sentimos igual, porque la conciencia, como he apuntado, está ocupada en otras cosas. Pero si, en algún momento, desbrozamos un poco la maleza, si apartamos el ruido de lo cotidiano, desaparecerá la oscuridad de lo extraño, y veremos que ese brillo de luna no sólo es inconfundible, sino también indeleble, y continúa acariciando el agua del tiempo.
    El violín del aire, si se encuentra el necesario silencio, seguirá sonando entre la bruma de cualquier atardecer. Y si no fuera así, me remito a unas palabras que hay en el cuento:
    «¿Es menos bella una rosa porque se marchite en invierno? ¿Cuánto dura la vida de una mariposa?»


Antonio Martín Bardán
(22 de marzo, 2014)
    
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Su sombra y la mía


    Nuestras conversaciones transcurrían como una corriente de aguas azules en la que brillan aquí y allá las arenas doradas, y nuestra calma era como la calma de las cimas, de esas alturas espléndidamente solitarias, muy por encima del espacio de las tormentas, donde sólo el aire divino murmura todavía en la frente del audaz viajero.
    Y luego la maravillosa, la santa tristeza, cuando sonaba la hora de la separación en medio de nuestro arrobamiento, y yo exclamaba: «¡Ahora volvemos a ser mortales, Diótima!», y ella me decía: «¡La muerte es apariencia, es como esos colores que centellean en nuestros ojos cuando hemos mirado mucho tiempo al sol!»

Friedrich Hölderlin

("Hiperión")



    Los dos amigos se sentaron sobre la hierba, para descansar de su largo camino por la orilla del río. Detrás de ellos susurraban los álamos blancos, cuyas hojas danzaban con una fresca brisa que venía del oeste. Y en el horizonte, sobre una loma cubierta de olivos, se veía la despedida del sol, dorada, alegre, sonriente, como una puerta hacia el país del sueño, como una gran ventana abierta al infinito.
    Había una música en el ambiente de aquella tarde de agosto, una música dulce y animosa que tocaba el corazón, como un violín de aire que bajara de las nubes para acariciar la tierra, y encantarla. Pero sólo uno de ellos la escuchaba...

    —¿Tanto la quieres? 
    —Mira, amigo, cuando estoy con ella el mundo está completo, no falta nada. Ella lo llena todo.
    —Típica impresión del enamorado...
    —Jose, estoy enamorado, sí, pero no soy un loco adolescente que se deje cegar, mi experiencia es un grado, los fallos acumulados no restan lucidez sino que la enriquecen. Y puedo decir, desde la sensatez, que por fin he encontrado a la mujer de mi vida, la que siempre soñé.
    —¿Estás seguro de eso?  
    —Lo estoy, como nunca antes.
    —Antonio, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y tus palabras me suenan a repetición.
    —Jose, hablo desde el sentimiento, y mi sentir ahora es éste. Claro que ha habido un pasado, pero eso ahora no cuenta, mi presente es ella y creo no equivocarme si digo que es la mujer que soñé. 
    —Bueno, siempre se sueña con un cierto modelo de mujer.
    —No, amigo, los modelos varian con el tiempo, como en un desfile de años, pero ella..., ella es el original.
    —¡Jajaja! Cómo exageras.
    —Si al menos escucharas la música...
    —¿Qué música?
    —¿Ves? No escuchas, por eso no puedes entender.
    —Lo único que entiendo es que estás loco por ella, y además que...
    —¿Qué?
    —Que ya veremos lo que dura. 
    —Eso no puedo saberlo, ni ella tampoco, pero... ¿es menos bella una rosa porque se marchite en invierno? ¿Cuánto dura la vida de una mariposa? 
    —Pues no sé, muy poco.
    —Así suele ser el amor, frágil y transitorio como una flor o una mariposa, pero a veces, sólo algunas veces, perdura en el tiempo, y eso sucede cuando se ha cruzado el puente.
    —Perdona, no te entiendo, ¿qué puente?
    —El puente que une a dos almas, a pesar del tiempo y la distancia.
    —Antonio, perdona que te diga esto, pero creo que estás un poco loco. Ya se te pasará, espero.
    —Sí, nací loco, y hoy, ya viejo prematuro, estoy más loco que nunca. Por eso he podido cruzar ese puente. 
    —¡Jajaja! Lo que decía, estás loco.
    —Sí, cierto, y ella también lo está, eso es lo que nos une.
    —Me preocupas, Antonio.
    —Pues deberías alegrarte.
    —¿Alegrarme porque te metas en una aventura que no sabes dónde te llevará? Me parece todo tan inseguro...
    —Ese precisamente es el concepto de aventura, ir hacia el horizonte sin saber qué te vas a encontrar.
    —¿Y eso te parece bien?
    —Eso es para mí la vida. 
    —Pero...
    —Pero nada, sin aventura no es posible el descubrimiento.
    —¿El descubrimiento de qué?
    —Del tesoro.

    El sol ya se había ocultado tras el horizonte, y poco a poco empezaron a verse estrellas. Aún faltaba la luna, pero ya vendría. Todo viene cuando tiene que venir.

    —Vale, Antonio, te concedo que estés enamorado, eso lo puedo entender, pero... no sé, somos amigos y me gustaría verte más consciente.
    —¿Consciente? Te aseguro que lo soy.
    —Pues yo no te veo así. Me hablas de aventuras, de tesoros... 
    —Sigues sin escuchar la música.
    —Esa música la oyes tú, porque estás alucinando.
    —Sí, en colores, verde esmeralda y azul de anochecer.
    —¿Nada más?
    —También conservo el ámbar del sol, y espero el blanco de la luna.
    —Definitivamente, estás loco, jajaja.
    —Ríete, amigo, ríete, que yo me río aun más. 
    —No oigo tu risa.
    —Me río por dentro.
    —Antonio, esa sonrisa... ¿a qué viene esa sonrisa?
    —Viene a que escucho la música que tú no escuchas, viene a que el violín del aire me dice que ella me ama...
    —¿Y eso?
    —Y si ella me ama, es que la misma vida me quiere, nos quiere, y esa es la conjunción del universo.   
    —Perdona, pero ¿qué tiene que ver el universo con esto?
    —Amigo, a esto se le llama armonía. Es muy rara entre humanos, pero a veces surge. 
    —¿Armonía?
    —Sí, aunque yo prefiero llamarlo "magia". 

    Uno de ellos, el llamado José, se quedó como meditabundo, sin decir palabra, y mientras tanto apareció la luna por el sureste, grande, espléndida, y todo el camino adquirió un tono marfil que convertía la escena en una especie de sueño. Ahora la brisa soplaba con más fuerza, sin llegar a ser viento, agitando suavemente las copas de los árboles y peinando el espejo del río.

    —Jose, ¿te encuentras bien?
    —Sí, estaba pensando.
    —¿Y en qué pensabas, si puede saberse?
    —Pensaba en que me gusta lo que te pasa, y que envidio sanamente tu situación. No es una situación lógica ni racional, pero...
    —¿Pero qué?
    —Que me gustaría sentirla también, y escuchar como tú ese violín de aire.
    —¡Bien!
    —Antonio, no puedo razonar tu sentimiento, pero, de alguna forma, lo añoro.
    —Amigo, no pienses más y mira a la luna.

    Y eso hizo. La luna estaba llena y miraba al mundo con su gran ojo blanco, prendado de sueños. Jose fijó sus ojos en ella, intentando no pensar en nada, sólo observar, sólo mirar, sólo sentir... Y la luna le miró, y le sonrió. 
    Algo extraño le sucedió en ese momento, porque inesperadamente empezó a sentir el roce de la brisa, a la que antes no había prestado atención, y él también sonrió.

    —Antonio, amigo, creo escuchar a lo lejos ese violín de aire...
    —Bien, ¿me comprendes ahora?
    —Sí, y te deseo lo mejor en esa relación.
    —Gracias, amigo. ¿Ves esas dos sombras alargadas de los álamos que hay enfrente, en la orilla del río?
    —Sí.
    —Pues esas son su sombra y la mía.


Antonio Martín Bardán 

(19 de agosto, 2010)

martes, 18 de marzo de 2014

Kreisleriana



    «Los amigos aseguraban que la Naturaleza había intentado, en su organización, crear una nueva receta, pero el experimento había fracasado. A su ánimo superexcitable, a su ardorosa fantasía, inflamable hasta la destrucción, se había incorporado una insuficiente dosis de flema, con lo que se había roto el equilibrio que tan necesario es al artista para vivir en el mundo y componer para él las obras que éste, incluso en el más elevado sentido, necesita.
    »Sea como fuere..., Johannes era arrastrado por sus eternas apariciones y sueños de acá para allá como por un mar de incesante oleaje, y parecía buscar en vano el puerto que le habría de dar al fin la paz y la serenidad sin la cual el artista es incapaz de crear. Y así sucedía que ni siquiera sus amigos podían hacer que escribiera una composición o evitar que, cuando la había escrito, la dejase sin ejecutar. A veces, de noche, componía en estado de tremenda excitación... Iba a despertar al amigo que vivía al lado para tocarle lleno de entusiasmo lo que acababa de componer con increíble rapidez..., derramaba lágrimas de alegría por la obra lograda..., se alababa a sí mismo como el más feliz de los hombres, pero al día siguiente... la excelente composición estaba en el fuego.»

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann

(Kreisleriana)

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    La figura imaginaria del compositor de música Johannes Kreisler era como el doble de Hoffmann, y sus historias, lógicamente, como un trasunto o un reflejo de la vida del propio Hoffmann. Una lectura que estoy disfrutando durante estas últimas noches, con luna o sin ella.
    Copio el texto anterior, porque lo que ahí se dice me recuerda intensamente al alma romántica, a sus venturas y dificultades, sus luces y sus sombras. Y hay muchas frases que, con otro lenguaje, serían aplicables a la cotidianidad de muchos artistas (o que intentan serlo) de hoy en día.
    Ese pájaro del sueño, que he mencionado en múltiples ocasiones, es un ave esquiva, difícil, salvaje y mágica, que no se deja conquistar fácilmente y que muchas veces se queda mirándonos en silencio desde su escondite... Esperando, quizá, que llegue el momento en que le guste alguno de nuestros gestos. Sólo entonces es cuando podemos verle y escuchar lo que tiene que decirnos.   

A. Martín Bardán
(18 de marzo, 2014)
       
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imagen: Moonlight in Gurzuf - Ivan Aivazovsky (1839)
               

miércoles, 12 de marzo de 2014

El pájaro del sueño



    El caminante, cansado del largo paseo por una tarde vacía, sin música ni amigos, entre calles ausentes y rostros de sombra, llega por fin al viejo parque, en el borde de la noche. Y allí, junto al pequeño árbol de sus anhelos, se detiene, a observar la amable presencia de la luna y las estrellas.
    Las mira, como siempre, preguntando en silencio por los jeroglíficos del misterio, por las sendas perdidas, por los destellos que se fueron, por las ignotas aventuras por venir.
    No se da cuenta de que el maravilloso pájaro del sueño, el portador de la magia que tanto espera, y cuya presencia tanto desea y necesita, está justo detrás de él...


Antonio Martín Bardán
(12 de marzo, 2014)