Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 29 de septiembre de 2012

El encuentro

 
 
Voy a hacer una pausa respecto a la historia del doctor Hans, porque ahora estoy envuelto en días un tanto agitados, de problemas y cambios, y me resulta prácticamente imposible hallar el tono de serenidad necesario para seguir con ella. La fantasía requiere un espacio de silencio, lejos del mundanal ruido. En ese espacio es donde se abren las puertas de la imaginación, donde puede abrirse la mirada a otras dimensiones. Y ahora eso me está vedado, como si hubiera una muralla de interferencias impidiéndome el paso. Espero que no por mucho tiempo. Así que voy a hablar de un tema diferente, aunque está relacionado, en cierto sentido, con el cuento del Dr. Hans.
Se trata de un viejo conflicto, y hace más de veinte años intenté expresarlo en un capítulo de una historia que quedó inacabada, como otras muchas de las de entonces. El conflicto entre la mirada del sueño y la del mundo, entre la superficie de la realidad cotidiana, a pie de calle, y el impulso interior por lo poético y lo mágico. Asunto éste del que he escrito aquí muchas veces. No sé si demasiadas. Pero es que para mí ese conflicto sigue vivo, y además forma parte esencial de mi modo de entender o no la vida. Es una lucha que continúa vigente, aunque ya en un tono distinto al de aquellos años, sin ese dramatismo de entonces.
Lo que sigue es el final de uno de esos capítulos, en el que se produce un encuentro inesperado entre dos viejos conocidos, un poeta y un filósofo, que viene a ser en el fondo un desdoblamiento del protagonista de la historia, un tenso encuentro entre dos facetas de sí mismo.


  Antonio HM.

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... Sólo esto daba sentido a su vida, era por esto por lo que se aferraba al borde del abismo y se resistía a dejarse caer. En el fondo de su alma brillaba, a veces, una pequeña luz. Era todo cuanto tenía. Y por ello era capaz de sobrevivir en medio de la noche más oscura, y sufriría mil noches como esta si era necesario.
Bien, ya había tenido bastante. No quería pensar más en nada. Apuró su vaso y se levantó para marcharse. Pero en ese momento vio que alguien se acercaba, subiendo la empinada calle. Por su forma de andar parecía muy cansado, o tal vez era un viejo, pero, ¿qué hacía un viejo a esas horas de la noche, caminando solo? Bueno, ¿qué le importaba? Sería uno de esos viejos solitarios y amargados, quizás un cliente asiduo de la taberna que vendría aquí todas las noches a ahogarse en vino. ¿Qué tenía él que ver con un hombre así? Ya los conocía, los había visto muy de cerca. En sus ojos había una luz opaca, sin brillo. Nunca alzaban su copa, bebían en silencio, solos. Querían hundirse en el olvido. Todo lo que habían sido estaba ya apagado, perdido para siempre. Secretamente, deseaban morir; secretamente, temían a la muerte. No, a Martín no le gustaban esos viejos, le entristecían, y le daban un poco de miedo. Los comprendía demasiado, los sentía demasiado cerca... Quizá alguna vez había pensado que también él podía convertirse en uno de ellos. ¿Acaso ahora, que todavía era joven, no andaba ya a vueltas con la muerte? ¿No se había visto ya inclinado sobre el abismo? Pero no. Lucharía con todas sus fuerzas para que eso no le pasara. Gastaría toda su sangre en impedirlo. Prefería mil veces la ciega locura, antes que convertirse en un fantasma de sí mismo. Antes la muerte que entregarse a su sombra.

El hombre empujó la pesada puerta de madera y entró en la taberna. Sin saber bien por qué, Martín volvió a sentarse. Había algo en su figura que le era conocido. Esperó a que el hombre tomara asiento y se quitara su sombrero, pero tampoco entonces pudo reconocerle. Se había sentado en el rincón más oscuro, junto a la medio apagada chimenea. Y sólo cuando pidió su bebida al mesonero, pudo reconocer en aquella voz a un viejo conocido. Sí, era él, el viejo filósofo, don Andrés, el irónico, el agrio pensador al que había conocido hacía algunos años y con el que siempre había mantenido cierta rivalidad, por la diferencia entre sus ideales, por sus distintos modos de entender la vida. Antaño había hablado mucho con ese hombre, había discutido con él sobre filosofía y arte. Casi nunca habían estado de acuerdo en nada, y lo normal era que terminaran atacándose el uno al otro. Pero aun así, habían seguido viéndose durante mucho tiempo. Quizá uno siempre había buscado en el otro aquello que le faltaba... El filósofo se había sentido atraído por el fuego y la magia del joven poeta. Y el poeta había admirado y deseado la fuerza del hombre de conocimiento, su solidez, su entereza para soportar el peso de todo el saber acumulado. Ese mismo saber que le hacía ver al universo y a la vida como algo hueco y sin sentido, como un interminable vacío en el que el hombre no era más que una sombra fugaz. Martín sonrió... Quizá no era don Andrés la persona más adecuada, y menos en aquel momento, menos aquella noche... Pero su soledad le pidió casi a gritos que se acercara a aquel hombre y le hablara. El caminante se quedó parado a pocos pasos de la mesa, y no dijo nada. No sabía si iba a ser reconocido; llevaba barba de varios días y su aspecto era en general muy distinto de aquel otro de hacía unos años. Esbozó una media sonrisa como único saludo. El viejo levantó la cabeza y miró intrigado al intruso que se había plantado frente a su mesa.
   -¡Vaya! -exclamó con ronca voz-. ¡Si es mi viejo amigo el poeta!... Siéntate, hombre, y comparte mi jarra de vino.
A Martín le pareció esta acogida de lo más cálida y amistosa. Se sentó y bebió con aquel hombre. Saboreó la inesperada copa, y le pareció buena. Después de todas estas semanas de soledad, tenía a alguien con quien hablar. Un viejo amigo, o un viejo enemigo. Era lo mismo. Lo importante era que con él podría revivir retazos de su pasado, de aquella otra vida ahora lejana de su juventud. Hablaron mucho y de muchas cosas. El viejo filósofo sonreía abiertamente, y llenaba una y otra vez la copa del poeta. Martín estaba a gusto, se entregaba, se confiaba. Era bueno este viejo, a pesar de todo, este viejo ladrón de ilusiones.
Afuera había empezado otra vez a llover y el agua se colaba un poco por la abierta ventana, junto con un aire fresco de noche otoñal. A lo lejos, se oía la voz del trueno, el grave y poderoso grito del dragón...
Quizá fue el vino, o quizá alguna sombra se le metió dentro y oscureció su voz... De pronto, Martín se puso serio, triste, melancólico. Empezó a hablar de su huida, confesó su miedo, su derrota, su vacío, su soledad... El filósofo no dejaba de sonreír, seguía llenando las copas lentamente, escuchaba en silencio. Pero, poco a poco, su mirada iba perdiendo calor, se hacía más oscura.
  -Don Andrés, ¿qué cree usted que me está pasando?
  -Nada. Simplemente, estás llegando al límite.
Su voz había sonado fría y distante.
  -¿Al límite de mis fuerzas, quiere decir?
  -Exactamente. Estás llegando a un punto en el que tu espíritu comienza a rendirse.
  -¿Rendirse ante qué o ante quién?
  -Ante la realidad. Ella ha sido siempre tu peor enemiga.
Don Andrés le conocía bien, sabía cuál era su lucha, su punto débil, su angustia. Y sabía cómo atacarle, dónde podía hacerle daño. No había cambiado nada este viejo ladrón, este antiguo enemigo de la fantasía. Pero Martín no quiso ceder, tampoco esta vez le daría la razón, lucharía con el viejo filósofo toda la noche si hacía falta.
  -Yo no me siento enemigo de la realidad...
  -¡Pues lo eres! -contestó el viejo, cortante, tensando la voz.
  -Ya, volvemos a lo de siempre, es decir, que sólo soy un soñador, uno que nada quiere saber de la "cruda realidad", en el fondo un pequeño fantasma, incluso un envenenador de la vida, ¿no es así?
  -Tú ya lo sabes... -dijo con tono de indiferencia.
  -No, yo lo único que sé es que me encuentro solo en medio de este mundo, solo y asqueado. También usted sabe lo mísero que es el mundo en que vivimos y lo absurdos y vacíos que son estos hombres que nos rodean.
  -Sí, lo sé. Pero también sé que tú no eres diferente, que eres incluso peor que ellos. Esos hombres son más sinceros que tú, han creado su mundo tal como es porque han mirado de frente a la realidad y saben muy bien que los sueños están vacíos y que no hay ninguna esperanza. Simplemente, han sabido reconocer sus propios límites y han hecho un mundo a su exacta medida.
  -Pero, ¿es bueno ese mundo?
  -Quizá no lo es para ti, ni tampoco para muchos de ellos, pero es el único que tienen y en él viven, en él ríen y lloran, en él luchan y crean. Tú, sin embargo, no haces nada de eso. No vives; eres un esclavo de tus sueños. ¡Estás muerto!

Sus palabras le dieron de lleno en el corazón. Ya no quiso seguir hablando. Se apoderó de él un sentimiento sombrío y extraño. Sintió frío. Se levantó de la mesa, dijo al filósofo que le disculpara, que estaba mareado por el vino, esbozó un gesto con la mano y salió con paso vacilante de la taberna. Afuera seguía lloviendo. Vio por un momento todo el conjunto de casas, sus pequeñas y cálidas luces brillando en medio de la oscuridad. Luego se volvió hacia el parque, hacia la lluvia, hacia la noche...



  Antonio H. Martín

  (Octubre, 1988)

martes, 25 de septiembre de 2012

La historia del Dr. Hans (III)


  Llegado a este punto, interrumpí la lectura. Más que un diario parecía una especie de cuento. Sinceramente, no era lo que esperaba. Y además... ¿qué era eso de un cristal con sabor a cereza? ¿Qué significado podría tener? ¿Era como un caramelo natural? ¿Para qué servía? ¿Acaso tenía algún poder curativo? ¿Y por qué era un mineral sagrado? Demasiadas preguntas. Dejé el cuaderno sobre la mesa y me aproximé a la ventana para fumar un cigarro y pensar. La luna se veía espléndida, el valle estaba tranquilo y soplaba viento del oeste. Mi amigo Pedro no es ningún bromista, pensé, y si me ha dejado este cuaderno para que lo leyera, aparte de tomarse la molestia de traducirlo, tiene que ser por algo. Pero soy, por naturaleza, impaciente, y este principio me planteaba varias dudas, tantas que estuve a punto de dejarlo. Sin embargo, después de unos minutos, volví al sillón y retomé la lectura. La curiosidad y la confianza en mi amigo me movieron a ello.

  ... Se sentó a esperar la llegada del viejo Achim, que estaba ocupado en esos momentos, según le dijo la amable sirvienta de la casa. Transcurrió el tiempo y el dr. Hans miró su reloj... Había pasado más de media hora y la puerta del cuarto de Achim no se abría. Sí que estaba ocupado este hombre, pensó. Seguro que saldría raudo si supiera de qué trata mi noticia. Y mientras esperaba, Hans se fijó en una rara figura, de las muchas que había en aquel salón. Era como un ídolo, en actitud danzante, y le llamó la atención su color.... En ese instante, un fino haz del sol de la tarde tocó a esa figurilla y ésta pareció moverse. Durante unos segundos, pareció como si bailara... El dr. Hans se acercó con curiosidad, envuelto en la humareda de su cigarro, mientras pensaba en qué extraño portento acababa de presenciar, o si se trataba de un simple efecto óptico provocado por el delgado rayo de sol. Incrédulo, y al mismo tiempo asombrado, Hans se dispuso a asir la figura, para ver de qué material estaba hecha. Pero en ese preciso momento, escuchó una voz grave que le hablaba desde atrás:
  ¡No, Hans! ¡No la toques!
Era el propio Achim quien así había hablado, que acababa de salir de su cuarto de estudio, de su cueva de los secretos. Afortunadamente, a pesar de sus tajantes palabras, el dr. Hans observó aliviado que éste le miraba con una media sonrisa.
  Siéntate, amigo Hans, y dime a qué se debe tu inesperada visita. Más tarde te explicaré por qué no debe tocarse esa figura que estabas mirando tan fijamente.
  Después de estrechar la nudosa mano del viejo Achim, el doctor se volvió a sentar y, ya repuesto de su sorpresa de antes, comenzó a narrar los detalles previos a su descubrimiento. Y cómo encontró al final, en el fondo de la gran cueva, el maravilloso cristal. Achim escuchaba en silencio. Y luego le preguntó al doctor:
  ¿No sucedió nada especial antes de que descubrieras ese brillo rojizo en medio de las sombras del fondo?
  El dr. Hans recordó entonces algo importante, que sorprendentemente había olvidado. Ya estaba caminando hacia la salida de la cueva, convencido de que allí tampoco se encontraba lo que buscaba, cuando oyó el canto de un pájaro. Sí, un canto muy fino y musical. Lógicamente, le extrañó sobremanera oír a un pájaro dentro de la cueva, y se dirigió hacia donde parecía hallarse. Y llegó a verle, muy en el fondo, entre sombras, pero extrañamente brillante. Era muy pequeño y de vivos colores. Y en seguida el pájaro aquel levantó el vuelo y desapareció. Justo debajo de donde había estado posado, es donde encontró el cristal. El viejo Achim sonrió abiertamente.
  Ese era el pájaro del sueño...
  ¿El pájaro del sueño?, preguntó asombrado el dr. Hans.
  Sí respondió Achim, es un pájaro muy especial, que se hace visible muy raras veces. Es un privilegio que lo hayas encontrado. Él fue quien te guió hacia el cristal.
  ¿Lo cree usted así? preguntó el doctor, que seguía sin salir de su asombro.
  Sin duda. Sin la ayuda del pájaro, el cristal te habría pasado desapercibido. Él te indicó dónde estaba.
  ¿Y por qué hizo eso ese extraño pájaro?
  No preguntes y conténtate con haber sido sujeto de su regalo.

  El dr. Hans volvió a mirar al ídolo danzante, que estaba cerca, sobre la repisa de la chimenea. Y sin saber bien por qué, notó que esa figura le recordaba algo al pájaro de la cueva, al pájaro del sueño, como le llamaba el viejo Achim. Quizá era su mirada, esa mirada brillante, lo que tenía cierta similitud con los vivos ojillos del pájaro.



Antonio H. Martín    

lunes, 24 de septiembre de 2012

Lejos de Siddhartha...

 
 
Teniendo en cuenta que se me da mal esperar, pensar y ayunar, queda claro que en poco me parezco a aquel personaje de Hesse que me fascinó en mi juventud. Esas eran las tres cosas que declaró Siddhartha a su nueva amiga Kamala que sabía hacer. Luego aprendió muchas más, pero esas tres cosas conformaban la base de la que disponía cuando llevaba la austera vida de un samana del bosque. Yo, la verdad, ya no sé esperar. Mi carácter se ha vuelto, con los años, impaciente y nervioso. Lo de pensar me resulta cada vez más difícil, como si mi mente estuviera bloqueada, y echo de menos las claridades de antaño. Y ayunar, lo he hecho pocas veces, y no me gusta. De modo que, como decía, en poco me parezco a aquel querido personaje, que fue para mí una especie de ídolo de juventud. Comprendo que mis circunstancias actuales no son nada cómodas, y eso acerca a la mente hacia la obsesión por los problemas inmediatos. Pero precisamente por eso es cuando más necesito de esas tres sutiles armas. Mi vida ahora se aproxima en algunos aspectos a la de un samana, y esas tres habilidades serían para mí de gran ayuda.
En fin, hay algo que sí me queda. Aún hay en mí sensibilidad, y puedo pararme ante los trazos de belleza que encuentro en el camino y sentirlos, vivirlos. Así como, en ocasiones, llego a ver entre esos trazos, o en otros, los signos de que este mundo, aunque muy complejo y difícil, sigue siendo mágico...


Antonio H. Martín

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imagen: AHM.

sábado, 22 de septiembre de 2012

La historia del Dr. Hans (II)

 


  Llegué por fin a casa, y sin más preámbulos, dejando a un lado la frugal cena que me tenía preparada, me fui hacia mi sillón favorito, en el cuarto de estudio, encendí la pequeña lámpara y me sumergí en la lectura de ese diario. La noche se presentaba tranquila, y por la ventana empezaban a introducirse los primeros rayos de luna. No puse nada de música. Quizá después, pero ahora sólo quería silencio...
  El diario, tal y como dije antes, no era del propio Dr. Hans, sino que estaba escrito, al parecer, por alguien que le conoció, y supo, quizás por boca de aquel, la historia que había protagonizado. Tal vez un amigo cercano, que prefirió ocultar su nombre. Y comencé a leer...

  Por fin, después de muchos paseos infructuosos, durante varias semanas, por toda la región, de múltiples incursiones por las muchas grutas del lugar, el dr. Hans encontró lo que andaba buscando, en lo más hondo de la gran cueva... Y pudo escribir en su diario de campo que, efectivamente, ¡el cristal con sabor a cereza existía! Salió presuroso, deseando comunicar a los aldeanos la buena noticia, que seguramente sería motivo de fiesta en toda la comarca...
    Pero antes de partir hacia la aldea, el dr. Hans consideró que quizá no fuera suficiente con su palabra, dado lo inaudito de su descubrimiento. Así que pensó en llevar una pequeña muestra del mismo. Pero... ¿se atrevería a cortar aunque sólo fuese una fina lámina de aquel cristal que las más antiguas leyendas consideraban sagrado?
    Así que, considerando lo difícil de la situación, optó por visitar al viejo Achim, el sabio de la aldea. Él sería el primero en conocer la noticia, y a él pediría consejo. Estaba impaciente por divulgar su descubrimiento, pero su buen juicio le indicaba que era mejor escuchar antes la opinión del anciano.
    Y el dr. Hans fue a ver al viejo Achim, que vivía en lo profundo del bosque, como el druida que era, junto al río. Y en esa casa repleta de viejos libros, manuscritos, relojes y extrañas figuras...



Antonio H. Martín
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imagen: "Personal Forest" - Jacek Yerka (2006)   

jueves, 20 de septiembre de 2012

La historia del Dr. Hans

 
Aquella tarde de otoño, de hace ya doce años, me esperaba una grata sorpresa en casa de mi amigo Pedro... Ascendí lentamente por el estrecho sendero, admirando y disfrutando el sereno paisaje, que aún conservaba mucho de verde, para encontrarme con mi amigo, que entonces vivía en una pequeña casa de madera en lo alto de la colina, rodeado de libros y de plantas. Contento de saber que me esperaba, como otras muchas tardes, una grata velada de buena conversación. Porque Pedro y yo teníamos, y tenemos aún, muchas aficiones en común. Pero aquella tarde no fue habitual, porque mi amigo me obsequió con un inesperado regalo. Resulta que había encontrado, en una de esas librerías de viejo, un extraño diario, y me lo prestó para que lo leyera. El diario estaba originalmente escrito en alemán, pero mi amigo lo había traducido para mí, así que el regalo fue doble. Un diario en el que un tercero, sin nombre registrado, narraba la breve pero fabulosa historia de un tal doctor Hans Schliebel y su asombroso descubrimiento... Así que después de la velada, que transcurrió como siempre entre amistosas discusiones, buen vino, humo de cigarros y algunas viandas, ya con las primeras sombras del anochecer, me volví camino abajo hacia mi casa del valle, con ese diario bien guardado en mi cartera. Estaba deseando leerlo, porque lo que me dijo Pedro sobre su contenido me pareció muy interesante. La verdad es que el camino, aun siendo hermoso, se me hizo largo por primera vez...

(continuará)

Antonio H. Martín

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imagen: Jeff Clow

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Música de otoño II



Creo que ha llegado el momento de recuperar esta entrada (del 1 de octubre del 2011), para recibir de nuevo al dorado otoño que ya se acerca. Mi estación preferida, la estación preferida de todos los soñadores y todos los que tenemos algo o mucho de románticos. La estación en que, después del fogoso y ruidoso verano, uno puede entregarse a las viejas historias, a las antiguas brisas y las suaves lluvias que traen consigo el aroma y el color de los amados sueños de siempre. En que los pensamientos se amansan, cambian de tesitura y se dejan acariciar por nuevas y frescas posibilidades, por nuevos caminos interiores que enriquecen al espíritu tenso y cansado.
Bienvenido sea el querido otoño.

AHM.

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Vuelve la luz inclinada, el susurro del viento en la tarde huidiza y tranquila, el vuelo suave de las hojas doradas que se van, que se dejan caer en el olvido, sin pena, cansadas... Vuelve la música dulce del otoño, que algunos sienten amarga. Y con ella, los viejos sueños amables que el verano ocultaba, las tímidas sombras, el brillo en la mirada...
Vuelven las hadas a tejer sus vestidos, con hilos de luna y hechizos de agua... Vuelven a soñar las estrellas sus caminos de plata, y a cantar las noches sus antiguas baladas.
Entre la fronda oscura y el destello de las horas que, poco a poco, recuperan su magia, se escuchan voces, murmullos y risas... Son los duendes del aire, que vuelven a los jardines de la tierra como gotas de lluvia...


Antonio H. Martín
(1 de octubre, 2011)



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música: La Petite Fille de la Mer - Vangelis

domingo, 16 de septiembre de 2012

Desde el silencio...



Crecí en el seno de una familia desestructurada. Una que mezcló sus raíces con otras que resultaron ser incompatibles. Lo cual se tradujo con el tiempo en situaciones conflictivas y, a veces, casi desastrosas. Un niño es muy sensible a estos asuntos. Quizá por eso anda uno, pasados los años, enganchado todavía a ciertas carencias y a ciertos incumplimientos en el normal discurrir de la vida... Afortunadamente, siempre me movió un fuerte sentimiento en relación con aspectos de la vida, que yo llamaba "mágicos" o "poéticos", a los que solía acceder sobre todo a través de los sueños, y también de los libros. Pero está claro que esas malas experiencias familiares dejan una huella indeleble en el corazón del hombre. Uno lucha, y seguirá luchando, por escapar de esa telaraña, pero de alguna manera sigue ahí, influyendo negativamente en la actitud que uno tiene ante el mundo, en su modo de vivir.
De todas formas, escribo esto, sentado en un banco del parque bajo los altos árboles centenarios en una tarde tranquila y fresca, desde el silencio. Y es precisamente este silencio lo que me permite escapar a esa telaraña, aunque sea durante un breve tiempo, para poder ver las cosas y a mí mismo desde una diferente y nueva perspectiva, y tener una visión más libre de cuanto me rodea. Este silencio interior es un puente que enlaza con eso que amé desde niño: la mirada del sueño.
Ante esta mirada, los complejos y los traumas del pasado se diluyen, desaparecen, y uno puede llegar a ver y sentir que la vida es algo más, mucho más que el conjunto de experiencias por las que pasamos, antes y ahora, y que hay multitud de caminos abiertos por los que podemos andar libremente, sin arrastrar los lastres del tiempo.
Pero esto lo siento y veo ahora así porque una parte de esa telaraña se ha roto, porque la mirada se ha liberado, al menos en estos momentos, de esas rémoras del pasado y puede colarse hacia otras dimensiones del pensamiento. Porque, repito, estas breves líneas las escribo desde el silencio...

Antonio H. Martín

viernes, 14 de septiembre de 2012

El pájaro del atardecer



Resulta aún difícil escribir cuando la mirada del sueño ha sido en gran parte cegada por la mirada del mundo, entre las horas de un tiempo roto, perdido en un laberinto oscuro que ahoga noches y días. Pero hace poco encontré la imagen de abajo en el blog de Fer

http://fernanda-abocadejarro.blogspot.com.es/

y me animó a escribir unas letras. No sé en dónde escribió esa frase el maestro Jung, pero me gusta. Y además me ha hecho recordar al "pájaro del atardecer", uno que me gusta llamar así porque me lo encuentro casi siempre al final de un camino, mirando hacia el oeste, como soñando otros horizontes...

El único propósito de la vida
humana es encender una luz
en las tinieblas
del mero existir.


Y si no es ese el próposito de la vida, no sé qué otro pudiera ser. Así que hay que animarse y encender cada uno su propia linterna. Iluminar en la medida de lo posible nuestro camino, apartando sombras y buscando destellos, esos brillos fugaces. Como ese pájaro del atardecer, que en esa hora da la espalda al mundo de lo cotidiano y se queda mirando al horizonte, como intentando descifrar la forma y el color de las nubes, la forma y el color del aire, buscando quizá las ocultas estrellas...


Antonio H. M.


sábado, 1 de septiembre de 2012

Bajo el enebro



Después de caminar durante horas, dando vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos, llegó hasta el jardín del balneario, lleno de viejos y altos árboles, el lugar más fresco y umbrío del pueblo. Se sentó, sin embargo, debajo de uno de muy poca altura, un enebro, para descansar un poco, y se le ocurrió, fantaseando, que quizá aquí pudiera sucederle algo extraordinario. Si el Buda alcanzó la iluminación meditando debajo de una higuera, por qué no podría pasarle a él algo parecido debajo de este enebro... Sonrió, con la idea revoloteando en su mente.
Con la espalda apoyada en el doble tronco, se quedó mirando las finas hojas del enebro, que parecían como ramificaciones nerviosas, y lentamente, sin casi darse cuenta, se durmió, mientras recordaba aquello de que el deseo es causa de dolor y que hay que abandonarlo para dejar de sufrir, salir de esa rueda aparentemente interminable del samsara. Y así empezó lo extraordinario, que le vino en forma de sueño...
Le despertó, dentro del sueño, un aroma peculiar. No le pareció procedente de ninguna flor cercana, sino más bien como un perfume, concretamente un perfume de mujer. Y así era: abrió los ojos y la vio delante de él, con una luminosa sonrisa dibujada en sus finos labios.

"Hola, ¿quién eres?", le preguntó a la bella.
La mujer seguía sonriendo, sin contestar.
"¿Nos conocemos?", preguntó. Y ella asintió.
"No te recuerdo."
"En otro tiempo, en otro mundo, tú y yo éramos amigos.", dijo ella por fin, con una suave voz.
"Pues me agradaría mucho recordarlo, porque me gustas y tus ojos brillan de una forma especial", repuso él, y continuó: "Precisamente andaba yo pensando hace un momento en los problemas que conlleva el deseo, pero tú me atraes de un modo diferente...
"¿Diferente?"
"Sí, no es una atracción sólo física. Hay algo más que no sé definir..."
"Ese algo más", dijo ella sin dejar de sonreir, "es lo que nos hizo muy amigos hace tiempo."
"Y no hay alguna forma en que pueda recordar aquel tiempo, que seguramente fue dichoso?"
"Es difícil rasgar los velos", respondió ella. "Los abismos de la distancia, los muros del tiempo y las simas entre los mundos están ahí por algo. Yo puedo recordar porque tengo ese don, pero tú estás demasiado enredado en tu dimensión personal, tu laberinto actual no te deja ver más allá. Aunque quizás..."
"¿Quizás qué, desconocida amiga?", preguntó él expectante.
"Quizás pueda arreglarlo, abriendo una ventanita en tu mirada. Una muy pequeña que tal vez te permita ver y recordar algo de lo que vivimos."
Y entonces la bella mujer se acercó a él, se agachó un poco bajo la sombra del enebro, y puso un suave beso en su boca...
"¿Recuerdas algo ahora?", le preguntó.

Por toda respuesta, la atrajo hacia sí y ambos se fundieron en un largo abrazo que sumergió todas las barreras y restauró el puente que un tiempo sin memoria parecía haber roto...


Antonio H. Martín



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música: Fields of Gold - Sting
imagen: AHM.