Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 25 de octubre de 2013

El jardín



    «Pero qué importaba dónde, si en todas partes significaba lo mismo que en ninguna. Todavía, al hacer algo con ella, no había convertido a cualquier parte en un lugar. No estaba todavía vivo; sólo soñaba que vivía.»

George MacDonald

("Lilith" - 1895)


    Edwin acababa de terminar la lectura de la fantástica novela de MacDonald y se quedó pensativo, hundido en su sillón azul oscuro, en la silenciosa biblioteca. Lamentaba ese inesperado final, en que el protagonista se veía obligado a abandonar la tierra de los sueños, a dejar atrás su alegre visita a la radiante ciudad celeste y, sobre todo, a dejar de sentir el contacto de la mano de su amada Lona... Pero la tarde de otoño fluía tranquila; el fuerte viento de la mañana había amainado y desde el jardín llegaban el gorjeo de los pájaros, el murmullo de la fuente y el susurro de una tenue brisa. Así que, sin darse apenas cuenta, dejó caer suavemente el libro y se quedó plácidamente dormido.  
    No pudo ver que poco después, sobre la ventana abierta, se posaba el pájaro del sueño. Y tampoco pudo observar cómo éste se transformaba en un niño de cabellos muy claros, casi blancos, y ojos como zafiros, que le miraba sonriente. De pronto, le pareció oír, medio en sueños, el sonido de una voz infantil y eso le despertó...
    —¿Quién eres y qué haces aquí? —le preguntó, intentando controlar su asombro.
    —Casi eso mismo le estaba preguntando, señor —contestó el niño.
    —Yo soy quien vive aquí; ésta es mi casa. Soy yo quien está en su derecho a preguntar eso.
    —No se enfade, señor. He venido porque ha terminado usted de leer el cuento y en lugar de salir al jardín a hablar con los árboles, se ha quedado aquí dormido, dándole vueltas al final de la historia, que al parecer no ha sido de su agrado. 
    —Pero, ¿cómo sabes tú eso?
    —Es fácil; vengo por aquí a menudo, aunque no suela verme, y le he observado muchas veces; sé lo que siente y cómo piensa. Incluso le he acompañado en más de una ocasión al País del Sueño.  
    —¿Y por qué nunca te he visto antes?
    —Sí lo ha hecho, pero en otras formas. Me gusta mucho cambiar.
    —Pero, ¿quién eres? —insistió Edwin.
    —Mi nombre no importa. Además, ¡tengo muchos! Llámeme como quiera. Lo importante es que puede considerarme su amigo.
    Edwin, ya muy entrado en años, de carácter juicioso y sosegado, no daba crédito a esta especie de aparición que tenía delante. Pensó vagamente que quizá sería un chiquillo vecino que había venido a gastarle una broma. El niño era, ciertamente, encantador; se expresaba con claridad y amablemente, y su sonrisa era contagiosa. Pero no acertaba a entender qué hacía en su casa. Se le quedó mirando, sin saber qué decir. 
    Mientras tanto, el niño paseaba su mirada por la biblioteca y a veces se acercaba a alguno de los libros y lo sacaba para leer su título.
    —Me gustan sus libros —dijo, sin dejar de sonreír—, y también muchos de sus sueños.
    —¿Qué puedes saber tú de mis sueños, pequeño?
    Al decir esto, el niño se puso a reír. Su risa sonó como el estallido de una música alegre que llenó la habitación y la hizo brillar; sonaba de modo parecido al fluir de un arroyo o al caer de las gotas de lluvia sobre las hojas en una mañana de primavera. Le trajo recuerdos de su propia infancia, de juegos olvidados en encendidas tardes de tiempos lejanos.
    —Ya le dije antes que a veces le he acompañado... Ahora, señor, he de irme. Pero me gustaría que nos volviéramos a ver esta noche. Quiero hablar con usted sobre el cuento. Si le parece bien, vendré a su bonito jardín cuando la luna esté en lo más alto.
    Edwin asintió casi sin palabras, y el niño, de un ágil salto, se subió a la ventana y desapareció de la vista, perdiéndose en el jardín. Al principio oyó claramente sus pisadas sobre la hierba, según se alejaba rápidamente, y luego le pareció, en cambio, oír como un batir de alas. Después, ya sólo los pájaros, la fuente y la brisa.
    Pensó que había sido como una alucinación. Quizá lo había soñado... ¿Cómo era posible que un niño tan raro se colara de esa manera en su casa, diciendo esas cosas tan sin sentido? Pero aún resonaba en sus oídos esa risa tan especial que, por un momento, le había alegrado el corazón. Sea como fuere, se dijo, la sensación que le había quedado del inesperado encuentro era de lo más grata. Así que saldría por la noche al jardín y esperaría a ese extraño niño, a ver qué era capaz de decirle sobre la historia que había leído.
    Volvía ya hacia su sillón, moviendo la cabeza, cuando se percató de que uno de los libros sobresalía mucho de su estante. Estaba seguro de que era uno de los que había sacado el niño para mirar el título. Fue a colocarlo, pero antes, por curiosidad, miró de qué libro se trataba. Comprobó que, sorprendentemente, el libro no era otro que la novela de Lilith, que había terminado de leer poco antes... Rápidamente fue hacia el sillón azul esperando encontrarlo allí, no sin pensar que era absurdo, porque no tenía dos libros iguales. Y así era: sobre el sillón no había ningún libro, ni tampoco estaba caído en el suelo. El libro era el que tenía en la mano, no había otro. ¿Pero cómo había llegado hasta la librería? En absoluto recordaba haberlo llevado a su anaquel... Luego, más tranquilo, se acordó que cuando abrió los ojos, después de su breve siesta, el niño ya estaba allí. ¿Pero por qué iba a haber cogido el niño el libro, haberlo puesto en su sitio (que, además, era el correcto) y luego sacarlo, delante de él, para ver su título? 
    Nada parecía tener sentido. Se sentó, por fin, en su sillón con el libro en la mano. ¡Qué cosa más curiosa! —pensó—. Tanto la aparición de ese niño tan extraño, con sus raras palabras, como ahora esta aparente sinrazón de lo del libro cambiado de lugar... ¿No había dicho el niño que había venido a preguntarle que por qué, después de leer el cuento, no había salido al jardín a hablar con los árboles? ¿Qué podía significar eso? ¿Y cómo sabía ese niño no sólo qué libro había estado leyendo sino además que no le había gustado el final? Lo primero quizá se explicase porque vio antes el libro en el sillón o caído en el suelo; pero lo segundo no tenía explicación alguna.
    Otra vez se sintió tentado a creer que todo había sido un sueño. Que probablemente él mismo, medio dormido, había colocado el libro en su lugar y luego había regresado al sillón para seguir durmiendo. Pero... lo que no encajaba era la presencia del niño y, sobre todo, que supiera lo que parecía saber. Sueño o realidad, lo que estaba claro para Edwin es que esperaba que llegase la noche, para volver a ver al niño.
      

    Hacía tiempo que la luna había ascendido por el cielo. Una luna llena que iluminaba amablemente la noche y que ya casi se encontraba en su cenit. Edwin se encontraba sentado en un banco del jardín, esperando la llegada del extraño niño alegre que había conocido esa tarde. Fumaba su cigarro un tanto impacientemente y pensaba en lo inaudito de esa cita nocturna. Él, un señor respetable, solitario desde hacía mucho y que vivía nada más que para sus libros y sus sueños, esperando a la luz de la luna el encuentro con un niño desconocido que decía ser su amigo, y que daba la impresión de saber cosas que no suelen saber los niños... El aire era fresco, casi frío, pero algo que no sabía explicar le impelía a seguir la espera. Tal vez, simple curiosidad; o quizá algo más.
    Al cabo de un tiempo, después de que la luna alcanzara su punto más alto, escuchó unos pasos lentos que venían del bosquecillo de robles y abedules cercano, que en nada se parecían a los pasos de un niño. Un hombre muy viejo, con chaqueta larga y sombrero, se presentó ante él y lo saludó.
    —Buenas noches, señor Edwin. He venido lo antes posible, y casi justo a la hora convenida. Mi andar es muy lento. Perdóneme si le he hecho esperar un poco.
    —¿Quién es usted? —le preguntó secamente, sin responder a su saludo.
    —Habíamos quedado aquí para hablar del cuento, ¿recuerda?
    —¿Pero qué dice, hombre? Yo a usted no le conozco de nada y nunca le había visto. A decir verdad, tampoco a quien esperaba; pero estaba citado en este jardín con un niño...
    —¿Con un niño de pelo casi blanco? —interrumpió el anciano—. Y se quitó el sombrero, dejando ver un abundante cabello blanquecino, mientras sonreía abiertamente.
    Edwin se quedó boquiabierto al reconocer inexplicablemente, en ese pelo y esa sonrisa, un indudable parecido con el niño que había conocido por la tarde en su biblioteca.
    —Pero, pero... ¿qué es esto? —balbuceó.
    —No se preocupe, amigo. Ésta es sólo otra de mis formas; ya le dije que suelo cambiar. Quizá prefiera usted la del simpático niño de esta tarde, pero esta noche soy, ante sus ojos, un viejo casi decrépito. Cosas de la luna llena... De todos modos, le aconsejo que nunca se fíe demasiado de las apariencias.
    —Entonces... ¿es usted...? ¿eres tú...? Discúlpeme, no acierto a encontrar las palabras.
    —Tranquilo, estimado señor Edwin. Usted ahora no puede saberlo, pero le aseguro que nos conocemos desde hace mucho tiempo y somos buenos amigos. Como le dije esta tarde, varias veces hemos viajado juntos al País del Sueño. Recordará usted esa región, ¿verdad?   
    —¡Por supuesto!
    —Sí, es usted un soñador, y de los buenos. Créame si le digo que lo sé de primera mano. Pero no me pregunte cómo; ahora no podría explicárselo de manera que lo entendiera. Además, hemos venido aquí a hablar de la obra de otro soñador, ¿no es cierto?

    Poco a poco, entre los dos hombres, sentados ya juntos en el mismo banco, se fue extendiendo una atmósfera afable, disipándose la lógica distancia inicial. Edwin se encontraba a gusto en su compañía, empezaba a sentirse como con un viejo amigo, aunque nunca le hubiera visto antes. Había algo en ese anciano (como lo había también en el niño) que le atraía muy especialmente. Le daba igual si era el padre o el abuelo del niño, o si era el mismo niño transformado por algún tipo de magia que no alcanzaba a comprender. 
    Pasada una media hora, a Edwin le pareció que estarían mejor en su casa, porque ya hacía frío y en su salón podrían calentarse con el hogar y, si se terciaba, con un buen caldo. El viejo estuvo de acuerdo y se metieron en la casa. Allí continuaron con la conversación.
    En un momento de la misma, al dueño de la casa se le volvió a ocurrir que debería saber el nombre de su invitado. Pero el viejo dijo lo mismo que el niño, que eso no era importante y que podía llamarle como más le gustara.
    —Bien —consintió Edwin—, pues entonces... ¿qué le parece si le llamo con el nombre de... Peter? 
    El viejo-niño sonrió y estuvo de acuerdo. Peter estaba bien, dijo. Pero luego, Edwin pensó que ese nombre le iba mejor a su faceta de niño, y que en esta de anciano se requería un nombre más..., con otra sonoridad. Y concluyó que el nombre sería Stephen, lo que al anciano también le pareció bien.
    —De acuerdo entonces, sir Stephen, sigamos pues...
    El anciano rió de buena gana.
    —A veces, amigo, se comporta usted como un auténtico niño. ¿Qué más da el nombre? Hablemos de lo nuestro; no sé cuánto tiempo más podré quedarme esta noche. 
    Y sin más paréntesis, volvieron al tema de antes.               
    —Sé, amigo Edwin, por qué quedó usted insatisfecho con el final de Lilith, pero me gustaría que lo explicara con sus propias palabras.
    —Pues mire, eh... Stephen: lo que sucede con ese final es que me duele. Después de pasar su personaje por un largo camino de penalidades y peligros, y de casi ahogarse en el pozo de la soledad; después de superar todo eso y conseguir reunirse con lo que amaba, la mano del destino le vuelve a empujar hacia afuera, le devuelve al mundo del que había huido. Aparte de que no me gusta, no entiendo bien la causa. Entrar en el Paraíso y tener que salir poco después, sin una clara y cercana posibilidad de regreso... ¿Por qué ese lamentable final?
    —Recuerde, amigo, aquel antiguo adagio que citaba Helena von Hahn al principio de su gran libro —intervino el viejo Stephen.
    —¿Quién es esa señora?
    —Se la conocía como Madame Blavatsky.
    —Ah, sí. ¿Y qué decía el adagio?
    —Dice así: «El error se precipita por un plano inclinado, mientras que la verdad tiene que ir penosamente cuesta arriba.»           
    —Ya entiendo.
    —¿De verdad lo entiende?
    —Creo que sí; es el viejo y angosto camino de siempre. El camino difícil, que nadie quiere recorrer, porque es mucho más cómodo quedarse en el valle de lo amable, prendado de las pequeñas luces que ahí brillan; placenteramente adormecido por lo que es acogedor, amistoso y risueño. La verdad siempre exige duras pruebas. Es la ciudad más hermosa, la más brillante, pero no es nada fácil el camino que lleva hacia ella. Hay que subir solo por empinadas laderas, donde no hay casi asideros ni refugios, y afrontar fuertes vientos y vacíos de vértigo que amenazan a cada paso. Muchos lo intentan, luchan por conseguirlo, pero el frío termina mordiendo sus almas y los precipita de nuevo hacia abajo... 
    —¡Bien! Yo mismo no lo hubiera expresado mejor. 
    —De todas formas, es triste. La mayoría sólo somos simples seres humanos, que lo único que desean es vivir.
    —Así es, amigo. Pero recuerde que a los que han nacido soñadores y caminantes les es imposible conformarse demasiado tiempo con ese valle de pequeñas ilusiones. Algo que llevan muy dentro siempre termina tirando de ellos hacia el horizonte.
    —En fin...
    —Amigo Edwin, no se desanime. Lo que le ocurre al personaje de la novela de Lilith es que continúa soñando, y su sueño está incompleto y es, en el fondo, falso. Lo que necesita es despertar realmente a la vida; por eso es devuelto al mundo. No se puede vivir si no se está totalmente despierto. ¿Recuerda que el cuento termina con unas frases de Novalis?
    —No, ahora mismo no. Lo he leído hace tan sólo unas horas, pero no me acuerdo de esas frases.
    —Son estas: «Nuestra vida no es un sueño, pero debería serlo y quizá alguna vez lo sea». 
    —Pero entonces... ¿debemos o no soñar? ¿Son buenos o malos los sueños? El personaje del cuento debe despertar de su sueño, y Novalis dice que la vida debería ser un sueño... No lo entiendo. 
    —Sí, amigo Edwin, sí lo entiende. Es usted un buen soñador y sabe bien de qué estamos hablando. Pero ahora quizá no es el momento de darse cuenta. En el fondo es muy simple...
    —Pues explíquemelo, se lo ruego.
    —La vida que vivimos normalmente se compone de falsos sueños, ilusiones que no nos dejan ver la realidad. Y cuando soñamos por las noches, a veces lo que en verdad hacemos es despertar... Nuestros viajes al País del Sueño no son sino atisbos de la auténtica vida. Quien así logra soñar, se acerca mucho a lo que es en realidad vivir.
    »Venga, salgamos de nuevo al jardín. Hay algo maravilloso que quiero mostrarle.
    —Le advierto, Stephen, que no creo en hadas ni en duendes...
    —¡Jajajaja! Entonces, ¿por qué ha leído ese cuento?         
    —Siempre me han gustado ese tipo de historias. Supongo que uno necesita beber de vez en cuando de esa mágica fuente, aunque sólo sea con la imaginación; la propia y la de otros. Al menos, para la gente como yo es como el aire y el agua. Pero de eso a creer en hadas y duendes..., hay una gran distancia.
    —No se preocupe, amigo Edwin, que no le voy a mostrar esta noche a ninguno de mis otros amigos... Usted sólo sígame ahora y observe atentamente.
    Salieron al jardín, bañado por la luz de la luna; lo cruzaron y al llegar hasta su límite norte, tras el cual comenzaba el bosquecillo de robles y abedules, el viejo Stephen se detuvo.
    —¿Ve con claridad ese roble grande de ahí? —dijo, señalando con el dedo un viejo roble que había al principio del pequeño bosque.
    —Sí; es hermoso. Lo he visto otras veces, cuando salgo a pasear, y me gusta saludarlo con la mirada.
    —Pues justo ahí, en su añoso tronco, hay una puerta al país del sueño. Si quiere, podemos cruzarla ahora mismo y así podré mostrarle algo maravilloso, que disipará esas dudas que aún le rondan por la mente como sombras. 

    Poco tiempo después, la luna miraba a un jardín vacío, donde sólo se oía el murmullo de la fuente y la caricia de la brisa sobre las hojas. Juntos entonaban una queda canción, cuyo estribillo parecía decir:

Encuentra tu sueño; 
encuentra tu sueño, caminante,
y despierta en él...


Antonio Martín Bardán
(25 de octubre, 2013)