Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 27 de diciembre de 2015

Hechizo de luna




     «En la soledad de la terraza, una de las veces, Axel lloró el vacío del mundo. Sin embargo, conservó su ánimo resignado y fatalista.»

Isak (Karen) Dinesen
(Cuentos de invierno - 1942)

  
    «Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía.»
    «Quién sabe cuánto hace que me repito todo esto, y es penoso porque hubo una época en que las cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con el hombro cualquier rincón del aire.»
    
Julio Cortázar
(El otro cielo - 1966)


    «Enamorarse es un triste error, una equivocación que, como un invasor hechizo lunar, anega nuestra conciencia, nos hipnotiza, nos embruja y acaba colocándonos indefectiblemente ante una pared de frío, encerrándonos en algún lejano rincón de un laberinto nebuloso y oscuro, aparentemente sin salida. Después, afortunadamente, con el paso del tiempo, podemos comprobar que hay un modo de salir, pero en esos momentos de bruma nos es imposible verlo.
    Pero también en esto hay excepciones. Y en algunos raros casos, resulta ser todo lo contrario... Algo así como encontrar la puerta azul de un paraíso perdido, el mágico puente que nos lleva a un mundo de ensueño, del que no quisiéramos salir nunca.
    Hay una única compañía que es indispensable, absolutamente necesaria, sin la cual no se puede vivir, y es la de uno mismo. Me estoy refiriendo, por supuesto, a esa relación armónica básica que es ser amigo de sí mismo. Pero cuando sucede lo otro, cuando se abre de buena manera la ventana con paisaje azul y se da esa otra relación, entonces es como si ese "sí mismo" completara el círculo de su vida.
    Como decía, rara vez ocurre, pero sin duda existe esa magia.»

Alberto Linde
(El laberinto de los sueños - 2015)

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       No he leído aún el cuento del amigo Cortázar, por lo que no puedo saber con exactitud a qué asunto se refiere, aunque me suene mucho... Pero esas frases suyas (leídas al azar) las he sentido en relación con la posterior cita del amigo Linde, y por eso las pongo. Y lo mismo me pasa con las frases de Karen Dinesen, que he encontrado también por azar, si es que eso del azar existe...
    La razón de esta entrada está en las palabras del viajero Linde, que me envió hace poco y están sacadas de una obrita que está escribiendo sobre la materia de los sueños, en la que es experto. Me parece muy bien que se desenmascaren ciertos espejismos, pero que al mismo tiempo se deje la puerta abierta a la extraña pero posible situación de que tras algunos de ellos se encuentre un fondo de realidad. De que, en algunos casos, sea efectivamente agua eso que vemos brillar en el horizonte del desierto.  
    En cuanto a lo de enamorarse..., de momento prefiero no pronunciarme. Es, sin duda, un tema interesante, pero difícil y complejo, del que hablaré en otra ocasión, cuando las runas sean favorables.


Antonio H. Martín
(27 de diciembre, 2015)



                                            

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imágenes: Leonid Afremov


lunes, 21 de diciembre de 2015

Arbórea




«Cuando venga la muerte, que lo haga en silencio, sin gestos bruscos ni ácidas preguntas, sin hielo y sin fuego. Y que se acerque despacio, envuelta en su oscura capa de definitiva noche... Sólo quiero ver su ojos, la magia o la sombra de su mirada.»

Alessandro Castelli
(En el umbral - 1982)


    Sin llegar a lo de aquella canción de hace años, en la que el intérprete expresaba su deseo de tener un millón de amigos, puedo decir con sinceridad y sin fantasear ni literaturizar nada, que una de las íntimas alegrías que he encontrado en esta vida es la de tener muchos amigos. Todos ellos han sido y son siempre amables conmigo, me acompañan en los días solitarios, escuchan mis palabras, mis risas o lamentos, y me miran con comprensión en las horas tristes, e incluso danzan para mí a veces para darme ánimos.
    Son cientos de amigos, todos hermosos, bellos, alegres, hasta los más oscuros. La demás gente suele mirarlos poco más que como si fueran objetos inanimados y los llama «árboles». Yo no puedo menos que llamarlos amigos...
    Da igual que sean castaños, robles, fresnos, nogales o abetos... A todos, sin distinción, los considero mis amigos. No es sólo por su inestimable valor, ni por su estética, sino sobre todo por otra cosa que no sabría explicar... 
    Se trata de uno de mis pocos afectos que, usando términos hinduistas, se aparta de lo meramente «rajásico» y se acerca algo a la esfera de lo «sáttvico». Sin querer significar con esto nada fuera de lo común.
    En cualquier caso, benditos sean por siempre estos amigos árboles. Estos verdes compañeros de viaje, junto a los que puedo escuchar el seductor y amable susurro de la brisa (que a veces me cuenta historias), o la titánica  música del viento. Bajo cuya amplia sombra puedo guarecerme cuando el sol aprieta en verano, y cuya silueta desnuda, en invierno, se recorta por la noche contra un cielo lleno de estrellas, al que parecen tocar con sus largas, cimbreantes y afiladas manos, cual puentes entre la realidad y el sueño, como si acariciaran suavemente el infinito...  
  

Antonio H. Martín
(21 de diciembre, 2015)


          





martes, 24 de noviembre de 2015

Suzuki y los Anunnaki




    «—Cuando las dudas te asalten hasta el punto de que corras peligro —dijo—, haz algo pragmático al respecto. Apaga la luz. Perfora la oscuridad. Averigua qué puedes ver.»

Carlos Castaneda
(El lado activo del infinito - 1998)


    No es que el sosegado y lúcido señor Suzuki tenga nada que ver con los míticos e inquietantes Anunnaki (ahora tan nombrados), como pudiera deducirse del título de este escrito. No, en absoluto. Pero se me ocurrió poner su serena y nítida imagen aquí —aunque sólo sea tangencialmente—, frente a ese turbio y laberíntico espejo mitológico, para ver qué pasaba... Permítaseme, como el torpe intento de un pequeño y sencillo ejercicio de juego de abalorios.

    El 9 de julio de 1936, el doctor Daisetz Teitaro Suzuki (gran experto en budismo Zen y autor de numerosas obras eruditas sobre esa materia) participó en un ciclo de conferencias y debates en un Congreso Mundial de Religiones al que había sido invitado. El congreso se celebró en el Queen's Hall de Londres, y el tema sobre el que debía disertar era nada menos que el "Supremo Ideal Espiritual"... Pero Suzuki abordó el asunto con su habitual sencillez, y con una honesta claridad lo desbrozó y lo dejó limpio, despojándolo de su rigidez y altisonancia. Transcribo aquí una parte de su conferencia, las palabras que pronunció justo después de haber estado rememorando ensoñadoramente su casa con tejado de paja en el lejano Japón: 

    «Déjenme despertar y enfrentarme a la realidad. Pero, ¿qué son estas realidades a las que ahora me enfrento? No ustedes, no este edificio, no el micrófono, sino el Supremo Ideal Espiritual, estas palabras tan altisonantes. Proceden de mí. No puedo seguir soñando por más tiempo. Debo hacer que mi mente regrese a su objetivo, el Supremo Ideal Espiritual. Pero realmente no sé qué es lo Espiritual, ni qué es lo Ideal, ni qué es el Supremo Ideal Espiritual. No me siento capaz de comprender exactamente el verdadero significado de estas tres palabras, tan conspicuamente colocadas ante mí.
    »Aquí, en Londres, salgo del hotel en que estoy alojado y veo en las calles innumerables hombres y mujeres andando, o, más bien, corriendo apresuradamente, pues, para mí, no es que estén andando, sino realmente corriendo. Puede que decir esto no sea del todo correcto, pero yo lo veo así. Además sus expresiones son más o menos tensas, sus músculos faciales están intensamente contraídos; deberían estar más naturalmente relajados. Las calles están atestadas con toda clase de vehículos, autobuses, coches y demás. Parecen estar apresurándose en una corriente continua —en una corriente incesantemente continua— y uno no sabe cómo dar un paso en esta frenética carrera de vehículos. Las tiendas están decoradas con toda clase de cosas, la mayor parte de las cuales no parecen ser necesarias en mi pequeña casa de tejado de paja. Cuando veo todas estas cosas, no puedo evitar preguntarme a dónde está yendo a parar la llamada civilización moderna. ¿Cuál es su destino? ¿Está buscando el Supremo Ideal Espiritual? ¿Son las tensas expresiones de sus gentes en algún modo simbólicas de su complacencia en contemplar la espiritualidad de las cosas? ¿Están realmente difundiendo su espiritualidad hasta los más lejanos confines del globo? No sé. No puedo responder.
    »Pero, veamos; lo espiritual aparece generalmente contrastado a lo material, lo ideal a lo real o práctico, y lo supremo a lo trivial. Hablar acerca del Supremo Ideal Espiritual, ¿significa realmente deshacerse de lo que parece ser material, no idealista sino práctico y prosaico, no supremo sino por entero vulgar? Es decir, ¿significa dejar de lado nuestra vida en esta gran ciudad? Cuando hablamos de espiritualidad, ¿hemos de deshacernos de todas estas cosas? ¿Está la espiritualidad totalmente separada de lo que vemos a nuestro alrededor? No creo que esta forma de ver las cosas, aislando el espíritu de la materia y la materia del espíritu, sea una forma provechosa de contemplar nuestro entorno. Por lo que respecta a esta interpretación dualista de la realidad entendida como materia y espíritu, ya hice algunas referencias en mi charla del otro día.
    »De hecho, la materia y el espíritu son uno, o, más bien, representan dos aspectos distintos de una misma realidad. El sabio tratará de apropiarse de la realidad en vez de andar mirando sucesivamente a un lado y a otro, contemplándola a veces como materia y a veces como espíritu. Pero cuando sólo se tiene en cuenta la vertiente material, nada espiritual aparece en la materia. Si sólo se hace hincapié en la vertiente espiritual, la materia quedará completamente ignorada. En ambos casos, el resultado es el mismo: parcialización, mutilación de la realidad, que debería ser preservada de forma total e íntegra. Me atrevería a decir que, cuando nuestras mentes están convenientemente equilibradas y son capaces de captar la realidad que no es ni espíritu ni materia y que sin embargo es, naturalmente, espíritu y materia, Londres, con toda su materialidad, resulta supremamente espiritual; y no sólo eso, sino que cuando nuestras mentes carecen de ese equilibrio, todos los monasterios y templos, todas las catedrales y órdenes eclesiásticas con ellas relacionadas, todos los lugares sagrados con su sagrada parafernalia, con todos sus fervientes adoradores, con todo lo que se incluye bajo el denominativo de religión, me atrevo también a decir que no son nada salvo materialidad, montones de basura, sumideros de corrupción.» 
     

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    Últimamente se suele hablar mucho de los «Anunnaki», una supuesta raza exterior que —según afirman algunos investigadores— es la que al parecer creó a los seres humanos, a los Homo Sapiens, hace muchos miles de años, con el objeto de que los sirvieran de diferentes maneras, principalmente como trabajadores esclavos, pero después también como una extraña y sutil forma de alimento... Esto de los Anunnaki es toda una historia delirante, como una fabulosa mitología, pero es curioso acercarse y echar una mirada, porque contiene muchos datos interesantes. 
    Cuentan que esta «creación» de los seres humanos fue llevada a cabo después de diversos experimentos de manipulación genética...
    En principio, extrajeron  los óvulos de varias primates Homo Erectus, y estos fueron fertilizados con el esperma de jóvenes astronautas Anunnaki y posteriormente reimplantados en los úteros de las hembras homínidas. Pero lo que resultó de ese experimento fueron seres deformes y enfermos, como aberraciones genéticas. Más adelante, en un segundo paso, otros óvulos fecundados fueron también implantados, pero esta vez en úteros de hembras Anunnaki. De ello surgió un ser humano primitivo (se supone que el Homo Neanderthalensis). Al primero de ellos lo llamaron Adamu, que significa «aquel que como arcilla de la tierra es», y a su pareja Ti-Amat. Es decir, los Adán y Eva bíblicos (¡adiós darwinismo!)...
    Pero con el tiempo, tras varias generaciones, los genes de los descendientes de Adamu y Ti-Amat se fueron degradando, perdiendo la esencia Anunnaki y regresando a su estado salvaje anterior. No servían los Neanderthales para sus fines, eran demasiado primitivos, agresivos y torpes. No eran lo bastante hábiles para manejar las herramientas necesarias para trabajar en las minas de oro, que era el material que los Anunnaki habían venido a buscar a la Tierra, por razones de supervivencia, con la intención de crear con él una especie de escudo que reparase la dañada atmósfera de su mundo.
    Entonces, hace unos cien mil años, el dios Enki (alto mandatario y también experto genetista de los Anunnaki), quien había ideado y llevado a cabo las anteriores manipulaciones, realizó un tercer experimento involuntario, sin proponérselo y usando su propia simiente. Que quizá fue lo que dotó a los nuevos seres de una mayor sensibilidad e inteligencia. Tuvo una ocasional cópula con dos mujeres terrestres que excitaron sus sentidos, cuando las encontró desnudas mientras se bañaban en un río. Y de esa doble unión nació la primera pareja de Homo Sapiens. A él lo llamó Adapa («el primer hombre») y a ella Titi. Unos nuevos Adán y Eva...

    Los Anunnaki vendrían a ser las entidades (según algunos, de apariencia reptiliana) que los pueblos antiguos consideraban como dioses, y otros como demonios. O ambas cosas, como dioses-demonios. Entidades poderosas, guerreras, soberbias y arrogantes, crueles y vengativas que, como «tiranos del cielo y de la tierra», podemos encontrar fácilmente en las mitologías de todo el mundo. Desde Mesopotamia o Egipto, hasta México, China, India o Escandinavia.
    Seres en realidad físicos, no divinos ni etéreos sino de carne y hueso, pero muy superiores en conocimientos y tecnología. Seres que se alimentaban de nuestras energías, y que aún lo hacen hoy en día, según dicen esos investigadores, aunque no seamos capaces de verlos. Son los que ordenaron a los hombres de la Antigüedad, en muchas partes del mundo, que hicieran sacrificios de animales en su honor. Y también sacrificios humanos, como, por ejemplo, en los templos aztecas o mayas, donde las víctimas eran llevadas a un estado de pánico, para luego, entre otras cosas, poder beber su sangre impregnada por la adrenalina generada por el miedo. 
    Son los que instigan e inducen en la mente del hombre, antiguo y moderno, no sólo la hipnótica esclavitud a un mundo mediocre y rutinario, sino también el que haya continuas guerras y conflictos (otra forma de sacrificio humano). Y no porque vayan luego a devorar los cuerpos de los muertos o a beberse su sangre... Parece ser que del lamentable hecho de una guerra, con su tensión, su violencia y su odio, se desprenden abundantes energías psíquicas que constituyen el principal alimento de esos seres. Como si fueran una especie de vampiros de otras esferas.
    Quizás —añado yo— incluso de cualquier simple alteración nerviosa cotidiana, de cualquier tensa emoción, ya sea ira o tristeza, emanan porciones de esa energía de baja frecuencia, energía que se pierde, que se escapa de nosotros y que sirve a esos seres (nuestros supuestos creadores) como alimento. Al igual que ocurre con aquellos otros seres de lejanas dimensiones, del espacio o de la conciencia, de los que hablaba Castaneda en sus extraños libros. Los seres inorgánicos que llamaba «voladores» y que serían los ocultos predadores del ser humano:

    «—Lo que estoy diciendo es que no nos enfrentamos a un simple predador. Es muy ingenioso, y es organizado. Sigue un sistema metódico para volvernos inútiles. El hombre, el ser mágico que es nuestro destino alcanzar, ya no es mágico. Es un pedazo de carne. No hay más sueños para el hombre sino los sueños de un animal que está siendo criado para volverse un pedazo de carne: trillado, convencional, imbécil.» (Carlos Castaneda)

    Los detalles que he contado antes (que me hacen recordar a las teorías de Erich von Däniken) proceden mayormente de los libros de Zecharia Sitchin, en los que expuso su personal interpretación de las antiguas tablillas sumerias con escritura cuneiforme que se encontraron en Nínive. Y aunque haya investigadores que ponen en duda casi todo lo escrito por Sitchin, lo cuento aquí como un curioso ejemplo de esa intención de esclarecer y hallar el tesoro de realidad que subyace en la profunda cueva de las mitologías. El ufólogo y astrólogo David Parcerisa, por ejemplo, fue en principio defensor y difusor de esos libros, y hasta llegó a grabar una serie de vídeos documentales sobre ellos. Pero ahora, después de consultar directamente la fuente, las antiguas escrituras sumerias, se desdice, en un ejercicio de honestidad, y afirma que su anteriormente admirado Sitchin manipuló datos y se inventó muchas cosas... A pesar de lo cual, el interés por esa enigmática historia sigue vigente. 
    Como decía antes, se trata de toda una delirante mitología. Pero no más delirante ni fantástica que cualquier otra. Y no hay que olvidar que en ella se hallan muchos puntos de contacto con todas las demás, dando la sensación de que fuera la mitología base, la fuente de la que todas las demás han bebido. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, se encuentran casi las mismas historias que se cuentan de los Anunnaki en las tablillas de arcilla sumerias. En este sentido, se puede considerar a la Biblia hebrea como un gran plagio, una copia de las escrituras de Sumer, donde lo único que se ha hecho es cambiar los nombres y manipular algunos conceptos y situaciones en beneficio de la religión cristiana.
    Personalmente, no me hace gracia descender de una mezcla entre un primate y un anunnaki extraterrestre (sea éste reptiliano o no)... Pero he de reconocer que sin esa hipotética intervención externa es posible que estuviéramos, dentro del océano de la evolución, sumergidos aún en un nivel simiesco... 
     
    De todas formas, no me pronuncio sobre el tema. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Desde qué base podría argumentar a favor o en contra? No soy investigador ni explorador ni, por supuesto, científico. No soy paleontólogo ni historiador ni arqueólogo. No sabría descifrar ninguna tablilla con escritura cuneiforme sumeria o babilónica, ni ningún jeroglífico egipcio. Así que me tengo que conformar con lo que esos investigadores me cuentan. Confieso, eso sí, que el tema me atrae... Me atrae como me puede atraer cualquier leyenda o mito. Y confieso asimismo que algo intuitivo me dice que puede haber mucho de verdad en esta historia. Aunque esto chirríe en las sedadas y cómodas mentes bienpensantes de nuestra «civilizada» sociedad. 
    Por lo demás, ya sabemos lo que ocurre, lo que ha ocurrido siempre... Que el mundo académico, la ciencia oficial, mira a estas nuevas voces con evidente burla y menosprecio. Para ellos, los científicos con título, diploma y corbata, todo esto no es más que un conjunto de mentiras, más o menos bien anudadas. «Supercherías», suele ser el nombre asignado. Mentiras inventadas por algunos chicos listos con mucha labia que lo único que buscan es adquirir cierta fama y vender sus libros... En fin, allá ellos.
    Algún día se redescubrirá que la Tierra es plana (es broma irónica); o que la Luna es sólo un huevo hueco al que le han extraído la yema y la clara, un asteroide ahuecado que fue rellenado, hace muchos miles de años, con multitud de precisos y avanzados instrumentos de medición, vigilancia y control, como hoy afirman David Icke y otros investigadores y divulgadores cuyo nombre no recuerdo ahora. No hace falta ser selenógrafo para echarse las manos a la cabeza ante semejantes «alucinaciones teóricas»... Pero he de decir que para mí la Luna siempre será mi amiga, mi compañera íntima y ensoñadora de tantos y gratos paseos nocturnos, tanto si está ahí vigilándonos como una gigantesca máquina alienígena, como si es un simple satélite frío, desierto, ciego y mudo.
    Pero, bueno, quién sabe... Muchas extravagantes «locuras» del pasado han demostrado ser ciertas con el paso del tiempo. Sólo queda esperar a la idoneidad del momento histórico, a que el espíritu temporal abra una más de sus infinitas puertas, en el momento oportuno. Y puede entonces que lo que hoy es fantástico e increíble se torne en incuestionable realidad. 

    Lo que se me ocurre ahora pensar, ante todo esto (y lo hago con una sonrisa), es qué poco se alimentaron esos Anunnaki con la existencia del apacible, suave y sabio señor Suzuki... ¿Qué alimento podían encontrar ellos en este hombre? Un hombre que se quejaba en aquella conferencia de lo siguiente:

    «... Pero la principal dificultad estriba en cómo colocar mi casa con tejado de paja en medio de estos muros de Londres, tan sólidamente construidos; ¿cómo puedo construir mi humilde cabaña en medio de Oxford Circus? ¿cómo hacerlo en medio de este barullo de coches, autobuses y vehículos de todas clases? ¿Cómo puedo escuchar el salto de los peces y el canto de los pájaros? ¿Cómo se puede cambiar todo lo que exhiben los escaparates por el frescor de las hojas verdes cimbreadas por la brisa matinal? ¿Cómo encontrar la naturalidad, la sencillez, el absoluto autoabandono de la naturaleza en la extremada artificialidad de las obras humanas? Este es el gran problema que actualmente se nos plantea.»

    ¿Qué tipo de alimento podían hallar los Anunnaki en un hombre así, del que nunca se desprendían energías de baja frecuencia, y que sólo deseaba sentir y gozar la realidad pacíficamente en sus dos vertientes, de espíritu y materia? Con personas como el maestro Suzuki, a los Anunnaki les salió mal su plan de control mental sobre los seres humanos.
    Aunque bien es cierto que, desgraciadamente, ese perverso y funesto plan funciona hoy en día en otros muchos... Y no sólo mediante un control mental de tipo hipnótico, cuyos largos y oscuros brazos están ahogando a esta sociedad... (No hay más que mirar las noticias diarias del mundo y después observar los hábitos y aficiones de la gente actual, como su exacerbada pasión por los deportes de masas, su tendencia a diversiones idiotas o su gusto por músicas mediocres y muchas veces estridentes, cuando no directamente dementes, desequilibradas e insoportables para cualquier oído con un mínimo de finura.) Y no sólo mediante ese control mental, decía, sino que asimismo hemos de contar con las barreras metálicas, punzantes e infranqueables de una sociedad dura e injusta, cuya crueldad puede llegar hasta límites inimaginables. Una sociedad dominada y dirigida por los «amables» bancos (lobos hambrientos y sanguinarios con piel de oveja), y por ese grupo de «altos» vuelos (más bien, muy bajos) que llaman la Élite.
    En fin, un panorama muy negro el de este pobre, esclavo y enloquecido mundo. Ya sea culpa de los Anunnaki o de cualquier otra clase de demonios...
    Yo, por eso, de mayor quiero ser como el buen maestro Suzuki, y cambiar las cosas que me quiere vender el mundo por el frescor de las hojas verdes cimbreadas por la brisa.  


Antonio H. Martín
(24 de noviembre, 2015)


        


          


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música 1: The End (Varsity Blues) - Mark Isham (1999)
música 2: A Promise (Life as a House) - Mark Isham (2001)



viernes, 20 de noviembre de 2015

El teatro




    Pensaba, en sus mejores momentos, que la vida es un viaje de la conciencia, un largo y azaroso caminar a través del bosque enmarañado de las circunstancias, los hechos y las cosas. En el que uno iba creciendo, ensanchándose, evolucionando, a medida que conseguía iluminar las sombras del bosque con su mirada, según encontraba la forma de sortear los obstáculos y lograba pasar entre trampas y espinos, hasta llegar a campo abierto. 
    Pero no obstante, en muchos otros momentos, no tan buenos, el mundo de cada día le parecía como si fuera un teatro. Entonces se veía a sí mismo como un espectador que asistía a una extraña y caótica obra, cuyo sentido resultaba muchas veces incomprensible. Los actores, como en una moviente y nerviosa galería de figuras, venían, entraban en escena y, siguiendo el hilo de una historia aparentemente absurda, soltaban su texto entre gestos y posturas que parecían significar algo, pero que para él no significaban nada. Y después se iban, salían del campo de visión, abandonando el decorado y dejando en el aire la sensación, el clima emocional  de sus últimos gestos y palabras. Luego, en el siguiente acto, venían otros que, más o menos, hacían lo mismo y que igualmente acababan marchándose. Y ahí terminaba todo, al llegar la noche con su oscuridad, sus estrellas y su silencio.
    Pero a veces, durante algunas noches de luna, sucedía que después del final, una hora más allá de la última bajada del telón, de los saludos y los aplausos, o las hosquedades e indiferencias, éste volvía a subir, inexplicablemente... Y lo que se podía ver entonces era sólo un escenario vacío, sin voces ni figuras, unos decorados inertes, sin aliento, unas luces apagadas, algunos vagos recuerdos emotivos, de risas o de llantos, penas o alegrías, cuyo eco aún resonaba levemente en medio del sobrecogedor silencio. Y... a ese raro espectador, inquisitivo y asombrado, que se había quedado solo en el patio, sentado en su butaca de viejo terciopelo rojo, y que se resistía a irse. Como si esperase que detrás de la función hubiera algo más...


Antonio H. Martín
(20 de noviembre, 2015)



          

      

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imagen: Facundo Sanchez Sosa
música 1: Adagio Gayaneh - Aram Khachaturian
música 2: Masquerade Waltz - Aram Khachaturian 
pinturas vídeo: Bob Pejman

      

martes, 17 de noviembre de 2015

La ventana




    Una noche de invierno, mientras caía una intensa helada y las estrellas titilaban en un cielo nítido, expresivo, susurrante e invocador, decidió liarse la manta a la cabeza y tirar su casa por la ventana. Y se marchó persiguiendo un sueño. Uno muy atractivo y brillante que le pareció ver moviéndose, como danzando, entre las sombras de la lejanía. La casa cayó en las aguas de un frío y oscuro lago y se hundió. Para siempre. Más tarde, ocurriría lo mismo con su sueño.
    Hoy, en medio de una tierra desconocida, entre extrañas voces y vacíos silencios, sólo le queda... la ventana. Suspendida misteriosamente en medio de la nada, sujeta por hilos invisibles, como encantada por la luna. 


Antonio H. Martín
(17 de noviembre, 2015)


          
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imagen: del vídeo "El flautista de Hamelin" (1985)
música: Four Last Songs - Richard Strauss
    (poemas: Hermann Hesse, Joseph von Eichendorff y otros)
    (soprano: Elisabeth Schwarzkopf)
    (director: George Szell)

    

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Humano, demasiado humano




«Donde los demás ven ideales, yo sólo veo lo que es humano, demasiado humano.»

Friedrich Nietzsche


«Tuvo Nietzsche talento y malicia de verdadero psicólogo —cosa poco frecuente en sus paisanos—, de hombre que ve muy hondo en sí mismo y apedrea con sus propias entrañas a su prójimo.»

Antonio Machado 



    No me considero especialmente dionisíaco. Y tampoco me estimo como epicúreo o hedonista. Aunque estas negaciones sean sólo relativas, porque hay muchas y diferentes formas de encontrar placer y de gozar la vida. Tantas como sensibilidades... Y cada uno elige la suya propia, o es elegido por ella. Pero, aunque lo anterior sólo tenga que ver parcialmente con el autor del Zarathustra (y sin querer —en absoluto— ser epígono de nadie), confieso que me hubiera gustado tener una vida como la suya.
    Nietzsche tuvo una vida intensa y profunda (aunque sobre todo fuera interiormente) a pesar de sus problemas y limitaciones. Una vida auténtica, me atrevo a decir. Eso es lo que me atrae. Y no me importa su final de locura. Un final provocado por sus enfermedades crónicas, o quizá por no poder soportar sus personales claridades y las exigencias que conllevaban. Nada menos que conseguir una «transvaloración de todos los valores»... O tal vez por no poder soportar el peso del mundo, un mundo sordo, ciego y extraño, demasiado ocupado en sus vulgares quehaceres y en sus nimias y pueriles diversiones, que nunca quiso escuchar esa voz en el desierto de Zarathustra, esa voz solitaria que luchó por desenmascarar trampas milenarias y sacar al hombre de su ignorancia, su indolencia, su esclavitud y su engaño.  
    Creo que sobra decir que no hago mío el pensamiento nietzscheano. En él encuentro contradicciones y desarmonías que no puedo aceptar. Y por supuesto no me gustan sus alardes, sus excesos, sus pretensiones o petulancias, esos niveles casi de endiosamiento en los que cae en muchas ocasiones. Quizá porque ya le andaba rondando la locura... Nietzsche, por problemas de vista, escribió sus últimos libros en forma aforística o fragmentaria, que más tarde pedía a algún amigo que pasara a limpio y que nunca releía. Y uno se puede acercar a cualquiera de ellos y estar de acuerdo con algún aforismo, para más adelante estar, por el contrario, en total desacuerdo con otro. Aceptar una parte y disentir con la siguiente: eso es lo que me ha ocurrido siempre con Nietzsche. 
    Pero en todo ello noto asimismo, aquí y allá, como una valiosa corriente de fondo que me seduce. Y, muchas veces, relámpagos de lucidez que me fascinan. Y lo que más admiro en el pensador Nietzsche es su seriedad, su autenticidad, su verdad. No sé realmente qué es lo que quería ser... Si un profeta o un aventurero que se atrevía a cruzar nuevas fronteras de la conciencia. Pero sea lo que fuere, luchó por ello hasta el final, con una absoluta entrega. Por eso digo que su vida fue auténtica. No creo, sinceramente, que hubiese ninguna impostura en su vivir. Nietzsche fue como fue porque no podía, literalmente, ser de otra manera. Había como un sello sobre su espíritu que le impedía ser de ningún otro modo.
    Su filosofía era eso: un amor a la verdad, al conocimiento, a la claridad de la conciencia. Como humano, demasiado humano, puede que este amor se expresara a veces de un modo compulsivo y neurótico, pero era sincero, era real. Nietzsche no fue, en definitiva, ningún payaso ni embaucador, ningún vendedor de mentiras y humo, ningún intelectual de salón. No uno de esos que sueltan su florido discurso más o menos académico, más o menos brillante y seductor, mientras piensan en la cena que les espera después, y que al día siguiente pueden decir algo muy diferente, si eso les conviene (a su estómago o a su cartera, o a ambas cosas). Como pasa, por ejemplo, con los políticos de hoy en día.
    El señor Nietzsche era un ser de verdad, auténtico. No un ridículo pelele ni un triste títere del mundo. Desde una primera sensibilidad romántica, desde un apasionado amor por la música y cualquier otra forma noble de arte, fue descubriendo lo que a sus ojos era una esclavitud mental que encadenaba a los hombres y convertía al mundo en un lugar triste y oscuro. Frente al «valle de lágrimas» de los cristianos, él propugnó entonces el sí a la vida. En ese aspecto entiendo su afecto a Dioniso, su anhelo por liberar al hombre de la tristeza por medio de la entrega a la alegría de vivir. Por eso escribió aquello de que no podría creer en ningún dios que no supiera bailar... De ahí surgió después su Zarathustra y su imagen del «superhombre». Que significaba una superación de la condición humana, un levantarse, un dejar de estar de rodillas ante dios alguno ni encogido ante ninguna sombra. Concepto que en absoluto tiene nada que ver con la posterior y nefasta impostura del nazismo, que tan sólo buscaba una forma, cruel e inhumana, de dominación. ¿Inhumana, o quizá demasiado humana...?

    Y, en fin, aquí me paro. Porque no soy especialista en filosofía ni tengo erudición alguna sobre la obra de Nietzsche. Sólo soy un simple y ocasional lector que se siente atraído por su figura, por su pasión, por su afán de romper espejismos. Mi vida también ha tenido momentos de intensidad y, algunas veces, ciertas claridades, más o menos profundas. Pero nada que ver con la existencia del «ermitaño de Sils-Maria». Cuando pienso en Nietzsche me viene la imagen de la fuerza interior, que a pesar de mil debilidades exteriores encuentra siempre el modo de expresarse. Así que, como decía al principio, me hubiera gustado tener una vida como la del difícil amigo Nietzsche.      


Antonio H. Martín
(11 de noviembre, 2015)    





                             



viernes, 23 de octubre de 2015

Sueños con luna




    «... Poseía ese don glorioso aunque funesto, común a los poetas y los niños, por el que con unos pocos detalles insignificantes el alma construye para sí todo un cielo donde habitar.»  

Algernon Blackwood
(El valle perdido - 1910)


    Me dijo hace poco el amigo Alberto Linde que en el país del sueño todas las noches son de luna llena. Al menos, en todos los sueños a los que él había viajado. El sentido de esto se nos escapa... Pero quizá se trate de algo bien simple: es evidente que la luz de la luna llena ayuda mucho a ver con mayor nitidez en un escenario nocturno, y seguramente el inconsciente se sirve de ello para mostrar cualquier detalle valioso del sueño. Aparte del efecto estético que esa luz supone proyectada sobre cualquier paisaje, dotándolo de un cierto encanto, que —no se sabe bien por qué— le da un toque como de magia.
    No creo que Alberto esté de acuerdo con esta apreciación, porque para él (como he señalado otras veces) lo que llama «país del sueño» nada tiene que ver con lo que normalmente consideramos como sueños, sino que se trata de algo así como otra dimensión, con lo cual el propio inconsciente no actúa sobre las características del sueño, ni en un sentido ni en otro. De modo que si en uno de esos sueños o viajes se ve una luna llena es porque efectivamente la hay, no por causa de una manipulación del inconsciente personal del individuo que está viviendo la historia.     
    Mis propios sueños son últimamente demasiado complejos, enrevesados y sin gracia como para contarlos, enredados en exceso en cuestiones que tienen mucho que ver con lo trivial y mundano. Pero no así los de mi amigo, que continúa haciendo sus particulares «viajes» por tierras que muchas veces rayan —o incluso entran de lleno— en la esfera de lo fantástico. Hasta ahora sólo me ha contado pequeños fragmentos sueltos de esos sueños, pero es muy probable que pronto rompa su reserva y me narre alguno de ellos más completamente, con lujo de detalles, visión de conjunto y sentido de historia, con lo que podré escribirlo yo aquí. A mi manera particular, pero intentando siempre ser fiel al relato original de mi amigo.  
    Espero que sea uno de esos sueños con luna llena...


Antonio H. Martín
(23 de octubre, 2015)

jueves, 27 de agosto de 2015

La mentira


    

    
       Parece que últimamente surgen muchas voces de gente despierta —como las de David Icke o Foster Gamble— que nos alertan sobre la mentira que estamos viviendo. ¿Será esto la señal de un próximo cambio?
    Me gustaría creerlo así, y por hoy me lo voy a creer. La alegría de vivir merece que confiemos en algunas señales...
    Y no es necesario comentar nada al respecto, porque en este cuaderno se ha hablado casi siempre de lo mismo, de una forma u otra. A mi manera personal he dicho aquí que vivimos inmersos en una monumental mentira. Una falsedad consensuada, aceptada por la mayoría, que convierte al mundo en una especie de circo repleto de peleles y payasos, con gente sin voluntad que se limita a seguir los cánones que han sido establecidos por unos cuantos.
    Es a lo que me refería cuando hablaba aquí de que había que diferenciar entre lo que llamo «la mirada del mundo» y «la mirada del sueño», como dos formas claramente definidas de percepción que resultan en imágenes muy distintas de lo que es el mundo y la misma vida. 
    Da igual que esto haya sido dicho hace mucho tiempo, por Hesse, Jung, Watts, Castaneda, Suzuki o Krishnaji... La mentira es muy fuerte y se mantiene en el poder. Pero me gusta sobremanera, y por supuesto me alegra mucho, que estas voces surjan de nuevo y que enciendan con el destello de su lucidez esta época gris y opaca, que se asemeja cada día más a un paraíso para idiotas.
    Por eso, por la estimación que la auténtica vida merece, hoy confío en estas señales. Quién sabe si aún sea posible un mañana mejor... 


AHM
(27 de agosto, 2015)


        

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vídeo: The Lie We Live - Spencer Cathcart


viernes, 21 de agosto de 2015

La otra puerta




La otra puerta

(viaje al fondo de un sueño)



I


    Miró por la ventana de su cuarto de estudio y vio una mañana gris, unas nubes enormes que juntas tapaban el cielo, ocultando el limpio y alegre azul. Más abajo, los edificios de siempre, las feas casas anodinas de todos los días, que quizá contenían historias pero cuya voz no trascendía el umbral de un vacío silencio. Y un poco más abajo, en el suelo mojado por la lluvia de la noche, coches, muchos coches que iban y venían en todas direcciones, como si buscaran un destino que no acababan de encontrar, transmitiendo una sensación como de ansiedad, de desasosiego. Todos esos coches circulaban de prisa, sin aliento, nerviosos, y Alberto imaginaba, dentro de cada uno de ellos, a un ser sin aliento y nervioso que tenía una extraña prisa por llegar a algún sitio al que en realidad no quería llegar... 

    La vieja historia de casi siempre, pero que envuelta en el gris de la mañana adquiría un matiz más amargo, más crudo, más infeliz que otras veces. Era un mundo extraño, cuyo sentido se le escapaba, lo que ahora le miraba a los ojos con desprecio. Ese mundo que él sentía como irremediablemente absurdo parecía sentirse a gusto en medio de esta mañana opaca, de esta ausencia de luz y color, sin azul y sin música, Parecía ser su acuarela preferida, su fondo predilecto, y se diría que devoraba cada minuto con rabioso deleite, como un monstruo sucio y gris, de mirada de humo y voz estridente, que sólo existiera para comerse el tiempo, para anular la vida y dejar sólo un rastro irreconocible de lo que podía haber sido y no fue, por su culpa. Era como una gran sombra que transformaba el día en una falsa noche sin historia. 

    Alberto cerró los ojos, como queriendo borrar esa imagen, pero la mañana gris seguía allí, imperturbable, y llevaba un triste mundo sobre su espalda... No quiso mirar más, se fue a la cocina a prepararse un café; tenía frío, aunque había puesto la calefacción hacía más de una hora. Tal vez el frío no era real, tal vez lo que sentía era otra cosa: el gris de la mañana, que se le había metido dentro. Volvió al cabo de un rato a su cuarto y miró otra vez a través de la ventana. Había empezado a llover; diminutas perlas de agua se pegaban en el cristal y hacían que la mañana fuera aún más extraña y borrosa, más lejana y más oscura. Aún así, Alberto siguió mirando, quizá con el deseo inconsciente de encontrar algo, algún pequeño detalle que pudiera salvar la mañana con una leve sonrisa; el juego de un perro, el vuelo de un gorrión, el saludo cimbreante de un árbol...



II


    Pero no encontró nada de eso. En su lugar, vio venir desde lejos a una figura pálida, una presencia entre las nubes que se acercaba lentamente. En seguida reconoció sus ojos tristes y apagados, su boca fruncida, el suave gesto de su mano abierta que parecía querer sujetar algo que ya no estaba entre sus dedos... Sí, era ella, volvía a él como si la hubiera llamado, como si le perteneciera. Salía del espejo de la mañana y le miraba con sus ojos heridos. Le lanzaba preguntas antiguas que no podía responder. Alberto se limitó a saludarla:
    
    —Hola, Melancolía, ¿qué haces aquí? No te he llamado, ¿por qué vienes? ¿Te ha traído esta mañana gris?

    Ella no respondía, sólo le miraba fijamente y en sus ojos empezó a arder un fuego extraño, una llama azul que le trajo viejos y dolorosos recuerdos. 

    —¡No, no lo hagas! —exclamó Alberto, asustado y tembloroso; sabía bien lo que se le venía encima y no quería volver a pasar por ese trance.— ¡No me mires así! No te he invocado. ¡Vete!

    Pero la dama triste seguía hiriendo con su mirada, cada vez con más fuerza, con más fuego, hasta que Alberto empezó a ver que la mañana se transformaba, que desaparecía el gris y la lluvia y ante él se abría un paisaje maravilloso, hermoso y apacible como un antiguo sueño de juventud.
    Ya no veía el mundo conocido; no había gente nerviosa, ni feas casas anodinas, ni humo ni ruido. Ante él sólo había un valle espléndido rodeado de montañas azules, y un cielo abierto y luminoso donde un tranquilo sol conversaba con nubes blancas, donde resonaba el murmullo de un arroyo cercano y una suave brisa hacía danzar a las flores...

    —No, Melancolía, no me hagas esto. Lo que me muestras no existe, es sólo una imagen del pasado, un bello recuerdo de algo... muerto.

    La voz de Alberto era sólo un susurro. Y sin dejar de mirar ese paisaje, comenzó a llorar. Sus lágrimas, largo tiempo guardadas, resbalaron en silencio por sus mejillas.
    Entonces, oyó la voz; lejos al principio, pero cada vez más cerca:

    —¡Alberto! ¡Albertooo! ¿Dónde estás? 

    Se restregó los ojos, apartó las lágrimas y miró a la lejanía... ¡Sí! ¡Era ella! ¡Ella! Quiso gritar su nombre, «¡Yolanda! ¡Yolanda!», pero no oía su propia voz, no tenía voz. La muchacha estaba lo bastante cerca y pudo ver su cara, sus ojos castaños, su pelo largo y oscuro, su fina boca que antaño había besado con pasión, esa boca en la que muchas veces había visto la más dulce de las sonrisas, y esos ojos que le habían mirado a él, a Alberto, con el brillo del más sincero e intenso amor.

    —¡Esto no puede ser! ¡No esta locura! —exclamó.

     Reunió entonces toda la fuerza de que era capaz en ese momento, apretó los puños y golpeó el cristal de la ventana mientras gritaba por fin:

    —¡Yolandaaaa!



III


    Pero su esfuerzo fue inútil. Todo lo que vio ante sí fue el rostro encendido de Melancolía, que le seguía mirando fijamente a los ojos. Y detrás ya no estaba el hermoso valle, ni la magia que contenía. El sueño se había roto, como si fuera una película adherida al cristal de la ventana y se hubiera hecho añicos con ella. 
    Alberto comprendió... Había llegado la hora, su hora; ya era tiempo de hacer lo que debía hacer. No tenía sentido seguir alargando la espera. ¿Qué hacía él aquí? Este no era su mundo, aquí nunca iba a encontrar nada que le colmara, ninguna copa que saciara su sed. Andaba siempre a vueltas con el anhelo de lo infinito, de lo absoluto, y lo único que encontraba eran pequeñas migajas, restos que otros habían dejado en su camino y que no le servían para encontrar el suyo. Sólo eran viejos letreros en medio del bosque; ayudaban al caminante perdido, pero carecían de la fuerza para caminar. No eran fuentes de energía. De los letreros no surge esa fuerza, sólo orientan, indican el camino, un posible rumbo a seguir, pero es uno mismo el que tiene que caminar, y Alberto no encontraba la fuerza y el coraje necesarios para hacerlo. 
    Su anhelo de infinito no se traducía en nada espectacular y grandioso. Alberto no deseaba volar a las estrellas o conquistar un mundo. Para él lo infinito podía encerrarse en un pequeño sueño, una esfera mágica donde la vida se hiciese redonda y pudiera amarse a sí misma. Esto le bastaba. Pero aún esto tan sencillo le resultaba imposible. Por todas partes crecían barreras, algunas casi tan altas como montañas, que le impedían llegar a la meta, que le cortaban el paso y le robaban hasta la más pequeña de las alegrías. 

    Estaba cansado de tantas sombras, harto de tanto dolor sin recompensa, de tanta lucha sin victoria. Todos los días eran breves batallas contra el monstruo del absurdo, y todas resultaban perdidas. Había noches en que conseguía dar algún paso, rescatar del vacío algo de valor, con lo que poder respirar un aire más puro y libre, un mínimo brillo en medio de la oscuridad, pero el día siguiente se encargaba siempre de destruirlo, lo convertía en arena entre las manos, quemaba con una dura luz cualquier rastro del sueño. 
    Y ya no quería más de esto. Ya era bastante, demasiado. Había tenido que venir la vieja dama triste para recordarle su camino, y estaba bien que así fuera. Esta mañana gris había sufrido su último dolor. Alberto se levantó y dirigió una última mirada a la dama del vestido de gasa y los ojos penetrantes, de los que había surgido la imagen de su perdido sueño. La miró un instante, sonrió y se marchó hacia otra parte de la casa.
    Arriba, en el viejo desván, escondía Alberto su secreto más valioso. Dentro de un arcón, envuelto en paños como si fuera una joya, estaba el libro.



IV


    Lo encontró hacía mucho tiempo, mientras rebuscaba en una librería de anticuario, y nada más verlo, sin saber qué contenía, supo que debía ser suyo. Fue como si el libro le llamara... «Seguro que es un códice antiguo —pensó, fantaseando—, o tal vez un simple compendio de leyes o recetas del siglo XIX, o a lo sumo del XVIII; pero me encanta su cubierta y esos adornos tan raros que exhibe...» Esto lo pensaba porque, extrañamente y en contra de lo acostumbrado en estos sitios, el libro en cuestión estaba cerrado, cubierto por una fina capa de plástico transparente. Sabía además que sería inútil preguntar al librero, porque solía comprar los libros a bulto, y no tendría ninguna idea sobre su contenido. Y tampoco quiso pedir permiso para abrirlo; no era necesario.
    Se llevó el libro a casa por un precio que estimó aceptable, y una vez allí descubrió que no era ningún antiguo códice, escrito en latín y con exquisitas miniaturas que aún no habían perdido del todo su color, como vagamente dejaba sospechar su apariencia; ni tampoco un conjunto de leyes, normas o recetas, sino un libro moderno del siglo pasado, de 1902, escrito por un tal Joseph Howard, que se decía erudito en ciencias ocultas. Estaba escrito en inglés, aunque se adornaba con un pomposo título en latín, Somnus Limen. Por supuesto, no le importó y en seguida aceptó al libro como un pequeño tesoro. Lo interesante vino después... 

    Durante años, Alberto bajaba el libro del desván, donde prefería que estuviera para preservarlo de eventuales miradas indiscretas. Y al abrigo de la noche, encerrado en su cuarto, leía con avidez y creciente interés lo que allí estaba escrito. Según se daba a entender, el autor no era precisamente un erudito, ni profesor de ciencia alguna, sino un viajero, un explorador de lo que él mismo denominaba simplemente como The Dream's Land, el país del sueño.
    Era emocionante seguir los distintos y jugosos capítulos donde Howard narraba sus «viajes» a ese país de maravilla, sus descubrimientos y extraordinarios hallazgos. Pero lo más interesante era que este onírico viajero tuvo la inapreciable deferencia de explicar ciertas normas para quien quisiera seguir sus pasos y adentrarse en ese otro mundo. Algo así como una guía de viaje, que incluía fórmulas secretas que servían para abrir las puertas y poder pasar al otro lado. 
    En un principio, Alberto leyó todo esto como si se tratara de una novela de Verne, o más bien como una colección de cuentos de Hoffmann o Dunsany. Pero una de esas noches se atrevió, movido por la curiosidad o por simple impulso lúdico, a poner en práctica las fórmulas detalladas por Howard. 
    Lo que ocurrió después fue para él un suceso de lo más extraño y fantástico que había vivido nunca. Alberto consiguió efectivamente traspasar esas puertas y «viajar» al país de los sueños.
    Y lo que esto significara realmente no le importaba lo más mínimo. Lo valioso para él era que vivía intensamente esas experiencias, que sentía que estaba allí, en la tierra de los sueños, y que nunca antes se había sentido tan vivo. La autenticidad de estos «viajes» era para sus sentidos algo que estaba fuera de toda duda. Y le parecía absolutamente irrelevante ponerse a discutir sobre ello. Lo que pudiera decir un psicólogo al respecto le daba igual. Carecía de valor la opinión de nadie, por muy científico que fuera, en un mundo que ni siquiera tiene una consciencia cierta de su propia realidad, y que época tras época va cambiando su visión de la misma. 
    Así que Alberto se aficionó sin restricciones a esas lecturas nocturnas y a sus consiguientes «viajes». Varios años estuvo usando la magia del libro; muchas y extraordinarias fueron sus vivencias. Y precisamente allí, en ese país del sueño, fue donde conoció a la mujer de su vida, a Yolanda. 
    Pero parece ser que es cierto lo que se dice de que toda felicidad es transitoria... Sin que mediara una razón poderosa para ello, pero tal vez influido por multitud de pequeñas razones que constantemente le asediaban, Alberto fue distanciándose paulatinamente de su actividad onírica. Cada vez subía menos al desván para tomar el libro y usarlo para sus propias incursiones en esa amada tierra ya no tan desconocida, pero siempre maravillosa y sorprendente. 

    En cierta ocasión, se atrevió a confesar todo esto a su amigo más íntimo, a Martín, que también era muy aficionado a los sueños y propenso a todo lo que oliera a fantasía, y éste le contestó que el problema venía de su amor por Yolanda. Esa relación era tan buena, tan perfecta, que la sombra del miedo se había aliado con el frío de la duda, porque la mente no podía aceptar que algo tan bueno fuese real. 
    Puede que el amigo tuviera razón. El caso es que Alberto dejó una noche de bajar el libro, y poco a poco se fue olvidando de él. Su vida cambió. Salía con gente a divertirse por las noches, se pasaba horas y horas hablando de temas intrascendentes, conoció a varias mujeres y tuvo algunas relaciones que aparentaban ser serias, pero que nunca terminaban de cuajar. 
    Pero después de unos meses, lentamente, sin que se diera cuenta, le desapareció esa fementida alegría, se volvió irascible y huraño. Se convirtió en un ser intratable que todos rehuían. Y a Alberto se le llenó de frío el corazón.
    Ya casi no salía de casa, sólo lo imprescindible, y encerrado con sus pensamientos, a solas entre las cuatro paredes desde donde los libros, los viejos amigos, le miraban en silencio, una tarde triste y apagada de otoño le visitó por primera vez la Dama del vestido de gasa y lánguidos ojos, la de la mano inerte que parecía aferrarse a un objeto inexistente. Y aquel encuentro le dolió en lo más hondo. 
    Pero la Dama siguió viniendo, pasaba un rato a su lado sin decir nada, y luego se iba. Pero siempre, antes de marcharse, le dejaba un recuerdo sobre la mesa, cualquier cosa, una hoja seca, un verso, la estrofa de una canción, el dibujo de una gema de azul intenso, el pétalo de una flor, la huella de un beso... 

    Alberto no entendía al principio qué significaban aquellas cosas. Las miraba sin comprender, las cogía y cerraba los ojos con fuerza intentando recordar. Hasta que cierto día un susurro le vino desde muy lejos, como desde más allá del tiempo y el espacio, como si fuera el eco perdido de un sueño, y ese susurro le dibujó claramente los trazos de un nombre en el aire, un nombre de mujer: YO...LAN...DA... 



V


    Alberto cerró la puerta del desván con llave desde dentro. No quería ninguna interrupción. Vivía solo y nadie iba a molestarle, pero así se sintió más seguro. Después corrió las pesadas cortinas de color granate y en el desván se hizo la noche. Encendió la pequeña lámpara que había sobre la mesa, para poder moverse entre tanto trasto sin tropezar, y se dirigió hacia el viejo arcón. Allí estaba el libro, el grimorio que tantas veces, en un pasado más feliz, había usado como una llave hacia otros mundos. 
    Mucho tiempo lo había tenido olvidado y ahora había llegado el momento de volver a su magia, pero no para hacer un viaje más, no para embarcarse en otra fantástica aventura en el país del sueño, no. Esta vez no iba a ser un viaje de ida y vuelta. Quería ir hasta el fondo del sueño... Alberto sintió todo el peso de lo que iba a hacer. La duda y el temor a equivocarse estaban ahí, junto a él, intentando detenerle, pero era inútil: la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás. 

    Buscó la página que quería y dejó el libro abierto sobre la mesa. Volvió a leer la seria advertencia del principio, donde se avisaba al desprevenido viajero soñador de que aquello no era una empresa más y que, de seguir adelante, se enfrentaba a un cambio definitivo de su propio destino. Aquí el amigo Howard era muy claro y directo. Se notaba que sabía bien de qué estaba hablando, no porque él hubiera llevado a cabo ese último viaje —dado que volvió a este mundo, escribió el libro y lo hizo publicar—, pero parece que conocía bien el caso de alguien que sí lo había hecho y se sentía en la obligación de avisar sobre el carácter irreversible de ese paso. 
    Pero Alberto ya estaba subido a la nube y no pensaba bajar. Se sentó frente al libro, y a la débil luz de la lámpara empezó a leer en voz alta el hechizo... 
    Sabía de esta fórmula mágica desde hace tiempo, pero nunca pensó en usarla. Ahora era diferente. Su voz ronca resonaba extrañamente en el silencio del desván. Parecía como si esas antiguas palabras flotaran en el aire con entidad propia. Alberto cerró los ojos y siguió repitiendo la fórmula, que ya guardaba en su memoria. En su oscuridad el sonido de las palabras se iba transformando en imágenes, en formas confusas y borrosas que se movían. Abrió un instante los ojos, para comprobar si era fruto de su imaginación, pero aquellas formas seguían presentes ante él, oscilando y retorciéndose por el aire del desván, como extrañas figuras de otro mundo. 
    Al cabo de un tiempo, Alberto vio por fin la cueva, la oscura cueva en la que había estado otras veces y que era como la antesala de sus viajes al País del Sueño. Siguió el camino conocido y ante sus ojos, pequeña y lejana al principio, apareció la luz. Un brillo azul que relucía allá en el fondo de la cueva, entre espesas sombras. Caminó hacia ella y llegó a un espacio más amplio. Allí estaba, como siempre, la vieja puerta por la que había entrado en múltiples ocasiones al País del Sueño. Estuvo tentado de tocar la brillante gema azul que hacía las veces de llave; sabía bien que sólo con poner su mano sobre ella la puerta se abriría y el camino hacia los sueños estaría abierto. Pero esta vez no había venido con esa intención, buscaba algo más, mucho más. Quería nada menos que cambiar de mundo, y quedarse allí para siempre. 

    Pasados unos minutos, que le parecieron interminables y en los que llegó a sospechar que el hechizo no funcionaba, consiguió encontrar lo que quería: la otra puerta. No era fácil verla porque su color se confundía con el de las paredes de la cueva, y porque en ella no brillaba gema alguna. Sobre la antigua madera sólo resaltaban unos extraños signos que no pudo descifrar. Pero daba igual, tenía la certeza de que esa era la puerta que buscaba, porque en anteriores incursiones, y después de explorar a fondo la cueva, nunca había visto otra puerta, sólo la de la gema azul. Y éste era el efecto del hechizo: hacía visible la otra puerta, la entrada definitiva. 
    Alberto sintió que el pulso se le aceleraba ante esta puerta, que no sólo significaba el paso a otro mundo, también a otra vida. ¿Cómo se abría esta puerta? El libro no decía nada sobre eso... Puso sus manos abiertas sobre la vieja madera arañada por el tiempo, y dejó que su corazón se inundara de sentimientos. Recordó el valle, las montañas azules, la brisa y, sobre todo, la mirada y la sonrisa de Yolanda.

    Parece que eso hubiera servido de llave, porque a continuación se abrió ante él un torbellino de luces y fuerzas que le atrajo hacia el interior. La puerta había desaparecido y Alberto sintió que caía vertiginosamente en lo que parecía un pozo sin fondo. A su alrededor podía ver imágenes cambiantes, miles de figuras, entre las que reconoció escenas de su propia vida... ¿No era esto lo que decían que pasaba cuando uno se acercaba a la muerte? ¿Se habría equivocado de puerta? Pero ya no había vuelta atrás, el regreso era imposible, y Alberto seguía cayendo en esa tiniebla circundada de luces indescriptibles y figuras de otros tiempos, quizá de otros mundos... Un raro sonido, como el zumbido del vuelo de muchas aves mezclado con el tronar de una cascada lejana, acompañaba esta caída hacia lo desconocido. Pero a Alberto le pareció oír también retazos de música conocida, que había escuchado y gozado en su vida normal, en su mundo ahora ya perdido y lejano. 
    Logró ver una última imagen antes de hundirse en la más absoluta negrura. Era el rostro de la vieja dama triste, Melancolía. Le miraba fijamente con sus grandes ojos, pero esta vez algo había cambiado... Su mirada aparecía brillante, luminosa, alegre. ¿Cómo podía ser? Inevitablemente, le recordó otros ojos, otra mirada... 
    Después, se hundió en la sombra. 



VI


    Una fuerte lluvia golpeaba con obstinación el tejado de la casa. Alberto la oía como un sonido lejano y extraño que no lograba identificar, y se le mezclaba con el zumbido insistente de su cabeza. Se sentía mareado y confuso... ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? 
    Abrió lentamente los ojos y se encontró tirado en el suelo del desván. Ante él estaba la mesa y sobre ella el libro abierto, mudo testigo de su reciente aventura sin final, de su viaje a ninguna parte... La cruda realidad le cayó encima como una pared de sombras, como un pozo de silencio.

    —No ha funcionado. ¡Sigo aquí! 

    Alberto pronunció esas palabras sin dar todavía crédito a lo que veían sus ojos. Era muy duro para él tener que aceptar que todo había sido en vano. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado? 
    Recordaba haber atravesado la puerta secreta, haber caído en un largo túnel rodeado de imágenes y sonidos y luego... la nada. Y aquí estaba ahora, en medio de esta otra nada, mirando como un idiota las cuatro paredes del viejo desván y, sobre todo, la mesa con el libro abierto, con el libro inútil que no le había servido para consumar el viaje que con tanta fuerza había anhelado. 

    Se sintió preso de una densa telaraña, incapaz de moverse, de pensar con claridad, como un insecto al que sólo le queda resignarse a su suerte. Pronto vendría la hacedora de la red, con sus ocho ojos fríos, y le inocularía su veneno. Se incorporó y volvió a fijar su mirada en cada detalle, en cada objeto, en cada resquicio de luz, en cada sombra. Sí, no había ninguna duda, estaba en el desván, en su casa, nada se había movido, todo estaba igual. 
    Poco a poco su conciencia se fue templando y recuperó el tono triste de los últimos tiempos, triste pero seguro en su frialdad. Era la actitud que le acompañaba y a la que se había acostumbrado. Le servía de tabla para seguir a flote en medio de un mundo que no podía amar. Era su patético seguro de vida.
    Alberto se acercó a la mesa, miró el libro, que seguía abierto en la página en que se hallaba el capítulo de «La Otra Puerta», y observó un detalle en el que no había reparado antes: junto a las extrañas palabras del hechizo había unos signos, y le pareció que eran los mismos que vio impresos sobre la puerta oculta que había logrado encontrar en la cueva. ¡Pero qué importaba ya eso! Ahí estaban los antiguos signos, indescifrables, seguramente mágicos, pero su vida estaba aquí, donde siempre. Y su amable sueño existía en algún lugar lejano al que ya no tenía acceso. Había perdido la gracia de viajar, y quizá por eso el sortilegio de los signos y las palabras no había funcionado con él. Cuando el alma se endurece, se cierran las puertas... 

    Cerró el libro y volvió a guardarlo en el viejo arcón. Seguramente no volvería a abrirlo. ¿Para qué? Ni siquiera pensó en tratar de usar de nuevo la puerta de antes, la de la gema azul, e intentar un último encuentro. En su situación actual no soportaría volver a tocar el cielo con las manos durante un breve lapso de tiempo para luego tener que regresar otra vez a lo gris. No, sería demasiado cruel. 
    Pero... ¿y ella? ¿No vería con buenos ojos un nuevo encuentro? ¿Aunque fuera el último, la despedida? No, pensó, era inútil y absurdo. ¿Para qué alargar el sufrimiento? Si lo imposible era imposible, cualquier cosa que se hiciera al respecto no haría sino añadir más piedras a la muralla, más peso en el lado negativo de la báscula; no haría sino alargar más la distancia... ¿Qué diferencia hay entre querer viajar a una estrella como Sirio, que está a ocho años luz, o a otra como Betelgeuse, que se encuentra a más de quinientos años luz? La diferencia es ninguna, porque ambos destinos son imposibles. 
    Así pues, que otros se dedicaran a fantasear. Él ya estaba en su sitio. Había viajado al País del Sueño muchas veces y había visto maravillas sin nombre; había incluso rozado el paraíso, pero todo eso acabó. Se sentía agradecido por lo vivido, pero no quería volver. Porque la flor del sueño es demasiado... bella, para poder olvidarla, demasiado buena para que el corazón pueda soportar la separación y la distancia. Es mejor dejar que el tiempo cubra los recuerdos con el polvo de los días, con el peso de los años, que proporciona el bálsamo de un tenue olvido... Y aprender a vivir en este presente que no nos gusta y al que odiamos a veces. Pero guardando siempre el brillo azul, la esencia de ese recuerdo, por el que sabemos que es verdad que en algún lugar del desierto hay un pozo escondido.



VII


    Después de salir del desván, bajando las escaleras hacia su cuarto, Alberto iba pensando en esta última experiencia con el libro, en este viaje fallido. Aún estaba algo aturdido, pero los recuerdos iban aclarándose en su mente por momentos. Volvía a ver las imágenes fugaces que presenció durante su caída, volvía a escuchar el estruendo mezclado con música que le acompañaba y... sí, también aquella última imagen de la dama Melancolía sonriendo... A la vista de los hechos, se le escapaba el sentido de aquella sonrisa... Pero, en fin, ya estaba bien de mezclar la realidad con los sueños. ¿Sentido? No tenía por qué tener un sentido. Y además, los sueños manejan un lenguaje diferente al de la vigilia, un lenguaje muchas veces extraño que parece hecho con jeroglíficos procedentes de un tiempo muy lejano, y es muy difícil descifrarlo y entenderlo. 
    Abrió la puerta de su cuarto. Allí seguían sus libros, su mesa de escritorio, su sillón. Todo como esperando su presencia para recobrar la vida. Se sentó y cerró los ojos para descansar un poco. No tenía la certeza de haber viajado realmente. Puede que la visión de la cueva, las puertas y la caída sólo fuera eso, una visión, pero se sentía muy cansado, como si hubiera caminado una larga distancia. Así que el cuerpo agradeció la postura, y Alberto se quedó profundamente dormido. 

    Al despertar, al cabo de una o dos horas, sintió frío y entonces se acordó de la ventana. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Seguro que había entrado la lluvia y había mojado hasta los libros... Fue en busca de un cartón para taparla y cuando volvió se quedó estupefacto... ¡La ventana estaba intacta! Recordaba muy bien haberla hecho añicos hacía poco, cuando vio por última vez a... 
    Abrió la ventana, que estaba en perfecto estado, y se asomó al exterior. Ya no llovía, pero la mañana seguía siendo gris, y estaba envuelta en niebla. No se veía nada más allá de unos pocos metros. Alberto volvió al sillón e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Por qué la ventana estaba bien? ¿No la había roto de un golpe hacía poco? ¿O es que todo, todo había sido un sueño? 
    El libro, el hechizo, la cueva, la puerta de la gema azul, la otra puerta oculta, la caída hacia lo desconocido entre luces, formas y sonidos... ¿todo había sido un largo, intenso y extraño sueño?

    Alberto no esperó más y subió corriendo hacia el desván. Descorrió las pesadas cortinas y una tenue luz gris iluminó débilmente la estancia. No tenía tiempo para encender la pequeña lámpara. Abrió el arcón, lo cual le costó cierto esfuerzo porque parecía que hubiera permanecido cerrado durante años, y ante él se mostró... el vacío. ¡El libro no estaba! ¡Allí no había nada, salvo unas cuantas telas viejas! 
    Se dejó caer en el suelo, preso de la confusión. Otra vez en el aire, sin saber qué había pasado... ¿Por qué no estaba el libro? Los pensamientos corrían por su mente a velocidad de vértigo y no conseguía encontrar un punto seguro donde detenerlos. 
    Si el libro no estaba puede que también fuera parte del sueño, como la ventana rota, y entonces... ¿todos sus anteriores viajes al País del Sueño habían sido sólo imaginaciones? Eran conclusiones muy rotundas que no podía aceptar fácilmente sin sentirse herido en lo más hondo. Todas esas experiencias maravillosas, ¿sólo sueños subjetivos...? ¿el producto de una simple siesta? Todo, tan vívido, tan real ¿era sólo una fabulación de la mente para ocupar y entretener un descanso cotidiano?
    ¿Yolanda era sólo... un sueño? 

    Pero la evidencia golpeaba sus sentidos con fuerza: el libro no estaba, y daba la impresión de que nunca había estado allí, de que nunca había existido... Alberto bajó la cabeza y una vez más, en silencio, lloró amargamente. 



VIII


Epílogo.


    No se sabe cuánto tiempo siguió Alberto postrado en el desván, ante un arcón vacío. Pero sí sabemos bien lo que aconteció después. Se irguió, agotadas ya las lágrimas, y se encaminó hacia la gran ventana circular, siguiendo un rayo de luz que penetraba a su través. Se había levantado la niebla y la mañana gris terminaba convertida en una apacible y luminosa tarde de otoño.
    Alberto observó asombrado el paisaje que se extendía risueño ante sus ojos. Las calles con sus coches ruidosos y humeantes y las feas casas anodinas habían desaparecido, y en su lugar pudo contemplar un hermoso valle rodeado de montañas azules. 
    Pero en el corazón del amigo Alberto ya no había cabida para la sorpresa, ni tampoco para la duda ni el desaliento. Simplemente, sonrió ante la escena que se le mostraba y la aceptó sin más. Ni se le ocurrió pensar que aquello que veía pudiera ser solamente un sueño. Y si lo fuese, tampoco le hubiera importado. Porque había aprendido lo caprichosa que puede ser la línea que separa uno y otro mundo, y que los seres y las cosas se mueven constantemente entre las esferas, en una danza interminable, a veces amarga y otras veces gozosa. 

    Pasados unos largos minutos de contemplación, en los que disfrutó respirando el limpio aire del valle, Alberto llegó a ver una figura lejana que le saludaba desde la distancia... Una mujer, con larga melena castaña y un vestido claro, le hacía señas desde el camino que había junto al arroyo. 
    No lo pensó ni un segundo. ¡Era ella! El pecho se le llenó de alegría y bajó corriendo las escaleras del desván.

    —¡Yolanda! 
    —Alberto, sabía que encontrarías la forma de volver.
    —Yo... 
    —¿Te quedarás? 

    La respuesta de Alberto no se hizo esperar y aquellos dos seres, que parecían destinados el uno para el otro, se fundieron en un cálido y tierno abrazo. Cuando se besaron me pareció, a mí, que observaba la escena desde una prudente distancia, que un brillo azul surgía de la unión de sus labios, y eso me recordó la gema de la puerta. Sí, la puerta que yo mismo descubrí hace mucho tiempo, la fabulosa entrada al País del Sueño.
    Y, debo confesarlo, me sentí orgulloso de haber escrito aquel libro.


Joseph Howard 


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Antonio H. Martín
(2008-2015)