Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







jueves, 28 de marzo de 2013

El puchero de oro



    Recuerdo gratamente mi lectura de La historia interminable, de Michael Ende. La leí hace mucho, durante las idas y venidas del trabajo, sentado en el autobús o de pie en un vagón del metro, abstrayéndome con facilidad entre la típica multitud de hora punta, cuyo ruido no me llegaba. Para mí fue una especie de viaje, como si me introdujera mediante algún hechizo en ese país de fantasía y me viese rodeado de paisajes y escenarios maravillosos. Los cuales, además, tenían mucho que ver con mi propio mundo interior... Más que la historia en sí, lo que me atraía era demorarme en ciertos rincones de ese bosque imaginario. Rincones que enlazaban con algunos de mis más fantásticos sueños, lo que les confería, aparte de su indudable valor estético y de la fascinación de lo onírico y lo numinoso, la riqueza añadida de una emotiva connotación personal.
    Todo ello unido a la lúdica y gozosa sensación de estar casi siempre traspasando las barreras del inconsciente universal, colándome por algunas puertas abiertas y deambulando por las galerías y caminos, plagados de sorpresas y tesoros, de la vasta y apasionante esfera de lo mítico.      
    Y recuerdo asimismo que cuando llegué a su última página y posteriormente cerré el libro, fue como si me arrebataran de ese mundo de magia, tan apreciado en muchos aspectos, y me dejasen de golpe en una clase de orfandad, desnudo de nuevo frente a ese otro mundo de la cotidianidad más mediocre y vulgar: el autobús, el metro, los ruidos de la extraña multitud, la tensión del reloj, las miradas ausentes, vacías...
    Aunque parezca exagerado, lo cierto es que no me gustó nada tener que volver... Y comprobar, en medio del desierto de lo real, que la historia en la que hacía unos instantes me refugiaba, no era, después de todo, tan interminable. A pesar de que se suponía que uno podía seguir escribiéndola, añadiendo nuevas páginas personales.
 
    Pero esa lectura tenía y tiene un muy noble precursor, porque años antes había leído El puchero de oro, del maestro Hoffmann. Y todo cuanto acabo de decir sobre la novela de Ende, se amplifica aquí hasta límites insospechados, porque se trata del mejor cuento de hadas que he leído nunca.
    Su protagonista, el estudiante Anselmo, dice en un momento del relato: "Una estrella particular reina sobre mí en ciertos momentos importantes y mezcla con la realidad cosas fabulosas, en las que nadie cree, y que a menudo me parecen brotadas de lo más profundo de mí mismo. Pero en seguida adquieren fuera de mí un valor distinto y se convierten en los símbolos místicos de esa categoría de lo maravilloso que, a cada instante, en la vida se ofrece a nuestra mirada."
    Palabras sobre las que la filóloga Carmen Bravo-Villasante, en su ensayo dedicado a Hoffmann, comenta: "El que el ser humano pueda presentir lo fabuloso que encierra en sí mismo y en el Universo, le da una dimensión de profundidad tan enorme que no es raro que sienta vértigo. El enraizamiento con lo mítico, mediante el mundo de la fábula, contribuye a esta sensación de infinito."
    Así me sentí, mientras leía esa encantadora y chispeante fábula: en contacto directo con lo infinito. Al menos en el sentido de adentrarme en el mundo de infinitas posibilidades de la imaginación y la fantasía, en ese inmenso océano en que navegan nuestros más audaces sueños. Y no es que me ocurra lo mismo con cualquier cuento de hadas... Recuerdo, por ejemplo, uno de Goethe, "La nueva Melusina", que a pesar de la maestría de su lenguaje no consiguió transportarme ni emocionarme, en ninguno de sus pasajes. Demasiada complejidad conceptual... Y esto lo digo aun sabiendo la fascinación que ejerció sobre el filósofo y crítico literario Walter Benjamin... Y es que esto de las lecturas tiene que ver, como todo en la vida, con uno mismo y su particular ánimo y modo de mirar.
    Sin embargo, en "El puchero de oro", ya desde su comienzo, uno se hace amigo del, en principio, desafortunado Anselmo y le acompaña en todas sus vicisitudes, compartiendo sus miedos y zozobras, así como el asombro y la emoción ante el encuentro con la esfera de lo mágico.
    El deseo íntimo de Hoffmann era ser reconocido como músico. No fue así, pero para mí que en "El puchero de oro" se respira musicalidad en todas y cada una de sus veladas. Y no lo digo refiriéndome sólo a la armonía de su escritura, sino principalmente porque se escucha esa música especial, mistérica, que nos comunica con la dimensión de los sueños antiguos, esos viejísimos sueños inmortales que recorren desde siempre la médula de la mente humana.
    Y ya que menciono a la música, apunto que Marcel Brion, prominente estudioso del romanticismo alemán, anotaba en uno de sus libros sobre esta materia que había un evidente paralelismo entre "La olla de oro" y "La flauta mágica", añadiendo que esto se debía a la pasión que Hoffmann sentía por la música de Mozart. Y continuaba diciendo:

    "... Y también porque en las dos anécdotas existe el esquema típico de la historia de una iniciación. La aventura de Tamino y la del estudiante Anselmo se reducen, en sus esenciales elementos, a una lucha entre las fuerzas de la luz y las de la noche por la posesión de un alma destinada a la elección, a la conquista del conocimiento y de la felicidad. La benevolencia de Lindhorst le ayudará al estudiante Anselmo a triunfar en las pruebas que deben demostrar sus méritos y la constancia de su fe, voluntad y amor; pero la bruja, hija del Dragón, a fin de separar a Pamina y Tamino —cuya boda sería el símbolo de la Iluminación— impide su ascensión, de la misma manera que la Reina de la Noche contraría a Zoroastro. Pero mientras que los 'elegidos', entre los que se cuenta Tamino, apenas sobrepasan el nivel —bastante alto en el siglo XVIII— de una iglesia masónica, cuyo mejor ejemplo sería el clero de Isis y de Osiris, Anselmo, por su parte, alcanzará la suprema metamorfosis, la entrada en el reino de los Espíritus; vivirá en Atlantis, lo cual, tanto en el lenguaje de Hoffmann como en el de Novalis, significa el paso al mundo superior de las inteligencias libres, de las fuerzas elementales y espirituales, de los héroes —como los llamaban los iniciados en los misterios orgiásticos, en la Antigüedad— llamados a vivir eternamente."

    Después de esto me parece que se requiere dibujar un conciso resumen del cuento, para que quien no lo haya leído aún sepa más o menos a qué atenerse. Pero no lo voy a hacer yo. Prefiero transcribir el claro y sápido dibujo, rico en detalles y no tan breve, que efectuó Rosa María Phillips, en el prólogo de la edición que tengo ahora sobre la mesa:

    "La olla de oro, una de las primeras novelas cortas de Hoffmann y su obra maestra, contiene ya todos los ingredientes de la magia del autor. Anselmo, un estudiante de teología a quien el mundo se opone constantemente —los muebles le cierran el paso, el sombrero se le cae al saludar y jamás acierta a cumplir como es debido con los ritos de la vida práctica—, oye la voz de cristal de Serpentina, ser sobrenatural, y se prenda de sus ojos azules. La escena ocurre bajo un saúco y la Razón, encarnada en un transeúnte, se encarga de prevenir al lector contra lo absurdo y contra la demencia que empieza a apoderarse de Anselmo, abrazado al tronco del saúco y lleno de angustia porque Serpentina se ha ido. Llega entonces un respetable burgués amigo de Anselmo, lo lleva a su casa y a su bella hija de ojos azules, y a partir de entonces todas las visiones del joven tienen explicación lógica. Por recomendación de su amigo, Anselmo entra al servicio del archivero Lindhorst, en la realidad poética príncipe de las salamandras, y se encarga de copiar jeroglíficos que, al principio, el estudiante no comprende, pero que Serpentina, hija del archivero, le ayuda a descifrar. Así se entera Anselmo de la identidad de Lindhorst y del premio fabuloso que le aguarda si persevera en su amor por Serpentina. Ésta, encarnada en una pequeña serpiente verde y de ojos azules, representa en la simbología de Hoffmann la obra del artista realizado, y la Atlántida prometida por Salamandra-Lindhorst es la felicidad y la gloria del creador que ha sabido edificar su paraíso.
    "Engañado por el sentido común y víctima del hechizo que el Mal, en la persona de una vieja vendedora de manzanas —en realidad una 'vil zanahoria'— ha preparado a fin de separar a Anselmo de Serpentina y de la Atlántida, para lanzarlo a la vida burguesa mediante los ojos azules de Verónica (la hija del respetable amigo), Anselmo deja de creer en Serpentina, única condición admitida por ella para el amor, y es castigado por Lindhorst a permanecer dentro de una botella de cristal.
    "Hay además de Anselmo, otros jóvenes encarcelados en botellas de cristal —los poetas malogrados—, pero indiferentes al castigo porque, insensibles a él, pueden ir a las tabernas y cantar el Gaudeamus a viva voz, o sea llevar una vida burguesa y razonable.
    "Finalmente, sobreviene el arrepentimiento de Anselmo, Serpentina acude a su llamado, y se desencadena la lucha entre el Bien, representado por Lindhorst, espíritu elemental, y el Mal, o sea la 'vil zanahoria' con el disfraz de la vieja vendedora de manzanas. Triunfa la Salamandra, un papagayo se come a la zanahoria, y Anselmo sale de su cárcel de cristal para marcharse con Serpentina a la Atlántida. Hoffmann se confiesa incapaz de narrar la vida de Anselmo en la Atlántida, y recibe una deliciosa carta, firmada por Salamandra-Lindhorst, que le invita a su casa, donde el relato es terminado felizmente. Mientras Hoffmann escribe con fluidez, inspirado por el ambiente mágico del lugar, Lindhorst retoza en el fuego del ponche que ha ofrecido a su visitante."

    Y después del resumen, que, a pesar de su carga explicativa, presumo que avivará los deseos de leer el cuento (si es que queda aún alguien en el ámbito de los aficionados a la fantasía que lamentablemente no lo haya hecho), quiero terminar este modesto edículo dedicado al maestro Hoffmann con otro sugerente apunte, debido también a la pluma de Rosa María Phillips:

    "Sería demasiado prolijo —y tal vez innecesario—, insistir en la extensa simbología de La olla de oro para explicar su profundidad y su riqueza imaginativa: en los relatos de Hoffmann, el lector participa activamente, e interpreta las cosas según su propio carácter. Los amantes del sentido común lamentarán el tiempo perdido en leer el presente volumen; los aficionados a la buena prosa y a la fantasía se hartarán de maravillas, y, de haber por ahí algún respetable funcionario que suela mirar al fuego con fijeza y se apasione por las lenguas desconocidas, que tome por campanillas de cristal las hojas de los árboles que se agitan al viento y pase a veces por desequilibrado, lo felicitamos: él es el lector ideal de Hoffmann."


    Tras el final del relato, a modo de epílogo, el autor se lamenta de no tener la misma buena suerte que el estudiante Anselmo, que ha logrado alcanzar el ideal junto a su amada Serpentina, y escribe lo siguiente:

    La visión que trajo ante mí Anselmo en su hacienda de Atlantis débosela, ciertamente, a las artes de la salamandra; y lo asombroso fue que cuando aquélla se desvaneció como una niebla encontré todo el relato escrito en un papel, sobre la mesa cubierta de terciopelo violeta, sintiéndome al tiempo como dolorido y quebrantado.
    ¡Oh, Anselmo! Dichoso tú, que has conseguido desprenderte de la carga de la vida vulgar y refugiarte en el amor de la hermosa Serpentina y vives feliz y alegre en tu posesión de Atlantis. Pero yo, pobre de mí..., pronto..., dentro de unos minutos, habré salido de este magnífico salón, que no es, sin embargo, una finca en Atlantis, y me veré en mi buhardilla, preocupado con las minucias de la vida miserable y con mi vista atraída por tantas desgracias que la rodean como de una niebla, que no me será posible ver nunca el lirio.
    El archivero Lindhorst me tocó en el hombro con suavidad, diciéndome:
    Vamos, vamos, amigo mío, no se lamente de ese modo. ¿No ha estado usted hace un momento en Atlantis y no tiene usted allí una linda posesión en la poesía que llena su inteligencia? ¿Qué es la felicidad de Anselmo sino la vida en la poesía, la cual le ha hecho comprender la sagrada armonía de todos los seres, que constituye el secreto profundo de la Naturaleza?

    Nada que añadir a las sabias palabras del archivero. Sólo decir que me han hecho recordar, con un cálido estremecimiento, que yo también poseo una casa similar, aunque sencilla. No en la mítica Atlantis, sino en las brillantes colinas de la lejana Orión. Y desde allí, cuando consigo viajar hasta tan lejos embarcado en alguno de mis mejores sueños, puedo observar cercanamente, desde la pequeña terraza de haya donde tengo las plantas de luna y los viejos cofres dorados con los recuerdos, envuelto en la suave brisa del anochecer, la mágica presencia de Sirio, la estrella azul...


Antonio H. Martín
(28 de marzo, 2013)


viernes, 22 de marzo de 2013

Sobre lo abstracto...




  Dispongo ahora de mucho tiempo libre y de un lugar privado donde recogerme, así que puedo entregarme a la lectura a mi gusto, sin interrupciones ni interferencias. Y entre varios libros amigos, releo también, de vez en cuando, mis viejos cuadernos, como en un intento de recuperar una parte de la memoria perdida, esos recodos del camino que se nos diluyen entre los múltiples ruidos oscuros del tiempo... Incluyendo este mismo cuaderno virtual en que ahora escribo esta nota. Después de más de cinco años de existencia, hay muchos textos aquí que tengo casi olvidados. Y me sorprende a veces encontrarme incluso con algún escrito, de los que no recordaba, que me llega de forma un tanto especial.
  De alguna manera, estas lecturas me retrotraen al momento en que las escribí, me ayudan a remontar la pendiente del tiempo y, cuando el fondo es positivo, me colocan en una tesitura favorable que me permite revivir aquellos instantes y acariciar pasadas alegrías.
  La breve historia que transcribo a continuación la publiqué aquí, en este cuaderno nocturno, hace más de tres años, con el título de "Lo abstracto"...


Antonio HM.

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  Era una tarde serena, tranquila, sin excesivo ruido. La gente estaba un poco como ausente, o al menos medio silenciosa. Los transeúntes pasaban por la calle y hablaban entre ellos, como siempre, o por el móvil, pero sin levantar demasiado la voz. Y los coches que recorrían las calles buscando aparcamiento no tocaban sus bocinas en los cruces, o llamando a sus familias para que bajaran a recoger los bártulos del maletero...
  A Alfredo le parecía algo raro, pero lo agradecía profundamente. Era una tarde clara, con mucho sol, pero también había nubes, nubes viajeras que no entorpecían al sol pero dejaban un presentimiento de otoño, un acento de cercana lluvia en el ambiente con su presencia. Y además, corría el aire. ¡El aire... se movía! Y cuando el aire se mueve se mueve la vida.

  Así que a Alfredo, asomado a su terraza de barrio, con la mirada bailando entre edificios, calles y nubes, le dio por pensar...

  "Se puede decir que vine de lo abstracto y algún día volveré a lo abstracto. Pero incluso ahora que vivo en lo concreto, que tengo una forma definida, que respiro y pienso, que parece que 'existo', sigo siendo muy abstracto...
  "De manera que a veces siento que en realidad casi no me he movido.
  "Soy el mismo que ayer caminaba por la orilla del río, el mismo que subía a los montes para ver más amplio el horizonte, para acercar la lejanía, el que navegaba por las aguas brillantes de los libros amigos, el que buscaba la luz en otros ojos, el que sonreía entre los almendros al anochecer, el que se enredaba en los sueños y quería quedarse en ellos como si fueran su auténtica casa.
  "Lo concreto muerde a veces, pero es sólo una sombra tenue en el mar de lo abstracto, una figura solitaria y sin poder en medio del océano.
  "Cuando me vaya de aquí, será casi como si nunca hubiera venido. El azul del que vine me abrazará de nuevo, y esto de ahora será sólo un recuerdo, un breve trazo, quizá una mancha agridulce en el cuadro de mi existencia, una mínima sombra en el ángulo inferior izquierdo... Muy poca cosa en comparación con las dimensiones del cuadro, que, además, no es cuadrado, sino redondo.
  "Sí, mi cuadro es redondo, circular, y da vueltas como una noria, tocando todos los puntos del universo, danzando entre calles, nubes, sueños y estrellas..."


AHM.
(23 de septiembre, 2009)

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  Varias son las acepciones que encontramos en el diccionario para "abstracto". Entre ellas, por ejemplo, la de... "se dice de las ideas o conceptos que no tienen realidad material o palpable", o esta otra de... "impreciso, poco definido". Y como sinónimos, hallamos: "inconcreto, inexacto, indefinido, indeterminado"...
  En esencia, cuando uso ese vocablo me estoy refiriendo al espíritu, en los términos de Carlos Castaneda: "Para el guerrero, el espíritu es abstracto sólo en el sentido de que lo conoce sin palabras, incluso sin pensamientos. Es abstracto porque no puede concebir qué es el espíritu. Y aun así, sin tener la menor oportunidad o deseo de comprenderlo, un guerrero maneja el espíritu. Lo reconoce, lo llama, lo incita, se familiariza con él y lo expresa con sus actos."
  Las licencias que uno suele concederse al escribir en un cuaderno íntimo, personal, me permiten emplear ese adjetivo de una forma peculiar y convertirlo en un sustantivo de dimensiones extraordinarias. Así pues, hablo de "lo abstracto" como de ese fondo universal, ese vasto océano que nos rodea y del que, asimismo, estamos hechos. Tal y como, en ocasiones, hacía el mismo Castaneda; aunque él solía preferir la denominación de "el espíritu". Algo así como el "inconsciente colectivo" de Jung, pero ensanchado hasta el infinito.
  A eso me refiero cuando escribo que... "se puede decir que vine de lo abstracto y algún día volveré a lo abstracto". Que es como afirmar que este tránsito que llamamos "vida" es sólo un puente brillante entre dos inmensas y misteriosas oscuridades. Lo que no deja de ser una obviedad.
  Pero hay algo más. Y es que en mi breve historia dejo traslucir mis creencias, al menos mis creencias de entonces, y doy a entender que la propia conciencia es indeleble y subyace más allá de los avatares temporales. Por eso escribo que "soy el mismo que ayer caminaba por la orilla del río, el mismo que subía a los montes para ver más amplio el horizonte, para acercar la lejanía..." Acciones esas que databan de muchos años atrás. Y es que en realidad así lo sentía cuando escribí ese texto. No percibía ninguna distancia entre el ayer y el hoy. Me veía a mí mismo como una figura inmanente, que conservaba su esencia a pesar de la multiplicidad y de los cambios de escenario. Dicho trivialmente: como el protagonista de muchas y variadas películas que, no obstante, seguía siendo el mismo viejo caminante de siempre.
  Quizá el asunto se sobredimensiona y exagera cuando lo extiendo más allá de los límites razonables y digo aquello de que... "el azul del que vine me abrazará de nuevo..." Pero es que posiblemente, en momentos como ese, acariciado tal vez por las brisas de Oriente, uno se siente poco menos que inmortal. Hoy, sólo unos pocos años después, no sería capaz de escribir algo así. Pero quién sabe si lo haré mañana...
  Al fin y al cabo, con una cosa sí que sigo estando de acuerdo: con que mi cuadro es redondo, circular. Y aun cuando no me gusta ya la metáfora de la noria, continúa siendo cierto que toca, si no todos, sí muchos puntos del universo, y danza entre calles, caminos, nubes, sueños y estrellas...


Antonio H. Martín
(22 de marzo, 2013)          



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imagen 1: fractal - Alice Kelley (1999)
imagen 2: un caminante - J.A. Beorlegui (2012)

martes, 19 de marzo de 2013

Caronte



Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

"Soy el último", dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.


Lord Dunsany

(Tales of Wonder - 1916)



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imagen 1: El Paso de la Laguna Estigia - Joaquim Patinir
imagen 2: concepción artística de Plutón y su luna Caronte (NASA)

domingo, 17 de marzo de 2013

Bethmoora



    "Si hubiera leído La Caída de Babbulkund o Días de Ocio en el País del Yann cuando era muchacho, tal vez hubiera cambiado a mejor o peor, y considerado esa primera lectura como la creación de mi mundo; porque cuando somos jóvenes, cuanto menos circunstancial, cuanto más lejos está un libro de la vida vulgar, más conmueve nuestros corazones y más nos hace soñar. Somos perezosos, infelices, exorbitantes, y, como el joven Blake, no admitimos ciudad hermosa que no esté enlosada de oro y plata."

W. B. Yeats

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BETHMOORA

por Lord Dunsany


    Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si alguna brisa desmandada hubiérase apartado de sus camaradas en los altos de Kentish y penetrado a hurtadillas en la ciudad. El suelo está húmedo y luciente. En nuestros oídos, que han llegado a una singular acuidad a esta tardía hora, incide el golpeteo de remotas pisadas. El taconeo crece cada vez más y llena la noche entera. Y pasa una negra figura encapotada y se pierde de nuevo en la oscuridad. Uno que ha bailado se retira a su casa. En alguna parte, un baile ha terminado y cerrado sus puertas. Se han extinguido sus luces amarillas, callan sus músicos, los bailarines han salido al aire de la noche, y ha dicho el Tiempo: «Que acabe y vaya a colocarse entre las cosas que yo he apartado.»
    Las sombras comienzan a destacarse de sus amplios lugares de recogimiento. No menos calladamente que las sombras, leves y muertas, caminan hacia sus casas los clandestinos gatos; de esta manera, aun en Londres tenemos remotos presentimientos de la llegada del alba, a la cual las aves y los animales y las estrellas cantan clamorosos en los despejados campos.
    No puedo decir en qué momento percibo que la misma noche ha sido irremisiblemente abatida. Se me revela de súbito en la cansada palidez de los faroles que están aún silenciosas y nocturnas las calles, no porque haya fuerza alguna en la noche, sino porque los hombres no se han levantado todavía de su sueño para desafiarla. Así he visto exhaustos y desaliñados guardias aún armados de antiguos mosquetes a las puertas de los palacios, aunque los reinos del monarca que guardan se han encogido en una provincia única que ningún enemigo se ha inquietado en asolar.
    Y ahora se manifiesta en el semblante de los faroles, estos humildes sirvientes de la noche, que ya las cimas de los montes ingleses han visto la aurora, que las crestas de Dover se ofrecen blancas a la mañana, que se ha levantado la niebla del mar y va a verterse tierra adentro.
    Y ya unos hombres, con unas mangueras, han venido y están desbrozando las calles.
    Ved ahora a la noche muerta.
    ¡Qué recuerdos, qué fantasías se atropellan en nuestra mente! Una noche acaba de ser arrebatada de Londres por la mano hostil del Tiempo. Un millón de cosas vulgares, envueltas por unas horas en el misterio, como mendigos vestidos de púrpura y sentados en tronos imponentes. Cuatro millones de seres dormidos, soñando tal vez. ¿En qué mundos han entrado? ¿A quién han visto? Pero mis pensamientos están muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de Bethmoora; ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus calles; está muerta y sola más allá de los montes de Hap; y yo quisiera ver de nuevo a Bethmoora, pero no me atrevo.
    Hace muchos años, según me han dicho, que Bethmoora está desolada.
    De su desolación se habla en las tabernas donde se juntan los marineros, y ciertos viajeros me lo han contado.
    Yo tenía la esperanza de haber visto otra vez Bethmoora. Muchos años han pasado, me dijeron, desde que se hizo la última vendimia de las viñas que yo conocí, donde ahora es todo desierto. Era un radiante día, y los moradores de la ciudad danzaban en las viñas, y en todas partes sonaba el kalipak. Los arbustos florecidos de púrpura cuajábanse de yemas, y la nieve refulgía en las montañas de Hap.
    Fuera de las puertas prensaban las uvas en las tinas para hacer el syrabub. Había sido una gran vendimia.
    En los breves jardines de junto la linde del desierto sonaba el tambang y el tittibuck, y el melodioso tañido del zootivar.
    Todo era regocijo y canto y danza porque se había recogido la vendimia y habría larga provisión de syrabub para la invernada, y aun sobraría para cambiar por turquesas y esmeraldas a los mercaderes que bajan de Oxuhahn. Así se regocijaban durante todo el día con su vendimia en la angosta franja de tierra cultivada que se alarga entre Bethmoora y el desierto tendido bajo el cielo del Sur. Y cuando empezaba a desfallecer el calor del día, y se acercaba el sol a las nieves de las montañas de Hap, las notas del zootivar todavía saltaban claras y alegres de los jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines giraban entre las flores.
    Durante todo aquel día vióse a tres hombres, jinetes en sendas mulas, que cruzaban la falda de las montañas de Hap. En uno y otro sentido, según las revueltas del camino, veíase mover los tres puntitos negros sobre la nieve. Primero fueron divisados muy de mañana en el collado de Peol Jagganot, y parecían venir de Utnar Véhi. Caminaron todo el día. Y al atardecer, poco antes de que se encendieran las luces y palidecieran los colores, llegaron a las puertas de cobre de Bethmoora. Traían báculos, como los mensajeros de aquellas tierras, y sus trajes parecieron ensombrecerse cuando los rodearon los danzarines con sus ropajes color verde y lila. Los europeos que se hallaban presentes y oyeron el mensaje ignoraban la lengua, y sólo pudieron entender el nombre de Utnar Véhi. Pero era conciso y cundió rápidamente de boca en boca, y al punto la gente prendió fuego a las viñas y empezó a huir de Bethmoora, dirigiéndose los más al Norte y algunos hacia Oriente. Salieron precipitadamente de sus bellas casas blancas y cruzaron en tropel la puerta de cobre; cesaron de pronto los trémolos del tambang y del tittibuck y el tañido del zootivar, y el tintineo del kalipak extinguióse un momento después.
    Los tres extraños emisarios volvieron grupas al instante de dar su mensaje. Era la hora en que debía haber aparecido una luz en alguna alta torre, y una después de otra hubieran vertido las ventanas a la oscuridad la luz que espanta a los leones, y hubiéranse cerrado las puertas de cobre. Mas no se vieron aquella noche luces en las ventanas, ni volvieron a verse ninguna otra noche, y las puertas de cobre quedaron abiertas para no cerrarse más, y levantóse el rumor del rojo incendio que abrasaba los viñedos y las pisadas del tropel que huía en silencio. No se oía gritar, ni otro ruido que el de la huída resuelta y apresurada. Huían las gentes veloz y calladamente, como huye la manada de animales salvajes cuando surge a su lado, de pronto, el hombre. Era como si hubiese sobrevenido algo que se temiera desde muchas generaciones, algo de lo que sólo pudiera escaparse por la fuga instantánea, que no deja tiempo a la indecisión.
    El miedo sobrecogió a los europeos, que huyeron también. Lo que el mensaje fuera, nunca lo he sabido.
    Creen muchos que fue un mensaje de Thuba Mleen, el misterioso emperador de aquellas tierras, que nunca fue visto por nacido, avisando que Bethmoora tenía que ser abandonada. Otros dicen que el mensaje fue un aviso de los dioses, aunque se ignora si de dioses amigos o adversos.
    Y otros sostienen que la plaga asolaba entonces una línea de ciudades en Utnar Véhi, siguiendo el viento Suroeste, que durante muchas semanas había soplado sobre ellas en dirección a Bethmoora.
    Otros cuentan que los tres viajeros padecían el terrible gnousar, y que hasta las mulas lo iban destilando, y suponen que habían llegado a la ciudad empujados por el hambre; mas no dan razón para tan terrible crimen.
    Pero creen los más que fue un mensaje del mismo desierto, que es dueño de toda la tierra por el Sur, comunicado con su grito peculiar a aquellos tres que conocían su voz; hombres que habían estado en la arena inhospitalaria sin tiendas por la noche, que habían carecido de agua por el día; hombres que habían estado allí donde gruñe el desierto, y habían llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.
    Dicen que el desierto deseaba a Bethmoora, que ansiaba entrar por sus hermosas calles y enviar sobre sus templos y sus casas sus torbellinos envueltos en arena. Porque odia el ruido y la vista del hombre en su viejo corazón malvado, y quiere tener a Bethmoora silenciosa y quieta, y sólo atenta al fatal amor que él murmura a sus puertas.
    Si yo hubiera sabido cuál fue el mensaje que trajeron los tres hombres en las mulas y dijeron al llegar a las puertas de cobre, creo que hubiera vuelto a ver Bethmoora. Porque me invade un gran anhelo aquí, en Londres, de ver una vez más la hermosa y blanca ciudad; y, sin embargo, temo, porque ignoro el peligro que habría de afrontar, si habría de caer bajo el furor de terribles dioses desconocidos, o padecer alguna enfermedad lenta e indescriptible, o la maldición del desierto, o el tormento en alguna pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o algo que los mensajeros no habían dicho, tal vez más espantoso aún.


Lord Dunsany
(1910)



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libro: Cuentos de un soñador (Fco. Arellano, Ed. - Madrid, 1977)
trad.: Amparo Nieto Bort
imagen 1: Reflections on the Thames - John Atkinson Grimshaw
imagen 2: de Big.com

martes, 12 de marzo de 2013

La caricia del aire



  Estaba dando uno de mis habituales paseos por el campo, un tanto enfadado conmigo mismo por haberme levantado demasiado tarde y haber desperdiciado la mañana. Quejándome del nuevo viento frío y de las nubes que amenazaban lluvia, cuando hacía tan sólo dos días se había empezado a sentir como una incipiente primavera. Y pensaba en esos momentos, no recuerdo bien por qué, en los supuestos beneficios de una adecuada respiración... Me decía, por ejemplo, que un experto en yoga me podría indicar el necesario método a seguir para respirar correctamente y relajar los nervios, pero que eso me sonaba sólo a meros alivios superficiales, a "aspirinas" que no iban al problema de fondo.
  Y entonces, inesperadamente, me encontré frente a una visión singular: uno de los pequeños prados circundantes no había sido segado y en él se mostraban aún las altas hierbas. El aire, ese mismo aire frío que antes me molestaba, pasaba sobre él en esos instantes y lo hacía moverse de forma sinuosa, amable, casi musical. Era como si lo acariciara... Convirtiendo a ese prado en una susurrante laguna de agua verde y sedosa, con ondas danzantes que atraían la mirada, por donde parecían nadar sueños olvidados de la infancia... Me quedé observándolo durante unos minutos, y eso me cambió el estado de ánimo. Es curioso, me dije, que un "simple efecto estético", como diría un escéptico, tuviese el poder de reconciliarme conmigo y con el mundo en esa helada e intempestiva mañana del postrero invierno. Pero así fue, y volví a casa contento y con una media sonrisa, en calma, sin tensiones, gracias a ese fortuito encuentro, a esa pequeña alegría, a esa inesperada caricia del aire.
  Me acordé entonces de las palabras de Séneca, cuando, hablando de "la humana locura", decía aquello de que... "A muchos los retiene el sentimiento de la suerte ajena o la queja de la propia; a los más, que no persiguen ningún fin claro y seguro, una frivolidad tornadiza, mudable y descontenta de sí misma les lleva a cambiar continuamente de propósito; a algunos no les agrada ninguna orientación que puedan dar a sus vidas y la hora fatal los encuentra mustios y dando bostezos, de manera que no cabe dudar de la verdad de aquello que, como un oráculo, dejó dicho el mayor de los poetas: 'De la vida es escasa la parte que vivimos'. Porque todo el espacio restante no es vida, es mero tiempo."
  Así es, pensé. El espacio que no vivimos es "mero tiempo", un tiempo sin historia, vacío, sin luz, en el que casi todo se nos torna en motivo de queja. Menos mal que, a veces, algo se nos abre en la mirada y podemos ver en el simple movimiento de la alta hierba de un prado bajo el efecto de la brisa, una amable y ensoñadora caricia del aire...


Antonio H. Martín  


domingo, 3 de marzo de 2013

La soledad del sol



   A veces me quedo mirando fijamente al sol, en los momentos en que eso puede hacerse, y me da por pensar en qué sola está nuestra estrella particular.
  Bien es cierto que ante ella, él, existen miríadas de otras estrellas, pero nunca podrá salir con ninguna a conversar y pasear, o cenar en una amplia y acogedora terraza bajo la luz de la luna.
  Me consuela creer, no obstante, que hay algún tipo de comunicación interestelar de la que no tenemos noticia, pero a través de la cual las estrellas pueden relacionarse de alguna forma, a pesar de las larguísimas distancias, de esos vertiginosos años luz que las separan.
  Ojalá sea así, porque imagino que la proximidad de Venus y Mercurio no le sirven de mucho. Y la Tierra le queda algo lejos y además está llena de gente muy rara...
  Ya sé que suena a locura absurda, a tontería, lo que estoy diciendo. Pero es sólo una amable locura.


Antonio H. Martín

(3 de Marzo, 2013)




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música: "Outside, Silence" - Robin Guthrie & Harold Budd
imagen: Sunrise Solstice at Stonehenge (21-Junio-2010)