Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







viernes, 31 de julio de 2015

Sobre el filo...




    Recuerdo que hace muchos años, leyendo un libro de Carlos Castaneda, me encontré con una interesante conversación, uno de cuyos fragmentos, aparte de interesarme, me chocó... Muchos de esos diálogos son interesantes, hacen reflexionar y hasta impresionan vivamente, pero algunos además —como éste de ahora— me vienen de vez en cuando a la memoria, al menos en retazos, como si quisieran que los siguiera pensando. Y hoy, entre el ruido vulgar de este tedioso ambiente festivo, he vuelto a escuchar estas palabras en concreto... 
    Don Juan Matus, su maestro brujo, le decía a Carlos, con su habitual lenguaje, directo y sin ambages ni eufemismos, que sólo había dos clases de individuos: los "pises" y los "pedos"... Castaneda replicó entonces, quejándose, que él no era ni lo uno ni lo otro. A lo que don Juan le rectificó diciéndole que eso era porque aún no se había decidido por una u otra opción... Dando a entender que no hay más posibilidades en este mundo.
    Quizá lo expresó así porque formaba parte de una estrategia de brujo, buscando cierto movimiento en la conciencia de su discípulo, en el punto de encaje de su percepción, para hacerle comprender alguna otra cosa oculta, como había hecho ya en numerosas ocasiones. Eso no puedo saberlo. Pero me atrevo a afirmar, desde mi humilde posición de lego en la materia, de simple e ignorante aficionado —tanto en psicología como en magia—, y con todos los respetos para el conocimiento del maestro-brujo tolteca, que opino, como en su momento Castaneda, que existe otra posibilidad, y que ni soy un "pís" ni soy un "pedo". 
    Aplicando ese criterio a mí mismo y mi vida, me veo como caminando sobre un estrecho pasillo, un angosto sendero, a veces casi como un filo de navaja, que está justamente entre medias de esas dos opciones. O, en todo caso, fuera de ellas. Y no porque esté indeciso respecto de elegir entre una u otra. Puedo ser muy simpático y afable en algunas ocasiones, y en otras desagradable y hosco. Suave o áspero, optimista o pesimista, claro u oscuro, gnóstico o agnóstico, fresco y húmedo o seco y arenoso, cálido como el último sol de la tarde o frío como el hielo nocturno, destello o sombra, voz o silencio... Depende, lógicamente, de la situación en que me encuentre. Y eso supongo que le ocurre a cualquiera y es lo más normal del mundo. Pero mientras los demás se comportan de uno u otro modo respondiendo según las diferentes circunstancias, noto que siempre lo hacen desde la convicción de una identidad personal, de una base característica, de una idiosincrasia, que, efectivamente, suele estar dentro de ese concepto psicológico binario que señalaba el brujo don Juan.
    Curiosamente, sin embargo, yo por donde suelo caminar no es por ahí, ni desde esa base supuestamente fija, en ocasiones ficticia pero siempre con apariencia de solidez, sino por esa otra angosta orilla, por ese filo, que corta algunas veces, pero que es por naturaleza mi casa. 
    Es como un finísimo margen que está unos centímetros fuera del mundo. Un margen que no se decide nunca definitivamente (ni, por supuesto, se obsesiona) por la claridad o la oscuridad, aunque pueda moverse por ambas vertientes, por ambos lados de la realidad, por uno u otro polo. Que en el fondo no se identifica ni con la risa ni con el llanto, ni con alegrías ni con tristezas, ni con los sonrientes fulgores de la mañana ni con las ominosas sombras de la noche... Puede sonar ambiguo, o incluso como ambivalente, pero no es exactamente así. Se trata de un camino distinto, estrecho y apartado, marginal, que se encuentra, como digo, un poco más allá del mundo. Quizá en el borde. Más arriba o más abajo, a un lado o a otro... Eso da igual. 
    Esta rareza ha constituido mi extraño hogar desde casi siempre. Por eso me considero algo dentro, o muy cerca, de ese grupo que Hesse denominó como los lobos esteparios. Seres un tanto raros y apartados, en cierta medida singulares, que transitan como oblícuamente por un mundo al que está claro que no pertenecen. A veces con apariencia de sombras o de fantasmas, pero siempre con un acerado brillo en la mirada o un estigma indefinible en la frente... No porque sean superiores o procedan de alguna otra dimensión desconocida. Son absolutamente humanos. De alguna manera distintos, pero humanos. 
    Aunque —eso sí— son totalmente incapaces, por ejemplo, de participar en ningún tipo de fiesta normal y corriente, de esas a las que la gente acude en grupos o directamente en masa con gestos de júbilo. Ahí es donde se les podrían romper los nervios, o podrían ser atacados por una nube tóxica de mortal aburrimiento o por una ácida lluvia de amargura. Lo saben bien, y por eso evitan esas celebraciones, esos eventos para ellos absurdos o simplemente vacíos (ajadas vestiduras y cortinajes de un viejo teatro abandonado, que luces giratorias, risas y petardos no pueden revivir). A no ser, claro está, que determinada situación de necesidad les obligue a acudir y tengan que fingir. Entonces se ponen su armadura de "locura controlada" y se esfuerzan, aunque les pese, en parecer normales. Ríen las payasadas de turno, comentan someramente —pero con aparente seriedad—sobre temas de política o deportes, y hasta son capaces de bailar... Pero es un asunto en el que casi nunca consiguen afinar del todo. 
    Porque suelen dar la impresión de que donde debería estar lo que normalmente se entiende por "humanidad" hay sólo una especie de vacío, como una ausencia. Como si no supiesen o no pudieran tomarse al mundo "real" (de normas y deberes, de gravedades y conflictos, de "divertidas" rutinas pueriles y fiestas ruidosas e idiotas) lo bastante en serio...

    Pienso ahora que no era en absoluto necesario escribir sobre esto. ¿A quién puede importarle un tema tan personal y subjetivo? Aunque ponga como pantalla cómplice a Hesse y a Castaneda, está claro que hablo de mí mismo... Si se es de éste o aquél modo, o de otro diferente, ¿a quién le importa, excepto a uno mismo? Pero sucede que éste ha sido y es un cuaderno íntimo, y todo lo que escribo en él lo hago, en principio, para mí. Tal y como empecé a hacerlo hace mucho tiempo, en aquellos viejos cuadernos de papel, mientras con la ventana abierta intentaba refrescarme la piel con el aire de la noche, y la mente con la osadía de nuevos pensamientos y jóvenes palabras, que anhelaban encontrar algún brillo en la oscuridad. 

    Así que —reitero y concluyo—, ni "pedo" ni "pís". Por mucho que pueda parecer una u otra cosa en determinados momentos. Sino sólo un pequeño lobo estepario, un caminante sobre lo que a menudo parece el filo de una navaja, que intenta siempre guardar un cierto equilibrio. Y que, aunque sea difícil, muchas veces lo consigue.
    Gracias a que afortunadamente, en algunas especiales ocasiones, ese camino me parece como un fino y brillante hilo de luna entre las tinieblas, un mágico puente colgante entre los mundos de la realidad y el sueño. Y yo siempre he sido, aparte de extraño viajero, un amante de la luna.


Antonio H. Martín
(31 de julio, 2015)


        


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imagen: The Lake and the Night - Lucien Lévy-Dhurmer (1910)
música: The Invisible Man - John Foxx y Harold Budd

           

martes, 21 de julio de 2015

Tormenta




    Bendita lluvia de verano que limpia las calles, vaciándolas de ruidos y de nulas presencias, del remolino de voces sin voz y siluetas sin fondo. Que humedece los árboles y la hierba, que moja la tierra y refresca el aire, aliviando el bochorno de la nada y el hastío. Como si abriera un pasillo en el tejido del tiempo... 
    Bendita tormenta de verano, que tras el murmullo continuo e inane de las hormigas paseantes nos trae la limpia llanura del silencio, con sus poderosos tambores de dragón lejano y profundo, con su sinfonía de vida.
    Que nos recuerda que todo eso que veíamos minutos antes no era más que un teatro vacío, una fiesta falsa y sin alma. Sólo un desfile de sombras. Figuras de piedra de un mundo gris y embustero. 


Antonio H. Martín
(21 de julio, 2015)



        


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imagen: Carel Willink (1942)
música: Summer Storm - Antonio Vivaldi

miércoles, 15 de julio de 2015

Un asa de viento



    «Para Hesse, el discípulo (Govinda en el caso de Siddhartha) es el parásito que vive a costa de otro. Romano Guardini, el teólogo católico, aconsejaba este parasitismo a los cristianos con respecto de Jesús. Pero el hombre original, es decir, aquel que quiere vivir su propia vida, que acepta su propio destino después de la penosa lucha por descubrirlo, salta fuera de la dialéctica discípulo-maestro y hasta fuera de las doctrinas mismas que el magisterio segrega.

    »Todo esto explica la suma independencia de Hesse, su vida retirada, su marginación, su oposición no sólo a la vulgar y grosera doctrina hitleriana que pretendió convertir Alemania en un país de ciegos discípulos, sino incluso a la naciente República de Weimar, de carácter democrático-burgués. Hesse se ha convertido en el hijo pródigo perfecto que Andre Gide quería: el que reniega de la casa paterna, de la seguridad de cualquier doctrina y de cualquier iglesia, y permanece para siempre en la intemperie de la soledad.

    »A partir de entonces, Siddhartha hace el camino solo. Busca la unidad, pero ya no en el rechazo de la vida sino en la aceptación de la vida y de la multiplicidad de manifestaciones del universo: en las flores, en los pájaros y, seguidamente, en el placer de la unión carnal. Se hace amante de la más famosa cortesana que le enseña las artes y técnicas del amor, y se hace comerciante para aprender todos los trucos de la vida del mundo y hacerse rico. Poco importa que este camino tampoco le satisfaga: lo importante es que ahora busca la unidad del Todo por medio de la multiplicidad y del enriquecimiento de la experiencia. Al final, Siddhartha encontrará la salvación, la plenitud, la unidad en el Nirvana, contemplando el transcurrir del amplio río, sumo signo de esa unidad perfecta: la duración en el cambio de las apariencias, la unidad en la transformación. Ahora es cuando Siddhartha es propiamente Siddhartha, pues este nombre en sánscrito significa "el que ha logrado su objetivo".

    »Para concluir recordaré aquellas palabras que Henry Miller, en Books in my life, dedica a esta obra: Les he dicho con frecuencia a mis amigos y hay una cierta verdad en mi exageración, que si yo no hubiese podido encontrar Siddhartha en otro idioma que en turco, en finés o en húngaro, lo hubiese leido y comprendido igualmente, a pesar de que no sé ni una palabra de estas lenguas bárbaras. Y, seguidamente, Miller recuerda unas palabras de Hesse que naturalmente habían de satisfacer a un escritor como Miller así como a la mayoría de los novelistas de su país: " ...a mí me falta el verdadero respeto por la realidad".» 

José M.ª Carandell
(1977)


    «Se ha dicho que Hermann Hesse fue viejo en la juventud y joven en su vejez. He aquí sus lecciones de iniciación: librarse de cualquier vínculo con los afectos dolorosos, disolverse en la ilusión del nihilismo, ser el creador de la propia alma, sintetizar en ella todas las fuerzas opuestas, absorber la magia de la naturaleza más allá de todas las patrias, agarrarse a un asa de viento para alcanzar todo aquello que deseábamos ser cuando, al salir de la adolescencia, le leíamos en verano tumbados en una hamaca a la sombra de los álamos. ¿Quién no ha soñado alguna vez con ser como él un lobo estepario?»

Manuel Vicent
(2009)

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    Había leído ambas notas sobre Hesse hacía tiempo, pero a Alberto Linde le sorprendió gratamente volverse a encontrar con estos textos, que casi había olvidado. Aunque no era casual, porque ya que Hesse nació en un mes de julio había estado buscando, en libros y periódicos, comentarios sobre este autor, en una especie de pequeño homenaje a alguien por quien sentía mucho aprecio. 
    Después de leerlos y saborearlos, no se le ocurrió otra cosa que irse a un local cercano y amigo, y tomarse tranquilamente una copa de vino, como si estuviera en un grotto del Tesino, a la luz de la luna de una noche antigua, existencial y romántica. Y allí, en la terraza al aire libre, junto al alegre albaricoque y las orondas hortensias, bajo el paso de las nubes y junto al íntimo murmullo de las sirenas de aire y cristal, que sólo él podía oír, se bebió despacio su copa, en un brindis al estimado lobo estepario.
   Más tarde, cuando las sombras empezaran a nacer y el silencio abrazase al mundo, se acercaría al río, para escuchar y ver esa unidad en el cambio, ese fulgor continuo en la multiplicidad, esas mil voces unidas en una sola figura, en una sola sinfonía. Y quizá contemplar también el propio rostro del amigo Siddhartha, del joven y viejo caminante que logró encontrarse con su destino, con su personal nirvana... Para Linde iba a ser como entrar en un sueño. Porque también él, viajero soñador, estaba desde hace tiempo agarrado a un asa de viento...


Antonio H. Martín
(15 de julio, 2015)







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imagen 1: Amanecer junto a la montaña (B.I.G.)
imagen 2: Hermann Hesse (1904) 
música: Serenade - Franz Schubert