DE LA INFANCIA DE SAN FRANCISCO DE ASIS
(para Liz Hentschel)
por Hermann Hesse
-¡Cesco! -llamó la voz de la madre desde arriba.
Reinaba silencio y calor a última hora de una soñolienta tarde italiana.
Y otra vez la llamada atrayente y juguetona:
-¡Cesco!
El muchacho de doce años estaba sentado sobre las piedras polvorientas, en el rincón sombreado de al lado de la escalera, delante de la casa, casi dormido, las dos delgadas manos entrelazadas alrededor de sus rodillas puntiagudas, cayéndole un mechón de pelo castaño sobre la blanca frente infantil, en la que se dibujaba un entrelazado de finas venas.
¡Qué bien sonaba aquello! La voz maternal, tan dulce, ligera, alada, buena y amable, especial y distinguida como todo lo de la madre. Lleno de ternura seguía pensando Francesco en las llamadas maternas. Por un momento notó algo, como una sacudida, en las piernas; pareció que iba a levantarse de un salto, pero el débil movimiento se apagó rápidamente, y mientras aún sentía resonar la querida voz en la quietud soleada, sus pensamientos estaban ya lejos.
Cosas maravillosas había en el mundo. No todos los hombres probos estaban sentados como él, hundido en la sombra ante la escalera paterna, mimado por el padre y estimulado por la madre; desde todos los lados le miraban las casas vecinas, el pozo, el ciprés, los montes, siempre igual, siempre lo mismo. Había hombres que recorrían a caballo el mundo entero, Francia, Inglaterra y España, pasando por todos los castillos y ciudades, y dondequiera que pasaba algo malo, donde algún hombre piadoso era llevado a la muerte o donde estuviera alguna bella princesa encantada, allí aparecía el héroe, el caballero, el libertador, sacando su espada y haciendo el bien. Caballeros hubo que pusieron en fuga vergonzosa a todo un ejército moro. Navegando fueron hasta el fin del mundo, y delante de ellos proclamaba el huracán sus grandes y bizarros nombres y hechos por tierras y reinos. Así se lo había contado el día anterior Piero, el criado, de Orlando.
Guiñando los ojos miró Francisco por debajo de su mechón de pelo hacia el hueco al lado del tejado vecino, cubierto de musgo, donde entre los pilares de piedra de una pérgola de parra quedaba una estrecha perspectiva hacia la lejanía, sobre el llano bajo, la Umbría y los montes del otro lado, en cuya ladera se veía pegada una pequeña ciudad con su campanario blanco, infinitamente pequeña y lejana, y detrás el aire azul y una idea coloreada del mundo. ¡Cuán hermoso era aquello, y cuán torturador resultaba saber que todo allende el horizonte, todo, todo, ríos y puentes, ciudades y mares, castillos reales y campamentos de ejércitos, formaciones de jinetes con música, héroes a caballo y hermosas damas nobles, torneos y música de cítara, armaduras de oro y vestidos crujientes de seda, todo, estaba allá, infinitamente lejos del alcance de la vista, y sin embargo, allá esperaba, como una mesa puesta, preparado todo para el que viniera con valor a conquistarlo!
Sí, había que tener valor. Cabalgar acaso también a través de desiertos desconocidos, de noche, cuando todo rebosaba fantasmas y encantamientos hostiles y cuevas llenas de huesos humanos. ¿Tendría él, el hijo de Francesco Bernadene, tanto valor? ¿Y si caía prisionero y era llevado ante un rey moro henchido de ira? ¿Y si le encerraban, como castigo, en un castillo embrujado? No era fácil la empresa. Era inimaginable, difícil, tremendamente difícil, y pocos serían capaces de realizarla. ¿Tal vez su padre habría podido? Tal vez..., quién sabe. Pero si hubo alguna vez hombres que pudieron, si Roldán y Lanzarote y todos esos habían llevado a cabo sus gestas, ¿existía entonces para un joven otro camino que igualarse a ellos? ¿Podía uno jugar todavía con habichuelas o pepitas de calabaza, podía uno aspirar aún a ser artesano o comerciante, o sacerdote o cualquier otra cosa?
La blanca frente se plegó en profundas arrugas, los ojos se escondieron bajo las cejas fruncidas. ¡Dios mío, era difícil decidirse! Cuántos lo habrían intentado, fracasando y pereciendo ya en los comienzos, escuderos jóvenes y caballeros de cuya existencia jamás se enteró princesa alguna, a los que no aludía ninguna canción, de los que ningún mozo de caballos hablaba en sus relatos nocturnos. Desaparecieron, fueron muertos, envenenados o ahogados, despeñados desde alguna roca, comidos por dragones, encerrados a piedra y lodo en cuevas. ¡Emprendieron la marcha para nada; en vano soportaron privaciones y tormentos!
Francisco se estremeció. Se miró las manos, finas y bronceadas. Tal vez se las cortarían un día los sarracenos, tal vez clavadas con clavos en una cruz, tal vez devoradas por los buitres. Era horrible. Si uno pensaba cuántas cosas buenas había en la tierra, bellas, agradables, sabrosas... ¡Oh, qué cosas tan buenas! En otoño un fuego en la chimenea, asando castañas, y una fiesta de flores en la primavera, con las hijas de los nobles vestidas de blanco. O un caballo joven domesticado, como el que su padre había prometido regalarle cuando tuviera catorce años. Pero también había otras cosas mucho más sencillas, cien y mil, que eran hermosas y deleitables. Por ejemplo, estar sentado en la penumbra, con el sol en la punta de los pies, la espalda apoyada contra el muro fresco. O estar por la noche en la cama, sin sentir nada más que el suave calor blando y el dulce crepúsculo del sueño. O escuchar la voz de la madre, sentir su mano en el cabello. Y así había mil cosas, lo mismo estando despierto que dormido, por la noche o por la mañana. ¡Por doquier tanto aroma y delicados sones, tantos colores, tantas cosas amables y halagadoras!
¿Era preciso despreciar todo aquello, sacrificarlo todo, arriesgarlo todo? ¿Sólo por vencer a un dragón (o ser despedazado por él) o ser nombrado duque por un rey? ¿Tenía que ser así? ¿Estaba bien eso?
No se le ocurrió al muchacho pensar que nadie en el mundo, ni padre ni madre, le exigía tal cosa, que sólo su propio corazón le hablaba de ello, soñaba con ello y lo anhelaba. El sentía el reto. Un ideal se erguía ante él, una llamada le reclamaba, un fuego estaba encendido en él. Pero ¿por qué era tan difícil, tan pesado lo que más bello le parecía, el heroísmo? ¿Por qué había que elegir, sacrificarse, decidirse? ¿No podía uno hacer sencillamente lo que más le agradara? Mas, ¿qué era lo que le gustaba a uno? Todo y nada, todo por un instante, nada para siempre. ¡Ah, aquella sed! ¡Ah, aquel afán devorador! ¡Y con tanto tormento y secreto miedo!
Furioso, golpeó sus rodillas con la cabeza. Ea, sea, pues... El quería ser caballero. Que le mataran, que pereciera de hambre y sed en un desierto de arena: él quería ser caballero. Ya verían Marietta y Piero, y también la madre y sobre todo el tonto del profesor de latín. El volvería montado en un blanco corcel, con un yelmo de oro, adornado de plumas españolas, una gran cicatriz en la frente.
Con un suspiro se reclinó, mirando por entre las frondas de parra la lejanía envuelta en una bruma rojiza, donde cada sombra azul era un ensueño y una promesa. Desde el interior del almacén le llegaba el ruido que hacía Piero con las piezas de tela. La franja de sombra a su lado se había ensanchado, penetrando con marcados contornos en la calle soleada. Por encima de las colinas lejanas, el cálido cielo se volvía suave y dorado.
Subiendo por la callejuela iba acercándose un pequeño cortejo de niños, seis u ocho niños y niñas, marchando de dos en dos y jugando a procesión, con coronas de hojas alrededor de las nucas, y vestiditos polvorientos, y flores pratenses en las manos, ranúnculos y margaritas, geranios y salvia, arrancadas sin cuidado, medio tronchadas y ya casi marchitas, con hierbas entremezcladas. Los pies desnudos palmoteaban blandamente sobre el pavimento de piedra; un muchacho algo mayor patullaba al lado del cortejo, marcando el compás con sus zuecos. Cantaban todos a coro un pequeño verso mutilado, resonancia desfigurada de una canción de iglesia, con el refrán:
mille fiori, mille fiori
a te, Santa Maria
La pequeña peregrinación iba acercándose, y con ella entró un soplo de sonido y color en la callejuela muerta. Una chiquilla iba a la cola, haciendo una de sus trenzas, mientras sujetaba la otra juntamente con las flores con la boca, sin dejar por ello de canturrear. Algunas flores caídas yacían en el polvo detrás del cortejo.
Francisco acompañó inmediatamente la conocida melodía, canturreándola a su vez. También él había jugado a aquel juego muchísimas veces; durante mucho tiempo había sido su juego predilecto. Ahora -desde que se contaba entre los chicos mayores, participando de vez en vez en las fechorías prohibidas- hallábase distanciado de la primera inocencia infantil y también de aquel juego devoto, y él era uno de esos niños hipersensibles que, en los primeros cambios del alma, perciben ya, con un tono de advertencia entristecedor, la canción de lo perecedero de las alegrías. Aquel día sobre todo, después de tomar la decisión de ser un héroe, el juego infantil debió de parecerle una bagatela y una fruslería.
Con indiferente altivez iba contemplando a los pequeños a su paso. De pronto se fijó en que al lado de la niña del moño a medio hacer marchaba un chiquillo de unos seis años que con ambas manos llevaba muy en alto una sola flor tronchada; aunque casi jadeaba de fatiga, andaba con la solemnidad de un portaestandarte, y por más que desafinara al cantar, sus ojos resplandecían de unción y entrega llena de fe.
-
Mille fiori -cantó fervorosamente-,
mille fiori a te, Santa Maria.
Al verle Francisco, le sobrecogió de repente, caprichoso como era, la belleza y la devoción de este juego de flores, o más bien el recuerdo marchito de entusiasmos que había sentido en otro tiempo, cuando él hacía lo mismo. De un salto apasionado alcanzó a los niños: con un gesto de mando hizo que se acercaran y les ordenó esperar un momento ante la casa.
Ellos obedecieron -Francisco estaba acostumbrado al caudillaje, siendo además hijo de familia rica y respetada- y esperaron, con sus residuos de flores en las manos. El canto había enmudecido.
(...)
Hermann Hesse
(1920)
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- de "Libro de Fábulas"
- Hermann Hesse
- trad.: Mariano S. Luque
- Ed. Aguilar, 1961
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Vídeo:
- tema musical de "Hermano Sol, Hermana Luna"
- imágenes de "Spirit"