Recuerdo aún con claridad las palabras de mi amigo Alejandro Castelli, las que pronunció en la terraza de su lejana casa de campo, aquel atardecer de 1980... «Vivir tu vida, con tu alegría o tu tristeza, pero sin depender emocionalmente de nadie ni de nada. Lo considero imprescindible en cualquier existencia que se precie.»
Esto lo dijo, entrecerrando la mirada, justo después de que comenzase a soplar un repentino aire fresco, que venía a aliviar aquella larga y ardiente tarde de agosto, que ya declinaba. Estábamos, como decía, en su casa. Una pequeña y acogedora cabaña de piedra, sita en la ladera de una suave colina, en el tranquilo campo de los alrededores de Páman..., una aldea dispersa de las tierras del Norte medio escondida en el borde de un valle. Desde la terraza se veían pequeños prados verdes y caminos salpicados de robles solitarios; reducidos grupos de pinos, encinas y eucaliptos; viejas casonas solariegas, huertas, jardines; algunos de los prados tachonados de ovejas, vacas y caballos. Y sobre todo ello, un ancho y claro horizonte, ondulado por unos montes de perfil bohemio por los que se fugaba lentamente la áurea luz de aquel día. Un paraje ciertamente bucólico, cuyo cielo era cruzado a veces por el sombrío vuelo del alimoche, y que mi amigo había elegido como retiro para su vida agitada, llena de atribulados viajes, de conflictos y tensiones.
Cuando dijo esas palabras, me le quedé mirando fijamente sin decir nada. Sabía detalles eminentes de su pasado, y entendí que esas palabras se debían a algo más que a un simple deseo de colgar en el aire una frase más o menos lapidaria. Las había dicho (y su serio semblante así lo confirmaba) muy desde el fondo, desde las entrañas. Por lo que comprendí que respondían a una realidad nueva, lo que significaba que mi amigo había conseguido superar ciertos problemas anteriores que había sufrido durante mucho tiempo.
«Cuánto echo de menos a los amigos que nunca tuve...», me había dicho en otra ocasión, con un dejo de nostalgia. Lo que da idea de qué manera tan peculiar llevaba él su soledad. Una soledad deseada, buscada, ansiada durante toda la vida, pero que, al final, se demostró carente de la riqueza interior necesaria para ser autosuficiente. Alejandro Castelli siempre había estado internamente solo, pero siempre envuelto asimismo por las inevitables "compañías" del mundo. De esas ficticias compañías era de lo que había querido huir. Y ahora que lo había conseguido, después de mucho esfuerzo y ayudado por la suerte, se encontraba ante la aparente paradoja de que se sentía solo, y eso le pesaba... Es decir, que anhelaba la compañía de otros y no le bastaba con la propia. Al fin y al cabo, Castelli no era más que un ser humano, y es notorio que el humano es un ser generalmente sociable. Lo que ocurría, en su caso, era que la sociabilidad no era abierta. Sin llegar al elitismo, su personalidad requería de seres que fuesen un tanto especiales, gente algo rara, con tendencias similares a las suyas. De ahí eso de "los amigos que nunca tuve..."
Yo, por ejemplo, era su amigo íntimo, uno de los más allegados y de más confianza; pero entonces vivía en la ciudad de Madrid, muy lejos de su perdida casa del valle, y si estaba con él aquella tarde era porque había tenido que viajar al Norte, por motivos de trabajo, y había aprovechado para hacerle una ocasional visita. Pero hacía algo más de dos años que no nos veíamos, y pasaría un tiempo parecido antes de que nos volviésemos a ver. Y lo mismo pasaba, más o menos, con sus otras amistades...
Me acuerdo también ahora de otra tarde, aún más antigua (de la época oscura), en que me leyó unas desoladas frases de Borges, entresacadas de uno de sus relatos: «...Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; "murió", y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua.»
De todas formas, como apuntaba anteriormente, me pareció entonces, en esa terraza del valle, que Alejandro había logrado algún importante avance en ese sentido. Por eso dijo lo que dijo, ante la brisa de aquella tarde. Sus palabras, aparte de venir de muy adentro, tenían un tono afirmativo, incluso cierto acento de orgullo. Eso me sorprendió gratamente. Sin dejar de ser el outsider de siempre, me dio la impresión de estar a gusto consigo mismo. Y así se lo hice saber.
—¿Entonces, por fin te encuentras bien, Alex? —me decidí a preguntar—. Mi pregunta no quiso ser un cuchillo cruzando el aire, pero así pareció verlo mi amigo, porque inmediatamente me miró con un brillo acerado, cogió el supuesto cuchillo por el mango y me lo devolvió.
—¡No lo dudes, amigo mío! Mi vida, por fin, me pertenece, y a nadie debo nada.
Por otra parte (para que su imagen no quede engañosamente minimizada), he de añadir que no era la soledad el principal problema de mi amigo. Lo suyo era una insatisfacción profunda de la vida. Me comentaba, a este respecto, que es algo de lo más normal, que suele suceder, cuando el sujeto se ha pasado más de media vida soñando... Efectivamente, Alejandro Castelli era un soñador empedernido, tenaz, que se entregaba a sus sueños de una manera casi lasciva, o, en todo caso, apasionada. Decía que era en los sueños, y sólo en ellos, donde había descubierto la vida, donde más intensamente había sentido. Y que todo lo demás, el conocido mundo cotidiano y real, no era para él más que una absurda dimensión de ecos y sombras. Creía en la vida, a pesar de todo; aborrecía al mundo, pero creía en el espíritu intrínseco de la vida, en una música esencialmente amable y gozosa, a pesar de durezas y dificultades. Su mal era que no había conseguido encontrar la suya propia, que no había logrado la magia de transformar, en su cotidianidad, lo mediocre en sustancia, que no había sabido hallar el valor oculto de las cosas, más que en algunos raros momentos. Su relación con el mundo siempre fue deleznable, y las personas que lo conforman eran, para su fina y extraña sensibilidad, sólo pálidas sombras sin fondo, seres abstrusos y opacos, figuras vacías. Nunca contemporizó con la sociedad que le rodeaba; creía que esforzarse en ello era perder el tiempo y la energía, internarse en un laberinto absurdo del que siempre había que retornar con las manos vacías y algún dolor nuevo. Y si, no obstante, alguna vez lo intentaba, era sólo con el deseo de contraminar y evitar así caer en algún presentido pozo.
Sólo las pocas veces en que había encontrado, en la vida real, algunos mínimos puentes de unión con la apreciada esfera de sus sueños, constituían el fondo que le aliviaba de vivir en un mundo que era incapaz de comprender y mucho menos de amar. Por eso, mi amigo se refugiaba en los sueños. Eran su pasaporte al país que anhelaba, su huida del vacío. Los anotaba, en la medida en que podía recordarlos, y luego nos los contaba, como si de experiencias reales se tratara. Seguramente, para él lo eran,
A la mañana siguiente, me levanté algo tarde, y cuando bajé de la habitación me encontré a Alejandro tendido boca abajo en la hierba del jardín. Pensé, en un primer momento, que le había ocurrido algo, pero no era así. Alejandro apoyaba la cabeza en los puños y miraba fijamente por entre las briznas de hierba, como ensimismado. Me pareció ver que sonreía. Luego me explicó que ejercitaba una antigua forma de mirar, que había aprendido en su infancia. Se trataba sencillamente de fijarse en una parte diminuta del mundo y conseguir verlo como si fuese de un tamaño mucho mayor. Con lo cual, me dijo, se descubría que una pequeña área del jardín podía verse como un bosque o una selva, y una baja pared de tierra como si fuese una montaña. Así de simple. Definitivamente, pensé, mi amigo era raro. Pero su rareza me pareció inofensiva, limpia, gozosamente lúdica.
Después de unos días en aquel sereno valle, en los que tuvimos interesantes conversaciones y dimos buenos paseos por la comarca, a lo largo del río y ascendiendo a algunos de los montes cercanos, me tuve que marchar. Nos volvimos a ver más tarde en varias ocasiones, en distintos años y en diferentes lugares, pero, no sé bien por qué, recuerdo esa visita a su casa del valle como si fuese la última. Quizá porque los ulteriores encuentros fueron más breves y en circunstancias no tan sosegadas. O quizá porque fue en esos días cuando escuché por última vez su risa.
Mi amigo leía mucho; siempre le recuerdo rodeado de buenos libros: de arte, de filosofía, de ciencia, de poesía, novelas románticas o expresionistas, de aventuras o directamente fantásticas... Le gustaba especialmente todo lo relacionado con lo mistérico, con lo numinoso, incluidas mitologías y leyendas, de las que él sabía sacar importantes principios y enseñanzas, desbrozándolas del velo de lo maravilloso. Cualquier libro que excitara su imaginación o que le clarificara aspectos confusos de la vida, tenía un lugar en su biblioteca. También escribía (diarios, reflexiones, poemas, relatos); decía que eso le ayudaba mucho a transparentar el pensamiento, y también que le servía de desahogo, de alivio de tensiones. Escribir era para él la mejor manera de disipar la oscuridad, una labor que algunas veces (según me contaba) adquiría incluso, en esas largas noches de silencio, el brillo y la intensidad de una especie de ritual mágico. Tal vez esto último suene a exageración, pero el caso es que no lo hacía mal; a mí me gustaba. Sin embargo, nunca llegó a publicar nada; no sé si porque no pudo o porque no quiso, o quizá por una mezcla de ambas cosas. Cuando alguna vez se lo sugería, en seguida salía con aquello de que él no era escritor y que a nadie importaban sus notas personales. Yo me encuentro ahora en la tesitura de hacerlo, porque sus papeles me han sido confiados, y es muy probable que lo haga. Sobre todo, algunos de sus cuentos creo que deberían ver la luz.
Alejandro Castelli desapareció un quince de septiembre de hace hoy casi dos años. No puedo decir que murió —no hay constancia de ello—, sólo que desapareció. Pero tengo que admitir que para nosotros, sus distantes amigos, es como si hubiese muerto, porque tenemos la sensación de que nunca más le volveremos a ver. Siempre abrigamos la sospecha (sobre todo yo, que fui quien más le trató) de que su final, al igual que su vida, no iba a ser convencional. Todos sus gestos, sus palabras y sus hechos apuntaban en esa dirección. Particularmente, me gusta imaginar que sigue viviendo, en una nueva figura de su anómalo destino. En algún lugar lejano, oculto en una oscura buhardilla, un solitario desconocido, quizá con otro nombre, continúa su eterna búsqueda, su íntima aventura de conjugar la vida y los sueños.
En los últimos tiempos, uno de sus libros de cabecera —según me contó por carta— era un raro tratado de magia taoísta: Das Geheimnis der Goldenen Blüte (El Secreto de la Flor Dorada). Un antiguo texto esotérico chino, presentado y explicado por el doctor C. G. Jung y el sinólogo Richard Wilhelm. Me preocupé de encontrarlo, entre su profusa biblioteca, y hace tiempo que lo tengo sobre mi mesa. En él se muestra un viejo y singular sistema de yoga y los pasos requeridos para su práctica; se habla de conceptos extraños, de sonoridad gnóstica, como "el espíritu primordial" y el "curso circular de la luz" (el doctor Jung afirmaba que es, asimismo, un tratado alquímico). Y, curiosamente, su capítulo final —en el que mi amigo había hecho diversas acotaciones— se titula "Fórmula mágica para el Viaje a la Lejanía"... No quiero con esto conjeturar nada, ni caer en fáciles lucubraciones que rocen o incluso entren de lleno en el terreno de lo fantástico; no está en mi ánimo inventar o dar pábulo a posibles leyendas en cuanto al destino de Alejandro Castelli, de quien sólo quiero dejar aquí una breve y afectuosa semblanza. Pero, conociendo a mi amigo, y sabiendo de su gran afición por lo esotérico, no me resulta difícil pensar en que precisamente este capítulo, poco antes de su desaparición y su hipotética huida hacia nuevas fronteras, fue para él especialmente valioso.
Antonio Martín Bardán
(29 de agosto, 2013)
Un personaje imponente tu amigo en la lejanía... Pero siento que, de alguna manera ,debió ser un hombre interesante, pero infeliz, una vida vivida solo a medias. Se decantó por una sola parte de la senda, lo que le tenía que hacer , por fuerza, perder buena parte del paisaje...Creo que está bien soñar sabiendo que lo estás haciendo , y vivir sabiendo que no lo sueñas.
ResponderEliminarUn comentario muy ligero el mío, obligado por otra parte, puesto que no le conocí y temo que para comprenderle serían necesario "siglos" en su compañía...cosa harto difícil con alguien que buscó la soledad a ultranza... Y parece que la consiguió hasta su no-muerte.
Besito volado .
Ten en cuenta, amiga Brujita, que se trata de un cuento. Pero tienes razón en lo de que vivió sólo a medias y se perdió buena parte del paisaje. Por eso me gusta imaginar que mi amigo continúa vivo en una nueva etapa, transitando distintas sendas, y que ahora sí que abarca todo el paisaje. Y, teniendo en cuenta esa perpectiva, puede que sea precisamente esa la causa de su desaparición. Digamos que necesitó abrir otra puerta...
EliminarUn abrazo volado.
¿Sabes Antonio que tu personaje te salió redondo? Que me ha hecho reflexionar mucho en éstos pasados días... sobre humanos aislamientos , soberbias que cierran puertas, estancamientos en el pantano de cada momento... Tu personaje está vivo en todos nosotros es un autentico compendio de actitudes humanas.
ResponderEliminarPero para mi ha sido un espejo que dice la verdad y te obliga,de alguna manera a recomponer gestos, incluidos aquellos que puedan surgir en el futuro...
Un besote volado despertando.
Pues me da satisfacción, amiga Brujita, que sea así. Desde luego, el personaje (aunque inventado) está compuesto de ondas vivas, reales, y es posible que alguien se identifique con él, claro. Por ejemplo, yo mismo. Y, según me cuentas, también tú.
EliminarSi este cuento sirve, de algún modo, para "recomponer gestos", entonces adquiere un valor en el que no pensé. Y me alegro mucho por ello.
Un abrazo, y gracias por tus amables y despiertos comentarios.
Tu amigo, me recuerda mucho a alguien que conozco bien :)
ResponderEliminarY como él, también desaparecerá un día en si mismo. Sobretodo si si sigue las instrucciones de ese especie de tratado alquímico, que dices leía. Aunque para ello, más allá de lo que se lea, debe de haber una tendencia previa, de renuncias mundanas y demás egos. Creo que me explico.
Como sea, tu entrada, al igual que las conversaciones que a veces mantengo con mi amigo, me ha transportado a ese otro 'yo' que late en todos nosotros y con el que es tan necesario conectar de tanto en tanto...
Gracias por el alivio, Antuán.
Hola, Crystal.
EliminarMe gusta mucho eso de desaparecer "un día en sí mismo", me suena a mágico y alquímico reencuentro... En cuanto a las renuncias mundanas, depende del tipo de 'sí mismo' que tenga cada uno. En el caso del amigo Alejandro, sí coincide con tu comentario, y, por supuesto, posee esa necesaria tendencia previa. En caso contrario, no hubiese tenido para él ningún interés lo del viaje a la lejanía. Pero quiero decir que hay también otros caminos, y existen otras clases de gente, que 'desaparece' de modos muy distintos. Por ejemplo, al revés que mi amigo: no renunciando a esos egos y esas mundanalidades, sino sumergiéndose en ellas. Lo que me recuerda a la vieja y conocida dicotomía de Narciso-Goldmundo, de la que ya hemos hablado. En fin, tanto vale un camino como otro, y de lo que se trata es de vivir, ya sea en el mundo o fuera de él. Las preferencias personales son las que mandan, y cada una precisa de una alquimia diferente, pero lo que importa es siempre lo mismo: conseguir realizar el hechizo de nuestra vida.
Por otra parte, me alegra saber que tienes un amigo que se parece al mío. Y sobre todo que mis letras te hayan aliviado, transportándote a ese otro 'yo' más interior. Si hablamos de lo mismo (y creo que sí), te diré que es un tema que viví muy intensamente hace algunos años. Para mí era imprescindible conectar con ese 'yo', porque si no me veía inclinándome demasiado hacia el lado del abismo. En pocas palabras: o conectaba, aunque fuera de vez en cuando, o me volvía loco. De esas tensas jornadas escribí mucho en mi "diario de un obstinado".
Un abrazo, amiga hada.
Sé perfectamente de esa insatisfacción de tu amigo...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu reflexión, me lleva a pensar, y a comprender. Sí, llega un momento en que todo pasa, y uno va aprendiendo las actitudes que hay que tomar ante la vida.
Un beso.
Hola, Misterio, y bienvenida a este cuaderno, que quiere no ser oscuro.
EliminarGracias por tu comentario. Muchas cosas pasan, sí, y tenemos que aprender a encontrar nuestra mejor actitud ante la vida. Pero, que no se nos pase nunca aquello que tenemos como más valioso. Que eso nos acompañe siempre, Misterio, sean cuales fueren las circunstancias que nos toque vivir.
Un abrazo.