Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 15 de septiembre de 2013

La Torre de Erynia



Nota preliminar


    Podría decir que encontré el manuscrito en una botella, y eso quizá despertaría el interés y la curiosidad que implica todo aquello que huele a aventura; pero no sería cierto. Lo cierto es que un buen día, mi lejano amigo Pablo Munt me sorprendió con su inesperada visita, y con algo más que trajo en su maleta, aun sin saberlo... Era el día en que cumplía cuarenta y ocho años y mi amigo me obsequió con tres excelentes regalos (además de su inestimable presencia). En principio, con dos libros sobre historia y mitología irlandesas: una magnífica edición facsímil del Libro de Leinster (cuyo original data del siglo XII), y un viejo, pero bien conservado, ejemplar de The Ancient Irish Epic Tale "Táin Bó Cúailnge", de Joseph Dunn, de 1914. Y en segundo lugar, con una botella de un exquisito vino añejo, que sin duda hubiera sido del gusto de cualquier experto (un Cabernet Sauvignon, si mal no recuerdo). Con lo cual, convirtió una jornada que, de otra manera, hubiera sido de lo más normal para mí, en una muy agradable fiesta íntima.  
    Esa misma noche, en la tranquilidad de mi alcoba, abrí y hojeé ambos libros con delectación (de la botella ya habíamos dado buena cuenta mi amigo y yo en el transcurso de la tarde), y dentro de uno de ellos hallé el manuscrito; con lo que pude sumar un cuarto regalo (que para mí, sin desmerecer a los otros, resultó ser el más valioso). Eran sólo ocho cuartillas escritas en lengua inglesa, con letra cursiva un tanto apretada, pero lo bastante legible, que parecían llevar allí cuidadosamente plegadas (en el libro de Dunn) mucho tiempo; y configuraban un relato corto, pero sustancioso, dotado con una atmósfera ciertamente mística. Y así es como supe de esta fabulosa y enigmática historia; la cual, a pesar de su brevedad, me mantuvo ocupado más de media noche, releyéndola una y otra vez. Imposible saber nada, sin embargo, del autor (quizás un escritor aficionado que quiso ensayar una tímida muestra de sus fantasías o ensueños), de cuya identidad sólo hay en el manuscrito el nombre propio y dos iniciales (Edward A. W.), al final, a modo de firma, y ninguna otra referencia.
    En cuanto al nombre de Erynia, lo único que encontré en mi enciclopedia (a la que acudí nada más leer el manuscrito) es que así fue llamado el asteroide número 889, descubierto en 1918 por Max Wolf, pero ignoro lo que motivó a Wolf a elegir esa nominación (si es que fue él quien lo hizo), así como el origen del nombre. Lo que parece claro, según se desprende del relato, es que el personaje mencionado nada tiene que ver (a pesar de la identidad nominal), con las conocidas y temibles Erinias, arcaicos personajes mitológicos, anteriores incluso a los dioses olímpicos. Según algunos autores clásicos, éstas eran hermanas de las Moiras (las diosas del destino) e hijas de Nix (la Noche); unos seres implacables que se dedicaban a vengar ferozmente ciertos crímenes humanos (que persiguieron, por ejemplo, con inclemencia a Orestes y a Alcmeón, en venganza por los asesinatos de sus respectivas progenitoras). Lejos de esto, la Erynia de nuestro relato ofrece un perfil muy distinto, mucho más amable, y se me representa, más bien, como una especie de mágica entidad, oracular y benévola. Parece ser, pues, que la elección de ese nombre responde aquí sólo al capricho del autor del manuscrito, y no se relaciona con ningún personaje mitológico conocido. La única vaga conexión que se me ocurre (con respecto a los mitos precitados), está en el detalle significativo de que las Erinias eran, asimismo, protectoras del cosmos frente al caos.   
    Como decía, no encontré este manuscrito en una botella, pero, para mí, ávido explorador de casi toda clase de lecturas raras y amante de cuanto encierre tesoros de asombro y misterio, de este fortuito hallazgo emanó, igualmente, el seductor aroma de la aventura.


El editor



    Posdata: Pido disculpas por la, quizá, inusitada extensión de esta nota preliminar, pero consideré oportuno introducir al lector en los detalles que acompañaron a mi pequeño descubrimiento; no por ser estos de especial relevancia, sino porque dan una idea aproximada de en qué estado de ánimo y con qué nivel de interés me encontraba yo aquella noche. Y esto con la sana intención de contagiar y de predisponer al lector favorablemente para lo que sigue. Después de redactada, pensé en acortarla e incluso en eliminarla, pero aquí la dejo, aunque sólo sea por el placer que me proporcionó escribirla y rememorar a su través aquella grata velada. Quizá el manuscrito en sí no es merecedor de tanta introducción... Se trata de una clase de alegoría (me tomo la licencia de usar este término en su sentido pictórico), que en pocos párrafos, de cierto romanticismo, intenta ponernos en vehemente contacto con algunos elementos arquetípicos del inconsciente: la ciudadela secreta, el hada, el libro mágico, el misterio de la vida y la muerte, el laberinto del tiempo... Personalmente, estimo que en cierta medida lo consiguió; aunque el lenguaje empleado pueda resultar escaso en acertadas metáforas y en ocasiones algo ampuloso o desmedido (por eso mencioné antes lo de «escritor aficionado»). Opino que el mejor epíteto que se le puede asignar es, simplemente, el de cuento de hadas (sin pretender con ello ningún tipo de juicio valorativo). En cualquier caso, como es lógico, cada lector sacará sus propias conclusiones. 


A. M. B.          

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LA TORRE DE ERYNIA
                            


    Hacía años que la estaba buscando, sin victoria. Durante ese tiempo, muchas pistas resultaron al final ser falsas y lo habían llevado a lugares muy lejanos e inhóspitos. Tierras yermas, olvidadas o nunca antes halladas; ignotos desiertos, cuyas arenas danzaban al anochecer como serpientes, entre vencidas pirámides del tiempo; valles profundos, hundidos de sombra y de silencio; cegadoras cumbres, envueltas en vientos furiosos que aullaban y hacían de los titanes del cielo jirones de lluvia helada; antiguas ciudades cavernarias, heridas por el frío de los siglos, donde antaño hubo hombres, quizá dioses; interminables bosques nebulosos, entreverados de miedo y magia, de ciervos, búhos, lobos y sueños; islas remotas, en horizontes extraños, donde vivían árboles blancos que sólo florecían a la luz de la luna... Pero en ninguno de esos lugares estaba la Torre que buscaba... Mucho tiempo perdido. Hasta que encontró al viejo Herzunn (él se decía mago) en su recóndita aldea de las montañas del Norte, y éste le dijo cuál era la auténtica ruta a seguir.

    Estaba ya casi al borde de sus fuerzas, después de caminar durante más de cuatro días por aquel helado desierto, sólo cubierto por peñascos y hondonadas, y empezaba a pensar que también el viejo Herzunn (de ojos grises y voz de lobo) le había engañado, cuando divisó a lo lejos, destacando entre la inmensa e hiriente blancura, un conjunto de formas elevadas y opacas con colores brillantes; raras edificaciones que desde la distancia parecían azules, esmeraldas, carmesíes, y cuyos oblicuos tejados despedían fantásticos reflejos ante el sol del ocaso. Había llegado, por fin, a la Ciudadela. Eso le animó y apretó el paso, movido por una nueva energía. Pensar en que su destino estaba a tan sólo media hora más de camino, le hizo sonreír y dio alas a sus cansados pies. Ya estaba muy cerca de su sueño: encontrar la legendaria Torre de Erynia.
    Cuando llegó frente a la alta y solitaria muralla, erizada de almenas, buscó la entrada sin dilación. Luego sacó de su alforja el viejo pergamino con signos argentados que le había dado Herzunn el silente, el extraño, el amigo. Allí estaba escrito el nombre que debía pronunciar en voz alta, el nombre que era la llave para entrar en la Ciudadela... El nombre fue pronunciado, y las pesadas puertas se abrieron. Pero, más allá estaba el guardián... No esperaba esta presencia. Imponente, acorazado; no pudo escrutar su mirada, oculta en el interior del yelmo. El guardián mantuvo primeramente un tenso silencio; su mano derecha apoyada en el pomo de su fulgente espada. Más tarde, preguntó, con una voz oscura: «¿Quién eres, y a qué vienes a esta oculta ciudadela?»
    —Busco la Torre —contestó, sin querer identificarse. 
    —Hay muchas torres aquí. ¿Qué torre buscas? —volvió a inquirir el guardián, con sequedad. 
    —La Torre de Erynia —exclamó el viajero, con cierto tono de orgullo.

    El guardián abandonó entonces su mano de la espada y se apartó hacia un lado, invitándole a pasar. Le indicó el camino y seguidamente, sin decir nada más, desapareció con lentitud por las interminables calles, entre las silenciosas y cerradas casas de piedra. Era extraño, pensó el viajero: aquella ciudad era sin duda la Ciudadela, varios signos así se lo confirmaban; entre ellos el de que el guardián hubiera reconocido el nombre de la Torre legendaria. Pero parecía estar vacía. No se veía a nadie en las calles, y ningún sonido, aparte del viento, llegaba a sus oídos.    
    Después de doblar muchas esquinas, y seguir largas calles de polvo y silencio, donde preciosas casas irisadas parecían dormir profundamente bajo la tenue luz que se escondía tras el horizonte; lejos ya de la gran plaza, con sus fuentes sin agua y sus apagados jardines, se encontró de frente (tal y como le había señalado el guardián sin nombre) con una vieja torre. Dudó que se tratara de la torre que andaba buscando, porque estaba medio en ruinas, y miró en derredor... Pero era la única. La cercaba una corta valla de madera, como las que se ponen alrededor de un monumento antiguo, pero ésta ya vieja y carcomida, y vio que en su interior había restos de un árbol seco, horadado por el tiempo, y a su lado un pequeño letrero... Las letras estaban borrosas; algunas no estaban  ya. Pero consiguió leer lo bastante. Sí, para su sorpresa y desilusión, aquella menguada torre era (o había sido), en efecto, la Torre de Erynia. 
    Se dejó abatir; muy cerca estuvo de derrumbarse sobre el ocre suelo de arena, como de desierto; sintió que un aire gélido le nublaba la vista y un áspero sabor le llenaba la boca. Sintió, de pronto, que todo el peso de los años se le acumulaba, ingente, sobre los hombros. La leyenda estaba ante él, pero hecha sólo piedra, dura y gris, sin brillo alguno, sin magia, sin voz. Parecía mirarle desde una distancia de siglos, con ojos de los que había huido la luz hacía miles de lunas. Era imposible, inimaginable, que allí estuviera la deslumbrante y legendaria Erynia, la numen que guardaba celosa y vigilante el Libro del Tiempo; sólo era el viejísimo resto de un pasado remoto, inalcanzable, muerto.
    Notó, dentro del caos de sus sentidos, la cercanía de una presencia. Miró entonces, ávido, hacia el interior de la torre; intentó atisbar alguna figura viva a través de sus oscuras ventanas ovales, algún destello huidizo entre las sombras. Pero no: la presencia estaba a su espalda. Era el guardián, que le observaba entre curioso e impasible, en silencio. Le inquirió entonces con la mirada, sin poder para articular palabra alguna, perplejo y angustiado. Quiso saber el sentido de esa inesperada muerte, de esa lejanía muda con que se topaba y que rompía en jirones, como un cruel viento del desierto, todos sus sueños. El guardián, con pasos lentos, cansados, como arrastrando el lastre de un antiguo y secreto vacío, se acercó sin decir nada. Su brazo derecho, antaño poderoso, señaló un pequeño relieve sobre uno de los costados de la torre. Allí se podían leer aún estas palabras esculpidas: «Las horas que forman los días y noches son como hojas de un árbol universal e infinito. ¿Dirías tú, caminante que busca el Libro, que un árbol así muere cuando caen sus hojas?»

    Intentó poner orden en sus pensamientos: ¿Qué quería decirle ese lapidario mensaje? ¿que cuando caen las horas sigue quedando vivo el tronco infinito del tiempo? ¿y que de él brotarán nuevas hojas, incesantemente, con el eterno fluir de las primaveras?... Eso es sabido, y no era lo que buscaba, lo que anhelaba, lo que le había llevado a viajar durante años buscando a la mágica Erynia y su Libro del Tiempo. Porque... ¿qué sentido encierra esa trascendente maravilla para una sola hoja, para una hora agotada, esa que no volverá nunca al árbol, esa que es expulsada del reloj para siempre? ¿Qué queda de ella cuando cae de su rama y el viento la empuja hacia la nada, hacia el polvo de su destino? Él buscaba otra cosa: la magia lúdica y amable, el redentor hechizo; buscaba conocer las rutas, poseer el áureo mapa del tiempo, poder elegir entre la salida sombría del laberinto o el regreso a la luz íntima de alguna de sus perdidas calles... Buscaba ser dueño de su viaje por la vida y el tiempo, manejar el timón de su barco entre las vibrantes ondas de lo posible y lo imposible, que sabía juntas y entremezcladas; dos ríos inmensos y profundos (visibles o secretos) movidos por las fuerzas azarosas de un destino ciego que esperaba ser seducido. Todo eso, le dijeron, estaba escrito en el Libro del Tiempo, y esa había sido la causa de su busca, de su larga aventura.
    La insenescencia del árbol universal e infinito es una bella pero vaga inmortalidad que no atañe a esa única hoja, a esa hora caída, pensó finalmente. Una eternidad impersonal, que no cura el corazón del hombre.
    Pero la ruinosa imagen de la torre muerta persistía ante sus ojos; increíble, pero inmutable, inapelable; y la leyenda escrita en sus apagadas ruinas lo laceraba profundamente... Permaneció mucho rato inmóvil, quizá horas, sin hablar, ante el pétreo cadáver de su más querido sueño; levemente inclinado, como una estatua herida.

    Entonces habló. Le habló al aire oscuro, a la sombría brisa de esa incipiente y extraña noche, sin mirar a nada, y mirándolo todo. Dijo cosas serias, graves, que le salieron de muy adentro. Y mientras hablaba, las lágrimas surcaban su viejo rostro de caminante, ese rostro ya con el dibujo triste de quien encuentra un vacío destino. Dijo que la leyenda grabada en la piedra de esa torre (que era la torre de sus sueños) era una enorme burla cósmica, una risa fría y espectral, tenebrosa, que escupía veneno sobre el alma. Dijo que ese epigrama destilaba una oscura música de lejanía y desprecio; que era una innoble y glacial afrenta, una daga del infierno, un grito ominoso lanzado a la imagen amarga de una ciudadela vacía y desolada; al espejo roto de lo que otrora fue una torre mágica y brillante; a la casi inánime figura de un guardián que ya no tenía nada que guardar; y al corazón de un viajero, él mismo, que había perseguido sus sueños hasta más allá de muchos horizontes, sólo para hallar esta música vacía y extraña, esta inmensa rueda de eternidades y galaxias sin voz propia, sin un fondo reconocible y humano. 
    La noche callaba. Su silencio era atroz. En la ciudadela nada se movía; todas las sombras estaban quietas, como las piedras que las sustentaban. Sólo en el cielo se veía cómo las nubes seguían su curso, sin prestar atención a nada de lo de abajo, indiferentes, frías, oscuras, quizá envueltas en sus propios sueños viajeros de mares, montañas y vientos, pero también calladas. El viajero, evanescente, ya sin palabras ni sueños, ya sin el anhelo de ser amo de su tiempo, sin deseos, sin luz en la mirada, dio la espalda a la falaz Torre y comenzó a marcharse, lentamente, sin saber hacia dónde. Entonces, sólo un momento después de su primer paso, notó que otro movimiento acompañaba al suyo, que alguien más se movía en ese lapídeo mar de quietud y silencio. Pensó en el olvidado guardián, y volvió la cabeza...

    Le costó mucho dar crédito a sus ojos, al ver cómo una nube de brillante polvo envolvía al guardián mientras avanzaba, y éste se iba, poco a poco, transformando... Se deshacía la armadura como arena en el agua; y la que era una imponente y temible figura, a pesar de su cansado caminar, se mutaba en otra; grácil, sinuosa, aunque igual de alta. Según desaparecía el yelmo, pudo ver mechones plateados que emergían de las sombras. Y cuando, por fin, éste se disolvió del todo en el aire, la mirada torva que imaginó al principio resultó ser otra muy distinta...
    Tuvo que asir la rama de un árbol cercano, para no caer de rodillas. Tal era su asombro y la tensa emoción que lo embargaba. La nube de polvo se había disipado, en un último remolino, y la nueva imagen, etérea, nimbada con un suave fulgor, pero definida y real, se mostraba ante sus atónitos ojos. La deslumbrante Erynia, ese ser sin tiempo, con su melena argéntea y el fuego verdoso, esmeraldino, de su mágica mirada, se alzaba frente a él. 
    Le habló; su voz envolvente sonaba como una música lejana, edénica, que venía de otro mundo, pero era diáfana, cristalina. Le habló y dijo:
    
    —Aquí lo tienes, caminante, el Libro es tuyo; úsalo cuanto gustes. En él verás las infinitas ondas del tiempo, las eternas galerías cambiantes, el fluir incesante de las horas, de los días y las noches. Y podrás elegir lo que quieras, podrás quedarte donde desees y marcharte o no después. Eres libre para hacerlo; tienes el poder. Yo te lo concedo. Te he escuchado, caminante; sé de tus largos viajes, de tu lucha y tu busca sin fin; de cómo has perseguido incansable el destello de tus sueños. Ahora tienes la llave: abre las puertas, cruza los puentes de niebla entre lo posible y lo que no lo es. Encuentra el corazón de tus anhelos y abrázalo.  
    »¡Emprende el vuelo, caminante! El múltiple cielo de tus destinos te espera. Todos los brillos que imaginaste, todos los susurros y las azules luces de tus sueños te aguardan... 

    Después de estas palabras, la mágica Erynia desapareció en el interior de su Torre.
    Él se quedó allí, solo una vez más, sin saber qué hacer ni qué pensar ni a dónde ir. Aturdido aún por la mística aparición, desconcertado por el regalo que ya no esperaba. Había encontrado, por fin, la magia que tanto había buscado; su camino había llegado al final o, mejor dicho, al principio. Ahora era cuando empezaba la auténtica aventura. Pero... ¿dónde estaba el Libro del Tiempo?  
    Una leve música que parecía venír desde la lejana plaza le puso sobre aviso... Miró a su alrededor, y vio que todo había cambiado. Las casas tenían sus puertas abiertas; en las ventanas se veían luces; algunas gentes paseaban tranquilas y sonrientes por las calles, caminando o en vistosos y alegres carruajes. La música que ahora escuchaba era de danza...  Por fin, comprendió.  
    La propia Ciudadela era un plano del Libro del Tiempo. Quizá su centro, pensó, la dimensión principal (ya que allí estaba la Torre y la propia Erynia). Y si antes la veía desértica, vacía, polvorienta, era porque así era su propia mirada. Aunque no había sido capaz de reconocerlo, parecía que su cansancio de largos años infructuosos le había ido robando la luz, y había perdido la llave del asombro, la magia de poder ver los tesoros ocultos, que se difuminan tras las sombras. Pero ahora, todo eso había cambiado. Alzó la mirada y vio, por fin, a la Torre con su original color dorado, el de hacía siglos, el de siempre; y vio luces azules y esmeraldas que titilaban en su interior. Le gustó imaginar que, tal vez, dos de estas últimas eran los ojos de Erynia... Las lámparas del sueño estaban encendidas. 
    Después, con una inesperada sonrisa, se volvió hacia el interior de la Ciudadela, hacia la gran plaza. Quizá, tras tantos años envarados, se atreviese de nuevo a bailar...


Antonio Martín Bardán
(15 de septiembre, 2013)




6 comentarios:

  1. Uff!! Que viaje más espectacular!
    Me emocionaste cuando se desepciono, bueno, que te digo para mi, espectacular!!Mucho para refexionar, mil gracias, llegué aqui por blog amigos y con enorme honor con tu permiso me quedo por aqui.
    Saludos cordiales.

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    1. Me alegro de que te guste, Karla.
      Te confieso que también yo, al escribirlo, me emocioné un poco. Llegué a sentir algo de esa sombra de desesperación que invade al viajero. No suelo escribir con un plan previo (sólo con ideas vagas y abiertas), así que me encontré casi sin esperarlo con esa escena.
      Puedes quedarte cuanto quieras, Karla, como si estuvieras en tu casa.

      Saludos.

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  2. ¿Que quieres que te diga Antonio?... A mi me ha gustado mucho la historia de ese caminante que busca infructuosamente , su torre Erynia,año tras año, día tras día,durante todas las horas y minutos de su vida... La decepción estaba servida, nada de lo humanamente soñado en su caminar se encontraba allí , la ciudadela no tenía el brillo que desde lejos en distancia y tiempo prometía, la torre destruida sin rastro de su brillo prometido.
    Él iba a ser el conquistador , él había alcanzado el máximo que en una vida pueda conseguirse, él , él , él... Revestido de soberbia no puede admitir que su meta resulte una ruina, la injusticia le abate Y le sume en la nada, solo entonces cuando el ansia , el sueño de una meta a conseguir, depurados los deseos y admitida la pérdida de todo ello con una mirada limpia de ropajes puede ver por fin la realidad...
    Como decía mi madre: "No te digo que te vistas, ¡pero ahí tienes la ropa!"
    Caminemos Antonio, y disfrutemos de todo lo que nos depara el trayecto...dejémonos de torres Erynias como meta, solo el sonido de los pasos , uno tras otro es el seguro de contar con una música de fondo, celestial a veces, otras...

    Besitos volados mil.

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    1. Si te ha gustado, entonces está bien, Brujita.
      Sin embargo, no veo yo al viajero con ese carácter soberbio... Se trata simplemente de un buscador que persigue un sueño, y cuando descubre la ruina donde esperaba el tesoro se queja, sí, amargamente, pero en seguida lo acepta; con lógica tristeza, pero lo admite y lo acepta. El problema de este personaje no estriba en su egoísmo, sino en su miopía (o directamente ceguera), fruto de su cansancio, de su fatiga de muchos años, que era lo que le impedía ver la realidad. Por eso, cuando llega allí no ve lo que verdaderamente existe, sino sólo el reflejo del peso que se le había ido acumulando con el tiempo.
      Y no es por perder sus deseos por lo que recupera la mirada; no hay liberación en ese vaciamiento. Si consigue ver lo que ansiaba es sólo porque la magia entra en juego y le restablece la visión.
      Meterse en los entresijos del cuento (quizá de cualquier cuento) daría lugar a varios e interesantes comentarios, porque sin duda hay matices ocultos que, casi seguro, se prestan a distintas interpretaciones. Fíjate, por ejemplo, en el detalle de que al principio, cuando divisa la ciudadela a lo lejos la ve ornada de colores brillantes, pero al acercarse la encuentra no sólo vacía sino apagada y gris ("la gran plaza, con sus fuentes sin agua y sus apagados jardines..."). De manera que algo ha ocurrido en ese intervalo...
      En fin, ten en cuenta que mi modo de escribir es muy informal. Aparte de no elaborar un bosquejo previo y escribir un poco (o bastante) a la intemperie, ni siquiera tengo una idea general y concreta de la historia. Comienzo con algunas figuras e imágenes, con sentimientos, vagas sensaciones ambientales, ciertos tonos..., y luego dejo que eso se mueva libremente y me dejo llevar. Se podría decir que dejo hablar al inconsciente. No es una forma ortodoxa de escribir una historia, en absoluto, pero es como me gusta hacerlo.

      Y, por lo demás, estoy de acuerdo contigo en que lo que hay que hacer es caminar y disfrutar de las cosas que nos ofrece la vida. Por supuesto. Escribir cuentos fantásticos responde sólo a esa necesidad de ensoñar que muchos tenemos, y que de alguna forma aliviamos haciéndolo. Aunque siempre en esos cuentos se dejan traslucir muchas cuestiones que tienen que ver con la propia vida. Lo que busca, en definitiva, el viajero de este relato no es la fabulosa Torre de Erynia, sino cierto psíquico mapa del tesoro que espera encontrar en el libro mágico que ella guarda. Y lo bueno es que lo consigue. Quizá no en la forma en que había imaginado, pero lo consigue. Me encantan los finales felices. No es una fiel transposición de la vida real, pero mucho dice de ella.

      Mil gracias por tu atenta lectura y tu sabroso comentario, Brujita.

      Un abrazo.

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  3. Tus relatos, y perdón por el análisis, acostumbran a ir sobrados de simbología personal. Quizás, porque los que escribimos, utilizamos las palabras como una especie de conjuro de nuestros sueños o pesadillas... :) Una especie de "alquimia semiótica", que poco o mucho... siempre nos libera, al menos un poco... de esa parte inconsciente en la que siempre estamos y estaremos atrapados.

    Como sea, me parece delicioso desde la primera a la última línea. me gusta también tu forma de 'no' concluirlo. Hace unas entradas, contestando a alguien que no recuerdo, decías que a ti te gustaban los -finales felices- y yo digo que me gustan mucho más los 'no finales' o los finales abiertos, como en este y muchos otros de tus cuentos.

    Y traigo aquí a colación, porque me parece que hace al caso, un breve diálogo de una maravillosa novela (La niña del Faro) de Jeanette Winterson. Dice así:
    -Cuéntame un cuento, Pew
    -Qué clase de cuento, pequeña?
    -Uno con final feliz
    -En el mundo, eso, no existe
    -¿Un final feliz?
    -No, un final...

    En cuanto a ese nombre, Erynia, procede evidentemente, de Eyre o lo que es lo mismo Irlanda. Erynia sería como la parte femenina de Eyre, el yin... el yan... la completitud y esas cosas, ya sabes. Y casualidad o causalidad, me recuerda de forma evidente al de la protagonista de mi cuento Érin. :)

    Un abrazo grande, y gracias por compartirlo con todos nosotros Antuán.


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    1. Es evidente, Crystal: en mis relatos siempre hay símbolos que remiten a lo personal. No sé si sobradamente, pero es así. Aunque se ponga cuidado en ello, es inevitable. El inconsciente siempre anda al acecho... (qué malo es este inconsciente, jeje). Seguramente que a todos nos ocurre más o menos lo mismo.
      Estoy de acuerdo en lo de la alquimia, y en su efecto liberador; pero en un sentido que no sé si es el que tú le das... Siento la escritura como si fuera un conjuro, sí, pero lo uso no para liberarme del inconsciente sino para empaparme más de él. Recuerda que soy un soñador acérrimo y confeso...
      Me alegra saber que te gusta el cuento. Aunque casi nunca quedo satisfecho del resultado, la verdad es que me agradó escribirlo. Lo de los "finales felices" se lo digo aquí mismo a Brujita, en mi anterior respuesta a su comentario, pero seguro que lo he dicho otras veces. Es cierto: me encantan los finales felices. Y a los "no finales", o "finales abiertos" (como dices), se les puede considerar también como felices, porque dejan la puerta abierta a múltiples caminos y cabe esa opción. En este cuento debía haber un final así, porque el viajero comienza una nueva etapa de su vida.
      No sé bien qué quiere decir Winterson en su diálogo... Pero me gusta, porque lo veo en el sentido de que la vida no está hecha, en realidad, de finales, sino de cambios.

      Supongo que la relación entre el nombre de Erynia y el de Érin (la interesante protagonista de tu saga irlandesa) es evidente. Pero no caí en ello. Es un nombre que me vino a la mente mucho antes de escribir el cuento. De hecho, los libros que el editor recibe de su amigo como regalo son de Irlanda... Pero no recordé que el nombre original es "Eyre". Como puedes ver, en esto como en todo, el inconsciente es más sabio que la tenue conciencia.

      Por supuesto, es un placer compartir estos cuentos fantásticos, que de otra manera se quedarían olvidados en un triste cajón.
      Un fuerte abrazo, hada amiga.

      Antuán de Lakeness
      (escocés adoptivo)

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