Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 25 de agosto de 2014

El regreso de Emma




    Hace ahora un año, el 23 de agosto de 2013, publiqué en este cuaderno una especie de breve semblanza sobre Emma, la íntima amiga de Alberto Linde. Encantadora, sensible, inteligente y noble dama a la que también me referí en otro escrito, del 25 de mayo de este año, que titulé «Aquel abrazo», llamándola entonces Marina (por fantasear un poco con los nombres). No tengo el gusto de conocerla personalmente: todo lo que sé de ella procede de referencias de mi amigo; pero con ello ya me hago una idea bastante aproximada... Y resulta que esta dama Emma (o Marina) regresó hace poco de visita —según me ha contado Alberto—, después de un largo tiempo de ausencia, y me sabe bien relatar este nuevo encuentro. Pero he considerado oportuno incluir en primer lugar aquel texto de hace un año, como presentación, para situar a los personajes (reales personajes, de alma, carne y hueso) en su adecuada dimensión:


Emma

    
    Pasaba por delante de aquel viejo espejo del zaguán, envuelto por la penumbra, y la tenue luz de luna que entraba por la ventana le hizo pararse unos instantes. Se miró, se inquirió en silencio, medio en broma, y sonrió... No, él no estaba enamorado. Aquello que sintió, aquella especie de dulce niebla que lo rodeó durante un tiempo era ya un pálido reflejo en su memoria, como el vago recuerdo de un sueño. A Emma la seguía queriendo, era cierto, pero sin niebla, sin suspiros, sin anhelos, sin la embriaguez de esa música sedienta e insaciable.
    La tan nombrada tiranía del tiempo no había sido capaz, sin embargo, de obliterar el destello de tantos buenos momentos, de tantas sonrisas seguidas de besos, de tantas miradas encendidas, de tantos y tantos gestos amables, cariñosos, que hilaban trajes de lana y seda sobre el frío cuerpo desnudo de la noche. No, todo aquello permanecía incólume, vivo y brillante, como un tesoro celosamente guardado tras una poderosa llave de plata. El frágil puente aquél, que cruzaba el mar de bruma, seguía en su sitio, enlazando ambas orillas. Nada se había roto. Se diría que el material de que estaba hecho era cierto.
    Lo que se había ido era otra cosa: la dulce niebla encantada, encerrada en sí misma, el amargo silencio de la ausencia, el deseo de fluctuar las cosas... Esa luz irisada que con demasiada facilidad se tornaba en sombra, esa voz trémula, ese triste deseo de abrazar lo imposible, de querer torcer el viento... La vida, clara, definitoria, sabia y contundente, había puesto las cosas en su sitio. Decisiva, como siempre, había orientado los vacíos y puesto orden en el caos de las nubes dispersas, erráticas, sin rumbo. Todo lo demás había huido.   
    Sí, a Emma la seguía queriendo. Era una luz lejana, un fulgor en el horizonte, sobre la última montaña; medio oculta, secreta, pero amiga. Y se sentía feliz cuando pensaba en ella y la imaginaba sonriendo, contenta en su mundo de calles brillantes y músicas nocturnas, románticas o salvajes, azules o ardientes; en su mundo de libros y árboles, de silencios y sueños. Creía conocerla bien, haber discernido notables aristas de su fondo, y amaba lo que en ella había encontrado: esa voz nueva, comprometida, lúcida, responsable, pero asimismo soñadora, amable, rabiosa y libre. Rebelde estrella, valiente y sola; confidente de la noche en el cielo intenso, infinito, del desierto. 
    Dejó atrás el espejo y continuó su camino hacia el sereno jardín numular. Todo lo encendía la luna con su blanca linterna. La noche, pues, era del color de la nieve; parecía el mágico escenario de un antiguo sueño... Pero estaba despierto, y su corazón en calma. Se sentó sobre el viejo tronco de roble caído y se dispuso a fumar un último cigarro, antes de irse por fin a dormir. Mañana, posiblemente, llamaría a Emma. Hacía más de un mes que no tenía noticias suyas y quería saludarla, y contarle alguno de sus últimos sueños.


(23 de agosto, 2013)


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


El regreso de Emma


    Quizá nunca sabremos de dónde venimos, quiénes somos ni a dónde vamos, pero el níveo avión, ajeno a esta incertidumbre, hacía como que volaba... De una forma imperfecta, rígida, sin batir de alas, pero que funcionaba adecuadamente, deslizándose en el aire, aprovechando impulsos y corrientes. Haciendo que el pasaje y la tripulación, los reactores, el fuselaje y demás dispositivos, todo el complejo conjunto, se mantuviera en movimiento con cierta seguridad sobre las nubes hacia su señalado destino. Tal vez una antigua fórmula de Leonardo transformada en materia, un proyecto, una idea, un deseo o un sueño hecho realidad. Y en ese sueño volante viajaba Emma, la amiga de antaño, la amiga lejana que volvía para visitar, desde la remota orilla del mar del oeste, a su viejo amigo de las montañas.
    Sintió una rara emoción durante la espera en el aeropuerto. Iba a volver a ver a la amiga, a su única amiga, después de mucho tiempo. La vida se compone de encuentros y distancias, y transcurre entre la tensión de unos y otras, pensó Alberto en esos momentos. Y cuando se acumulan y se agrandan las distancias uno no sabe bien algunas veces si está preparado para el próximo encuentro. 
    Pero por fin volvió a ver a Emma, después de muchos meses, en una de esas largas y aburridas salas de aeropuerto. La encontró más delgada y, lógicamente, algo más mayor. El tiempo no pasa en balde y siempre se cobra su tributo. Pero en su mirada lucía el mismo brillo de entonces... Fue encantador volverla a ver, volver a hablar con ella cara a cara, y no por teléfono. Después de un tímido pero sincero abrazo de saludo, en seguida se pusieron a hablar de historias y de sueños, como en otro tiempo, como si se hubieran visto hace tan sólo unas pocas semanas. Y luego, ya inmersos en la ciudad, pasearon juntos sobre la pista infinita del atardecer, como antes.
    —Somos novios, ¿no? —decía él, en aquel otro tiempo lejano, mientras la abrazaba suavemente por detrás. 
    —Mmmm, «novios», qué fuerte suena eso...
    Volvieron esta vez a caminar cogidos de la mano, pero ahora no ya como novios, ni como amantes ni nada parecido, sino sólo como amigos del alma, como dos viajeros que se encontraban de nuevo en otra vuelta del destino. Las calles espejeaban por la reciente lluvia. Se presentía la cercana venida del otoño. El aire era fresco y limpio, con una música algo etérea y levemente somnolienta, compuesta de nubes huidizas y buenos recuerdos, de hojas húmedas y vagos susurros de otras tardes pasadas. Pero sin sombras, sin nada que rompiese la melodía, sin un mal paso, sin un tropiezo, sin ninguna esquina del pensamiento. Y las luces doradas del atardecer se iban retirando, cediendo ante las otras azules, del incipiente crepúsculo...

    (No pueden mis torpes palabras describir el hechizo de aquella hora. Soy un narrador muy imperfecto, y no se me dan nada bien los ambientes que quieren parecer como románticos o exaltantes. Pido disculpas por la digresión, pero debía decirlo. Lo que quiero es ser fiel al relato que me hizo el amigo, y debo asimismo apuntar que ni él ni su amiga Emma estaban «embrujados» por el paisaje, ni por el aire, ni por la música ni por nada... Ya habían pasado por todo eso, y puede decirse que estaban «curados». Lo suyo era otro tipo de encuentro. Un paseo serio y chispeante por el colorido y brillante espectáculo de un mundo que esa tarde parecía ser especialmente amable.)
  
    —¿Qué tal estás? —preguntó Alberto, en un torpe momento de poca lucidez (también él comete torpezas a veces). Quizá intentando romper un hielo inexistente.
    —Bien, como siempre, ya sabes que soy incombustible, ¿y tú?
    —Bueno, aquí andamos...
    —¿Has conseguido lo que querías?
    —En parte sí. Pero no, aún no, sigo esperando...
    —¿Esperando...? ¿Esperando el qué?
    —Sigo a la espera de que la vida y yo confluyamos en el camino. Ya sabes, los sueños y todo eso.
    —Pues así no llegarás nunca a ningún sitio.
    —Lo sé, pero no del todo. Quiero decir que te entiendo, pero, recuerda, tengo otras ideas, intento mirarlo de otra manera... 
    —O sea, que sigues sin estar lo bastante convencido de nada, y menos aún de ti mismo... En fin, parece que nunca cambiarás. Pero me alegro mucho de volver a verte.
    —Lo mismo digo, amiga —contestó él, medio sonriendo y mirando un poco hacia otro lado; aún le costaba asumir que el encuentro era real. 
    Y después de una breve pausa, en que se cruzaron las miradas, como indagando en silencio en el interior del otro, le preguntó Emma:    
    —¿No me vas a dar un beso?
    —Ya no me quedan besos, amiga, pero quizá para ti tenga uno de reserva. Espera, que voy a buscar...
    —¡Ja, ja, ja, ja! ¡Tonto! 
    Hubo un beso, pero amistoso, sin ninguna pasión, un beso de afecto y cariño. Y siguieron conversando. La noche se acercaba, segura de sí misma, con la convicción de que pronto sería, como siempre en su momento, la dueña del mundo, poniendo una por una las sombras en su sitio y quizá, si era noche de lujo, sacando a pasear a las estrellas y la luna. Emma estaba radiante, con esa luz de alegría que la caracterizaba, hablando con seriedad pero siempre dispuesta a la sonrisa y a ver las cosas de la vida y del mundo positivamente. Alberto la miraba y comprendía por qué había estado enamorado de ella hace tiempo. Pero el amor es una magia azarosa y libre, orgullosa y esquiva, que no suele volver a pasar por el mismo camino. Esto lo sabía, y estaba bien que así fuera.
    —¿Te parece que vayamos a cenar? —preguntó él, después de mirar el reloj.
    —¡Sí, claro! —respondió ella, con su sonrisa de siempre.
    Y durante la cena siguieron conversando, de cosas personales, de libros, de músicas, de mil historias y mil pensamientos. Por debajo de la mesa juntaban de vez en cuando sus pies y, entre bocado y bocado, entre sorbo y sorbo, se miraban con complicidad. No porque el deseo entrara en escena, sino porque sus cuerpos ya se conocían de mucho antes y se encontraban a gusto cerca. 
    —Sabes que luego dormiremos juntos y abrazados, ¿verdad? —dijo ella.
    —Ah, pensé que dormirías en el hotel.
    —¡Tú estás «pa'llá»! ¿Crees que he viajado casi mil kilómetros para dormir sola en un hotel? ¡Quiero dormir contigo, lobo!
    —Vale, pero... ¿roncarás?
    —¡Ja, ja, ja, ja! ¡Claaaroooo!
    —Bueno, pues entonces está bien. Recuerdo que me gustaba esa «música» tuya tan... personal. Je, je. Aunque alguna vez...
    —¿Alguna vez, qué?
    —Que alguna vez me asustaste con lo que parecía más bien... ¡como un rugido!
    —¡Ja, ja, ja! Lo dicho: ¡eres tonto! ¡Ja, ja, ja, ja! Pero me gusta tu humor; es sano, inocente, sin ninguna malicia. Sólo busca la sonrisa. Y me gusta también que tengas tan buena memoria.
    —¿Por qué? —preguntó Alberto, haciéndose otra vez un poco el tonto.
    —No sé. Quizá porque me hace sentir algo... ¿adulada?
    —¡Ja, ja, ja! Ahora me rio yo. Entre nosotros no son necesarias las adulaciones, amiga.
    —Ya, ¡ja, ja, ja! Tienes razón, amigo. 
    Después de la cena y de las risas, volvieron a pasear y (esto era gratamente inevitable) continuaron conversando. Había un claro fluir en su diálogo, como si fueran amigos muy antiguos y cercanos, casi de la infancia, o tal vez de más allá... Mientras, la noche, que al final fue de lujo, dejó ver su cielo de estrellas y una luna creciente que matizaba las sombras con una suavidad acariciante, lo que otorgaba al paseo un cariz que invitaba a lo lúdico, al ensueño, a lo interminable.
    En esos momentos, Alberto, como fiel enamorado de los sueños, se puso un poco romántico, evocando la otra época, quizá por efecto del vino o de la luna, y se atrevió a decir:
    —Ahora sí que me gustaría darte un beso de verdad, amiga Emma.
    —Todos tus besos han sido siempre de verdad, querido amigo —contestó ella con seriedad—. Lo sabes, y sabes que lo sé. Al igual que también sabes que tras los besos no hay nada más, porque cada historia sigue su rumbo invariable...
    —De acuerdo, amiga, un beso sólo es un beso. Un pequeño destello de luz en la oscuridad. Pero..., si no va a romper ni a cambiar ni a crear nada, ¿qué mal puede haber en un simple beso? 
    Emma le miró entonces con ojos encendidos, sonrió de un modo especial y entreabrió sus finos labios. Y allí se quedaron, unidos bajo la tenue luz de la luna y las estrellas, como colgados del infinito; durante un tiempo que aunque fuera sólo de unos segundos a él le pareció uno de sus fabulosos viajes al país del sueño... 
   
    Lo que ocurrió después no me lo quiso contar el amigo Alberto, que suele ser muy reservado para algunas de sus cosas. Lo cual comprendo perfectamente. Pero es fácil de imaginar. Nada malo, en absoluto, y tampoco nada regular. Entre estos dos sólo podían ocurrir cosas buenas y, a veces, también singulares. Únicamente me dijo que Emma estuvo con él unos pocos días más, entre risas y paseos, interesantes diálogos y algunos besos y abrazos amistosos, y que luego se volvió a su lejano mundo. Quedaron, eso sí, en seguir en contacto y verse algún otro día, en algún otro tiempo. Aunque nunca se sabe qué vueltas puede dar el destino o el azar... Lo que sí me comunicó Alberto, respecto a aquella primera noche, como un leve pero interesante apunte, es que ambos, mágica e inexplicablemente, lograron embarcarse y viajar juntos en un mismo sueño... Porque la dama Emma, hay que decirlo, es también una experta soñadora. 
    El relato de este encuentro, después de revisar mis notas, me pareció muy insuficiente. Nada importante que contar. Aparte de su indudable valor personal, que respeto y aprecio, tenía poco interés general. ¿Para qué entonces escribirlo y además publicarlo? ¿A quién podría interesarle? Así que le insistí a Alberto varias veces para que me contara algo más. Y al cabo de unos días mi insistencia dio su fruto. Me llamó y me narró, por fin, algunos detalles importantes de aquel extraño sueño compartido...


El sueño


    Viajaron juntos hacia una pequeña iglesia de la remota y medio helada Islandia, siguiendo las indicaciones de un raro y gnóstico mapa que habían encontrado en algún sitio oscuro e incierto. Astralmente, o como fuera, con las alas del sueño, fueron hasta ese lejano lugar. Cuando llegaron vieron que ésta parecía estar como medio hundida en el terreno, en medio de un prado ondulante, entre verdes colinas, bañado por una espectral luz lunar. Al menos esa impresión les dio. Quizá porque se trataba de la parte trasera, que daba a lo que semejaba vagamente un jardín salvaje que estaba a mayor altura. O tal vez era, como he señalado antes, un prado sin cultivar, más elevado en esa parte. ¿O sería, simplemente, que confundieron puertas con ventanas...? No tenía esa casa de culto una apariencia vieja, sino más bien casi nueva, de no muchos años, y las cruces del cementerio aledaño estaban todas en perfecto estado. Pero alli pensaban encontrar —desconozco la razón— un antiguo y místico libro...
    Creían que la iglesia estaba abandonada, o al menos sola y vacía en esas horas nocturnas. Pero en medio de esa onírica y clara noche de luna llena se les apareció, inesperadamente, un extraño ser, con una apariencia imponente y misteriosa, como demoníaca; una figura alta de ojos llameantes envuelta en una capa oscura que se les enfrentó nada más cruzar el umbral... Hubo un lógico momento de miedo, de sensación de peligro, y estuvieron a punto de huir. Pero resistieron y, valientemente, expusieron su motivo ante ese ente, fuera quien fuese; y le dijeron cuál era su búsqueda y el sentido de la misma. Y entonces el extraño ser, de temible apariencia, abrió su capa y se quitó su máscara dejando ver un rostro que, aunque sobrio y adusto, inspiraba como una amable hospitalidad, y les condujo con paso despacioso, sin decir palabra alguna, al lugar donde se encontraba el libro, en el fondo más umbrío de la iglesia, dentro de un cofre cubierto con un paño de seda, sobre un pequeño altar lateral.
    Ella fue quien lo abrió, mientras él la observaba con mucha atención. El misterioso ser, en tanto, había desaparecido de la escena. O se había ido o estaba oculto en las sombras, entre las columnas. Emma miró y miró, pasando las hojas lentamente, buscando algo en concreto... Y al final se quedó absorta ante una de las páginas, sonriendo enigmáticamente, con un fulgor en la mirada.
    —¿Qué? ¿Lo has encontrado? —preguntó Alberto con expectación.
    —¡Sí! ¡Sí, amigo mío! ¡Aquí está la antigua fórmula! —exclamó ella con evidente alegría.
    Alberto lanzó entonces un grito de júbilo, abrazó a su amiga con fuerza y... 
          
    El sueño se evaporó en una niebla difusa... Todos conocemos, más o menos, la naturaleza de los sueños y la imprecisión que adquiere su recuerdo después de despertar, a pesar de la intensidad con que hayan sido vividos. Muchas veces quedan sólo trazos inconexos, cuyo sentido escapa a nuestra consciencia. Suele ser habitual que los sueños terminen en su punto álgido, de máxima tensión, sea ésta positiva o negativa. Lo cual no quiere decir que ahí acabe el sueño, sino que a partir de ahí ya no somos capaces de recordarlo con claridad. Como asimismo, quizá por ese motivo, es habitual tener la sensación de que algo importante de ese sueño se nos ha escapado, algo que tiene mucho que ver con el propio sentido del sueño, con su esencia y con el valor personal que tiene para nuestra psique. Y es por ello por lo que volvemos a cerrar los ojos y nos quedamos a veces un buen rato dando vueltas en la cama, intentando regresar a esa otra «dimensión» para encontrar ese final del sueño que se ha perdido, y que nos lo mostraría como la clara y legible página de un libro abierto, con buena luz, ante nuestros ojos despiertos. 
    Lo único que pudo añadir el amigo Alberto a este relato de su sueño (del sueño de los dos), después de concentrarse en su nebulosa memoria, es que le parece recordar, tras la exclamación de su amiga Emma, que ambos mencionaron algo referente a no sé qué extraña «magia del puente»... Expresión cuyo sentido Alberto, a pesar de su experiencia onírica, no acierta a comprender. Y, según me cuenta, Emma tampoco.    

    Pero, en fin, todo esto, evidentemente, fue sólo un sueño. Y su sentido y valor atañe únicamente a sus soñadores. Que, por cierto, se asombraron no poco al comprobar, una vez despiertos, que habían vivido el mismo sueño. Pero no creo que quepa ninguna otra valoración, más allá del ámbito personal (aunque sobre esto no soy un experto). Si lo he narrado, como apuntaba antes, ha sido por enriquecer con algo diferente el relato del encuentro entre Emma y Alberto. Y porque son precisamente los sueños de mi amigo lo que más me interesa de él, aparte de otras cuestiones relativas a la amistad que aquí no vienen al caso.


La reflexión


    Lo que sí he de reconocer que me parece fascinante es que lo vivieran (o lo soñaran) juntos... Esa extraña confluencia la estimo de lo más interesante, sin atreverme por ello a tasar la importancia que pueda o no tener en el nivel psicológico, o en cualquier otro. Ya he dicho que no soy entendido en esto. Pero despierta, lo vuelvo a decir, mi interés y curiosidad. Porque aunque no sea un experto viajero, un avezado soñador como Alberto, que tiene una impresionante facilidad para introducirse en remotas regiones del país del sueño (a veces, aun estando despierto), se trata de un mundo que siempre me ha llamado mucho la atención. Un mundo que me hace pensar, dejando volar un poco (o un mucho) la fantasía, en si no será tal y como suele afirmar mi amigo: que no es un simple juego, más o menos complejo, intencional o caprichoso, lógico y serio o enloquecido y absurdo de nuestra mente; una arbitraria filigrana de la imaginación o un entramado natural y deliberado que corresponde a ciertas necesidades psíquicas o neuronales, como se prefiera. Sino que se trata de un mundo real, de otra dimensión, cercana y al mismo tiempo extrañamente lejana, de la existencia. Quizá, en algunas raras ocasiones, lo sea...

    Se me ocurrió, después de escribir lo anterior, acudir a una fuente segura y buscar una definición del sueño en el libro de las memorias interiores de Jung. Y me encontré con las siguientes palabras del maestro: «El sueño es la pequeña puerta oculta en lo más interior y en lo más íntimo del alma, que se abre a aquella primitiva noche cósmica...» No parece, pues, coincidir Jung con la fantástica afirmación de mi amigo Alberto, que atribuye al sueño (a algunos sueños) una dimensión de realidad física; en otra línea, ámbito o plano espacio-temporal, pero tan auténtica como ésta en la que vivimos normalmente. ¿O tal vez sí? Jung hablaba desde su condición de erudito psíquico, y se refería a la arcaica y edénica indiferenciación del alma, cuando el ego no había hecho aún su aparición y, por lo tanto, no existía el aislamiento y la distancia. Esa barrera de extrañeza que ahora nos separa del universo y que diferencia entre «mundo» y «persona», entre «yo» y «no-yo», fragmentando así la totalidad. Pero... ¿no es una expresión sumamente sugestiva, hermosa y abierta la de «primitiva noche cósmica»...?
    Quizá influido por Linde, el amigo soñador, se me dispara esta noche la imaginación y me siento inclinado a creer que puede que, efectivamente, ciertos sueños no sean sólo sueños..., sino viajes reales a esa otra dimensión. Con lo cual el mundo onírico no se reduciría solamente a una complicada e intensa elaboración mental, sino que incluiría otras especiales perspectivas... Ya sé que todo esto suena a ciencia-ficción, o a oscuro misticismo, pero habría que preguntar a alguno de esos modernos físicos cuánticos su opinión al respecto. Si creen que es posible o no esta singularidad... Quizá nos encontraríamos con interesantes, inesperadas y asombrosas respuestas.
    Sólo sé que no sé nada, como decía Sócrates. Lo confieso humildemente, sin que mi humildad sea el disfraz de ningún solapado orgullo. Pero también sé que antiguas filosofías orientales apuntan en ese sentido, y en absoluto creo que sean gratuitas. No me estoy refiriendo únicamente a la conocida leyenda de Chuang Tse y la mariposa... Hay otras muchas antiguas expresiones filosóficas o metafísicas, en Oriente y Occidente, que quieren hacernos ver la unidad e interrelación que subyace en esa falsa dicotomía entre «realidad» e «irrealidad». Y que nos vienen a decir que lo normalmente denominado como «real» es sólo una forma de ver las cosas, una «interpretación» particular que la conciencia hace de los hechos. Es el velo de «Maya», de los hindúes, tras el cual existe la auténtica realidad, que es muchísimo más amplia y profunda que la habitualmente aceptada por la conciencia. Detrás de ésta última, oculta tras el engaño o la deformación, está la trama inexplicable, inaprensible, del misterio. Detrás está... lo infinito. Algo que a nuestra estrecha razón le resulta imposible abarcar.
    Parece que hablo de fantasías, de «viajes astrales», de «sueños lúcidos» que son reales, de extraños desdoblamientos a través de incomprensibles viajes de la conciencia, sobre el vasto océano de lo inconsciente... Es decir, de movimientos del punto de encaje de la percepción, como los definía Castaneda, con los que no sólo se traslada la conciencia sino también, de alguna manera, el cuerpo, o parte de él. De movimientos, en definitiva, de la energía vital, que incluye espíritu y materia. Y así es, efectivamente, de eso estoy hablando, y cada vez más convencido de su autenticidad. En esta noche loca...

    Pero no tan loca... Es un tema que se ha debatido hasta la saciedad, en muy diversos foros, y sobre el que muy raras veces se han puesto de acuerdo científicos y «misticistas», racionales e «irracionales», o materialistas pragmáticos y espiritualistas intuitivos... Y no seré yo, con mi torpe y lega exposición, quien ponga fin al tema, por supuesto. Sin embargo, por uno de esos asombrosos encuentros sincrónicos, acabo de hallar, al abrir al azar un libro que tenía cerca, un texto de Paul Ducasse que da justo en el clavo de esta cuestión. Forma parte de una conferencia que dio en la Universidad de Berkeley, disertando sobre el sustancioso tema de la supervivencia después de la muerte, y voy a poner aquí el párrafo completo, por ser muy significativo:

    «Es preciso revisar radicalmente nuestras ideas de lo que es y no es posible en la naturaleza. Es útil pararse a preguntar por qué tantas personas enfocan la cuestión de la supervivencia después de la muerte con un juicio de valor metafísico gratuito: el que ser real es ser material, que lo real es lo material. Este supuesto inicial es gratuito y científicamente indemostrable. Lo material se define, desde luego, como los procesos o partes del mundo perceptualmente público, es decir, de lo que todos percibimos por medio de los llamados cinco sentidos. Ahora bien, la hipótesis de que ser real es ser material es un supuesto útil y apropiado si el propósito es investigar el mundo material y operar sobre él; y este propósito es frecuente y muy respetable. Pero la validez de este supuesto es estrictamente relativa a ese propósito particular. Y entonces continuamos haciendo ese supuesto, que continúa gobernando nuestro juicio, incluso en el caso de que nuestro propósito sea otro, para el cual el supuesto no es útil, ni siquiera coherente. Este punto es muy importante y se debe resaltar. Su esencia es que la concepción de la naturaleza de la realidad que propone definir lo real como lo material, no es la expresión de un hecho observable, en el que todo el mundo debe estar de acuerdo, sino la expresión solamente de una cierta dirección de interés por parte de las personas que así definen la realidad; un interés que han elegido centrar totalmente en el mundo material o públicamente perceptible. Este interés especializado es, desde luego, tan legítimo como cualquier otro, pero ignora automáticamente todos los hechos, llamados comúnmente mentales, que sólo son revelados por la introspección. Por tanto, se puede decir que no hay paradoja en la suposición de que algunas formas de consciencia existan independientemente de su conexión con cuerpos humanos y animales; y que, por lo mismo, la supervivencia después de la muerte es teóricamente posible.»       


Conclusión


    No pensé ni por asomo, ni siquiera en sueños, que este escrito sobre El regreso de Emma iba a tomar estas dimensiones tan dilatadas... Pero una cosa ha empujado a la otra, en una larga cadena cuyos eslabones me han llevado de la mano con una atracción irresistible, durante una noche que, ciertamente, ha sido «loca», gozosamente loca... Hay, sin duda, temas que fascinan y estos son —al menos para mí— tres de ellos. A saber, la amistad a través del espejo del tiempo, la naturaleza intrínseca de los sueños y los dudosos conceptos de realidad e irrealidad. 
    Nada que añadir, por supuesto, a las sabias palabras de Ducasse (al que acabo de conocer con ese texto de su conferencia en Berkeley, en un libro de Luis Racionero que había leído sólo a medias y hace ya mucho tiempo, Oriente y Occidente, y de quien no tengo ninguna otra información). Y en cuanto a todo lo demás, creo que ha quedado claramente expresada mi postura. Cada uno es como es, y ve las cosas con su propia mirada. Ésta puede modificarse algo con el tiempo, flaquear o fortalecerse y enriquecerse con nuevos conocimientos y experiencias. Pero, esencialmente, uno sigue siempre fiel a una inclinación innata, que es como un sello connatural a su ser individual. No sé si procedente de la herencia genética familiar (de lo que me permito dudar), o de algún otro estrato más profundo del inconsciente universal.
    No soy, como el amigo Alberto Linde, ningún experto soñador. Pero desde muy joven he intuido que en los sueños hay mucho más de lo que quieren hacernos creer los racionalistas convencionales. Así como creo que hay amistades especiales, que no se doblegan ante el peso del tiempo; quizá por existir una curiosa empatía, dimanante de no sé qué raíces o lejanías... Y la singular relación que se vislumbra entre Emma y Alberto me parece pertenecer a esa índole, al menos en algún valioso aspecto. Por lo que me alegro, sinceramente, de que se produjera ese reencuentro, y de que tuviesen la rara experiencia de compartir un mismo sueño.
    Y aquí termina esta larga complementación, que ha venido, inopinadamente, a engrosar lo que en principio sólo iba a ser la breve narración del regreso de la amiga de un amigo. Cuando lea todas estas parrafadas el amigo Alberto, me va a decir que estoy algo loco... Pero no me importa, porque algunas lúcidas gotas del claro y sobrio licor de las estrellas me ha parecido beber esta noche, aunque sea muy desde lejos y muy debilmente, tomándolas sólo desde un pálido reflejo traído por la brisa. Y algo también de su cósmica música ha parecido entrar por la abierta ventana. Como el sutil y enérgico vuelo de un dragón...
    Quizá digo ahora esto, porque una noche en vela acelera y enfatiza los procesos de la mente... Pero así lo siento.      


Antonio H. Martín 
(25 de agosto, 2014)




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imagen 1: Blue Lights - Leonid Afremov
imagen 2: Church in Iceland - de B.I.G. (modificada)

4 comentarios:

  1. Interesantes reflexiones.
    Durante muchos años, todos críticos, los sueños tomaron el timón de mi humilde vida.
    En cuanto a la dicotomía sexual solo la percibo como proyección y cultura.
    Ahora corren tiempos de descanso para la que creyó ser.

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    1. Gracias, MJ.
      Entiendo bien eso de que los sueños tomen el timón en tiempos críticos. Créeme, lo entiendo muy bien. En esas circunstancias es el inconsciente quien mejor puede guiarnos.
      No recuerdo, sin embargo, haber hablado de "dicotomía sexual"... Sino de la falsa dicotomía que solemos tener fijada mentalmente en referencia a los conceptos de realidad e irrealidad. Asunto éste que Paul Ducasse explica en su conferencia con bastante claridad.
      Aunque quizá estás con ello haciendo alusión a la relación entre los protagonistas del reencuentro, Emma y Alberto, en la que parece haber en algún momento del relato un sutil "vaivén" entre deseo y no deseo... No sé, pero sin duda me quedo con lo de proyección y cultura.

      En cualquier caso, gracias de nuevo por leer y comentar. Un saludo.

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  2. El mundo... incluso el Universo en si mismo, es siempre una interpretación, incluyendo en ello a la Ciencia.

    Por eso, una historia, por breve o dilatada que sea, tiene la importancia que sus protagonistas quieran darle.

    Curiosa entrada, que de algo tan personal como un 'reencuentro', te lleva a la ontología pura.

    ¿Escritura automática? :))

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    1. Hola, Crystal.

      Tus palabras son nítidas como el más transparente cristal (valga la redundancia, jeje).
      Aparte de bromas, estimo que es así, que todo es en el fondo una interpretación de todo. Tanto en el nivel científico o filosófico como en el del pensamiento personal y cotidiano.
      Por eso, como dices, cualquier historia tiene el valor que sus protagonistas quieran otorgarle. Esa historia nunca va a ser algo objetivo (al menos a sus ojos), una cuestión "de libro", sino siempre un asunto de lo más subjetivo, claro. Y aparte de objetividades, la importancia de una historia depende, obviamente, de la calidad individual de lo vivido. Sobre la que, lógicamente, cada uno tendrá su propia visión.
      Únicamente cuando ambas visiones coinciden, la historia toma forma, adquiere cuerpo, y se remonta hacia algo más objetivo, o, si quieres, más auténtico o "real".
      Pero, en fin, en relación a la breve y sencilla historia que aquí se menciona, imagino que tanto Emma como Alberto todo este tema ya lo tienen muy claro desde hace tiempo. Las respectivas interpretaciones quedan en el ámbito de lo personal, y yo no voy a preguntar. Es su historia, no la mía. Yo me limito a narrar, y a hacer algunos comentarios aparte que surgen de la observación.

      Sí, amiga, la noche fue un tanto especial, y me deslicé casi sin darme cuenta de ese pequeño relato a consideraciones más amplias, casi "ontológicas", como dices. Pero qué le voy a hacer, es mi forma de expresarme, y a veces sucede que pierdo las riendas y me dejo guiar...
      No creo que sea escritura automática, no soy médium de nada, pero sí me atrevo a decir que algo me empuja en momentos así. Y sólo se me ocurre pensar en que ese algo es el inconsciente.

      Saludos.

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