La piedra lunar de los sueños
(Intimidades del amigo Linde)
Me sorprendió hace escasamente una semana, a altas horas de la noche, una llamada del amigo Alberto Linde. Me decía que había encontrado, en una vieja carpeta, un breve escrito suyo de hace algunos años que no recordaba. Y que tenía interés en que lo leyera, para lo cual me lo acababa de enviar al correo electrónico. Pensaba que tenía cierto valor porque en ese texto, un tanto enigmático, había desarrollado sin saberlo una imagen de su futuro... Es decir, que venía a ser como una premonición de su presente actual. Me comentó que cuando escribió esas líneas estaba un poco como inmerso en una visión, como si ensoñara. Y que lo escrito, aunque no se ciñe con exactitud al presente, sí parece prefigurar, en detalles importantes de fondo, lo que ahora es su panorámica de futuro, su ánimo y su realidad.
También señaló que la perpectiva del escrito parecía surgir de un punto en el tiempo un poco más allá de este ahora, y que eso es lo que lo convertía en inexacto con respecto a este presente.
La llamada no me molestó, en absoluto. Alberto sabe bien que suelo pasarme muchas noches despierto, leyendo o tomando notas para algún próximo artículo, hasta casi la madrugada. E inmediatamente después de colgar el teléfono, me dispuse a leer ese escrito, cosa que hice con atención y amistoso interés. Pero antes de transcribirlo aquí, quiero hablar primero sobre otro asunto que me participó en esa llamada, y que resulta cuando menos curioso.
Me contó asimismo que la noche antes de hallar el escrito había tenido un sueño extraño. Fue como otra de sus frecuentes incursiones en lo que él llama el país del sueño, pero sólo recordaba de ese viaje un único detalle. Algo que le dejó fascinado y al mismo tiempo pensativo y confuso. Sobre lo alto de una colina, vio, desde muy cerca, un frondoso árbol, un roble o una encina de considerable tamaño, que estaba casi totalmente cubierto de caracoles... Sobre el tronco, las ramas y las hojas había algunos cientos de caracoles de color castaño. Muchos de ellos se movían, con su característica lentitud, hacia arriba.
No recordaba nada más del sueño. Le quedaba la vaga impresión de que lo del árbol formaba parte de una historia, o sucesión de visiones, mucho más amplia y compleja, pero la fuerza y lo sorprendente de esa imagen final había borrado en su memoria todo lo demás. Por otra parte, sabía que el árbol es, oníricamente, un símbolo de evolución y de regeneración. Pero no sabía nada respecto a los caracoles. ¿Quizá, precisamente, un claro símbolo de lentitud, indicando así que su evolución estaba yendo demasiado despacio? Consultó en el diccionario, y se encontró con que el caracol es un símbolo lunar, que también denota regeneración. Que anuncia fertilidad y abundancia... ¡Abundantes sí que eran esos caracoles!, pensó Alberto, divertido, pero, ¿qué relación podían tener con el árbol? ¿Se reforzaba así, doblemente, la imagen evolutiva de la regeneración? ¿Y por qué tantísimos caracoles, si hubiera bastado con unos cuantos o tan sólo con uno de ellos?
No creía Alberto que los sueños escribiesen sus mensajes de esa manera tan... concreta y excesiva. Solían manejar un lenguaje mucho más sutil. A no ser que una situación de urgencia lo requiriera, y ante un inminente peligro cargasen las tintas en un determinado detalle para evitarle cualquier margen de duda a la consciencia.
Me contaba esto Alberto, preguntándose si tendría algo que ver con el escrito que halló inesperadamente poco después de soñar lo del árbol y los caracoles. No sabía qué pensar al respecto. Pero le asombraba que en ese escrito perdido de hace unos años se mencionase también a un gran árbol, aunque sin la presencia de los caracoles...
En fin, son intimidades de mi amigo, algo raras, como casi todo lo suyo, pero que para mí tienen un indudable interés. Y las publico aquí, con su permiso, como complemento a las otras historias que le he dedicado en este cuaderno. Tal vez como un intento de dilucidar un poco más el tenue enigma de su vida.
A. H. M.
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«Me gustaría haber sido un místico, un visionario, un mago. No sólo de las palabras o del arte pictórico, sino sobre todo en cuanto a la misma médula de la existencia, en cuanto a sus secretos y su magia. Un hombre de conocimiento, un druida, un brujo. Alguien que supiera manejar los áureos hilos de la alquimia de la vida. Pero me quedé en simple aprendiz, en caminante contínuo, a veces sin rumbo, en perpetuo buscador... Muchas son las luces que fui encontrando a lo largo del camino, pero ninguna llegó a prender en mí, o en ninguna me detuve lo suficiente. ¿Inconstancia? ¿Falta de seriedad? ¿Ausencia de visión y de claridad? ¿Un pobre caminante sin ímpetu y sin brújula?
El caso es que hoy me hallo con que mi universo necesario se reduce sólo a cuatro paredes y un techo, un plato con comida, una copa de vino y un cigarro. Más allá de lo cual, no hay nada que me atraiga especialmente. O nada que me sienta capaz de alcanzar. ¿Murieron mis anhelos de juventud? ¿Se rompieron los mejores deseos de tanto chocar contra el muro de lo imposible?
Como única compañía, como siempre, los libros amigos. Esos que por las noches te cuentan historias, y te hablan del pensar y el vivir de otros hombres. Libros que enseñan y aclaran conceptos, que seducen, que nos hacen viajar por nuevos y raros paisajes, que hacen vibrar las dormidas cuerdas del alma. Pero cuyo brillo, a pesar de todo, queda encapsulado en un círculo de lejanía, como si fuesen las crónicas de mundos remotos.
Sólo una cosa me mantiene aún, de alguna forma, vivo. Mis viajes al país del sueño. Todo lo demás es un mareo de pasadizos, de escaleras ciegas y puertas cerradas. Un deambular sin rumbo por ciudades extrañas, pobladas de sombras. Un laberinto de fríos y silencios, que encoge la mirada y corta el fluir del aire.
Mañana, si lo hubiese, no sé qué ocurrirá. Quizá la magia que busqué me espera tras algún impensable recodo del camino, oculta en algún rincón que de lejos parece sombrío. Quizá la música aquella haya empezado ya a sonar, en una alegre plaza aún invisible, preparando el ambiente para cuando yo llegue. Quizá la mujer de melena plateada, la valquiria élfica, esté ya junto a una visión del cósmico Yggdrasil*, el fresno del universo, ante el último ocaso dorado, en la frontera del tiempo, esperando para darme la piedra lunar de mis sueños.
No lo sé, no puedo saberlo. El humo gris del cigarro nubla ahora mis ojos. La copa de vino está vacía. Mi mirada golpea una pared muda. No hay respuesta. La noche declina, muere, se apaga. Los libros se cierran, quieren dormir. Y los pinceles se fueron hace tiempo a su rincón de sombra. Vuelve la mañana. Vuelve el mundo. Vuelve el extraño silencio. La opacidad de los espejos vueltos, la absurda risa, el coro de los grillos sin luna.
Pero también yo volveré alguna otra noche... Como visionario, como druida, como poeta y mago. Tal como imaginé. Envuelto en el pálido azul de un nuevo sueño, que en realidad es muy viejo. Tanto como los valles o como el agua de los ríos del país del sueño. Como el fúlgido aire del alma. Que camina entre nubes, acariciando montañas, y llueve su magia sobre los oscuros templos.
Volveré, aunque sea escondido. Tras las notas de una brisa sobre la hierba de otoño. En el dibujo irisado de una mirada. Sobre el aliento de un reflejo en el lago. Junto a la suave sombra alargada de un árbol al atardecer. Volveré, en la forma que sea, con cualquier rostro, con cualquier voz. Cualquier noche de estrellas. Montado en la alada carroza del viento. Grande o pequeño, duende o gigante. Blanco, verde o azul. Pero siempre visionario, druida, poeta, mago, soñador... Siempre con la piedra de luna en mis manos.»
Alberto Linde
(Nov-2009)
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Antonio H. Martín
(8 de diciembre, 2014)
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(*) Yggdrasil = árbol de la vida, o fresno del universo, según la mitología nórdica
imagen 1: Follow me - OmenN2501 (Marek)
imagen 2: representación artística del Yggdrasil - autor desconocido
imagen 3: The World Tree - AnasteziA
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