«El hogar es ese refugio físico y psíquico a través del cual ciertos hombres logran encontrar su lugar en el universo.»
(Anónimo)
El viejo Salvador Gómez Hermung recordaba en esa noche de verano, solo en la habitación del hotel, su antigua vida y su antiguo hogar. Llevaba ya casi dos años jubilado de su profesión de doctor en psicología, y desde entonces había estado viajando y viviendo de hotel en hotel. Aprovechaba ahora su tiempo para visitar todos aquellos lugares que antes no había podido ver como deseaba, con la suficiente amplitud y tranquilidad, y una mañana despertaba en Edimburgo, otra en París y semanas después en Zurich o en Florencia. Y no sólo en estas ciudades concretamente sino, más bien, en pequeñas localidades de las cercanías, intentando siempre descubrir paisajes y rincones nuevos. No podía negar que le gustaba mucho esta nueva vida. Los ahorros de media vida y una holgada pensión sumaban lo bastante como para permitirse estos lujos y los disfrutaba al máximo. Pero a veces, como en esta noche, echaba de menos algo tan sencillo y lejano como su antiguo hogar. Un piso pequeño y luminoso de un barrio de Madrid (en una calle estrecha y tranquila, parcialmente arbolada, llamada Elfo, próxima a un amplio y bonito parque), en el que reunía una nutrida colección de cosas personales. Libros, cuadernos, películas, discos y álbumes de fotos dormían ahora empaquetados en cajas precintadas, en un cuarto trastero de un edificio cualquiera. No podía llevárselos en sus continuos viajes. Pero lo que más echaba de menos, aparte de esas cosas, era su cuarto de estudio, en aquel piso que vendió hace tiempo (cuando la separación) y en el que tenía una gran mesa de escritorio, rodeada de todos sus libros y demás objetos íntimos, cosas simples pero que estaban impregnadas de la historia de su vida. Es decir, que lo que añoraba era el sitio donde todas esas cosas estaban reunidas conformando un rincón y un ambiente que para él era especial y único.
Allí había pasado muchas buenas horas nocturnas pensando, leyendo y escribiendo, mientras su entonces compañera dormía en la habitación contigua. Y cuando se cansaba, apagaba la pequeña lámpara de la mesa y encendía la bombilla tintada de azul de la otra lámpara del techo. El ambiente adquiría así una atmósfera como con luz de luna que le ayudaba a relajarse, y entonces ponía en la caja de música alguno de sus discos favoritos, se sentaba en el cómodo sillón, se ponía los auriculares y dejaba que la noche siguiera su curso serenamente, mecida por una buena melodía. Momentos como ese era lo que echaba de menos. Sobre todo porque en ellos sentía algo que no había conseguido volver a encontrar en ninguno de sus viajes, de entonces y de después: la sensación de estar en su casa, en su refugio, en su hogar.
Muchas mañanas de domingo despertaba Salvador de interesantes sueños en ese mismo sillón, con los auriculares ya caídos en el suelo y la bombilla azul todavía encendida. Con el cuerpo algo entumecido por la postura, pero satisfecho de haber pasado una noche sensible dentro de su refugio, en el interior de su hogar, rodeado de sus cosas íntimas, que a veces parecían actuar como de talismanes, convocando favorables pliegues del tiempo y el espacio y creando en su mente visiones que se acercaban a la esfera de lo mágico. Lo primero que veía era la figura dorada del Buda sedente, con su enigmática sonrisa, entre dos campanillas de bronce en lo alto de la librería vieja, de color castaño oscuro; donde también había una figurita de marfilina del rechoncho y feliz Ho Tei y una imagen dibujada en la que se veía al dios Krishna, tocando su flauta en medio de un paisaje de ensueño. Y luego su cuadrito de la ermita en la montaña, que había pintado hacía mucho tiempo, cuando joven, basándose en un grabado antiguo; esa medio acuarela cuyo cielo cubrió una vez de negro porque no le gustaba como había quedado y esperaba repintar cuando tuviera los colores apropiados; cosa que nunca llegó a hacer. Se levantaba entonces del sillón y saludaba a todas esas cosas, como si fueran objetos con alma; los objetos que conformaban su hogar y le hablaban gratamente de la mejor parte de su vida.
Como experto en psicología (o simplemente como ser humano sensible y medianamente inteligente), sabía bien Salvador que el hogar, el verdadero hogar, no se compone fundamentalmente de esas cosas, sino que es en realidad un lugar dentro del corazón. Pero aquellas cuatro paredes, tal y como estaban dispuestas, se le presentaban como su íntima cueva del tesoro, y ayudaba mucho estar rodeado de sus cosas personales, en ese cuarto donde la extrañeza no tenía cabida, para conseguir esa sensación de estar en casa, en su refugio, en su hogar. Aquel cuarto era su sitio, su lugar en el universo, su barco y su pequeña nave espacial.
Esa noche, desde una bruma translúcida de la memoria que lentamente se fue depurando hasta adquirir una perfecta nitidez, había surgido una vez más ese recuerdo, ese buen recuerdo, y eso le hizo pensar en que quizá sería bueno cambiar algo de su modo de vida actual. Sería difícil, a su edad, volver a comprar un piso, como aquél de la calle Elfo, pero en cambio sí cabía la posibilidad de alquilar uno... Se le ocurrió entonces buscar en su maleta una figurilla que solía acompañarle en sus viajes. Era un caballito plateado al que llamaba cariñosamente Silver Spirit y que anteriormente había adornado uno de los estantes de su vieja librería. Allí estaba la figurilla, en postura como de trote, o quizá de galope. La colocó sobre una mesa y se la quedó mirando un buen rato... Sí, estaba muy bien viajar, pero necesitaba asimismo un lugar donde recogerse después de sus aventuras. Un sitio, insistió, que pudiera sentir como su hogar.
El hogar está en el corazón, volvió a pensar. Eso lo sabe cualquier caminante o viajero que se precie. Pero un refugio personal en el que brillen las veinte o cuarenta cosas a las que uno tiene un especial afecto, también es necesario. Allí se encuentra el ambiente apropiado, la música o el silencio que uno requiere para hacer lo que desea y necesita hacer. En ese lugar hay una confluencia de fuerzas que ayuda al individuo a acercarse a sus sueños. Da un poco igual si se encuentra en uno u otro lugar, si a través de sus ventanas se ve uno u otro paisaje. Lo que más importa es que dentro de esas paredes uno se sienta en casa. Sería exagerado decir que sólo allí, en ese hogar, arde mejor el fuego concentrado de los anhelos y que ese es el único lugar en que se abren las puertas y los caminos de la vida. Sería exagerado y absurdo. Pero es, en definitiva, un sitio favorable en el que la propia energía encuentra una mejor forma de manifestarse, un mejor modo de brillar, sin las interrupciones y los conflictos del exterior.
En estas cavilaciones un tanto nostálgicas andaba sumido, observando la figurilla del caballo y mirando de vez en cuando el espejo del río que se veía desde la ventana de su habitación del hotel, cuando llamaron a la puerta... Oyó la voz del botones que le anunciaba que era la última hora para bajar a cenar, antes de que cerraran la cocina. Abrió, agradeció el mensaje y se dispuso a ir al comedor. La verdad es que no tenía en esos momentos ningún apetito, pero recordó lo que le había dicho una vez un buen amigo: que en ocasiones el simple hecho de comer algo mejoraba en cierta medida el estado de ánimo. Tenía que estar de acuerdo; era una sencilla cuestión de química. Así que se puso la chaqueta y bajó al comedor. No es que se sintiera deprimido, pero una cena, aunque fuera frugal, seguro que le vendría bien.
A esas horas el comedor estaba casi vacío, lo cual agradeció, porque no le apetecía nada el rodearse de ese típico murmullo continuo de los comensales, que parlotean sin parar en la mesa como si allí se les ocurriera decir todas las cosas que no habían dicho durante el resto del día. Pidió sopa de pescado y un escalope a la milanesa, lo que le pareció algo excesivo, pero pensó que por una noche estaba bien. Quería alimentarse porque intuía que esa noche no iba a tener sueño y seguramente la pasaría caminando por la ciudad. Y mientras se tomaba despacio la sopa y bebía algunos sorbos de su copa de vino tinto, siguió con los pensamientos de antes.
Era muy fácil darse cuenta de que sólo se tenía a sí mismo. Pero no en la medida que le hubiese gustado. Su humanidad necesitaba de esa sensación de hogar, que ninguna habitación de hotel podía proporcionarle, por mucho que ésta reuniera todas las comodidades. Era para él encantador el sentirse como caminante y viajero, siguiendo los sueños de su juventud, pero, cada vez más a menudo, le venía este anhelo de disponer de un sitio en particular, uno que pudiese considerar y sentir como suyo. Tenía que reconocer con esto que había un fondo de burguesía en su caracter, y eso le parecía una falta. Pero al final se doblegaba y lo admitía como cierto, aparte de que le gustase o no. En años jóvenes había sentido tanta fuerza dentro de sí que podía convertir cualquier sitio en su hogar. Con cuatro piedras y una fogata, la cercanía de un árbol y las estrellas era más que suficiente. Era la época ensoñadora, cuando leía el Siddhartha o el Camenzind de Hesse y Los vagabundos del Dharma de Kerouac; la época en que se sentía acompañado por la luna y nada tiraba de él en ninguna dirección. No había sombra lo bastante oscura o hiriente que le afectase. Con sólo ver brillar el horizonte se le encendía la mirada. Era el tiempo en que caminaba entre sueños... Pero en esta edad de ahora la cosa era diferente. Uno ya no tenía la fuerza de antaño, ya no viajaba a pie con un bolso a modo de mochila, con los libros, el tabaco y los prismáticos, sino que lo hacía en tren, cómodamente, con un ligero equipaje y una segura habitación de hotel esperándole al final del trayecto.
Cuando llegó el segundo plato con el escalope se acordó de algo que había leído hace poco en el libro de memorias del maesto Jung... Bebió lentamente de su copa de vino y se quedó mirando, entrecerrando los ojos, al fondo de la sala, a ninguna parte en concreto, olvidándose de momento del filete.
En el libro de Jung se leía lo siguiente, lo recordaba bien:
Existe una antigua y hermosa leyenda de un rabí ante el que acudió un discípulo y le preguntó: «Antiguamente hubo hombres que vieron a Dios: ¿por qué hoy no los hay?» El rabí respondió: «Porque hoy nadie puede humillarse tanto.» Hay que humillarse algo para sacar agua del torrente.
¿Es una humillación el inclinarse para sacar agua del río?, se preguntó. No lo veía así. Estaba claro que el agua no iba a venir a las manos. Había, pues, que inclinarse para llegar a su nivel. Así como había que mojarse para saciar la sed. Había, en fin, que introducirse en la corriente si uno quería explorar las profundidades y encontrar algún tesoro, de los que seguramente oculta en su interior. ¿Pero por qué recordar ahora esa cita del libro de Jung, en medio de sus pensamientos sobre la necesidad de un hogar? La respuesta le vino rápidamente. La noche anterior había estado viendo, en otra sala del hotel, unas cuantas escenas de una película de Chaplin: La quimera del oro. Y aparte de disfrutarlas, de reírse y de emocionarse con su maestría, se había fijado en el detalle de la cabaña... Esa mísera cabaña en el desierto de hielo, esas cuatro tablas con una pobre cocina, una mesita y un par de camastros en medio de la nada, era convertida por sus dos ocupantes en un hogar...
Esto le avergonzaba. Le hacía verse a sí mismo como un ser pretencioso y comodón, que necesitaba de unas ciertas líneas de confort para seguir viviendo. ¿Qué había sido de la fuerza de su juventud? ¿Dónde había quedado su espíritu de caminante? ¿Ya sólo podía vivir en acogedores hoteles o en una casa agradable que reuniese los fetiches de su intimidad?
No se trataba de humillarse para ver a Dios. Se trataba, en cambio, de recuperar el sentido de las cosas, el viejo aliento, la antigua magia del vivir. Sin la cual todo tomaba el tono de una opereta y se convertía en una especie de feria absurda y vacía.
Ay, los años, el peso del tiempo, el deseo de lo mullido y confortable... Todo eso era cosa de viejos, se dijo. Era ya viejo, sí, pero algo en su interior se rebelaba contra esa caída. ¡Esto sí que era una humillación! Pero calmó sus pensamientos, se volvió hacia el escalope y dio buena cuenta de él. Y luego, después de pedir un café, una copa de coñac y un cigarro, pidió también que le trajeran la prensa del día. Y se dedicó a leer atentamente las páginas en que venían las ofertas de viviendas. Sí, estaba claro que necesitaba un hogar, con la compañía de sus amigos los libros y todos los demás fetiches e iconos personales a su alrededor. Al igual que un viejo marino necesita volver a su barco para vivir, porque en tierra se mustia y se seca.
Seguiría viajando mientras pudiera. No quería perderse ese placer. Pero con la íntima alegría de saber que al regreso había un hogar esperándole, una cueva del tesoro, un sitio íntimo del cual sólo él tenía la llave, en donde poder encender algunas noches esa lámpara tintada de azul.
Antonio H. Martín
(5 de agosto, 2014)
Claro como el agua cristalina. Para un psic. avezado recorrer espacios inéditos no es viajar sino transportarse. Esto es mera influencia mediática. Viajar para algunos otros consiste en mamar diversas culturas e integrarlas en su ser antes de su postrera desintegración.
ResponderEliminarAlgunos disponemos de diversos hogares adaptados a circunstancias, pero ello supone un enorme esfuerzo si se realiza en solitario, pero enormemente fructífero, lo cual a ciertos niveles vitales resulta gloriosamente agradecido.
Sí, MJ, así es: hay muchas clases de viajes. Personalmente los que más me interesan son los interiores.
EliminarY, como dices, en solitario es mucho más difícil encontrar el hogar, pero... cuando funciona es lo mejor de lo mejor. La más óptima manera de alcanzar esos niveles vitales que mencionas.
Un saludo.
si se tiene un lugar para volver, siempre se podrá hacer al camino, con la ventaja de un regreso a la querencia
ResponderEliminarsaludos
De eso se trata precisamente, Omar, de tener un "cuartel general" al que poder regresar después de las diversas aventuras.
EliminarPara el personaje de mi cuento es algo absolutamente necesario.
Saludos, poeta.
Estoy de acuerdo.
ResponderEliminarMe gusta mucho viajar, desplazarme, conocer horizontes y gente nueva, culturas diferentes, paisajes insólitos... pero siempre bulle en mi el deseo de volver a casa. A mi lugar. Mi entorno conocido y familiar.
Soy una Tauro empedernida, ¿será por eso?
Ahora me doy cuenta de algo: cuando me pongo a reler libros que amé en mi juventud, vuelvo de alguna manera a esa esencia mía; me ayuda a sentirme "en casa". ¿Tal vez pudiera hacer eso tu personaje?
Mucha suerte, mucho ánimo y un beso.
Perdón: quise decir releer.
ResponderEliminarAmigo del Árbol Azul: hay que buscar ese árbol...
Pues entonces, amiga Liz, tenéis eso en común tú y este personaje, el tal Salvador G. Hermung. Lo de releer los viejos libros también es algo que experimenta, en el sentido que dices, pero no como quisiera, porque el grueso de su biblioteca lo tiene guardado lejos. Esa es una de las razones principales por las que desea una casa propia.
EliminarMuchas gracias por tus palabras, querida amiga. El árbol será encontrado, sin duda. Un abrazo.
La vida del hombre no es sino una Odisea particular... Todos somos Ulises...
ResponderEliminarSaludos, amigo
Así es, amigo Antiqva: todos vivimos nuestra personal Odisea. La vida es un viaje, y nosotros, cada uno a su manera, intentamos ser Ulises y regresar a la añorada Ítaca.
EliminarUn saludo, amigo artista.