
LA AVENTURA NECESARIA
Hay una obertura de Mendelssohn que es como una invitación a la aventura. Escuchándola, dan ganas de embarcarse hacia el horizonte, aunque la noche esté oscura y el cielo amenace tormenta. Lleva por nombre el de unas islas escocesas -las Hébridas, creo recordar-, y está llena de empuje, de mar y viento.
Al menos, eso es lo que a mí me sugiere; como ocurre con la pintura o el libro, la música no siempre provoca los mismos ecos. Todo depende del momento y de quién sea quien mira, lee o escucha.
Viene esto a cuento de que quería hablar esta noche sobre eso de la aventura. La música de Mendelssohn enciende una chispa en mi ánimo que en seguida choca con el entorno, que se apaga y anula dentro de una imposibilidad. Como un pájaro encerrado, no puede volar más que hasta el límite de la jaula. Ante la presión de las circunstancias, la aventura se queda en un juego imaginario, en una danza virtual que, como mucho, nos otorga sólo el placer del instante, de ese instante fugaz que tarda la chispa en llegar al confín de la jaula.
Cuando somos jóvenes podemos sentirnos satisfechos con esos juegos, porque todavía no somos conscientes de las limitaciones. Vemos la jaula que nos rodea, pero sólo como un dibujo hecho a lápiz que creemos poder borrar en cualquier momento. Con los años, sin embargo, éste se vuelve de tinta china.
Pero somos náufragos, como dice José Antonio Marina, náufragos supervivientes que se mantienen a flote con sus propias fuerzas, a la manera de Münchhausen, “a pesar de la confabulación de determinismo y azar que parece guiar nuestras vidas”. Y desde esta condición construimos nuestra particular aventura; no como algo imaginario, fantástico, irreal, sino como algo que funciona, que es efectivo en la cotidianidad, que nos libra de caer en el pantano.
Bien mirado, no es necesario coger un barco para vivir una aventura, porque ese barco ya está bajo nuestros pies. Estamos montados en la nave más aventurera y maravillosa de todas: en la de la existencia. Lo que necesitamos es afinar nuestra sensibilidad, aprender a ver la dimensión real de lo que nos rodea y de lo que somos. Tenemos que liberarnos de ese hechizo que nos condena entre cuatro paredes, ese veneno mental que nos impide reconocer la aventura que nos está ocurriendo, que estamos viviendo.
Es muy fácil caer en la trampa. Durante años hemos sido cuidadosamente aleccionados sobre la ruta a seguir, y sobre cómo debíamos percibir y valorar las cosas, siempre en función de esa misma ruta. Consiguientemente, nos pasamos la vida enganchados a ese patrón de conducta, a esa particular visión que nos han impuesto, y todo lo hacemos y pensamos según su criterio. La vida, así, queda terriblemente empobrecida. Nuestra necesidad de aventura sigue vigente, en la medida en que sigamos sintiendo la pulsión de vivir, pero nuestro concepto de aventura pasa también a través de esa visión contaminada, por lo que necesitamos el barco, o el coche potente y veloz, para realizarla. No sabemos hacerlo de otra manera.
Hemos oído alguna vez que existen otras formas de aventura, otros modos distintos de viajar, interiores, que no necesitan de la distancia para llegar lejos. Pero eso nos suena a fantasía oriental, y no nos llama la atención. La aventura ha de ser como se nos muestra, por ejemplo, en el cine: una arriesgada salida al exterior, cuanto más lejos mejor, siguiendo una senda llena de nuevas experiencias que exciten los sentidos y sacien nuestra sed de intensidad. Si esto no es posible, entonces nos resignamos a una existencia gris, y nos consolamos malamente con pequeñas evasiones y practicando el arte del ensueño. Y ni por un momento caemos en la cuenta de que la verdadera aventura corre a nuestro lado.
Hay, sin embargo, otra forma de mirar. Decía Novalis que “la senda misteriosa va hacia dentro”, y que no es necesario viajar por el espacio, porque está en nuestro interior. Alan Watts lo expresaba de otra manera: “Si abres bien los ojos lo podrás ver claro: con la ayuda de los telescopios, de la radioastronomía, con la ayuda de todo tipo de instrumentos sensibles, somos capaces de ver que no es posible llegar más adentro del espacio, de lo que estamos ya.”
Por su parte, Hermann Hesse declaraba que “la distinción entre el fuera y el dentro es familiar a nuestro pensamiento, pero no es ineludible. Nuestra mente tiene la posibilidad de retrotraerse por detrás de las fronteras que le hemos trazado. Más allá de los pares opuestos de que consta nuestro mundo comienzan nuevos tipos de conocimiento.”
Y, por supuesto, el viejo Lao Tse también tenía algo que decir al respecto:
Sin ir más allá de nuestra puerta
podemos conocer el mundo
Sin asomarnos a nuestra ventana
podemos conocer los caminos del cielo
No estoy colocando esta forma de aventura como sucedáneo de la anterior. Apuesto por ella en primer lugar. Vale decir que no tiene sentido el viaje por el mundo, si no sabemos mirar hacia dentro, y si sabemos hacerlo, entonces ese viaje no es necesario. Sé que esto chirría enormemente con nuestro habitual concepto de lo que es interesante y valioso, y por eso lo digo, para que chirríe. A ver si, con un poco de suerte, se rompe el engranaje y podemos liberarnos de ese espejismo.
De entre las muchas cosas que se consideran negativas, hay una que me parece especialmente lamentable: eso que llamamos aburrimiento. Hay un aburrimiento lógico, justificado por circunstancias que nos resultan pesadas y molestas. Pero también hay otro, que podríamos llamar vital, en que el individuo se siente desconectado de cuanto le rodea y no encuentra la chispa necesaria para ponerse en movimiento. Simplemente, nada le llama la atención, y considera que su tiempo presente está vacío, que no tiene posibilidades, que es un tiempo muerto. El individuo reflexiona someramente y llega a la conclusión de que lo que le pasa es que no tiene lo que debería tener, que le falta aquello que le permitiría sentirse vivo. Le falta el vehículo necesario para comenzar su aventura.
Sin este vehículo, que puede ser cualquier cosa, la aventura le parece imposible, y todo lo demás carece de sentido. Es una situación comprensible que puede prolongarse durante mucho tiempo, pero estimo que sobre todo es lamentable, además de absurda. Aquí se impone una reflexión de emergencia, en la que debemos reconsiderar nuestras necesidades, en la que tenemos que preguntarnos de nuevo por el valor real de ese vehículo. Si lo importante es la aventura, debemos cuestionar todo aquello que la impide. Quizá descubramos que se pueden modificar ciertos mecanismos, que se pueden saltar ciertas barreras que antes veíamos como insalvables.
La aventura es la propia vida, y ésta no precisa de vehículos ni accesorios para ponerse en marcha . Sólo hace falta una sensibilidad más abierta, más incisiva, ser conscientes, alejarse de la ruta prefijada, cambiar el modo de mirar. La aventura no es una película a la que podamos acceder mediante alguna cosa; es algo presente que sucede en este mismo instante.
Podemos perder todo el tiempo que queramos; podemos aburrirnos hasta la saciedad y el hastío, hasta la náusea, y sentir que nuestra vida, por una u otra circunstancia, es triste y vacía, sólo una larga sucesión de días grises. Pero seguro que nada de esto merece la pena. El barco hace ya tiempo que zarpó. Sólo falta que despleguemos las velas.
Personalmente, me encanta viajar.
Antonio H Martín