Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 23 de noviembre de 2008

Mañana gris (III)



MAÑANA GRIS (III)



VI



Una fuerte lluvia golpeaba con obstinación el tejado de la casa. Alberto la oía como un sonido lejano y extraño que no lograba identificar, y se le mezclaba con el zumbido insistente de su cabeza. Se sentía mareado y confuso... ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?
Abrió lentamente los ojos y se encontró tirado en el suelo del desván. Ante él estaba la mesa y sobre ella el libro abierto, mudo testigo de su reciente aventura sin final, de su viaje a ninguna parte... La cruda realidad le cayó encima como una pared de sombras, como un pozo de silencio.
“No ha funcionado, sigo aquí.”

Alberto pronunció esas palabras sin dar todavía crédito a lo que veían sus ojos. Era muy duro para él tener que aceptar que todo había sido en vano. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado?
Recordaba haber atravesado la puerta secreta, haber caído en un largo túnel rodeado de imágenes y sonidos y luego... la nada. Y aquí estaba ahora, en medio de la nada, mirando como un idiota las cuatro paredes del viejo desván y, sobre todo, la mesa con el libro abierto, con el libro inútil que no le había servido para consumar el viaje que con tanta fuerza había soñado...

Se sintió preso de una densa telaraña, incapaz de moverse, de pensar con claridad, como un insecto al que sólo le queda resignarse a su suerte... Pronto vendría la hacedora de la red, con sus ocho ojos fríos, y le inocularía su veneno. Se incorporó y volvió a fijar su mirada en cada detalle, en cada objeto, en cada resquicio de luz, en cada sombra. Sí, no había ninguna duda, estaba en el desván, en su casa, nada se había movido, todo estaba igual.
Poco a poco su conciencia se fue templando y recuperó el tono triste de los últimos tiempos, triste pero seguro en su frialdad. Era la actitud que le acompañaba y a la que se había acostumbrado. Le servía de tabla para seguir a flote en medio de un mundo que no podía amar. Era su patético seguro de vida.
Alberto se acercó a la mesa, miró el libro, que seguía abierto en esa página de “la otra puerta”, y observó un detalle en el que no había reparado antes: junto a las extrañas palabras del hechizo había unos signos, y le pareció que eran los mismos que vio impresos sobre la puerta. Pero qué importaba ya eso. Ahí estaban los signos, indescifrables, seguramente mágicos, pero su vida estaba aquí, donde siempre. Y su sueño de amor existía en algún lugar lejano al que ya no tenía acceso. Había perdido la gracia de viajar, y quizá por eso el embrujo de los signos y las palabras no había funcionado con él. Cuando el alma se endurece, se cierran las puertas...

Cerró el libro y volvió a guardarlo en el viejo arcón. Seguramente no volvería a abrirlo. ¿Para qué? Ni siquiera pensó en usar la puerta de antes, la de la gema azul, e intentar un último encuentro. En su situación actual no soportaría volver a tocar el cielo con las manos durante un breve lapso de tiempo para luego tener que regresar a lo gris. No, sería demasiado cruel.
Pero, ¿y ella? ¿No vería con buenos ojos un nuevo encuentro? ¿Aunque fuera el último, la despedida? No, pensó, era inútil y absurdo. ¿Para qué alargar el sufrimiento? Si lo imposible era imposible, cualquier cosa que se hiciera al respecto no haría sino añadir más piedras a la muralla, ensanchar más la distancia... ¿Qué diferencia hay entre querer viajar a una estrella como Sirio, que está a ocho años luz, o a otra como Betelgeuse, a más de quinientos años luz? La diferencia es ninguna, porque ambos destinos son imposibles.
Así pues, que otros se dedicaran a fantasear. Él ya estaba en su sitio. Había viajado al país del sueño muchas veces y había visto maravillas sin nombre; había incluso rozado el paraíso, pero todo eso acabó. Se sentía agradecido por lo vivido pero no quería volver, porque la flor del sueño es demasiado... bella para poder olvidarla, demasiado buena para que el corazón pueda soportar la separación y la distancia. Es mejor dejar que el tiempo cubra los recuerdos con el polvo de los días, con el peso de los años... Y aprender a vivir en este presente que no nos gusta y al que odiamos a veces, pero guardando siempre el brillo azul de ese recuerdo, sabiendo que es verdad que en algún lugar del desierto hay un pozo escondido...



VII


Después de salir del desván, bajando las escaleras hacia su cuarto, Alberto iba pensando en esta última experiencia con el libro, en este viaje fallido. Aún estaba algo aturdido, pero los recuerdos iban aclarándose en su mente por momentos; volvía a ver las imágenes fugaces que presenció durante su caída, volvía a escuchar el estruendo mezclado con música que le acompañaba y... sí, también aquella última imagen de la melancolía sonriendo. A la vista de los hechos, se le escapaba el sentido de aquella sonrisa. Pero, bueno, ya estaba bien de mezclar la realidad con los sueños. ¿Sentido? No tenía por qué tener un sentido. Los sueños manejan un lenguaje diferente al de la vigilia, y es muy difícil entenderlo.

Abrió la puerta de su cuarto. Allí seguían sus libros, su mesa, su sillón. Todo como esperando su presencia para recobrar la vida. Se sentó y cerró los ojos para descansar un poco. No tenía la certeza de haber viajado realmente; puede que la visión de la cueva, las puertas y la caída sólo fuera eso, una visión, pero se sentía muy cansado, como si hubiera caminado durante muchos kilómetros. Así que el cuerpo agradeció la postura, y Alberto se quedó profundamente dormido.

Al despertar, al cabo de una o dos horas, sintió frío y entonces se acordó de la ventana. ¿Cómo no se había acordado antes? Seguro que había entrado la lluvia y había mojado hasta los libros... Fue en busca de un cartón para taparla y cuando volvió se quedó estupefacto... La ventana estaba intacta. Recordaba muy bien haberla hecho añicos hacía poco, cuando vio por última vez a...
Abrió la ventana, que estaba en perfecto estado, y se asomó al exterior. Ya no llovía, pero la mañana seguía siendo gris, estaba envuelta en niebla. No se veía nada más allá de unos pocos metros. Alberto volvió al sillón e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Por qué la ventana estaba bien? ¿No la había roto de un golpe hacía poco? ¿O es que todo, todo había sido un sueño?
El libro, el hechizo, la cueva, la puerta de la gema azul, la otra puerta oculta, la caída hacia lo desconocido entre luces, formas y sonidos... ¿todo había sido un largo y extraño sueño?

Alberto no esperó más y subió corriendo hacia el desván. Descorrió las pesadas cortinas y una tenue luz gris iluminó débilmente la estancia. No tenía tiempo para encender la pequeña lámpara. Abrió el arcón, lo cual le costó cierto esfuerzo porque parecía que hubiera permanecido cerrado durante años, y ante él se mostró... el vacío.
¡El libro no estaba! ¡Allí no había nada, salvo unas cuantas telas viejas!
Se dejó caer en el suelo, preso de la confusión. Otra vez en el aire, sin saber qué había pasado... ¿Por qué no estaba el libro? Los pensamientos corrían por su mente a velocidad de vértigo y no conseguía encontrar un punto seguro donde detenerlos.
Si el libro no estaba puede que también fuera parte del sueño, como la ventana rota, y entonces... ¿todos sus anteriores viajes al país del sueño habían sido sólo imaginaciones? Eran conclusiones muy rotundas que no podía aceptar fácilmente sin sentirse herido en lo más hondo. Todas esas experiencias maravillosas, ¿sólo sueños subjetivos...? ¿el producto de una simple siesta? Todo, tan vívido, tan real ¿era sólo una fabulación de la mente para ocupar y entretener un descanso cotidiano?
¿Yolanda era sólo... un sueño?

Pero la evidencia golpeaba sus sentidos con fuerza: el libro no estaba, y daba la impresión de que nunca había estado allí, de que nunca había existido... Alberto bajó la cabeza y, en silencio, lloró amargamente.


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VIII


Epílogo.

No se sabe cuánto tiempo siguió Alberto postrado en el desván, ante un arcón vacío. Pero sí sabemos bien lo que aconteció después. Se irguió, agotadas ya las lágrimas, y se encaminó hacia la gran ventana circular, siguiendo un rayo de luz que penetraba a su través. Se había levantado la niebla y la mañana gris terminaba convertida en una apacible y luminosa tarde de otoño.
Alberto observó asombrado el paisaje que se extendía risueño ante sus ojos. Las calles con sus coches ruidosos y humeantes y las feas casas anodinas habían desaparecido, y en su lugar pudo contemplar un hermoso valle rodeado de montañas azules.
Pero en el corazón del amigo Alberto ya no había cabida para la sorpresa, ni tampoco para la duda ni el desaliento. Simplemente, sonrió ante la escena que se le mostraba y la aceptó sin más. Ni se le ocurrió pensar que aquello que veía pudiera ser solamente un sueño. Y si lo fuese, tampoco le hubiera importado. Porque había aprendido lo caprichosa que puede ser la línea que separa uno y otro mundo, y que los seres y las cosas se mueven constantemente entre las esferas, en una danza interminable y gozosa.

Pasados unos largos minutos de contemplación, en los que disfrutó respirando el limpio aire del valle, Alberto llegó a ver una figura lejana que le saludaba desde la distancia. Una mujer, con larga melena castaña y un vestido claro, le hacía señas desde el camino que había junto al arroyo.
No lo pensó ni un segundo. ¡Era ella! El pecho se le llenó de alegría y bajó corriendo las escaleras del desván.

“Yolanda”
“Alberto, sabía que encontrarías la forma de volver...”
“Yo...”
“¿Te quedarás?”

La respuesta de Alberto no se hizo esperar y aquellos dos seres, que parecían destinados el uno para el otro, se fundieron en un cálido y tierno abrazo. Cuando se besaron me pareció, a mí, que observaba la escena desde una prudente distancia, que un brillo azul surgía de la unión de sus labios, y eso me recordó la gema de la puerta; sí, la puerta que yo mismo descubrí hace mucho tiempo, la fabulosa entrada al país del sueño...
Y, debo confesarlo, me sentí orgulloso de haber escrito aquel libro.

J.H.


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Antonio H Martín
(23 de noviembre, 2008)

3 comentarios:

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  2. Muchas gracias, Maite, por el aplauso.
    Se me ocurrió, mientras escribía, un final muy distinto, pero no pude llevarlo a cabo. La pareja ésta del sueño me cogió del brazo y me llevó a su terreno.
    Seguro que en algún lugar lejano del país del sueño, Yolanda y Alberto suspiran aliviados...

    Un saludo afectuoso para tí.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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