(23 de Septiembre, 2006)
Siete de la mañana, pero aún de noche. Aún veo claramente las estrellas. Betelgeuse, Bellatrix, Saiph, Rigel, Aldebarán, Procyon, Sirio… Si hubiera que escoger una imagen de dios, yo elegiría ésta de la oscuridad inmensa salpicada de estrellas. Es la imagen que mejor representa al infinito.
Por cierto, me acuerdo ahora de un pensamiento que tenía de joven: la mente humana es incapaz de imaginar el infinito, pero tampoco puede imaginar un universo que sea finito. Eso me daba una idea de la limitación de la mente humana.
Hoy sigo pensando lo mismo. O es mi propia mente la que está limitada, o es que tengo razón. Una vez soñé que viajaba hasta el límite, hasta el final del universo. Lo que allí encontré era una habitación de una casa. Rompí el techo para poder mirar si había un más allá, y volví al punto de partida.
¿Acaso es esto una forma incomprensible de imaginar el universo como algo finito e infinito a la vez? Se lo preguntaré a Stephen Hawking cuando le vea.
Otra cosa: quizá la mayor desolación del ser humano sea el comprobar, con el paso de los años, sus propias limitaciones, que sus expectativas no se cumplen, que sus mejores sueños quedan cada vez más lejanos, más inalcanzables, más imposibles.
De jóvenes lo vemos de otra manera, estamos convencidos de nuestra capacidad para llegar a la meta, para unirnos a lo que sentimos como nuestro destino, que por supuesto es alegre, gozoso, entero. Pero es que en la juventud el mundo es otro mundo. Para empezar es inmenso, misterioso y está lleno de aventuras y posibilidades.
Hoy, en la madurez, el mundo es algo cerrado, conocido. Hoy sabemos que vayas donde vayas todo es igual. ¿Para qué viajar entonces?
Pero quizá esto es un error. Hay un viaje posible y necesario, el mismo en el que estábamos metidos cuando éramos jóvenes, el viaje hacia el interior.
Antonio H. Martín
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imagen: Rene Magritte
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