Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







domingo, 18 de noviembre de 2007

Los neanderthales


(22 de Septiembre, 2006)


Cuando veo un grupo de chavales, sentados en corro, comiendo pipas, dando voces y escupiendo media docena de idioteces por minuto, me es inevitable recordar mi infancia. Cuando descubrí, hace ya más de cuarenta años, grupos similares o idénticos a éstos. Quizá las únicas diferencias entre antes y ahora estén en un evidente cambio de jerga (aunque el tono de las voces, o gritos, es más o menos el mismo), en la forma de vestir, que ahora es una mezcla entre la ropa deportiva y la colorista y chillona de los payasos, y en el agradable y suave ruido de las motitos, esos bonitos bichos, diseñados exclusivamente para jóvenes, que son como mosquitos enormes que te acarician los oídos con su armónico trompeteo. Cuando yo era niño sólo había bicicletas, esos ruidosos armatostes que contaminaban el aire y el tranquilo silencio del barrio.
No tengo nada en contra de los neanderthales, esos primos lejanos del pleistoceno a los que no he conocido personalmente, o al menos no lo recuerdo, pero los tomo como ejemplo (por la visión que nos han dado los antropólogos o, más bien, por la imagen que se suele tener de ellos a nivel popular) para explicarme esta otra visión del presente. Es casi seguro que los genes de aquellos rudos neanderthales han llegado hasta nuestra época, a través de miles y miles de años. Ligeramente transformados, eso sí, por el cambiante espíritu de los tiempos, pero en el fondo fieles a su origen primitivo y salvaje. O quizá no debería hablar de neanderthales, que ya mostraban cierta sensibilidad, cierta humanidad, como demuestra el hecho de enterrar a sus muertos con flores y demás, sino del Homo erectus, el Homo habilis o incluso del Australopithecus.
Pero, en cualquier caso, la extrañeza y la repulsión que me provocan es exactamente la misma que tenía cuando era niño. Cuando paseaba por las calles, alucinado por el mundo que me rodeaba y empezaba a descubrir, y los veía en cualquier esquina o plaza, sentados en corro, comiendo pipas, dando voces y escupiendo media docena de idioteces por minuto. Eso o corriendo frenéticos, como en estado de trance, detrás de una pelota, revolcándose por el suelo mientras se daban de bofetadas o rompiendo cristales a pedradas.
Uno, al cabo de los años, no ha cambiado en sus gustos ni sus tendencias. Las apreciaciones y depreciaciones son más o menos las mismas, matizadas, enriquecidas y, en algún caso, desgastadas por la experiencia. Ellos tampoco han cambiado. Y mi impresión personal es que cada vez son más. O sea que los genes aquellos siguen multiplicándose y creciendo.
Llamarlos “neanderthales”, “homínidos” o simplemente “humanoides” es sólo un intento de nombrar algo concreto para lo que no tengo nombre. También podría decir “bárbaros”, pero así la cosa se complica aún más, porque todos tenemos más o menos un origen de barbarie, según la historia. De lo que sí estoy seguro es de que es un fenómeno creciente. Donde antes sólo había cuatro gamberros, ahora hay cuarenta; donde antes había mil, ahora hay un millón.
¿Será esto el final del mundo civilizado? Si es que a este mundo de cerdos y buitres se le puede llamar civilizado…
Yo, solitario, intimista, introvertido y soñador, procuro encerrarme en mi pequeño cuarto, entre cuatro paredes pobladas de libros y música de otros tiempos. Me tapo los oídos y miro al cielo desde mi ventana.
Anoche vi de nuevo, entre nubes que corrían, al gigante Orión, a Aldebarán y a la estrella azul, Sirio. Mientras, seguramente, los chavales, los neanderthales, estaban durmiendo en sus cómodas camas, soñando sus sueños de mierda.
¿El fin del mundo civilizado? Pero, ¿existió realmente alguna vez ese mundo? Quizá sólo en los sueños de algún que otro poeta, de algún que otro loco bebedor de estrellas.

Ahora voy a darme el gusto de terminar esta nota del cuaderno con una cita de Fernando Savater. No tenemos los mismos gustos en algunas cosas, pero sí en otras muchas. Como sucede siempre, los gustos son algo muy personal, privativo de cada individuo, pero con Savater es fácil construir puentes. Vamos, que podría charlar con él amigablemente durante horas, junto a una botella de buen vino y dos buenos cigarros. Yo, lógicamente, hablaría poco y me dedicaría más a escuchar. He aquí uno de los “ideoclips” de su libro, de 1998, "Despierta y lee" :

(Placeres de agosto. Chesterton dice en uno de sus artículos: “Los hombres podemos acostumbrarnos a todo. Hasta nos hemos acostumbrado al sol”. Cosa en efecto más terrible que hermosa, el sol: conviene no acostumbrarse nunca del todo a él, a su majestad, a su cariño que amodorra y calcina, a su enorme amenaza pendiente sobre nosotros. Una de las alegrías de agosto es poder meditar ---a la sombra, desde luego--- sobre el sol.
Otro gozo agosteño: las fiestas. Sobre todo si uno pone esmero en evitar ir a ellas. Es delicioso saber que la gente lo está pasando bien y aún más delicioso no tener que acompañarla en ese trance. Nada más grato que tener conciencia de que todo el mundo baila, se apretuja en los bares, se besa y se pellizca por los rincones en penumbra, disfruta con los fuegos artificiales, grita por las calles “¡Patxi! ¡Paaatxiii!” a las cinco de la mañana, mientras uno --sentado en el cuarto oscuro-- sigue pensando en el sol.)

Con estas voces sí se puede convivir, con estas voces uno logra olvidarse un poco de los “neanderthales” y creer en que existe un mundo civilizado, sensible y culto, o al menos una pequeña parcela en la que alegrarse y sentir que el hombre puede, efectivamente, ser algo más que un pobre, triste y ruidoso neanderthal.
No es que uno aspire al mundo del superhombre de Nietzsche o al de los brujos, los “hombres de conocimiento” de Castaneda, de los poetas soñadores de Novalis o de los sabios sonrientes del Tao o del Zen. Pero sí sería de agradecer que, a comienzos del siglo XXI, fueran desapareciendo, poco a poco, estos rebrotes de barbarie, estas ruidosas ---y numerosas--- chispas de salvajismo. Que a los niños se les enseñaran otras cosas aparte de silbar, gritar, dar patadas y conducir motos. Que, poco a poco, se fuera construyendo un mundo diferente.
Pero… ¿de qué estoy hablando? ¿Existe en algún lugar la voluntad de construir un mundo diferente? ¿No es éste el mejor de los mundos y ésta la mejor de las gentes? A mí me gustaría ver a los niños leyendo cuentos de los hermanos Grimm, por poner un ejemplo, y a los jóvenes paseando por el campo y acariciando nubes y árboles con la mirada. Pero yo debo estar un poco loco o un poco idiota. Quizá me falta el sentido de la realidad. Niños y jóvenes prefieren otras cosas, como las ya enunciadas. No es sólo que el mundo, la sociedad que se encuentran promueva y defienda ese tipo de cosas como necesario y vital, sino que a ellos mismos les sale de dentro ese espíritu “neanderthal”, y es ahí donde se encuentran más a gusto. Y contra eso es muy difícil luchar.
No quiero aparecer como predicador o moralista, y mucho menos como agorero (no soy ninguna de las tres cosas), pero ¿alguien ha escuchado atentamente la “música” que hoy prefieren los jóvenes? ¿Alguien ha hecho un estudio serio, psicológico, sociológico o antropológico sobre este tema? A mí personalmente, acostumbrado a música barroca o romántica, pero que también he saboreado y gozado a “monstruos” como Pink Floyd o King Crimson, este sonido de ahora me recuerda mucho a los tambores de la selva... ¿No sería entonces un signo claramente retrógrado? ¿No suena esto a una vuelta, a un resurgir de lo más primitivo? ¿No viene a significar un aparatoso y rotundo fracaso de lo que hemos convenido en llamar “mundo civilizado”? O, mejor aún, ¿no demuestra esto ---si es que tengo razón--- que ese mundo era y es sólo una especie de parche, una cortina de humo, una ficción tras la que ha existido siempre el mundo auténtico de los neanderthales?
En fin, acabando ya con estos comentarios, voy a poner ahora mi pequeño grano de arena en contra del susodicho fenómeno (que yo, inocente de mí, veo como una triste y letal regresión), y voy a escuchar, valientemente, sin miedo a parecer anticuado o estúpido, un concierto para oboe de Bach o un allegro de Vivaldi, y luego, para rematar, me voy a leer un capítulo o dos del "Hyperion" de Hölderlin o alguna sabrosa novela de Hoffmann, como "Los elixires del diablo".
¡Que empiecen a temblar los neanderthales!

(Todo esto es, sin duda, otra exageración de las mías. Seguramente, esos chicos son sólo chavales normales y corrientes, como los de toda la vida, que están atravesando lo que antes se llamaba la “edad del pavo”. O sea que no son neanderthales sino cromañones o, perdón, homo sapiens en una edad crítica. Y su música estridente y negroide, sus gritos y toda su panoplia de ruidos y golpes son sólo una forma de afirmar su masculinidad y de dar una salida a la incipiente excitación de su libido. Sí, seguramente es otra exageración de las mías. Pero ¿por qué estos chicos cuando crecen y superan esa edad crítica, siguen conservando el mismo estilo? Lo siento, pero no puedo evitar la aversión. Para mí siguen siendo “neanderthales”. Uno es así de delicado.)


Antonio Castellón

3 comentarios:

  1. El mundo es mucho más grande que el ruido que nos ensordece. Y el universo es más grande aún, y comparado con él, una macrofiesta con pirámides egipcias hechas con altavoces de un millón de megawatts a la enésima potencia viene a ser asimilable a la ventosidad de un grillo empachado. No se si esto es un consuelo, pero yo a veces lo pienso para sentirme mejor.

    José Javier.

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  2. Estoy plenamente de acuerdo, José Javier.
    Mi problema no es en si el ruido, sino la constancia del mismo. Todos de jóvenes hemos hecho ruido, pero hay que reconocer que incluso dentro del ruido hay niveles y calidades diferentes.
    Menos mal que por la noche uno puede mirar al cielo y gozar de la visión de la luna y las estrellas, rodeado de un pacífico silencio...

    Un saludo de Antonio.

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