Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







martes, 8 de abril de 2014

Viaje en la cocina



    «He soñado tanto y tan bien, que nada de este mundo me puede saciar.»


    Alberto Linde tenía esa cita mecanografiada en un papel, ya amarillento, y pinchada en la pared, delante de su mesa. No recordaba dónde la había leído, de dónde la había copiado (quizá de cualquier libro de hacía años, que no conservaba, o del cuaderno de algún compañero, ya olvidado), pero la guardaba celosamente porque tenía mucho que ver con su propia historia. 
    Aquella noche, como tantas otras, se hallaba cenando en la fría cocina de su cueva, antes de subir a su estudio dormitorio y sentarse a leer o escribir un rato, para luego acostarse, cerrar los ojos e intentar refugiarse en algún sueño. Y mientras comía de su plato de pasta italiana con gestos lentos, precisos, pero sin ganas, se acordó de una escena del final de la película de Kubrick "2001, una odisea en el espacio"... Muchos eran los momentos que recordaba de aquel filme, que le alucinó en su juventud, pero esta escena en concreto le pareció que revivía ante él durante esa cena.
    Se trataba, justamente, de aquella en que el protagonista, ya viejo, hace lo propio en una amplia, elegante y fría habitación, iluminada con indirectas lámparas blancas, ante una mesa de cristal. Le impresionó en su momento vivamente, porque allí se palpaba una inusitada sensación de infinito... Lo que sintió entonces el joven Alberto (que no había leído la novela de Clarke y desconocía el sentido de la escena) fue como si el personaje estuviera en una nave espacial, acondicionada y decorada convenientemente, viajando en solitario por la oscura inmensidad del universo. Esa cena silenciosa, como cansada, esos gestos casi mecánicos, desprovistos de intención, sin brillo, le transmitieron como una angustia y una tristeza... La de la soledad del hombre ante su destino, que no comprende y muchas veces ve como vacío y carente de sentido. Pero asimismo, sintió que había allí como una velada presencia... La de algo misterioso para lo que no tenía nombre.

    Todo eso le vino a la memoria a Alberto Linde durante su frugal comida nocturna. Y hubo momentos en que le pareció que aquella vieja cocina era uno de los compartimentos de una nave espacial, y que, efectivamente, se encontraba viajando entre las distantes estrellas. Alberto, un soñador nato, sabía muy bien de su afición a imaginar y no le dio mayor importancia. Pero... también tenía un fino olfato para ciertas cosas, y algo le dijo que era muy posible que su ensueño tuviese (desde alguna perspectiva, quizá filosófica) un fondo de realidad.
    Acabada la cena, fregó cuidadosamente el plato, el tenedor y la copa de vino; guardó el resto de la barra de pan en la bolsa y apagó la luz de la cocina. Arriba le esperaba su hora más preciada: un poco de lectura, quizá algunas notas en su libreta, y luego la suavidad y el calor de esa cama en la que a veces se encontraba con mágicas ventanas abiertas al país del sueño. 
    Pero, sin saber bien por qué, antes de empezar a subir los viejos escalones de crujiente madera, se le ocurrió abrir la puerta para asomarse una última vez al exterior. Quizá para saludar a los árboles que sobresalían tras el muro de piedra del callejón (amable locura que se permitía muchas noches, cuando estaba de buen humor), o tal vez para ver si en el cielo había nubes o estrellas y hacerse así una idea del tiempo que iba a hacer mañana. Descorrió los cerrojos y abrió la pesada puerta...

    Ante él no encontró ningún muro, ni árboles, ni nubes ni estrellas... En lugar del callejón, vio como el paisaje de un sueño... Lo de alucinar inesperadamente le había sucedido otras veces, pero no con tanta nitidez, no con el realismo de esa noche. Se apoyó en el quicio de la puerta y paseó su atónita mirada por aquel paisaje. En principio, mirando hacia el norte, vio un largo camino, rozado por la luna, que se perdía en un lejano y frío horizonte con extraños destellos azules, en medio de una desnuda y oscura pradera barrida por el viento. Y luego, al mirar hacia el oeste, descubrió con creciente asombro, en mitad de otro camino similar, el pequeño oasis de una casa rodeada de árboles frondosos y brillantes, como una rara isla de luz en medio de la noche, con un fondo de montañas y estrellas... Era como ver la fascinante entrada a otro mundo, como si mirase a través de una mágica fisura en el tejido del aire.
    Una de las ventanas de la casa estaba abierta, y desde allí una silueta, que le pareció vagamente conocida, le hacía señas con una mano y le llamaba... Alberto, ávido de sueños, sediento de viajes y aventuras, no se lo pensó más. Se despojó de su asombro y se puso en marcha, tal como estaba, con bata y zapatillas, dirigiéndose raudo hacia aquella casa y su amable figura, hacia el encuentro con aquel sueño. 
    Sobre el camino lunar, sus pasos no dejaron ninguna huella.



Antonio H. Martín 
(8 de abril, 2014)

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imagen: Ignis fatuus, nº 10 (detalle)
  

6 comentarios:

  1. "... como una angustia y una tristeza... La de la soledad del hombre ante su destino, que no comprende y muchas veces ve como vacío y carente de sentido. Pero asimismo, sintió que había allí como una velada presencia... La de algo misterioso para lo que no tenía nombre."
    A encontrar esa presencia que no podemos nombrar Alberto se fue tal como estaba. Sea una alucinación, un sueño o la misma realidad, todos abrimos la puerta antes de entregarnos al sueño porque sentimos que esa velada presencia nos espera cada noche.
    Un cuento nocturno que invita a la reflexión diurna.

    Un fuerte abrazo, Antonio.

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    1. Sí, amiga, Alberto se fue sin pensárselo. Porque si hubiese perdido tiempo en cambiarse de ropa, nada le aseguraba que al volver a la puerta siguiera allí esa visión...
      Por otra parte, los buenos soñadores no se suelen preguntar si lo que ven es alucinación, sueño o realidad. Lo único que les importa es entrar allí y sentirlo; porque en ese sentir ven el más claro y válido puente para contactar con la vida. No saben de ningún otro.
      La velada presencia que nos espera cada noche, sólo en esos momentos preciosos, a través de ese puente, se desvela.

      Gracias por tu atenta y sensible mirada, amiga.

      Un abrazo, María Paz (Fer).

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  2. Nos aferramos a los sueños para escapar de la realidad y, a veces, lo hacemos con tanta intensidad que la linea que los separa de la realidad se hace invisible y llegamos a vivirlo de verdad...o ¿no?.¡Qué mas da ! ,en esos momentos somos felices.Que pases un buen día caminante y sigue dejándonos a menudo la huella de tu fantasía con tus historias, nos ayudan a reflexionar...

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    1. Los soñadores, amiga P., se aferran a los sueños no sólo para escapar de la realidad, sino porque creen que otras realidades son posibles. Y ahí están los sueños, los buenos sueños, que actúan a veces de puertas hacia esas otras dimensiones.
      Cuando hemos soñado bien la noche anterior, cuando tenemos la sensación de haber cruzado una de esas puertas, el día que sigue tiene un color distinto, más... brillante. Así que, espero tener un buen día, amiga.

      Gracias por acercarte a mis fantasías.

      Un saludo de este caminante, que nunca va a dejar de soñar.

      Antonio

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  3. A veces cuesta más desprenderse de un sueño como el que tan bien nos has narrado que de la propia realidad...

    Un abrazo, Antonio

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    1. Sí, Luis Antonio, es así; y lo es porque hay sueños muy especiales que la realidad no se atreve ni a rozar... Sueños que nos llenan, porque llenan el universo en que se vive. Quizá porque si fuera tocada por ellos podría ser transformada. No queremos desprendernos de ellos, porque nos enriquecen la existencia. Pero, al final, quien puede casi siempre es la realidad, aliada con el tiempo.
      En algunos sueños hay mucha magia, y la realidad se supone que es un campo cerrado. Ésta no admite esas otras realidades más que como sueños. Pero... que cada uno valore las cosas a su manera.

      Un abrazo.

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