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Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.
Sentados cómodamente en la amplia terraza de un ático, una noche de reciente primavera, ante un suave horizonte de colinas onduladas salpicadas de árboles, después de haber caminado esa tarde durante varias horas por la playa, dos viejos amigos conversaban. Ajenos a sus relojes, distendidos, entregados, saboreando el lento andar de los minutos, que más que discurrir parecían querer quedarse en aquella terraza, quizá a escuchar lo que allí se hablaba para guardarlo en sus diminutas maletas y llevarlo a alguna otra parte... Hacía mucho tiempo que no se veían, y a pesar del largo paseo tenían aún muchas cosas que decirse. El aire era tenue y algo frío (estaba aún cerca el invierno), pero con la ayuda de los abrigos se estaba bien allí. Sobre la mesita redonda de madera había dos copas llenas y un cenicero donde humeaban unos cigarros de tabaco negro. Como fondo, ese sereno horizonte que parecía deslizarse hacia el infinito, tocado por el paso de algunas nubes soñolientas. Y como única luz, la de la luna llena con su abismo de estrellas.
—Me quedan aún unos tres años de vida —dijo Arturo Gómez, después de beber un largo trago de su copa de coñac—. Sé perfectamente que no he hecho ni una cuarta parte de lo que debería haber hecho, y que ya poco es lo que puedo hacer... Pero intento gozar de los momentos que aún encuentro, sobre todo de esos cuyo brillo todavía soy capaz de ver en medio de las sombras.
—Te entiendo —contestó el otro—. Siento algo parecido, porque ya estamos los dos en las postrimerías, en las penúltimas vueltas de esta especie de laberinto. Pero... ¿a qué viene eso de los tres años? ¿Por qué tanta concreción? ¿Te ha dicho algo el médico?
—No, Pablo, ya sabes que no soy de médicos. Es sólo una intuición. Algo por dentro me lo dice...
—Bueno, bueno, tú y tus intuiciones... Seguro que volveremos a vernos dentro de diez años o más. Eso nunca se sabe con certeza.
—Ojalá, amigo, pero..., sinceramente, no lo creo.
—Vale, pues te quedan unos tres años, ¿y qué pasa con eso?
—Nada, nada. Mi vida ha sido larga, infructuosa pero lo bastante larga. Si no la he sabido aprovechar es cosa mía. Pero de lo que quería hablar es de los momentos...
—¿De esos que dices que aún encuentras brillando entre las sombras?
—Exacto. Lo que no me perdono, a estas alturas del viaje, es perdérmelos. Por eso procuro estar siempre con los ojos bien abiertos. Aunque me cueste admitirlo, aún me ocurre algunas veces que me encuentro con el rastro de uno de esos momentos justo después de que han pasado... Y entonces siento rabia por no haberlos aprovechado, por no haberlos vivido.
Pablo Villena, algo más joven y con otro estilo de ánimo, que esa noche estaba de visita en casa de su amigo Arturo, se levantó entonces de su asiento y se acercó a la baranda de la terraza. Dando la espalda a su compañero, dijo en voz baja:
—Arturo, muchas veces en el pasado te he oído eso...
Luego se volvió y le dijo a la cara:
—¿Para cuando el cambio, amigo? ¿Para cuando?
—Espera, Pablo, no me critiques. Sé bien a qué te refieres. Ya he dicho antes que reconozco mis errores y que no he hecho lo que debería, pero ahora..., ahora es diferente.
—¿Diferente porque sientes que se te acaba el tiempo?
—Sí, por eso, precisamente por eso.
—¿Y qué solución le ves al asunto, Arturo?
—La solución está en lo que he dicho, en mantener los ojos bien abiertos. Y aunque mi torpeza siga haciendo de las suyas, son muchas las veces en que me veo delante de esos momentos y consigo vivirlos. Éste, por ejemplo, es uno de ellos.
—Gracias por decir eso, Arturo. Pero... sabes bien que la compañía de un viejo amigo suele suavizar las cosas, las facilita. El mérito está en saber vivirlas solo.
—Ay, amigo, cuánta razón tienes. Por supuesto que es así, y siempre lo he defendido de esa manera. Pero, las fuerzas a veces acompañan y otras muchas veces no...
—Ya, eso lo sé. No soy quién para enseñarte sobre eso.
—Bueno, pues dejemos el tema, que todo eso que dices ya me lo digo yo a solas. De lo que quiero hablar es de los momentos...
—Bien, pues háblame de ellos.
Pablo volvió a su asiento, se encendió otro cigarro y tomó un sorbo de su copa.
—Mira —dijo Arturo—, últimamente se comenta por ahí un tema que llaman "tempística"...
—¿Tempística?
—Sí, no sé si viene en el diccionario; en inglés lo llaman timing. Lo leí hace poco en un periódico. Se trata de una técnica que se usa sobre todo en el teatro y que tiene que ver con el uso del ritmo, de la velocidad, de las pausas...; lo que influye directamente en el resultado de una obra. Y, por descontado, es algo aplicable a la vida misma.
—A ver, explícame.
—Según lo entiendo, la tempística esa es una forma de bien hacer que resulta en lograr el efecto deseado. Cuando uno aplica esa técnica a la vida, como si jugara al ajedrez, se encuentra con que ésta responde.
—¿Cómo que responde? —preguntó Pablo con interés.
—Responde, en el sentido de que la vida entonces se deja... encontrar.
—¿Quieres decir que...?
—Sí, quiero decir que si uno sabe mover bien las piezas, la partida, por decirlo así, llega a buen fin.
—¿Tiene esto que ver con lo que decías antes de tener los ojos bien abiertos?
—¡Claro! Ese es el objetivo. Tener los ojos bien abiertos, los oídos y todos los demás sentidos. Es vital para navegar sobre el río.
—Por el río de la vida, del acontecer, de lo que nos pasa...
—Exacto, amigo. Es algo que me recuerda a las viejas técnicas de meditación, en las que la conciencia se fija en una cosa tan aparentemente simple como la respiración.
—Perdona, Arturo, aquí ya me pierdo. ¿Qué tiene que ver la respiración con la tempística?
—Mucho, amigo, mucho. Pero no liemos el tema. Confórmate con entender que esa técnica es perfectamente aplicable a la vida, y que gracias a ella (que, básicamente, es un ejercicio de atención) podemos disfrutar de esos momentos brillantes que a veces encontramos. Es precisamente lo que me esfuerzo en hacer, y es lo que últimamente enriquece mi vida.
Quizá sería oportuno decir ahora que tanto la luna como las estrellas escuchaban atentas esta rara conversación, pero quizá no sea necesario. En cualquier caso, la noche avanzaba lentamente, como sobre un río de aguas tranquilas; y el aire, una suave y fresca brisa, acariciaba aquella terraza y las frentes de los dos amigos.
—Anoche mismo —continuó Arturo— leí una historia del maestro Hoffmann, una en la que habla reflexivamente sobre la música, y me encontré con esta irónica definición. Espera un momento...
Fue adentro a por el libro, y luego leyó en voz alta:
«Algunos de estos infelices soñadores han despertado demasiado tarde de su error y por ello han caído en un desvarío, fácilmente deducible de sus manifestaciones acerca del arte. Opinan que éste permite al hombre vislumbrar su más elevado principio y, sacándolo de su lerdo quehacer en la vida vulgar, lo conduce al templo de Isis, donde la naturaleza habla con él mediante sonidos sagrados jamás escuchados y sin embargo comprensibles. Estos alienados albergan respecto a la música las opiniones más asombrosas: la llaman la más romántica de todas las artes, puesto que su único tema es el infinito, la más misteriosa, el sánscrito de la naturaleza expresado en notas, que llena el pecho de los hombres con un infinito anhelo, y que sólo en ella entiende el hombre el elevado canto de... ¡los árboles, las flores, los animales, las piedras, las aguas!»
—¿Hoffmann escribiendo en contra del sentido de la música? —exclamó Pablo—. Me cuesta creerlo.
—Amigo, dije que era una definición irónica. Por supuesto que Hoffmann estaba defendiendo esa postura, no criticándola. Lo de "alienados" lo dice desde la ironía. Está claro que Hoffmann era un músico de esa clase y, sobre todo, un romántico.
—Pero... ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Pues tiene que ver porque me encanta observar que algunos extraños como Hoffmann tenían la llave para gozar de otros niveles de percepción. Me asombra y me fascina, sí, me fascina que haya seres humanos que encontraron la forma de trascender lo vulgar y gozar del brillo de esos momentos especiales de que hablábamos.
—Entiendo que la música pueda ser una de esas llaves que dices, pero... ¿es suficiente?
—¿Cómo que suficiente? Amigo Pablo, nada es suficiente en un mundo complejo y contradictorio que está siempre amenazado por la sombra del absurdo. La totalidad está sólo en los sueños, en algunos sueños. Recuerda que hablamos de momentos, no de continuidades en el espacio y el tiempo. No de paraísos, sino sólo de momentos, de esas ventanas que a veces nos abre el infinito. Nuestro deber, si es que queremos en verdad vivir, es saber asomarnos a ellas a tiempo y disfrutar de lo que nos ofrecen.
Pablo volvió a beber lentamente de su copa, miró fijamente a su amigo Arturo y preguntó:
—¿Y es eso lo que estás haciendo ahora?
—Eso es lo que intento, amigo. No es fácil, nada fácil, pero a veces lo consigo. El templo de Isis es recóndito y está muy bien guardado, oculto en la noche más oscura. Hay muchas murallas de sombra y pozos envenenados que se interponen en el camino, pero sé que siempre... Escúchame bien: siempre hay, entre la maleza, un estrecho camino que sigue abierto, una pequeña ventana por la que es posible asomarse y mirar al otro lado. Quizá incluso, quién sabe, logre encontrar alguna vez la puerta...
Pablo sonrió, al ver a su amigo encendido de esa manera.
—Siempre fuiste un aprendiz de mago, Arturo, y me gusta ver que sigues siéndolo. Ojalá llegue a ver también algún día que te conviertes al fin en maestro.
Arturo alzó su copa y brindó:
—¡Por la vida, amigo! ¡Por desentrañar por fin este misterio que a todos nos atañe! ¡Por saber leer sus señales y seguir el camino! El templo de la madre Isis, la diosa luna, está siempre ahí, muy cerca, esperando que sepamos encontrar la senda que un tiempo sombrío nos ocultó.
Y dicho esto, los dos amigos acabaron sus copas y se retiraron a sus habitaciones. Cada uno con sus propios pensamientos, con sus diferentes formas de mirar. Pero ambos con una sonrisa, por haber rozado el brillo de un buen momento. Allí les esperaban los sueños, esos duendes que a veces hacen de puente entre la oscuridad y la luz. La terraza quedó vacía y en silencio, pero sólo en apariencia... La luna y las estrellas seguían allí, escuchando el eco de las voces. Y un mirlo vino de no se sabe dónde y se puso a cantar, como si fuera un extraño violín del aire...
Antonio Martín Bardán
(2 de abril, 2014)
Hablando de música y para la próxima charla, regálale, esto a tus protagonistas, seguro que les acerca aún más a su 'tempística' ;)
ResponderEliminarwings of sound
Saludos tempísticos ;)
Gracias, Crystal.
EliminarSeguro que esas alas sonoras, esas tres notas deslizándose entre nubes, serían un buen fondo para las conversaciones de estos amigos. Acompañan muy bien a la luna y las estrellas.
La tempística tiene mucho que ver con el respirar, y este "Aire" de Peter Kater recuerda, sin duda, a ese violín que a veces se escucha entre las sombras. Es una música que se acerca mucho al silencio, ese raro silencio lleno de melodías...
Un saludo, amiga, tempístico y de todos los tonos y colores.
;)
Maravilloso relato, amigo Antonio. La vida es una sucesión de momentos, y nunca es tarde para aprender a asirlos y disfrutarlos.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Fer
Gracias, Fer.
EliminarSólo es el resultado de una noche despierta, de esas claras en que los sueños te rodean y te hablan, incluso antes de dormir. Este caminante necesita, muy a menudo, conversar consigo mismo.
Momentos, amiga, sólo momentos, sí, pero son la guinda del pastel, la fresa que, entre abismos, caos y sombras, aún se nos aparece y de la que aún podemos disfrutar. En eso, creo, consiste la vida.
Un abrazo.
Me gusta tu historia. Me gusta eso de tener abiertos los ojos, los oídos y todos los sentidos para navegar por el río de la vida.Hay tantas cosas bellas y tanta gente bella!,que no debemos dejar pasar la oportunidad de que formen parte de nuestra vida.Que las notas del violín del aire te acompañen siempre caminante...
ResponderEliminarSí, así es P., hay mucha belleza escondida, y es una pena que haya veces en que no somos capaces de verla. Por ello hay que abrir bien los ojos. Porque ese es precisamente el tesoro que vinimos aquí a descubrir. La vida, ese misterio, esa magia, nos rodea por todas partes, pero hay que saber verla.
EliminarEl violín del aire suena aún con claridad, amiga. Aparte de algunas circunstancias malhadadas, conservo aún un buen oído para las buenas cosas. Y mi mirada sigue abierta...
Un saludo.