Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 28 de abril de 2014

El hombre del atardecer

   

    «Lo que la juventud tenía que encontrar fuera, el hombre del atardecer tiene que encontrarlo dentro.»

Carl Gustav Jung

    
    Últimamente tengo la buena suerte de encontrar pequeñas perlas en los periódicos. Suelo mirar éstos muy por encima, leyendo sólo los titulares y alguna columna de opinión. Hago los crucigramas, intento descifrar el jeroglífico y paso en bloque de las páginas deportivas, que no me interesan (no soy aficionado). Sin embargo, me suelo parar algo en las páginas culturales (aunque suene a engreído), porque es donde veo que aún hay otras formas de percibir la vida. Pero no siempre es ahí donde encuentro esas perlas, sino también en cualquier otra parte. Y cuando ocurre, lo tomo como un mensaje, como una señal del infinito. Al no creer en la casualidad, sino en la causalidad —y también en la sincronicidad—, el hecho de encontrar determinada frase o párrafo lo siento como algo personal.
    Inevitablemente, esa cita del maestro Jung, que encontré en no sé qué artículo*, me evocó otras palabras que escribió el romántico Novalis mucho tiempo antes, sobre la validez de la mirada interior: «La senda misteriosa va hacia dentro.»
    Ambas citas nos vienen a decir lo mismo: que algo en nuestro interior tiene la clave del misterio de la existencia. Lo cual no deja de tener su lógica, porque en realidad no hay ninguna distancia entre ese interior y el misterio que nos envuelve. Lo que hace oscuro al misterio, es decir, lo que hace que nos parezca misterioso es simplemente que falta la necesaria apertura de la conciencia, esa que nos permitiría ver aquello de lo que estamos hechos.
    De jóvenes buscamos las respuestas fuera, porque el ancho mundo nos atrae, lógicamente, y sentimos que más allá de las fronteras está la clave del tesoro, oculto en algún lejano horizonte. Pero, pasado el tiempo, cuando ya hemos visto el suficiente mundo, llegamos a darnos cuenta de que esa clave está dentro de nosotros mismos, o en ninguna parte. Puede que nos siga gustando viajar, pero ya no para buscar un sentido, que sólo podemos encontrar en nuestro interior. No se trata tanto del «conócete a ti mismo» de los griegos, como de conectar con una esencia que nos comprende e incluso nos trasciende.
    ¿Soy yo un hombre del atardecer?, me pregunto esta noche. Por la edad sí que lo soy. Ando cerca de acabar la cincuentena, y ya poco me interesan los viajes. Como mucho, imagino que me gustaría visitar algún lugar emblemático como París, que extrañamente aún no conozco, pero tengo muy clara asimismo la sensación de que allí, como en cualquier otro sitio, me iba a encontrar con la misma presencia, es decir, con el ubicuo fantasma del mundo. En Suiza, por poner un ejemplo, hace muchos años, me pasó también algo así, pero sólo muy tangencialmente, porque allí me amparaba la sombra luminosa de mi estimado maestro Hesse. De manera que la presencia del mundo no llegó a tocarme.
    De todas formas, mi patria nunca la han constituido ni pueblos ni ciudades, y mucho menos países, sino sólo rincones, esos rincones humildes y brillantes que he ido encontrando en mi deambular y con los que he sentido cierta correspondencia anímica. Quizá porque me evocaban ciertos sueños, porque en ellos había un destello especial e íntimo que me hablaba de alguna ignota patria olvidada, de la que he perdido la memoria, pero que sigue viviendo por dentro.
    Otra cosa muy distinta sería poder viajar a lugares lejanos y solitarios, como los bosques de Noruega o de Canadá, a los montes Dolomitas, al País del Viento, a la estepa siberiana, a los círculos polares o a otros lugares de la Tierra donde la belleza no ha sido casi tocada por la mano del hombre. De esos aún hay muchos, afortunadamente. Pero me vencen dos cosas: la primera que no puedo hoy hacer esos viajes, y la segunda que sé que también allí (incluso en alguna cumbre de los Himalaya) iba a encontrarme mirándolo todo desde mí mismo... Lo que viene a significar que ningún sitio es lo bastante valioso para mí, si llevo siempre como única compañera a mi sombra. Y esto de la sombra no lo soluciona ningún viaje al exterior.
    Así que este hombre del atardecer debe buscar dentro lo que antes parecía estar fuera, como dijo Jung. Pero ¿qué es de momento lo que ahí encuentro? Pues hay muchas cosas, algunas valiosas, como pensamientos, ensueños, algunas fórmulas para sobrevivir, recuerdos de antiguas claridades y poco más. Quizá porque ya estoy algo gastado, quizá porque me siento ya sin fuerzas para seguir. ¿Seguir, para qué?, me digo algunas veces. Nada me asegura que vaya a hallar la luz que busco en algún recodo del camino. Pero aún así, sigo caminando.
    Los sueños, sí, los benditos sueños... Esos amigos hermanos. A veces son mensajes del inconsciente, que nos quieren avisar, aclarar algo que está oscuro para la conciencia. Pero otras muchas veces son sólo un reflejo de nuestra vida cotidiana, que actúan como un espejo. Y lo que te dicen entonces es que la mente está contaminada con problemas, con conflictos, con laberintos. Te duermes y lo que ves durmiendo es una continuación de lo que vives cuando estás despierto. Sucede que el mundo, además, en ocasiones, sigue mostrando el paisaje de aquel salvaje oeste americano que veíamos en las películas, que en absoluto ha sido superado... Y eso también se refleja en los sueños. Menos mal que algo hay aún dentro de uno, una llave de plata que permite ver otros paisajes y atisbar otros horizontes.  
    
    Morirse es pasar al otro lado del espejo... Así se me ocurre ver ese tránsito definitivo entre lo que llamamos vida y lo que denominamos (sin saber bien qué es) como muerte. Y entre la vida y la muerte, el hombre del atardecer, como el joven caminante que viajaba, continúa buscando respuestas. Suerte que, si sabemos mirar, sigue habiendo buenas ocasiones, esas en las que hadas y duendes hacen de las suyas... Suerte que la magia, como siempre, y a pesar de cualquier impedimento y cualquier oscuridad, nos cubre algunas veces con su manto de alegría, con su inefable lluvia de vida. Eso ayuda mucho a esclarecer el camino, este camino interior dorado ahora por un atardecer incierto, que no sabemos qué sorpresas, enigmas y encuentros nos deparará.
    
    Brigid, hija de Dagda y esposa de Bres, que gobernó durante algún tiempo la tribu de los Tuatha, en la vieja Irlanda, sigue siendo la diosa de la fertilidad, del agua de los ríos, de la adivinación y de la poesía, la diosa adorada por los Files irlandeses. Y todavía hoy los celtas mantienen, en su honor, un altar con una llama siempre encendida.


A. Martín Bardán
(28 de abril, 2014)




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pintura: Bernard Buffet

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*Nota:

    "El hombre del atardecer" lo escribí después de leer un sustancioso artículo de Xavier Guix (El largo viaje de la vida), publicado en El País Semanal (nº 1.960 / 20 de abril, 2014). Ahí viene, en uno de sus apartados, la cita de Jung (que no conocía y con la que es evidente que estoy muy de acuerdo) que pongo al principio del texto. Recomiendo la lectura de ese artículo de Guix, cuya inspiración procede (según el propio Guix) básicamente de la lectura de la Odisea de Homero, y también de algunas obras psicológicas de David Richo.
    No conozco al señor Guix, y tampoco al señor Richo, pero el artículo a que me refiero es de muy interesante lectura. Contiene claves importantes sobre el proceso de la conciencia individual, que conviene conocer y tener en cuenta. Transcribo a continuación el final del artículo, para dar una idea de la calidad del mismo:   

    «El viaje a Ítaca no tiene que significar la misma epopeya de Ulises. La vida no es una gincana, ni un circuito de aventuras aunque a veces lo parezca. Más bien consiste en agrandar paso a paso la conciencia, abandonando las esclavitudes del ego y abrazando lo que trae cada momento. Entender que todo lo que se desvanece y muere en nosotros nos devuelve la realidad con mayor pureza. Por eso, tanto la figura del alquimista como el mago se consideran arquetipos de transformación. Desvelan la luz que se esconde tras las sombras, que tan a menudo nos cuesta alcanzar a comprender. Es la experiencia que sirve para saber lo que significan las Ítacas.» 

Xavier Guix

    Casi parece como si lo hubiera escrito yo mismo... Mucho habría que hablar sobre este tema. Quizá los amigos Arturo y Pablo, esos que conversaban hace poco, por la noche, en la terraza de un ático, hablen sobre ello cualquier día de éstos, si es que sucediera, por uno de esos azares afortunados, que se volviesen a encontrar... 


A. Martín Bardán
(4 de mayo, 2014)

2 comentarios:

  1. Esperaba tu nueva publicación con otra idea, pero no me ha decepcionada para nada lo que he leído. La frase de Jung ya es por si sola un buen avance de lo que de ella se puede extraer. Cuando somos jóvenes nos comemos el mundo o al menos es lo que nos creemos,no hay límites a la curiosidad y a las ganas de vivir .Nos parece que todo lo bueno esta fuera de nosotros, fuera de nuestra casa familiar, fuera de nuestro pueblo, fuera de las amistades de la infancia, fuera de todo...Como a ti, creo que también me llegó el atardecer y lo hizo curiosamente volviendo a todo lo que quise dejar cuando era joven, a mi familia, a mi pueblo, a mis amigos de entonces y aunque puede sonar a reencuentro, yo no soy la misma. Ahora todo lo busco dentro de mi, ahora no ne valen las mismas cosas ni me aportan nada situaciones o personas que en algun momento pudieron ser relevantes.Ahora me gusta estar sóla, a veces demasiado y soñar, soñar mucho...
    Y pasando a singular la frase de Bogart en Casablanca, "siempre te quedará París", te deseo un buen día caminante...

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    1. El viejo Jung sabía muy bien de qué hablaba. Por algo se pasó la vida investigando y meditando sobre los laberintos de la conciencia humana. Su amigo Hermann Hesse (mi maestro, al que me gusta llamar "tío") decía de él que era "una montaña" de conocimiento. Lo que sigue, mis humildes letras, es sólo el comentario personal de un lego en la materia.
      Por supuesto que estamos de acuerdo en lo de esa euforia de la juventud, ese afán de entonces de encontrar fuera las respuestas. Creo que es algo natural: ¡hay que salir del nido y volar!... Pero igual de natural es luego volver, a veces, a ese mismo nido o a sus cercanías. Quizá porque todo se conforma en base a una sucesión de ciclos. Y, sencillamente, hay conciencias que prefieren volver, porque están hechas de esa madera que podemos llamar "familiar". Es la atracción del antiguo calor, el recuerdo de la vieja lumbre lo que les llama.
      Todos, de alguna forma, volvemos siempre a casa, a nuestro origen. O al menos lo intentamos. Hay caminantes un tanto desarraigados que lo tienen más difícil, pero también ellos sienten esa pulsión por volver.
      Pero no, nunca somos los mismos. Los múltiples viajes y experiencias nos han enriquecido (o empobrecido, según los casos). La vida siempre nos cambia. Esa es precisamente una de sus características principales: el cambio. Y quienes no saben adaptarse a esos cambios, son los que viven anclados fantasmalmente en el pasado. Por lo que sé, conoces algún caso...
      Y en cuanto a la soledad y los sueños... ¿qué puedo decir que no haya dicho ya? Durante los casi siete años que tiene este cuaderno, no he hablado casi de otra cosa. Para mí los sueños, los buenos sueños, son esas ventanas mágicas por las que puedo acceder a otros mundos, lejos de la vulgaridad de lo cotidiano. Y eso configura el aire que me permite seguir viviendo. Fuera de eso, no es gran cosa lo que veo... El "más de lo mismo", uno y otro día, no es ningún camino que me invite a seguirlo. Ah, amiga, pero ahí están los sueños, y yo soy su fiel lector; al igual que hace tiempo me dedicaba a leer el lenguaje de las nubes. Y la soledad, la buena soledad, la sonora y llena de presencias sutiles, con susurros y destellos, es de lo mejor que he vivido nunca.

      Sí, siempre me quedará París, aun siendo para mí sólo una ciudad de fantasía que quizá nunca visite realmente. Aunque... te confieso que en sueños he estado ya allí en varias ocasiones... ¿Quién puede asegurar que "mi" París no es también auténtico?
      El hombre del atardecer busca, como hemos hablado, su ciudad de la luz en el interior. Y como se dice, no recuerdo si en la Alquimia o en la Kábala: "Igual que es arriba es abajo"...

      Gracias por tu visita y tus palabras, P.

      Bonne nuit.

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