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Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.
Desde la lejanía de su sentir, levemente apoyado en la baranda del viejo puente, Alberto Linde contemplaba el lento fluir del río. Era noche de luna llena, y hacía tan sólo unos días que había vuelto de un raro y bello ensueño, ese con el que se encontró al abrir la puerta de su cueva, junto a la cocina, y tener visiones inesperadas*... Desde entonces, quizá debido a ese ensueño, Alberto solía salir a pasear por el pueblo en horas intempestivas. Se despertaba de madrugada, a las cuatro o las cinco, incapaz de seguir durmiendo, y caminaba por las calles del pueblo vacío, pensando, mirando, leyendo someramente las líneas del paisaje, pero sin que su atención se fijara en nada en particular, envuelto en su laberinto interior, como una sombra más de la noche.
Esa misma mañana había leído, en una columna del periódico local** en la que se hablaba de las diferentes tribus que pueblan la sociedad actual, lo siguiente: «Borges, que pertenecía por su cuenta a la tribu más evolucionada del mundo, detestaba perpetuarse de la manera más habitual, que es teniendo hijos, y por eso no era partidario del coito ni de los espejos, ya que ambas cosas multiplican a los hombres.»
Sin llegar a la radicalidad de Borges, algo había en esa declaración que le tocaba... Alberto había perdido la memoria de las voces, el brillo de los buenos ecos, y ya no podía oír las risas de antaño. Quizá porque el mundo, su mundo, estaba saturado de ruido, poblado en exceso de otras voces y otras risas que le eran absolutamente extrañas. Y en cuanto a los espejos, para él no eran sólo esas pulidas superficies de cristal que nos reflejan y nos muestran la incómoda lectura del paso del tiempo, sino, sobre todo, los sueños. Que nos multiplican, sí, pero ampliándonos y enriqueciéndonos hasta, a veces, límites insospechados; que pueden llegar a ser magníficos viajes por el mundo interior y en los que es posible encontrar inestimables tesoros y raras luces ocultas.
¿Qué era entonces lo que le llegaba de esas palabras de Borges? Era, simplemente, el compartir con el maestro la extrañeza ante el género humano. Ese sentimiento del que también hablaba Albert Camus, cuando pone en boca de su Calígula aquello de que su más íntimo refugio lo configuraba «el desprecio»...
No era, sin embargo, Alberto Linde un despreciador habitual. Se inclinaba más siempre hacia la comprensión e intentaba acercarse incluso a las más estridentes situaciones humanas. Aunque lo hacía siempre desde una cierta distancia, al menos se esforzaba por interpretar y entender. Pero el problema para Alberto no estribaba en encontrar la lógica de los comportamientos y actitudes de sus vecinos, en descifrar las claves de lo que para él era, mayormente, un espectáculo cuajado de absurdo. Su problema era otro, y tenía mucho que ver con el cansancio y el hastío.
Tal vez influido por el peso de los años, o quizá debido a la expuesta situación en que se encontraba su vivienda actual (justo en el lugar más céntrico y ruidoso del pueblo), a Alberto Linde ya no le hacía ninguna gracia la proximidad de sus congéneres. Y en ocasiones, cuando se hallaba inmerso en ese mar de voces, a punto de hundirse, tenía que echar mano del desprecio para mantenerse a flote. Pudiera parecer como la simple rabieta de un solitario gruñón, que no soporta la ruidosa cotidianidad de la gente vulgar, y quizá lo fuera. Pero para Alberto era, sobre todo, un modo de aliviar la presión del mundo.
En estos paseos nocturnos, sin embargo, esos problemas se iban desvaneciendo con cada paso, como si caminara sobre una ciudad nueva, diferente, sin ruidos ni figuras extrañas, entre un aire limpio y suave. Un paisaje tranquilo, con casas soñolientas y calles vacías, con árboles que susurran y un río sereno que canta su melodía en voz baja. Un pueblo de calma y silencio, en donde es posible escuchar las historias que cuenta la luna, y descubrir entre las sombras las huellas de algún duende que acaba de pasar... Era el viejo encanto de la noche, la noche profunda y amiga que nos envuelve y hace que confundamos a veces el paisaje con los sueños.
No había aquí nada que despreciar, ninguna figura expeliendo sus torcidas realidades, sus palabras absurdas, su extraño aliento; ninguna estúpida risa vacía, ningún hacedor de mundos de sombra. Sólo el paisaje del silencio, la soledad amiga, el camino en donde poder, por fin, sentir y pensar, sin que amenace el áspero cuchillo de lo extraño. Alberto saboreaba esos momentos como un bálsamo, y dejaba que sus pensamientos fluyeran sobre el río, y se hundieran lentamente en el infinito.
Borges tenía, sin duda, razón. Pero también la luna tenía la suya, y los árboles y el río. La misma noche tenía sus razones, sus motivos, sus presencias, que no temían a los espejos.
Recordó entonces Alberto que había estado hacía poco escuchando a la coral polifónica del pueblo. No era nada usual en él ir a las iglesias, pero le apeteció esa tarde escuchar buena música, y sabía de la calidad de ese coro. Fue una hora exquisita, que se le hizo muy corta. Al terminar, cuando empezaron a sonar las notas de órgano del tema final, sintió que algo se le rompía por dentro... Se trataba de un sencillo y poco conocido Ave María (de Giulio Caccini), y su música hizo que se deshiciera cierta lámina de hielo, de la que no había sido consciente hasta ese momento. En la magia de esa música también había mucha razón. No acertaba Alberto a precisar si esa razón era lógica o no, pero sí sabía que estaba llena de fuerza y que ésta era cálida y amable, contraria a cualquier desprecio.
Envuelto en estos pensamientos, el noctámbulo Alberto Linde abandonó el puente y se dirigió hacia su casa. Pronto amanecería el domingo, día de mercado, y quería cerrar los ojos al menos unas pocas horas, antes de que el pueblo recuperara su aliento y el mundo volviese a proyectar su ruidosa sombra sobre calles y plazas. Esa noche no hubo visiones ni ensueños, ninguna puerta mágica en mitad del aire. Pero el paseo había dejado una favorable huella en su ánimo. Pensó que quizá fuera posible que mañana no se dejase vencer tan fácilmente, y que tal vez supiera atenuar el poder de ese ruido... Algo de la música de aquella tarde, algún beneficioso efecto, le quedaba aún por dentro. Y algo le había susurrado el espíritu de esa noche, que también hablaba en este sentido. Al fin y al cabo, el ruido es sólo ruido, pensó, un estallido sonoro pasajero, y tras él siempre está la suave arena del silencio. Igual que tras la larga y estridente sombra del mundo, está el vasto océano de estrellas. Comprendió que si la voz de la luna no podía escucharse durante el día, no era porque ésta estuviese callada. La música del sueño seguía latiendo tras el cegador velo de Maya. Sólo había que apartar un poco más la pesada cortina...
Antonio Martín Bardán
(20 de abril, 2014)
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* "Viaje en la cocina" (Cuaderno Nocturno - 8 de abril, 2014)
** Manuel Alcántara (El Diario Montañés - 8 de abril, 2014)
Muy tocada con tu historia porque esos sentimientos de desprecio, de hastío y de cansancio son viejos conocidos para mi.Donde yo vivo sólo llega el ruido de la mediocridad...Aunque de vez en cuando hay atisbos de esperanza.Feliz paseo caminante...
ResponderEliminarPues entonces, amiga, es que tus experiencias y las de este Alberto Linde son similares. El ruido de la mediocridad es esa mala sinfonía que el mundo se empeña en tocar una y otra vez, a veces incluso subiendo el volumen hasta niveles insoportables. Afortunadamente, casi siempre es posible encontrar esos pequeños e íntimos oasis de silencio que nos sirven de refugio. En ellos suena una música muy diferente...
EliminarSí, como dices, a veces hay atisbos de esperanza. Si no los suficientes para cambiar el tono del mundo, al menos sí para que los caminantes, "los locos bebedores de estrellas", puedan transitar por otros paisajes de la vida, más próximos al corazón y a los buenos sueños.
Gracias por tu presencia aquí, P.
Un saludo.