Con parecida sensación a la que se tiene cuando nos encontramos con una vieja casa en ruinas, y nos detenemos a imaginar quiénes vivieron allí, cuánta vida hubo entre sus rotas paredes... Los juegos de los niños, en el patio o el jardín; las alegres o silenciosas comidas en la cocina; las tertulias de los mayores al atardecer en verano, en la fresca terraza, después del duro trabajo —o dentro, al calor de la lumbre, en el crudo invierno—, entre graciosas y reflexivas; las risas, las penas, las discusiones, los abrazos y los besos... Y también, cómo no, la danza sinuosa y brillante, durante la noche, de mil sueños, que se realizaron o no... Todas esas voces que se fueron, esas historias diluidas en el inexorable río del tiempo, que protagonizaron gentes que ya no están...
Así me siento yo a veces, cuando paseo por mis viejos cuadernos, como entre un bosque de sueños, y releo cosas del pasado.
Esta noche me he encontrado con un escrito, un breve cuento dialogado, que publiqué aquí hace ya casi cuatro años (mucho, mucho tiempo), y que titulé "Su sombra y la mía"... La sensación es, como digo, similar a aquella de la vieja casa en ruinas, pero asimismo contiene una mezcla de nostalgia y extrañeza. Nostalgia por algo que se fue y que tuvo el sello de la felicidad, ese brillo inconfundible de la luna que acaricia el agua del tiempo... Y extrañeza porque siento que aquello no forma parte de mi vida (¿existió en realidad?), como si fuesen otros quienes lo vivieron, como si aquella casa en ruinas —a pesar de la familiaridad de los sentimientos— nunca hubiese sido la mía.
Sin embargo, no hay duda: fui yo quien escribió esas letras. Lo que implica que sí, que efectivamente forma parte de mi existencia. Pero no de ésta, sino de otra...
Esto me lleva a la simple reflexión de que estamos hechos de trazos, de que el retrato de nuestra vida se compone de múltiples cuadros o facetas, que vamos dibujando con los años, y de que quizá en el momento en que alcancemos cierta cumbre de la conciencia veremos (y sentiremos) la totalidad del dibujo, pero, mientras, sólo una parte. Es decir, que el ayer y el hoy están separados por líneas de sombra que sólo pueden ser obviadas desde una cierta altura. Por supuesto que reconocemos la autenticidad de la memoria (sabemos bien quién hemos sido y lo que hemos vivido), pero hay recuerdos que se nos vuelven extraños, y lo que alguna vez vivimos ya no lo sentimos como nuestro...
Cualquiera puede mirar un álbum de fotos propio y reconocer fácilmente personas y situaciones como reales y vividas. Pero... a veces se encontrará con fotografías «extrañas», de las que no se acuerda bien o con las que no se identifica. No es que esos momentos se hayan perdido, es porque la conciencia los ha apartado...
Entiendo que el hoy requiere toda nuestra atención, que la conciencia se dedica a bregar con lo que en este preciso momento tiene delante. Y pasadas experiencias, si han perdido su vigencia, es mejor soslayarlas, para que toda la fuerza sea aplicada a lo actual, a lo necesario.
Por supuesto que con esto no quiero restar ningún valor a los recuerdos. Y mucho menos si son tan buenos como a los que me refiero en el cuento que escribí. "Su sombra y la mía" habla de una historia de amor (tan sencilla como brillante), y este sentimiento es la gema más preciosa que se pueda encontrar. Si el protagonista del cuento (que se llama como yo) escucha el violín del aire, es porque ha encontrado esa gema. Su amigo no, por eso no lo escucha.
La sensación que provoca estar ante una vieja casa en ruinas, y esa mezcla de nostalgia y extrañeza de la que hablaba no le quita brillo ni color al recuerdo, al buen recuerdo. No sentimos igual, porque la conciencia, como he apuntado, está ocupada en otras cosas. Pero si, en algún momento, desbrozamos un poco la maleza, si apartamos el ruido de lo cotidiano, desaparecerá la oscuridad de lo extraño, y veremos que ese brillo de luna no sólo es inconfundible, sino también indeleble, y continúa acariciando el agua del tiempo.
El violín del aire, si se encuentra el necesario silencio, seguirá sonando entre la bruma de cualquier atardecer. Y si no fuera así, me remito a unas palabras que hay en el cuento:
«¿Es menos bella una rosa porque se marchite en invierno? ¿Cuánto dura la vida de una mariposa?»
Antonio Martín Bardán
(22 de marzo, 2014)
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Su sombra y la mía
Nuestras conversaciones transcurrían como una corriente de aguas azules en la que brillan aquí y allá las arenas doradas, y nuestra calma era como la calma de las cimas, de esas alturas espléndidamente solitarias, muy por encima del espacio de las tormentas, donde sólo el aire divino murmura todavía en la frente del audaz viajero.
Y luego la maravillosa, la santa tristeza, cuando sonaba la hora de la separación en medio de nuestro arrobamiento, y yo exclamaba: «¡Ahora volvemos a ser mortales, Diótima!», y ella me decía: «¡La muerte es apariencia, es como esos colores que centellean en nuestros ojos cuando hemos mirado mucho tiempo al sol!»
Friedrich Hölderlin
("Hiperión")
Los dos amigos se sentaron sobre la hierba, para descansar de su largo camino por la orilla del río. Detrás de ellos susurraban los álamos blancos, cuyas hojas danzaban con una fresca brisa que venía del oeste. Y en el horizonte, sobre una loma cubierta de olivos, se veía la despedida del sol, dorada, alegre, sonriente, como una puerta hacia el país del sueño, como una gran ventana abierta al infinito.
Había una música en el ambiente de aquella tarde de agosto, una música dulce y animosa que tocaba el corazón, como un violín de aire que bajara de las nubes para acariciar la tierra, y encantarla. Pero sólo uno de ellos la escuchaba...
—¿Tanto la quieres?
—Mira, amigo, cuando estoy con ella el mundo está completo, no falta nada. Ella lo llena todo.
—Típica impresión del enamorado...
—Jose, estoy enamorado, sí, pero no soy un loco adolescente que se deje cegar, mi experiencia es un grado, los fallos acumulados no restan lucidez sino que la enriquecen. Y puedo decir, desde la sensatez, que por fin he encontrado a la mujer de mi vida, la que siempre soñé.
—¿Estás seguro de eso?
—Lo estoy, como nunca antes.
—Antonio, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y tus palabras me suenan a repetición.
—Jose, hablo desde el sentimiento, y mi sentir ahora es éste. Claro que ha habido un pasado, pero eso ahora no cuenta, mi presente es ella y creo no equivocarme si digo que es la mujer que soñé.
—Bueno, siempre se sueña con un cierto modelo de mujer.
—No, amigo, los modelos varian con el tiempo, como en un desfile de años, pero ella..., ella es el original.
—¡Jajaja! Cómo exageras.
—Si al menos escucharas la música...
—¿Qué música?
—¿Ves? No escuchas, por eso no puedes entender.
—Lo único que entiendo es que estás loco por ella, y además que...
—¿Qué?
—Que ya veremos lo que dura.
—Eso no puedo saberlo, ni ella tampoco, pero... ¿es menos bella una rosa porque se marchite en invierno? ¿Cuánto dura la vida de una mariposa?
—Pues no sé, muy poco.
—Así suele ser el amor, frágil y transitorio como una flor o una mariposa, pero a veces, sólo algunas veces, perdura en el tiempo, y eso sucede cuando se ha cruzado el puente.
—Perdona, no te entiendo, ¿qué puente?
—El puente que une a dos almas, a pesar del tiempo y la distancia.
—Antonio, perdona que te diga esto, pero creo que estás un poco loco. Ya se te pasará, espero.
—Sí, nací loco, y hoy, ya viejo prematuro, estoy más loco que nunca. Por eso he podido cruzar ese puente.
—¡Jajaja! Lo que decía, estás loco.
—Sí, cierto, y ella también lo está, eso es lo que nos une.
—Me preocupas, Antonio.
—Pues deberías alegrarte.
—¿Alegrarme porque te metas en una aventura que no sabes dónde te llevará? Me parece todo tan inseguro...
—Ese precisamente es el concepto de aventura, ir hacia el horizonte sin saber qué te vas a encontrar.
—¿Y eso te parece bien?
—Eso es para mí la vida.
—Pero...
—Pero nada, sin aventura no es posible el descubrimiento.
—¿El descubrimiento de qué?
—Del tesoro.
El sol ya se había ocultado tras el horizonte, y poco a poco empezaron a verse estrellas. Aún faltaba la luna, pero ya vendría. Todo viene cuando tiene que venir.
—Vale, Antonio, te concedo que estés enamorado, eso lo puedo entender, pero... no sé, somos amigos y me gustaría verte más consciente.
—¿Consciente? Te aseguro que lo soy.
—Pues yo no te veo así. Me hablas de aventuras, de tesoros...
—Sigues sin escuchar la música.
—Esa música la oyes tú, porque estás alucinando.
—Sí, en colores, verde esmeralda y azul de anochecer.
—¿Nada más?
—También conservo el ámbar del sol, y espero el blanco de la luna.
—Definitivamente, estás loco, jajaja.
—Ríete, amigo, ríete, que yo me río aun más.
—No oigo tu risa.
—Me río por dentro.
—Antonio, esa sonrisa... ¿a qué viene esa sonrisa?
—Viene a que escucho la música que tú no escuchas, viene a que el violín del aire me dice que ella me ama...
—¿Y eso?
—Y si ella me ama, es que la misma vida me quiere, nos quiere, y esa es la conjunción del universo.
—Perdona, pero ¿qué tiene que ver el universo con esto?
—Amigo, a esto se le llama armonía. Es muy rara entre humanos, pero a veces surge.
—¿Armonía?
—Sí, aunque yo prefiero llamarlo "magia".
Uno de ellos, el llamado José, se quedó como meditabundo, sin decir palabra, y mientras tanto apareció la luna por el sureste, grande, espléndida, y todo el camino adquirió un tono marfil que convertía la escena en una especie de sueño. Ahora la brisa soplaba con más fuerza, sin llegar a ser viento, agitando suavemente las copas de los árboles y peinando el espejo del río.
—Jose, ¿te encuentras bien?
—Sí, estaba pensando.
—¿Y en qué pensabas, si puede saberse?
—Pensaba en que me gusta lo que te pasa, y que envidio sanamente tu situación. No es una situación lógica ni racional, pero...
—¿Pero qué?
—Que me gustaría sentirla también, y escuchar como tú ese violín de aire.
—¡Bien!
—Antonio, no puedo razonar tu sentimiento, pero, de alguna forma, lo añoro.
—Amigo, no pienses más y mira a la luna.
Y eso hizo. La luna estaba llena y miraba al mundo con su gran ojo blanco, prendado de sueños. Jose fijó sus ojos en ella, intentando no pensar en nada, sólo observar, sólo mirar, sólo sentir... Y la luna le miró, y le sonrió.
Algo extraño le sucedió en ese momento, porque inesperadamente empezó a sentir el roce de la brisa, a la que antes no había prestado atención, y él también sonrió.
—Antonio, amigo, creo escuchar a lo lejos ese violín de aire...
—Bien, ¿me comprendes ahora?
—Sí, y te deseo lo mejor en esa relación.
—Gracias, amigo. ¿Ves esas dos sombras alargadas de los álamos que hay enfrente, en la orilla del río?
—Sí.
—Pues esas son su sombra y la mía.
Antonio Martín Bardán
(19 de agosto, 2010)
Las cosas que vivimos en el pasado con intensidad suelen producirnos un efecto extraño cuando las recordamos en el presente. Por un lado olvidamos todo lo negativo, las lágrimas que aquella relación no causó, las horas de insomnio que nos ocasionó.Desde la lejanía de los años aquellos sentimientos y aquellas personas que nos los despertaron nos parecen aún mejores de lo que realmente fueron.Y por otro lado, también como a ti,te planteas si en realmente sucedió y si fuiste capaz de hacer o sentir de aquella manera.Sobre todo cuando se trata de una relación de amor intenso en que cometes,como poco, muchas "imprudencias".Yo tenía un amigo, por suerte todavía le tengo, que cuando le decía que estaba enamorada siempre me decía lo mismo: "ahora en una temporada el aire contaminado de Madrid será para ti lo más parecido a la brisa marina".
ResponderEliminarUn saludo Antonio
Hola, amiga Anónima.
ResponderEliminarLa distancia que conlleva el paso del tiempo tiende a dorar los recuerdos, es cierto, sobre todo los que nos remiten a vivencias que fueron auténticas e intensas. Quizá porque uno calibra, inconscientemente, lo vivido y se queda sólo con lo bueno, con lo mejor, que es lo que, en definitiva, más pesa y vale. Lo demás son sólo simples flecos, que aunque pudieran ser los causantes de la ruptura, no dañan el brillo de lo que se vivió.
Es cierto que no suele ser la realidad tal y como la imaginamos cuando estábamos sumergidos en aquella "nube"... Pero me inclino a creer que lo que provoca el enamoramiento siempre tiene un poso de verdad. Es decir, que una parte auténtica nuestra se enamora de una parte también auténtica de la otra persona. Cuando no funciona una relación es porque falla la totalidad. Porque ambas partes pertenecen (por poner un ejemplo) a conjuntos diferentes que incluyen muchas otras facetas; las cuales, mezcladas con distintas (y distantes) circunstancias, terminan resultando inconciliables. La relación, aun siendo verdadera, con fondo, se diluye y se disipa cuando no existe la necesaria confluencia.
El amor es siempre un campo sinuoso y resbaladizo, indudablemente. Pero un campo que merece siempre, asimismo, la pena recorrer. Porque en él se encuentran inestimables tesoros que, estando enamorados, es muy fácil descubrir. Sobre su cielo hay fantásticas estrellas que, de otra manera, nunca veríamos. En ese campo del amor, en ese frondoso bosque, aun inmersos en la más oscura de las noches, se encuentra uno con linternas inesperadas, mágicas quizá, que iluminan el camino y, de alguna manera, transforman nuestra visión del mundo.
Que el aire contaminado de Madrid pudiera parecerte como una limpia brisa marina no es ninguna ilusión. Forma parte de la magia del amor. Visto con la perspectiva de los años, puede parecernos como necio y absurdo, y nos encontraremos "extraños" ante ese recuerdo. Pero no es sino una caricia, un atisbo del país del sueño. Ese que el mundo 'real' se empeña en impedirnos conocer.
Además, si lo que soñamos fuera sólo una ilusión, un paraíso imaginario inventado por nuestros deseos y anhelos, entonces lo mejor de nosotros mismos sería también ilusión. Y por ende... ¿qué sería entonces más importante para nosotros, más auténtico, más valioso: la ilusión o la llamada realidad?...
Perdona, pero mi mente, quizá fantasiosa, es de las que creen que este universo infinito está hecho, esencialmente, de misterio. Y soy de los que creen que dentro del infinito y el misterio cabe absolutamente de todo... ¿Por qué entonces negarnos la autenticidad de nuestros sueños?
Yo, entre las calles del viejo Madrid, no sólo he sentido algunas veces la brisa marina; también he caminado sobre solitarias cumbres, por encima del espacio de las tormentas, donde el aire murmura en la frente del viajero (como decía Hölderlin); y he descubierto, en silenciosos rincones de sombra, pequeños e insospechados tesoros que un duende sonriente de ojos brillantes tenía entre sus manos. Hasta a veces incluso, aunque parezca mentira, he paseado junto a un hada, enfilando las calles como si fueran los caminos de un bosque encantado...
En fin, discúlpame por extenderme tanto. Podría haber dicho más o menos lo mismo con pocas palabras, pero es que cuando un tema me apasiona... La verdad es que me alegra que, aún a mis años, me siga gustando hablar del amor. Sé que es un tema demasiado recurrente y manido, pero me conforta, de algún modo, sentir que continúa siendo inagotable, que sigue destacando como "la gema más preciada". De joven me gustaba denominarme, aparte de como caminante, como un "loco bebedor de estrellas". Y se nota que ambas cosas, afortunadamente y a pesar de las heridas del tiempo, siguen vivas en mí.
Gracias por leerme y por tu amable e interesante comentario.
Un saludo, P.
Antonio
(lobo estepario y soñador)
Por supuesto que lo que provoca el enamoramiento es real, que lo que te atrae como un imán de la otra persona existe y que todo lo que somos capaces de hacer y dar por amor es inmensamente auténtico.Pero también es real que esos conatos de locura son transitorios, que el enamoramiento de los primeros días va dejando paso, poco a poco ,a un amor más sereno, más sosegado a veces, pero igualmente bello e intenso si eres capaz de mantenerlo vivo.En cualquier caso no se si será un tema muy manido, como dices, pero desde luego es nuestro motor y si esa "dosis" de amor seríamos todos abstemios de estrellas....Un saludo caminante
ResponderEliminarLa sección de comentarios de un blog no es el lugar más indicado para una conversación (jeje, es broma), pero me alegra que hayas vuelto y hayas dejado de nuevo tus impresiones.
EliminarAsí lo veo yo también, amiga anónima. Está claro que no es lo mismo la intensidad del principio (eso que llamas "conatos de locura transitorios") que el nivel, ya más tranquilo, en que luego sigue desarrollándose el asunto (si es que sigue). La edad, la experiencia y la consiguiente madurez, influyen mucho en eso. Y por supuesto que una relación amorosa madura y serena es tan valiosa como la que se suele tener en la juventud. Incluso yo diría que más valiosa, más interesante y más bella, porque, a pesar de que ya no se den esos estados eufóricos y un poco alucinados de la juventud, continúa moviéndose el amor (que es lo que importa) sin tanta abstracción, sin esa nube de encantamiento; es decir, contando con las concreciones, tan a menudo difíciles, de lo material y cotidiano, y superándolas. En el sentido de que no son obstáculos para la pervivencia y el desarrollo de la relación.
Absolutamente de acuerdo en que ese sentimiento es el motor que nos mueve. Algunos filósofos dicen incluso que es el motor del propio universo (sin entrar con esto en ningún tipo de teología). Hay, en efecto, mucha gente que vive sin él, pero para mí que esa gente vive de una manera un tanto fantasmal... Y cuando digo "amor" no me estoy refiriendo sólo a una relación de pareja. Existen diferentes formas de amar. Hay quienes subliman ese poderoso sentir y se entregan, por ejemplo, a cualquier tipo de arte, como la música o la pintura, a la afección a la naturaleza o, simplemente, lo expresan como un alegre e intenso amor a la vida. Lo que no se puede hacer, en cualquier caso, es vivir sin amar, porque ello da lugar a una torcedura del ser, y de ahí es de donde surgen ciertas peligrosas patologías.
O sea, que lo sano y natural es amar, del modo más consciente posible (sin deslizarse en locuras) y con toda la intensidad de que seamos capaces.
En mi caso, te puedo asegurar que nunca seré un "abstemio de estrellas". Me perdería muy buenos tesoros si lo fuera. Yo, como todos, he venido aquí a experimentar esa aventura necesaria, la más valiosa de todas, que es la aventura de vivir, y esa aventura pasa ineludiblemente (al menos para los caminantes) por la percepción de esa magia de las estrellas.
Un saludo, reflexiva lectora.
Juzgo que en el amor nunca aprendemos. Nadie escarmienta, porque es tan imprescindible como el respirar; lo percibimos como una portentosa droga-quimera en el prólogo, y sabemos lo que hiere el epílogo. Pese a ello, la conmoción del enamorado es exclusiva e intransferible. Porque cada historia es única.
ResponderEliminarLo que fue una época diáfana ahora es una noche sórdida; y sin embargo, en ese nocturno deberíamos sentirnos contentos de haber amado. Apreciar los minutos prodigiosos que se recogen en la valija de nuestra vida. Aunque a veces, cuesta tirar de ella.
Un abrazo, Antonio.
Quizá, amigo Conde, es que en el amor nadie quiere aprender, sino sólo sentir. Salga como salga la historia (y aun a pesar de algún triste epílogo), siempre es una experiencia que nos deja huella, y que anhelamos cuando nos falta. Como bien dices, esa conmoción es única, y no es intercambiable por nada.
EliminarEstoy contigo en que la mutación de época diáfana en noche sórdida, no es óbice para guardar como oro en paño la experiencia vivida. Es precisamente eso lo que digo en mi texto. Esos momentos felices, prodigiosos, quedan en la memoria como un fabuloso tesoro. Puede uno llegar a sentir cierta extrañeza ante algunos recuerdos, pero quizá es porque (aparte de lo que explico de la necesaria atención de la conciencia para con el presente) preferimos correr un tupido velo... Aun sabiendo muy bien que tras ese velo está, incólume, ese tesoro que un día nos hizo felices.
Gracias por tu presencia aquí, después de tanto tiempo. Un abrazo, Conde.
Yo creo que cuando volvemos a recordar un amor volvemos a recordar nuestros sentimientos en el pasado, eso no quiere decir que volvamos amar, solo que al mirar atrás sabemos y sentimos como amabamos.
ResponderEliminarMe alegro de encontrarte de nuevo, hacia mucho que no entraba en tu blog, pero sólo por falta de tiempo.
Besos
De alguna manera, creo que sí, amiga Malú, que volvemos a amar. No es que regresemos al pasado, sino que nuestra emoción se coloca en esa tesitura.
ResponderEliminarTambién yo me alegro de volver a verte por aquí, amiga astur. Tengo mucho tiempo, pero no internet en casa, con lo cual sólo me conecto en lugares públicos, que no me permiten leer y comentar como quisiera.
Un abrazo.
Voy a cambiar un poco de tema. Me ha gustado cómo en la introducción describías cómo se siente uno "extraño"ante lo que escribió años atrás. No solo porque ya no siente lo mismo (en este caso el amor apasionado) sino también porque, de alguna manera, esas palabras son de otra persona. Me he sentido muy identificado con ello.
ResponderEliminarNo tengo una explicación lo bastante plausible para ese hecho, aparte de lo que apunto de que me parece que estamos compuestos por trazos temporales, por múltiples facetas. Según lo veo (tal y como digo en esa introducción), "el ayer y el hoy están separados por líneas de sombra que sólo pueden ser obviadas desde una cierta altura". Y supongo que la atención no está por la labor de asumir todas esas facetas a un tiempo. Por eso, quizá, ocurre eso de encontrarnos ante una parte de nuestra vida que fue real, sí, pero con la que nos cuesta identificarnos, como si el protagonista hubiese sido otro y no uno mismo.
ResponderEliminarDesconozco si esto es debido a un asunto evolutivo, como si en un largo y accidentado camino fuésemos dejando pieles que ya no nos sirven porque han perdido su frescura y consistencia; o se debe a eso que decía el lobo estepario (Hesse) de que el ser humano se compone de múltiples yoes (mucho más allá del "tengo dos almas viviendo en mi pecho", de Goethe), y en ocasiones resaltan unos u otros, dependiendo de las circunstancias vitales (externas o internas) que haya que atender. Personalmente, me inclino por esto último.
En cualquier caso, no deja de ser impactante encontrarse, algunas veces, con esa inesperada y asombrosa otredad, que nos deja como fríos y meditabundos ante un determinado recuerdo, pensando en si es que tanto hemos cambiado o si aquél que vivió y escribió aquello era, simplemente, otro... Uno que, evidentemente, fuimos, pero ya no somos.
Interesante tema, que tal vez un experto en psicología nos podría desentrañar.
De todas maneras, vuelvo a insistir en que no es ese el sentido con que abordo mi viejo cuento. Sí hubo algo de extrañeza, al principio, en el reencuentro inesperado con esas letras, y también una leve duda sobre su identidad. Pero luego intento explicar las razones y señalo un fondo absolutamente reconocible (aparte de gratificante), que es lo que de verdad me importa y lo que me movió a rescatarlo del baúl.
Un saludo, José.