BALADA DEL CAMINANTE NOCTURNO
Es de noche: ahora hablan más fuerte todas las fuentes.
Y también mi alma es una fuente.
Es de noche : sólo ahora se despiertan todas las canciones de los
amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.
En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay
un ansia de amor, que habla asimismo el lenguaje del amor.
Luz soy yo : ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar
circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos
de la luz!
Friedrich Nietzsche
Pero me vuelvo hacia el valle, a la sagrada, indecible, misteriosa Noche.
Lejos yace el mundo --sumido en una profunda gruta--, desierta y solitaria
es su estancia.
Novalis
1
Con las primeras sombras del anochecer, empezó a caer una suave lluvia sobre la pequeña ciudad. Había sido un día seco y ardiente. La tierra se había quemado bajo un sol implacable y estaba saturada de realidad, sedienta de noche y de estrellas, ansiosa por volver a encontrar sus sueños entre la oscuridad.
Lentamente, minuto a minuto, el mundo cotidiano desaparecía entre las sombras, se deshacía, se convertía en un fantasma huidizo que corría asustado a esconderse en el recuerdo o el olvido. Todo se unía para borrar esa realidad, esa triste y pesada telaraña, para conquistarla, para romper el embrujo de lo absurdo, de lo mediocre, de lo vacío. Lluvia, viento, sombras…, poco a poco difuminaban los contornos del mundo, derribaban sus diques, abrían sus estrechas fronteras y dejaban que otra clase de vida, ensoñadora, mágica, fluyera libremente sobre el desierto.
Al cabo de una hora, la lucha estaba ganada. La noche era dueña del mundo. Como una acuarela blanca y azul dormía la ciudad bajo las sombras, suspendida en el tiempo, más allá de la realidad, como la imagen de un sueño. El silencio se había vuelto música, y cantaba en el viento, en cada gota de lluvia, en cada sombra… Mil estrellas danzaban sobre el oscuro océano.
Desde un rincón del pequeño parque, medio oculto entre los árboles, Martín contemplaba este milagro, esta mágica transformación del mundo en sueño, visible sólo para los caminantes nocturnos, para los que como él gustaban de aventurarse más allá de las fronteras de lo real. Los amantes sombríos y extraños, los locos bebedores de estrellas. Contemplaba el hechizo de la noche, del viento y de la lluvia, y después de mucho tiempo, de muchas horas vacías y amargas, volvía a sonreír, encantado por esa magia, llevado por esa viva música.
Había deseado fervientemente la llegada de la noche, porque sólo en ella encontraba su propio mundo interior, porque sólo en ella podía sentirse vivo, a solas con sus mejores sueños y rodeado de una tierra que le hablaba y a la que podía comprender y amar. Quizá no era más que una ingenua fantasía el creer que el mundo despertaba al anochecer, y que en medio de sueños y de sombras todo se volvía más auténtico, más vivo que bajo la luz del sol. No lo sabía. Sólo conocía su amor por la noche, y esa sensación extraña y misteriosa que tenía entre las sombras, de estar más cerca de la vida, de sus secretos, de sus sueños, de su alma. O puede que sólo fuera su propia alma y sus sueños lo que descubría entre las sombras. Tampoco esto lo sabía, tampoco sobre esto podía estar seguro, pero no le importaba demasiado. En el fondo era un romántico, y no era la ciencia ni el pensamiento lo que amaba, sino, por encima de todo, el sentimiento, la música, la poesía, ese algo inexpresable que le empujaba hacia lo desconocido, que tiraba de su alma y le hacía volar como un pájaro en medio de la tormenta. Y lo importante ahora era beber esta copa hasta el fondo, saciarse con esta música, entregarse al hechizo…
2
Había estado muchas horas vagando por la ciudad, esquivando al sol, buscando los rincones más apartados y solitarios, donde todavía quedara un poco de silencio, un poco de paz. Se había refugiado en más de una sombría taberna, tras una jarra de cerveza o una copa de vino, intentando ahogar todo ese maldito ruido del verano, esa necia alegría, ese fuego fatuo y estridente que le quemaba por dentro y le incitaba a odiar al mundo entero. Martín no podía soportar a esa gente que goza con estos días secos y calientes del verano, que se siente a gusto y sale a pasear bajo el sol, llenando las calles, las plazas, los parques con sus risas y sus gritos de locos. Son muchos, demasiados, y todos entonan el mismo himno, la misma vieja y chillona canción de siempre. Por todas partes se oye el himno de la realidad. Los hombres cantan a gritos su ópera preferida, y con ella construyen el mundo, su mundo, y hacen de la vida una fiesta absurda. Es como una gran hoguera en la que todos ofrecen sus propias vidas, grises y vacías, a su dios, al feo dios de la mediocridad.
No, a Martín no le gustaba esa gente, la rehuia, escapaba de ella. Estar en medio de esa gente le hacía sentirse más solo, más triste, más cerca de la muerte. Quizá no era el verano en sí lo que odiaba, sino el hecho de que es en el verano cuando más fuerza tiene la realidad, cuando los hombres vulgares, a salvo del frío y del miedo, más dominan al mundo, más lo hacen suyo. Cuando esa insidiosa telaraña más se extiende sobre la tierra, envenenando hasta el último rincón, asfixiando toda poesía, ahogando, destruyendo, convirtiendo a la música en ruido. Sí, era esto lo que odiaba y de lo que huía en estos días de verano. Siempre esperando a la noche, para perderse entre las sombras y reencontrar sus sueños.
Había parado de llover. Martín salió de entre los árboles y respiró a pleno pulmón el fresco aire de la noche. Olía a tierra mojada. Caminó por el parque sin rumbo fijo, con los sentidos bien abiertos. Ahora que el ardiente sol y su realidad habían desaparecido, ahora que el mundo cotidiano y vulgar estaba profundamente dormido, podía descubrirse, si uno estaba lo bastante atento, la presencia de un íntimo latir, de un aliento mágico que danzaba en todas las formas y en todos los vacíos, vibrando entre la luz y la sombra. Esa otra realidad de la que hablan los poetas y los visionarios, esa otra música, ese otro silencio… Escuchó la antigua melodía, fue seducido por el viejo y querido sueño, atisbó el brillo de plata entre las sombras. No, aún no estaba todo perdido en este verano estridente y loco. Todavía podía extraer algunas gotas de vida, seguía siendo sensible a la magia de la noche. Aún podía sentirse libre en medio de este mundo absurdo, libre para vivir, para amar, para pintar sus propios colores en medio del cuadro negro y gris de la realidad. Todo volvía a tener un sentido en esta encantada noche de verano, se hacía claro como el cristal. Sintió cómo se alejaba el vacío, cómo la música se hacía fuerte dentro de su pecho, y volvía a encontrar su propio latir, su sonrisa, su alegría. Sí, este era su mundo, su sentir, la única forma en que sus ojos podían ver. Fuera de esto, no había nada más, sólo mentiras, sólo falsedad. Una niebla gris que ocultaba su camino y le empujaba al abismo.
3
Sus pasos le habían llevado más allá del parque, al interior de la ciudad, que ahora aparecía quieta y callada, envuelta en sombras, entregada al poder de la noche. Reconoció el lugar y se acordó de una vieja taberna que había por allí cerca, en una calleja solitaria y tranquila, junto al lago. Estaba un poco cansado y tenía sed. Sí, buscaría una buena mesa junto a la ventana y bebería un vaso de vino, una jarra entera, y brindaría por esta fresca noche de verano que le había ayudado a disipar su miedo y su soledad, que le había mostrado que no era tan viejo ni estaba tan cansado de vivir, y que aún podía rescatar algún pequeño tesoro de entre la niebla que le rodeaba e invadía su alma.
Su alma… Sí, él aún tenía un alma. Sólo tenía que encontrar el momento justo, el hueco de silencio por donde colarse a través del ruido de la realidad, para pasar al otro lado y encontrarla de nuevo. Ella siempre estaba ahí, esperando, oculta tras la incredulidad y el hastío, en un oscuro rincón, confinada por la pereza y el miedo, esperando el momento en que él, Martín, abriera la pesada puerta y fuese a su encuentro.
Vio una pequeña luz verde al final de la calle. Era lo que buscaba. Entró en la vieja cueva y la halló vacía. Quizá era más tarde de lo que pensaba. Tomó asiento junto a la abierta ventana y pidió una jarra de vino. Le pareció raro que no hubiese nadie en las mesas o en la barra. Supo luego, por el tabernero, que esa noche se celebraba una fiesta en el centro de la ciudad, una fiesta muy importante a la que acudía mucha gente. Bien, esta noche todo parecía ir sobre ruedas. Las personas normales estarían todas apiñadas en la plaza mayor, divirtiéndose y haciendo un ruido de mil demonios. Tenía una taberna para él solo, una buena jarra de vino y mucho silencio para poder pensar. Pero no, no era pensar lo que quería ahora. Ya había pensado mucho, demasiado en estos últimos días. Lo que quería era sentir, degustar esta inesperada copa, sorber hasta la última gota de esta paz, de esta rara armonía.
Por la ventana entraba una fresca brisa. Seguía oliendo a tierra mojada. Le gustaba mucho ese olor. Esta era una buena noche para él. Levantó su vaso y brindó por ella. Afuera aún caían algunas gotas de lluvia de los árboles de la orilla del lago, y un aire suave y fresco susurraba en sus hojas. Por una gran ventana abierta entre las nubes, se asomaba la luna, redonda y brillante, rodeada de estrellas, reina de la noche. El mundo no existía, la realidad era sólo una imagen del pasado, un eco sordo y vacío, perdido entre las sombras, olvidado.
En estos momentos, Martín, el caminante, el vagabundo, el noctámbulo, volvía a casa, regresaba al origen de su sueño, descubría de nuevo su destino. La vieja y querida imagen, la antigua canción tantas veces olvidada. Más allá del mundo mediocre que le rodeaba, conocía él otra vida, otro sentido, un camino íntimo y secreto. Era como un pozo escondido en el desierto que sólo él conocía, del que sólo él podía beber. Eso le separaba del abismo. Era su pequeña y brillante isla solitaria en medio del negro océano, desde la que desafiaba a la muerte. Desde donde podía atacar al gris de la realidad con el azul, el verde y el rojo de sus sentimientos, de su pasión, de su intenso amor a la vida.
4
Sí, él tenía un alma y un destino. Pero cuántas veces el pozo desaparecía bajo la arena, cuántas veces su pequeña isla era anegada por las olas. Demasiadas veces, demasiadas… Presintió que también esta vez iba a pasar lo mismo de siempre. La magia de esta noche también se le escaparía de entre las manos, y volvería a quedarse solo, triste, vacío. Conocía ya la historia, su historia de hombre taciturno, extraño, apagado, que sólo era capaz de sentir la alegría durante raros y escasos momentos, relampagueantes, llenos de magia, de color, de vida, pero que pronto, demasiado pronto desaparecían en la oscuridad, se hundían en las sombras, en el olvido, en la nada.
Sí, conocía muy bien su maldita historia, y eso le encadenaba, hacía amargo su viaje. En cualquier hora, en cualquier momento, aparecía su demonio y rompía sus sueños, le devolvía al mundo, le empujaba al abismo de lo real, de lo absurdo, de lo sin alma.
Empezó a notar que poco a poco la música bajaba de tono, que se iba apagando lentamente el hechizo, como un fuego que se extingue. Al final, no quedaría más que el silencio, un silencio vacío y estéril. Se sentiría otra vez solo, en medio de un mundo extraño, y tendría miedo.
¡Cuánto daría ahora por tener un buen amigo! Beberían juntos; muchas jarras de rojo vino quedarían vacías sobre la mesa. Beberían hasta emborracharse, y luego saldrían afuera y andarían toda la noche hasta más allá de la ciudad, hasta más allá del mundo, gritando canciones, ahuyentando al vacío con sus risas, espantando a la muerte. Uno siempre vería en los ojos del otro el reflejo de su propia alegría, y se sentirían fuertes, para amar y conquistar, para alzarse sobre el abismo y volar con las nubes hacia la luna, hacia las mismas estrellas…
Pero allí no había ningún amigo. La taberna estaba vacía, el mundo entero estaba vacío, y él tenía que beber su vino a solas. Dulce o amarga, nunca había más de una copa en su mesa. ¿Por qué era así? ¿Qué había hecho para llegar a esto? ¿Formaba parte de su destino el encontrarse siempre solo? El no quería estar solo. La soledad era como un vacío que oprimía el corazón. Era dolorosa, era amarga. Martín conocía bien la soledad. Algunas noches, en las que el tiempo se alargaba como una infinita y absurda cadena, echado en la cama, despierto, sin poder dormir, después de muchas horas de lucha interior, derrotado, lleno de cansancio, de amargura. Entonces la había sentido. La soledad era como una sombra, fría y triste, que te envolvía el corazón. Hielo, vacío, oscuro desierto... Era como sentirse caer en un pozo sin fondo, donde no había nada a lo que agarrarse, ninguna luz, ningún sonido. Sólo el lento e interminable caer, en medio de tinieblas y silencio, hacia la nada.
Una vez más, todo había vuelto a ser lo mismo. Su pequeña llama se había apagado, ya no oía ninguna música. Estaba de regreso. Un mundo extraño y gris le rodeaba por todas partes y se confundía con la vida, la envenenaba.
Pidió otra jarra de vino y siguió bebiendo despacio y en silencio, con el corazón cansado, sin alegría. Afuera, la luna seguía brillando sobre el lago, sobre los árboles, sobre las nubes, sobre la noche. Pero todo esto ya no era más que una pintura en el marco de la ventana, un bonito cuadro, sí, pero carente de vida, de sentimiento, desligado del presente, sin eco, sin música, perdido, lejano.
5
Podía seguir bebiendo toda la noche, convertir toda su sangre en vino, inundar su estómago y su cerebro, pero su corazón permanecería seco. Ya no podía brindar. Se le había vuelto extraña la noche, y su alma estaba, una vez más, lejos.
Qué triste era ahora estar aquí sentado, solo, bebiendo una copa tras otra, inclinado sobre el abismo, perdido en una noche desconocida, sin calor, sin amigos, sin sueños… No, ni siquiera era triste, sólo era absurdo. ¿Por qué no inclinarse un poco más? ¿Por qué, a pesar de todo, uno se aferraba al borde y se quedaba allí eternamente, encerrado en si mismo, a vueltas con su dolor, jugando con la muerte? ¿Qué sentido tenía? ¿Para qué todo esto?
Todavía no había aprendido la lección. A pesar de haberla leído y repasado más de cien veces, aún no la había asumido, no formaba parte de él, y una y otra vez caía en el mismo error, resbalaba y se hundía en el mismo pozo, en la misma oscuridad, en el mismo absurdo. Siempre olvidaba su condición, la otra cara de su destino, su sombra, su cadena, su demonio interior. Olvidaba que su alegría era sólo una estrella fugaz, que la música duraba sólo un momento. Que una noche llena de brillo y de magia podía deshacerse en sombras en sólo unos instantes, y llenarse de vacío, de soledad.
Ahora recordó porque estaba solo. Mirando fijamente la pequeña lámpara sobre su mesa, a través del rojo del vino en su copa, se encendió un rincón de su memoria que solía mantener oculto. Se había marchado, había dejado su casa y se había ido lejos, a otra ciudad, donde no conocía a nadie y nadie sabía de él. Sí, era esto lo que había deseado, la soledad, romper todas las ataduras, alejarse de todo lo pasado, sentirse libre, empezar una nueva vida. Había huido. Pero, ¿por qué había huido? ¿De qué había huido? De si mismo, de su propia vida, burguesa y mediocre. Había huido de la sombra en que se estaba convirtiendo, de ese ser cobarde y sumiso que se inclinaba ante el poder del mundo. Un día decidió que ya era bastante, que ya había aguantado demasiado, y escapó. Simplemente, escapó. Hizo su maleta, batió sus alas y se fue.
Y ahora estaba aquí, sentado en una taberna vacía, en una ciudad extraña, bebiendo su copa solitaria, pero sin encontrar la chispa de magia que buscaba.
Sólo habían pasado dos meses desde su marcha, y ya había empezado a reconocer su derrota. No había huido de nada. Seguía siendo el mismo, su dolor era el mismo, su sombra era la misma de antes. No había forma de escapar. En todas partes encontraría siempre la misma realidad, el mismo mundo, vacío y sin alma. A todas partes le acompañaría su sombra.
No, no podía huir. Siempre estaría abierta la herida. Todo su mal lo llevaba dentro, y no había forma de extirparlo. No podía irse a otra ciudad y esperar que eso le curase. Aparte de algunos encantos de otros tiempos, todas las ciudades eran iguales. El mundo era igual en todas partes. Y tampoco podía encerrarse en una cueva, en una montaña lejana y solitaria, perdido, oculto, apartado del mundo y de la realidad, y vivir como un antiguo eremita, a solas con sus pensamientos, rodeado de las mil voces de la naturaleza.
6
No, sabía que también allí llevaría consigo su mal, también allí le seguiría su sombra. Entre él y el amor, entre él y lo bello, lo puro, lo noble, siempre se abriría un abismo, siempre se interpondría una pared de sombras, un silencio mudo, o una estridencia, un grito que rompería la música. Siempre habría un maldito agujero por donde se colara el vacío, lo absurdo, lo caótico. No había forma de escapar.
En ese momento, un trueno resonó en la bóveda de la noche. Algo se agitó entre las sombras, vibró en medio del silencio, removió la oscuridad. Una ráfaga de viento entró por la ventana, refrescando la vieja cueva. Martín se animó, abrió más los ojos, volvió a mirar hacia fuera. Los árboles, en la orilla del lago, volvían a bailar, la luna sonreía desde su lecho de estrellas. ¡Había vuelto la música! Dentro de unos instantes, la lluvia caería otra vez con fuerza sobre el oscuro desierto. El mundo volvería a deshacerse, perdería su gravedad, extendería sus alas, se hundiría en la mágica noche.
Sólo esto le quedaba. Que la magia volviera a él durante breves momentos. Como una estrella fugaz. Volvió a mirar a la luna, misteriosa, fulgurante en medio de lo oscuro, de lo infinito, y levantó otra vez su copa. El mundo estaba lleno de estrellas, de lluvia, de viento. Bebió, bebió hasta el fondo su copa, y volvió a llenarla de rojo vino. Una vez más, no existía el vacío, no había dolor. ¡Todo era música, eterna música, brillante, gozosa, sin sombras, que hacía danzar al mundo!
Con esto seguiría viviendo, bebería aún muchas copas de vino, escribiría aún muchos poemas, soñaría, amaría. Y cada vez, con cada nueva vuelta, con cada paso, con cada nuevo dolor, con cada nueva alegría, se acercaría más a su destino, estaría más cerca de su alma, de su horizonte, de su último sueño.
Sólo esto daba sentido a su vida, y era suficiente. Por esto era por lo que se aferraba al borde del abismo y se resistía a dejarse caer. En el fondo de su alma, de su ser roto y taciturno, brillaba, a veces, una pequeña luz. Era todo cuanto tenía. Y por ello era capaz de sobrevivir en medio de la noche, de su propia noche interior, y de luchar contra mil sombras vacías, contra mil silencios, contra los mil demonios de su ardiente locura.
Antonio H. Martín (1987)