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Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.
El cristal del tiempo
(La fabulosa historia del dr. Hans)
Aquella tarde de otoño, de hace ya doce años, me esperaba una grata sorpresa en casa de mi amigo Pablo Gómez Albellán (al que los íntimos solemos llamar simplemente "Paul")... Ascendí lentamente por el estrecho sendero, admirando y disfrutando el sereno paisaje, que aún conservaba mucho de verde, para encontrarme con mi amigo, que entonces vivía solo en una pequeña casa de madera en lo alto de la colina, rodeado de viejos libros y de raras plantas exóticas, como un estudioso solitario algo aislado del mundo, casi en plan eremita. Contento por saber que me esperaba, como otras muchas tardes, una grata velada de buena conversación; porque Paul y yo teníamos, y tenemos aún, muchas aficiones en común. Pero aquella tarde no fue habitual, porque mi amigo me obsequió con un inesperado regalo.
Resulta que había encontrado, en una de esas raras y siempre interesantes librerías de viejo, un extraño diario, y me lo entregó para que lo leyera. El diario estaba originalmente escrito en alemán antiguo, pero mi amigo lo había traducido para mí y escrito a mano en un cuaderno con una dedicatoria, así que el regalo fue doble. Un diario en el que un autor anónimo narraba la breve pero fabulosa historia de un tal doctor Hans Schliebel y su asombroso descubrimiento... Así que después de la velada, que transcurrió, como siempre, entre amistosas discusiones, buen vino, humo de cigarros y algunas viandas, ya con las primeras sombras del anochecer, me volví camino abajo hacia mi casa del valle, con ese diario bien guardado en mi cartera. Estaba deseando leerlo, porque lo que me dijo Paul sobre su contenido me pareció muy interesante. La verdad es que el camino, aun siendo hermoso, se me hizo largo por primera vez...
Llegué por fin a casa, y sin más preámbulos, dejando a un lado la frugal cena que me tenía preparada, me fui hacia mi sillón favorito, en el cuarto de estudio, encendí la pequeña lámpara y me sumergí en la lectura de ese diario. La noche se presentaba tranquila, y por la ventana empezaban a introducirse los primeros rayos de luna. No puse nada de música. Quizá después, pero ahora sólo quería silencio.
El diario, tal y como dije antes, no era del propio Dr. Hans, sino que estaba escrito, al parecer, por alguien que le conoció, y supo, quizás por boca de aquél, la historia que había protagonizado. Tal vez un amigo cercano, que prefirió ocultar su nombre. Y comencé a leer...
Por fin, después de muchos paseos infructuosos, durante varias semanas, por toda la región, de múltiples incursiones por las muchas grutas del lugar, el dr. Hans encontró lo que andaba buscando, en lo más hondo de la gran cueva... Y pudo escribir en su diario de campo que, efectivamente, ¡el cristal con sabor a cereza existía! Salió presuroso, deseando comunicar a los aldeanos la buena noticia, que seguramente sería motivo de fiesta en toda la comarca.
Pero antes de partir hacia la aldea, el dr. Hans consideró que quizá no fuera suficiente con su palabra, dado lo inaudito de su descubrimiento. Así que pensó en llevar una pequeña muestra del mismo. Pero... ¿se atrevería a cortar aunque sólo fuese una fina lámina de aquel cristal que antiguas leyendas consideraban sagrado?
Considerando lo difícil de la situación, optó por visitar al viejo Achim, el sabio de la aldea, a quien se honraba en tener como amigo. Él sería el primero en conocer la noticia, y a él pediría consejo. Estaba impaciente por divulgar el descubrimiento, pero su buen juicio le indicaba que era mejor escuchar antes la opinión del sabio anciano.
Así que el dr. Hans fue a ver al viejo Achim, que vivía en lo profundo del bosque, como el druida que era, junto al arroyo. En esa casa repleta de viejos libros, manuscritos, antiguos relojes y extrañas figuras...
Llegado a este punto, interrumpí la lectura. Más que un diario parecía una especie de cuento. Sinceramente, no era lo que esperaba. Y además... ¿qué era eso de un cristal con sabor a cereza? ¿Qué significado podía tener? ¿Era tal vez como un raro caramelo natural? —pensé medio en broma—. ¿Para qué serviría? ¿Acaso tenía algún poder curativo? ¿Y por qué era un mineral sagrado? Demasiadas preguntas... Dejé el cuaderno sobre la mesa y me aproximé a la ventana para fumar un cigarro tranquilamente y pensar. La luna se veía espléndida, el valle estaba tranquilo y soplaba viento del oeste. Ciertamente, sí que parecía ser un buen momento para leer un cuento que se presentaba con cierto tinte fantástico, me dije, pero...
Mi amigo Paul no es ningún bromista, pensé luego, y si me ha dejado este cuaderno para que lo leyera, aparte de tomarse la molestia de transcribirlo traducido para mí —que no domino la lengua alemana—, tiene que ser por algo.
Pero soy, por naturaleza, impaciente, y este principio me planteaba varias dudas y esperas no apetecibles, tantas que estuve a punto de dejarlo, quizás para otro momento. Sin embargo, después de unos minutos asomado a la ventana, volví al sillón y retomé la lectura. La curiosidad y la confianza en mi amigo me movieron a ello.
... Se sentó a esperar la llegada del viejo Achim, que estaba ocupado en esos momentos, según le dijo la amable sirvienta de la casa. Transcurrió el tiempo y el dr. Hans miró su reloj... Había pasado más de media hora y la puerta del cuarto de Achim no se abría. Sí que estaba ocupado este hombre, pensó. Seguro que saldría raudo si supiera de qué trata mi noticia.
Y mientras esperaba, Hans se fijó en una rara figura, de las muchas que había en aquel salón. Era como un pequeño ídolo, en actitud danzante, y le llamó la atención su color.... En ese instante, un fino haz del sol de la tarde tocó a la figurilla y ésta pareció moverse. Durante unos segundos, pareció como si bailara... El dr. Hans se acercó con curiosidad, envuelto en la humareda de su cigarro, mientras pensaba en qué extraño portento acababa de presenciar, o si se trataba de un simple efecto óptico provocado por el delgado rayo de sol. Incrédulo, y al mismo tiempo asombrado, Hans se dispuso a asir la figura, para ver de qué material estaba hecha. Pero en ese preciso momento, escuchó una voz fuerte y grave que le habló desde atrás:
—¡No, Hans! ¡No la toques!
Era el propio Achim quien así había hablado, que acababa de salir de su cuarto, de su cueva de los secretos. Afortunadamente, a pesar de sus tajantes palabras, el dr. Hans observó aliviado que éste le miraba con una media sonrisa.
—Siéntate, amigo Hans, y dime a qué se debe tu inesperada visita. Más tarde te explicaré por qué no debe tocarse esa figura que estabas mirando tan fijamente.
Después de estrechar la nudosa mano del viejo Achim, el doctor se volvió a sentar y, ya algo repuesto de su sorpresa de antes, comenzó a narrar los detalles previos a su descubrimiento. Y cómo encontró al final, en el fondo de la gran cueva, el maravilloso cristal.
Achim escuchaba en silencio. Y luego le preguntó al doctor:
—¿No sucedió nada especial antes de que descubrieras ese brillo rojizo entre las sombras del fondo?
El dr. Hans recordó entonces algo importante, que sorprendentemente había olvidado... Ya estaba caminando hacia la salida de la cueva, convencido de que allí tampoco se encontraba lo que buscaba, cuando oyó el canto de un pájaro. Sí, un canto muy fino y musical. Lógicamente, le extrañó sobremanera oír a un pájaro dentro de la cueva, y se dirigió hacia donde parecía hallarse. Le descubrió, muy en el fondo, en medio de las sombras, pero extrañamente brillante. Era muy pequeño y de vivos colores. Y en seguida el pájaro aquel levantó el vuelo y desapareció. Justo debajo de donde había estado posado, es donde encontró el cristal.
El viejo Achim sonrió abiertamente.
—Ese era el pájaro del sueño...
—¿El pájaro del sueño? —preguntó asombrado el dr. Hans.
—Sí —respondió Achim—, es un pájaro muy especial, que se hace visible sólo muy raras veces. Es un privilegio que lo hayas encontrado. Él fue quien te guió hacia el cristal.
—¿Lo cree usted así? —preguntó el doctor, que seguía sin salir de su asombro.
—¡Sin duda! Sin la ayuda del pájaro, el cristal te habría pasado desapercibido. Él te indicó dónde estaba.
—¿Y por qué hizo eso ese extraño pájaro?
—No preguntes y conténtate con haber sido sujeto de su regalo.
El dr. Hans volvió a mirar al ídolo danzante, que estaba cerca, sobre la repisa de la chimenea. Y sin saber bien por qué, notó que esa figura le recordaba algo al pájaro de la cueva, al pájaro del sueño, como lo llamaba el viejo Achim. Quizá era su mirada, esa mirada brillante, lo que tenía cierta similitud con los vivos ojillos del pájaro.
Siguieron conversando animadamente sobre el tema, mientras la tarde se deslizaba con suavidad hacia el mar de la noche, en aquella casa tranquila, plagada de secretos, en medio del susurrante hayedo. El doctor Hans, con creciente interés, según se iba enterando de nuevos detalles que desconocía.
—Puede que sólo sea algo anecdótico —comentó Hans—, pero siempre me llamó la atención esa extraordinaria peculiaridad del cristal: su sabor a cereza...
—Sí —contestó Achim—, es algo curioso. Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, en una lejana región del Oriente, hubo un hombre especial que alcanzó la iluminación meditando bajo un cerezo. Estuvo allí, quieto y en silencio, durante muchos días y noches. Mientras que, secretamente, el árbol le acompañaba en sus meditaciones. Cuando por fin lo logró no se fue a predicar por el mundo, como el Buda, sino que allí mismo desapareció en lo que a la vista fue como la explosión de un extraño y frío fuego azul, y parece ser que el espíritu del árbol le acompañó... Lo que quedó de aquel cerezo, de su tronco y sus ramas, se convirtió en cristal. Lo demás ya lo conoces: alguien de estas latitudes encontró un fragmento en uno de sus viajes y se lo trajo de recuerdo, pensando que era una especie de rara gema, ocultándolo posteriormente en una de las cuevas como si fuera un tesoro.
—¡Fascinante! —exclamó Hans—. No conocía esa parte de la leyenda, esa fábula del oriental y el cerezo.
—Sí, amigo Hans, pero... ya sabes, es sólo una leyenda. No debemos prestarla demasiada atención. Incluso las supuestas maravillas que se dice que ocurrieron entonces no tienen que ser objeto de mucha credibilidad...
—Pero... Achim —se quejó el doctor—, usted sabe bien que ese cristal forma parte de nuestro más rancio acervo cultural. Y eso debe ser por algo. Para mí es muy importante el haberlo descubierto y confirmar así que existe realmente, rescatándolo de lo legendario y de un comprensible olvido. Es todo un hallazgo y estoy deseando comunicárselo a los demás. Creo que será motivo de alegría para todos.
El viejo se levantó y, acercándose al hogar, cogió la figurilla que antes había llamado la atención del doctor. La alzó un poco y, mientras ésta comenzaba a brillar tenuemente, dijo con voz grave:
—Hans, esta figura está hecha de ese cristal. Yo mismo la construí hace tiempo, cuando era joven, después de descubrir el cristal en el mismo sitio donde tú lo has encontrado. También yo fui guiado por el pájaro del sueño. Pero, hay un problema... Y mi opinión es que el cristal debe seguir permaneciendo oculto en el terreno de la leyenda.
El doctor no daba crédito a las palabras del anciano. ¿Oculto? ¿Por qué esconder semejante descubrimiento? Pero Hans respetaba mucho la sapiencia de Achim, y si éste opinaba que había algún conflicto es que, efectivamente, lo había.
—Así que ya tenía usted conocimiento de primera mano del cristal, y sin embargo nunca dijo nada... Pues sí que debe haber un problema. ¿Y dice que esa figura está hecha con él?
—Sí, se me ocurrió fabricarla después de comprobar que el cristal poseía ciertas características extrañas...
A Hans le ponían a veces un poco nervioso los habituales silencios del viejo Achim, pero entendía que el erudito anciano debía tener sus motivos para ello, y sabía soportarlo y esperar.
—No es necesario que te explique nada más —continuó diciendo Achim, como si hubiese adivinado los pensamientos del doctor—. Toma, cógela, cierra los ojos y lo comprobarás tú mismo.
El doctor Hans tomó en su mano la brillante figurilla, y lo primero que pudo comprobar fue que... ¡latía!. Sintió como un palpitar, un suave temblor que le dió la impresión de tener en la mano algo vivo.
—Tranquilo, Hans, no te va a morder —dijo el anciano, con una sonrisa.
Confiado en las palabras del viejo Achim, el doctor plegó su mano en torno a la figura y cerró los ojos.
Notó como una corriente que se extendía desde la mano hasta todo su cuerpo. No era muy intensa, pero hizo que se sintiera como si estuviese de repente inmerso en algo parecido a las frescas aguas de un río... Cuando, después de un tiempo indeterminado, abrió los ojos, el doctor Hans no se encontraba ya cómodamente sentado en el cálido salón del viejo Achim, sino ante el ancho mar, de pie sobre las rocas de un acantilado. Soplaba un salvaje viento del norte y estaba solo.
Después de la primera impresión de fuerte sorpresa, Hans consiguió reunir la suficiente presencia de ánimo para observar lo que le rodeaba con cierta sobriedad, como quien reconoce que está en medio de un sueño y, a pesar de su asombro, se dispone a explorar el extraño lugar en que se encuentra.
En un punto lejano de la costa, medio oculto entre las brumas, logró divisar lo que le pareció la oscura silueta de un castillo... Y nada más. Sólo el inmenso mar que se perdía en un horizonte nebuloso, las grandes rocas sobre las que se asentaba y el cielo gris azotado por el viento.
El doctor Hans estaba acostumbrado a deambular por extraños e inhóspitos parajes, como cuando se adentró en la gran cueva donde halló el cristal legendario, pero este súbito e inexplicable cambio de situación era superior a su capacidad. Así que no se le ocurrió otra cosa que llamar en voz alta a su desaparecido anfitrión, porque, después de unos minutos, aquel desolado lugar le empezaba a infundir cierta inquietud.
—¡Achim! ¡Achim! ¿Dónde está?
El aullido del viento era todo cuanto se oía en aquella soledad. Y grandes nubes parecían amenazar con una recia e inminente tormenta, en un sitio donde no había refugio alguno. Hans empezó a impacientarse. Quizá sería buena idea encaminarse hacia aquel lejano castillo...
En eso, le pareció escuchar como un susurro que se acercaba gradualmente, y que poco a poco iba ganando en definición frente al poderoso ulular del viento, hasta que por fin se convirtió en una voz clara y segura.
—¡Hans, vuelve! ¡Estoy aquí, a tu lado!
Aun sin verla, sintió que detrás de la voz había una presencia cercana, y luego notó vagamente que alguien le quitaba la figura de cristal, que aún conservaba en su mano cerrada. Y en pocos segundos, el extraño paraje se deshizo, esfumándose en un rápido y difuso torbellino, y el mundo conocido volvió a hacer acto de presencia ante su atónita mirada. Volvía a estar en el acogedor salón de su amigo Achim, el viejo druida de la aldea, rodeado por el amable hayedo de sus paseos de siempre.
Hans respiró hondo y se quedó allí sin moverse, en silencio, sin atreverse a preguntar ni a decir nada, aferrándose a los brazos del sillón como a una tabla de náufrago. El viejo Achim le miraba con fijeza, también calladamente. Luego se fue hacia el aparador y regresó con una generosa copa de vino, que ofreció al asustado doctor.
—¿Comprendes ahora, amigo mío? ¿Comprendes por qué es aconsejable mantener la magia del cristal en secreto? ¡Has estado muy lejos hace un momento!
El doctor Hans, recuperado ya su aliento y después de beber un lento sorbo de vino, pudo por fin decir:
—No, Achim, amigo, no es mucha mi comprensión... Porque no sé qué me ha sucedido. ¿Posee el cristal alguna clase de brujería? ¿Algo que siembra en la mente fantasmagorías y alucinaciones?
—Lo que tiene nuestro cristal de leyenda, querido amigo, es un poder maravilloso, pero incontrolable. El cristal con sabor a cereza no es una gema preciosa cualquiera, ni el adorno simbólico de un antiguo cuento cuyo significado se ha perdido con el paso de los años. Nuestro legendario cristal, estimado doctor, es nada menos que un talismán del tiempo.
—¿Quiere decir que... este cristal sirve para...?
—Así es, Hans. Tiene el poder de hacer que viajemos a través del tiempo. Es como una llave mágica que abre la puerta de los siglos, y con ella podemos trasladarnos a cualquier momento de la historia, de la pasada y de la por venir.
El doctor dejó la copa sobre la mesa y se llevó las manos a la cabeza en un gesto de estupor.
—¡Pero eso es... increíble!
—Lo es, en efecto, amigo. Pero acabas de comprobar que es cierto.
—La verdad, Achim, es que, como dije antes, no sé qué me ocurrió hace un momento. Fue tan... repentino; un cambio tan radical... Si fue un viaje en el tiempo, no sé en qué tiempo ni en qué lugar estuve. Era todo tan extraño...
—Descríbeme ese lugar.
El doctor Hans le contó al anciano lo que había visto con todo detalle, y éste se quedó pensativo, como quien busca un hilo perdido de la memoria. Al cabo de unos segundos, exclamó:
—¡Sí que viajaste lejos, amigo! Por tu expresión al volver, imaginé que habías recorrido una larga distancia, pero no tanta. Si no me equivoco, Hans, hace poco estuviste en los lejanos Highlands.
—¿En Escocia?
—Sí, lo que no puedo saber es en qué época, en qué momento del tiempo. Tu viaje fue demasiado corto. Tuve que hacerte volver, porque tu rostro tenía un gesto muy poco tranquilo.
—Tengo que reconocer que empezaba a estar algo asustado. No sólo por lo desapacible de aquel paraje, sino sobre todo por lo inaudito e incomprensible de la situación.
—Entiendo, pero me gustaría saber qué te hizo viajar hasta allí.
—Supongo que... el poder del cristal, ¿no?
—Sí, pero me refería a por qué a la lejana Escocia —inquirió Achim.
—Ciertamente, no sabría decirlo. Es un país que me atrae, por lo que cuentan de él y por algunas estampas que he llegado a ver, pero nunca lo he visitado.
—¿Te das cuenta, Hans? El poder del cristal es impredecible, además de incontrolable. Lo que lo convierte en sumamente peligroso.
El doctor no pudo menos que asentir. Recordó lo incómodo que se había sentido en aquel lugar, a pesar de su entrenamiento en diversas y difíciles exploraciones. Si no se podía guiar al cristal, éste nos podría dejar en cualquier parte, expuestos a cualquier riesgo.
—Imagino que algún sentido oculto debe tener —dijo Achim—. No creo que el cristal se comporte de un modo caótico. Pero ese sentido se nos escapa. Sólo si aprendiéramos a conducir su magia, podrías hacer eso que deseas, podrías levantar su secreto. Pero hasta entonces...
—Sí, Achim, lo comprendo. Tenía la ilusión de compartir mi descubrimiento, pero haré como ha venido haciendo usted durante todos estos años, y guardaré el secreto. Es mejor así.
—Lo es, amigo. No sabemos qué extrañas circunstancias serían posibles si levantáramos el velo entre los aldeanos.
El doctor Hans se sintió algo abatido. Tenía que quedarse tras una pared de silencio, cuando lo que le pedía su corazón era gritar alegremente a los cuatro vientos que había encontrado el maravilloso tesoro. Y así se lo expresó al viejo Achim.
—Sí, amigo, es una lástima, pero debemos atenernos a nuestro buen juicio. Dejar suelta entre la gente a esa ave de fuego sería muy peligroso. Habría, sin duda, buenos acontecimientos, pero también malos. Y esos son los que debemos evitar.
La tarde continuaba declinando perezosamente, mientras los dos amigos seguían con su animada conversación, compartiendo su interés por el cristal y elucubrando sobre las múltiples posibilidades que su poder dejaba al descubierto. El doctor Hans le hizo aún muchas preguntas al viejo Achim. Y así pudo enterarse de que el cristal que todavía quedaba en la cueva no representaba peligro alguno, en caso de ser descubierto, porque únicamente la figura que poseía Achim tenía ese raro poder.
—¿Por qué sólo en su figura es donde está la magia? —preguntó Hans.
—Ese es mi secreto, amigo mío. Pero no me importa compartirlo contigo, al menos en parte. Así como tampoco me importó dejar que la cogieras. Esa figura tiene una forma muy particular que yo elegí, después de indagar a fondo sobre las propiedades del cristal. Sé que a mí no puede hacerme daño, al igual que tampoco a ti. Recuerda que te conozco bien. Hay en tu ser algo especial que armoniza con el espíritu del cristal, y por ello supe que no habría peligro. Si viajaste a ese lugar tan lejano y desapacible, es por algo que sólo tú puedes saber. Pero te aseguro que en ningún momento corriste un verdadero peligro. En cambio, es imposible saber qué ocurriría con otros viajeros, a quienes les faltase esa intrínseca particularidad del alma, esa relación con el espíritu del cristal.
—Y en cuanto a la causa de que sólo en mi figura actúe la magia del cristal —continuó el anciano—, te diré que hay que modelarlo de una forma muy especial, delicada y compleja, tal y como yo lo hice en su momento. Y eso es un secreto que sólo un auténtico druida conoce. Quizás algún día, si los vientos son propicios, te cuente cómo se hace. Por ahora, confórmate con pedirme la figura cuando ese sea tu deseo. Está a tu disposición, pero úsala siempre con sumo cuidado, querido amigo.
—Me siento muy honrado, Achim. Se lo agradezco de veras. Aunque también le digo que sólo cogeré la figura en su presencia. Aún no me atrevo a hacerlo solo, no después del susto de esta tarde. Al menos hasta que adquiera cierta habilidad en su uso. Pero quería hacerle aún otra pregunta, si me lo permite
El viejo y paciente Achim asintió.
—Si el cristal que hay oculto en la gran cueva no representa ningún peligro, ¿por qué resulta inconveniente darlo a conocer?
Achim sonrió.
—Amigo Hans, sigues insistiendo en eso... Te comprendo. En tu mente continúa viva la imagen de la supuesta alegría que ello iba a provocar en nuestros amigos de la aldea. Pero, créeme, eso no es aconsejable. Ciertos asuntos es mejor dejarlos bajo un velo de sombras, para evitar posibles males.
—Entiendo, y ya quedé de acuerdo. Pero mi pregunta es de pura curiosidad: ¿dónde residiría el peligro si el cristal, por sí mismo, no desata su poder si no es con un previo y sabio modelado y no sé con qué especie de secreto conjuro?
El anciano contestó con seriedad:
—Doctor Hans, en primer lugar, ¿qué sentido tendría, aparte de tu imaginada fiesta, el que los aldeanos supieran de la existencia del cristal? ¿Qué harían después con él? ¿Llevárselo a sus hogares para tenerlo de adorno? ¿Engarzarlo en anillos y collares? ¿Configurar alguna imagen que quizás luego fuese motivo de adoración? Tú les conoces, casi tan bien como yo... Son todos buena gente, pero tal vez, digamos, demasiado elementales para enfrentarse con el misterio y tener un fragmento del mismo en sus casas. Aparte de que seguro que con el tiempo la noticia trascendería las fronteras del pueblo...
—Tiene usted razón, estimado Achim, como siempre. Entonces tal vez lo conveniente sería no sólo ocultar el descubrimiento, sino además sellar ese sitio de alguna manera. No sé..., sepultarlo tras metros de tierra, más dentro aún de la cueva, para que no estuviera visible. O hundirlo en alta mar, metido en algún pesado cofre...
El viejo Achim no pudo evitar reírse a carcajadas, ante las ocurrencias del doctor.
—Amigo Hans, no te preocupes por eso. Hay algo que no te he contado sobre el pájaro del sueño...
—¿El qué, Achim?
—Ese extraño pájaro, que sólo se deja ver en muy contadas ocasiones, no sólo es quien tuvo a bien mostrarnos la ubicación del tesoro. Es además el guardián del cristal. Y te aseguro que nadie, nunca, logrará encontrarlo, a no ser que el pájaro así lo quiera.
Aquella noche el doctor Hans, con la mente llena de nuevas y fantásticas imágenes y pensamientos que corrían raudos y casi sin control, de vuelta hacia su casa y antes de salir del ahora sombrío bosque de hayas, se paró un momento y volviéndose hacia la ya lejana casa del druida Achim, dijo para sus adentros:
—Viejo y sabio amigo, tenga por seguro que pronto volveré, quizás mañana mismo, y le pediré que juntos hagamos uso de esa mágica figura de cristal. Porque ardo en deseos de hacer un nuevo viaje... Quiero regresar a aquel acantilado. Ahora sé —por fin lo recuerdo— quién vive en ese lejano y oscuro castillo...
Cerré el cuaderno y sonreí satisfecho. Me había gustado ese supuesto diario, o cuento, a pesar de lo extenso de los diálogos. Y según apagaba la lámpara para irme por fin a dormir, empecé yo también a fantasear con lo que haría si tuviera en mi poder esa brillante figurilla, a dónde me atrevería a viajar. Muchas y variadas opciones me vinieron a la cabeza, y todas interesantes y gozosas. Lástima que aún no se me hubiese aparecido ese pájaro del sueño...
Pensé en volver al día siguiente a casa de mi amigo Paul. Quería agradecerle de nuevo su regalo. Y de paso, hacerle algunas preguntas sobre ese doctor Hans Schliebel y su extraño amigo, el viejo Achim; aparte de que tenía curiosidad por saber qué le llevó a traducir esta historia para mí. Conociendo su afición a los enigmas y los secretos, y a todo aquello que tuviera que ver con lo mistérico y numinoso, seguro que tenía interesantes detalles que contarme sobre la magia del cristal del tiempo.
Antonio Martín Bardán
(24 de mayo, 2013)
(Para la amiga Crystal, desde un recóndito lugar del País del Sueño)
ResponderEliminarN. del A.:
No creo que sea necesario aclarar que el talismán de mi cuento no tiene, en absoluto, nada que ver con las modernas teorías de la física cuántica sobre los "cristales de tiempo". Lo mío es una simple historia fantástica que sólo en el nombre coincide algo con eso que sostienen los científicos Wilczek y Shapere, sobre la necesidad de encontrar una estructura periódica en el tiempo, para poder estudiar de una nueva forma "los procesos de ruptura de simetría y las leyes de la física subyacentes a la misma".
De manera que el objeto que el físico Tongcang Li dice saber crear (esa nube de iones y berilio atrapados en un campo electromagnético circular, un anillo en rotación permanente que conformaría un cristal espacio-temporal, es decir, un reloj natural), no tiene ninguna relación con la diminuta figura de cristal rojizo y brillante que había en el salón del viejo Achim, cuya única y mágica función era la de viajar en el tiempo.
Es evidente, y mi explicación totalmente innecesaria, pero dejo este comentario porque estuve a punto de cambiar el título del cuento a causa de esa simple coincidencia nominal. Soy casi absolutamente lego en materia de física cuántica, y mi cuento es sólo eso, un cuento. Su objetivo es entretener y poner en movimiento los hilos de la imaginación; entrar un poco en ese mundo, muchas veces olvidado, de la fantasía, con el que creo que es necesario conectar, al menos de vez en cuando, para respirar aires diferentes.
AHM
Volveré, después de leer más veces esta delicia... De momento, dejo mis más expresivas gracias por este bellísimo regalo y una pregunta:
ResponderEliminarTu cuaderno de cristal y humo, ese que espera al pájaro del sueño y ahuyenta a las sombras... ¿qué sabor tiene? :))
Amiga, está claro que cuando viene ese pájaro del sueño mi cuaderno tiene sabor a cereza.
ResponderEliminarDe nada, Crystal. Hace tiempo que tenía ganas de dedicarte un cuento. Porque es muy bueno llevarse bien con las hadas.
Me alegro de que te haya gustado.
Un abrazo rojiazul.
Me ha encantado esa historia, pero me intriga saber quién vive en ese extraño castillo escoces ¿Macbeth? ¿William Wallace? Habrá que esperar la aparición de otro diario del doctor Hans ;)
ResponderEliminarSaludos.
Hola, Tío Antonio.
ResponderEliminarTen en cuenta que el amigo Paul encontró sólo un diario del dr. Hans. Puede que haya otros, pero de momento... Así que el habitante del castillo quedará por ahora en el misterio.
Esperemos, no obstante, que Paul vuelva a tener suerte en esa librería de viejo, y entonces sabremos de quién se trata.
Me agrada que te haya encantado la historia. Gracias por acercarte, leer y comentar.
Saludos, para ti y para el hada Mercurita.
Si nada es verdad y nada es mentira quiero el color del cristal sabor cereza.
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