«Solamente la imaginación de un caballero errante y los cascabeles de mi bonete de loco contribuyeron a mi buen humor y a mi coraje heroico.»
Johann Georg Hamann
Cuando abrí los ojos, después de lo que pareció ser una ligera inconsciencia pasajera, me encontré en el término de un bosque. Robles, hayas, pinos y abetos centenarios dejaban paso a la visión de un imponente paisaje, un valle amplio y profundo cuyo final se perdía en la brumosa lejanía, rodeado de altivos montes rocosos que vestían sus laderas con una suave capa esmeralda. Y sobre uno de ellos, el más cercano, se veía una asombrosa ciudadela que se alzaba mayestática sobre lo hondo del valle, como un raro y fantástico olimpo. Sin sorprenderme demasiado, dado el carácter frecuentemente maravilloso de mis viajes, aunque gratamente impresionado por el inesperado y magnífico paisaje, me decidí a subir por un camino que parecía dirigirse hacia allí.
Al cabo de un rato, que no me pareció en absoluto largo ni pesado, llegué sin fatiga alguna a las viejas pero bruñidas puertas de la ciudadela, que estaban generosamente abiertas de par en par. Más allá me esperaba un conjunto armonioso de antiguas y elegantes casas de piedra con tejados inclinados, y torres doradas que despuntaban orgullosas y desafiantes, aunque alegres, entre el intenso azul y el vuelo sereno de las nubes. Las calles, silenciosas y vacías, esmeradamente cuidadas y limpias, discurrían somnolientas entre casonas y jardines, ornadas todas ellas con grandes y frondosos árboles, lo que las dejaba medio cubiertas por frescas sombras que invitaban a pasear.
Y eso hice durante más de dos horas, pasear tranquilo por esa ciudadela silenciosa y acogedora, admirando sus atractivos y sugerentes rincones. Sin que en todo ese tiempo me cruzara absolutamente con nadie, lo cual, no sabría explicar por qué, no me extrañó. Sin embargo, lo que sí me pareció raro fue constatar sus extraordinarias dimensiones: aquella ciudadela aparentemente dormida adquiría ante mis ojos, según la caminaba, el tamaño de una gran ciudad, y no veía por ninguna parte su final. Pero esto también dejó de extrañarme a los pocos minutos, después de la primera perplejidad, quizás porque estaba encantado de que así fuera.
Lentamente y sin ruido, como una sobria y noble dama que vuelve a su hogar después de un largo viaje, llegó la noche. Su oscuro manto de gasa fue cubriendo a la ciudadela con suavidad maternal. Y ésta se empezó a alumbrar paulatinamente, sin prisa alguna, poniendo cascabeles de luz a las nuevas sombras. Entonces pude darme cuenta de algo que no era normal y que disipó las pocas dudas que aún me quedaban. Me fijé en un detalle que me llamó la atención y me confirmó que, efectivamente, estaba ante el paisaje de un sueño: las casas brillaban de una manera especial, como si su luz surgiera, no de las lámparas del interior ni de las farolas, sino de las propias paredes de piedra. Hasta los árboles del paseo destellaban de esa extraña manera. Era como una rara fosforescencia surgida de alguna fuente desconocida. Y fue entonces cuando por fin supe dónde me encontraba...
A partir de ese momento, ya nada normal podía esperar y reanudé el paso con emoción. Después de mucho tiempo, había vuelto al País del Sueño. Y no a cualquier íntimo rincón de mi fantasía, sino nada menos que al paraíso romántico por excelencia. Era la primera vez que lo visitaba y mi corazón empezó a latir con fuerza, como en mis jóvenes años de aventuras, cuando me perdía en las cavernas del inconsciente y hollaba viejos templos que brillaban ocultos entre las sombras; palacios recónditos llenos de invaluables tesoros de conocimiento, donde el oro, las gemas y la plata se transmutaban en saberes olvidados y llaves que abrían fabulosas puertas a mundos de ensueño.
Tras los primeros y asombrados pasos, con esta nueva y gozosa certeza de estar en donde nunca antes había estado —a pesar de haberlo deseado con intensidad en muchas ocasiones—, comencé a notar que más allá de las cortinas y los visillos de las ventanas se apreciaba movimiento de figuras humanas... Siluetas imprecisas que me regalaban el hecho de que allí vivía gente, que la ciudad no estaba vacía y abandonada. Temblé felizmente al pensar que quizás podría conversar con alguno de ellos. Miré entonces, no sé por qué, hacia arriba y ví que la luna, una resplandeciente luna llena que asomaba por entre los árboles, me sonreía. No fue la imaginación de alguien acostumbrado a ensoñar y pintar a ciertas cosas con el pincel de su anhelo, sino que realmente la luna me miraba y sonreía...
Fue después de ese instante cuando empecé a escuchar una música lejana que surgía de algún lugar indefinido. Me cogió por sorpresa y me sobresaltó, lo que hizo que bajara la cabeza y me tapara los oídos instintivamente. Se me acercó entonces un hombre de mediana estatura que salió de improviso de entre las sombras, y me preguntó con voz templada que si era que no me gustaba... A lo que tuve que responder que desde hacía un tiempo, no sabía por qué extraña razón, no podía soportar la música. Me ponía nervioso y triste.
—Ah, ya entiendo —me dijo, sonriendo levemente—. Pero no se preocupe, esta melodía no le pondrá melancólico. Escúchela.
Mientras me esforzaba en escuchar lo que parecía un alegre trío compuesto de clave, violín y cello, intenté fijarme mejor en el rostro de aquel hombre, en la medida en que las sombras de castaños y acacias me lo permitían. Entonces, inesperadamente, fue a sentarse en un banco cercano iluminado por la luna, y pude ver claramente sus rasgos de duende travieso y genial. No sé definir lo que sentí...
Después de unos minutos en que ambos permanecimos en silencio escuchando la música, ésta concluyó, o, mejor dicho, se fue desvaneciendo en la lejanía, hacia el fondo de aquellas largas calles vacías. Y aquel hombre —cuyas obras había leído en mi juventud con avidez y fascinación— me miró y dijo:
—¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado? ¿A que no le ha hecho ningún daño?
—Sí, es alegre, lúdica, amable... Me ha recordado a Mozart —contesté tímidamente.
—¿De verdad? Pues no sabe el favor que me hace, amigo mío. Porque ese trío lo compuse yo hace mucho tiempo, y el hermano Wolfgang era nada menos que mi ídolo. En aquella época la música era mi pasión, mi barco, mi tabla de náufrago, mi lámpara en la niebla; más incluso que la pluma. La música era para mí... ¡la vida! —exclamó con vehemencia.
—¿Ya no compone? —me atreví a preguntar.
—¿Componer? No, mi estimado Antonio, ya no me hace falta componer. Ahora vivo en la música, quiero decir, dentro de ella. Con sólo mover una mano en el aire, violines, cellos, claves y oboes se ponen a sonar como por arte de magia, desde las hojas de los árboles, desde las nubes, desde las piedras... Conservo en mi casa viejos papeles pautados sin usar y muchos instrumentos antiguos, como afectuoso homenaje a la memoria, pero tan sólo hay aún un par de éstos últimos que a veces me inclino a tocar, por simple capricho: el armonio de cristal y el arpa eólica.
Le escuchaba ensimismado, atento a sus palabras, a sus gestos, al aura que se desprendía de su ser. Pero algo acababa de decir que me había dejado aturdido... ¿Había pronunciado mi nombre?
Aquel hombre musical y mágico pareció adivinar mi pensamiento. Me miró con fijeza desde sus pequeñas lentes y dijo, mientras sonreía complaciente:
—Así es, amigo mío. Le conozco muy bien. Mire...
Sacó algo de un bolsillo de su chaqueta. Un pequeño libro. Y me lo mostró. Era un librito en octavo de cubiertas azul oscuro, pulcramente encuadernado, en cuya portada podía leerse con claridad en caracteres ligeramente góticos: Cuaderno Nocturno
Una vez más, no sé definir mi sentimiento de esos instantes. No sé qué decir, excepto que el suelo pareció resbalar bajo mis pies al mismo tiempo que sentía como si me inundara la luz de la luna.
—Pero... si yo... nunca he publicado nada... ¿Y además, cómo es que usted, precisamente usted...? —me atreví a balbucear.
Su sonrisa se mostró ahora más abierta y luminosa. Se levantó, se acercó a mí y poniendo una mano sobre mi hombro, me dijo con voz afable:
—Amigo, no goza usted de muy buena memoria... La publicación de su libro de reflexiones corrió de mi cuenta, que para eso tengo aquí esos poderes y muchos más. Pero, ¿acaso no recuerda que le dejé un par de comentarios en su bitácora? Fue cuando escribió aquel simpático y entusiasta homenaje dedicado a mi querido Puchero de oro. ¿Se acuerda?... No, no me mire así y cierre la boca. ¡Pues claro que fui yo! ¿Quién si no? Tengo en mi terraza un poderoso telescopio y con él puedo enterarme de muchas cosas, por muy lejos que estén. Además, ese maravilloso artilugio me avisa con una luz cuando sucede algo que puede ser de mi interés, para poder observarlo desde aquí, sin importar el lugar ni el tiempo. Así es como me enteré de la existencia de su escrito, y de la suya propia. Y créame si le digo, querido amigo, que fue un agradable encuentro. Por eso está usted ahora aquí. Entre mis múltiples poderes está también el de guiar a algunos soñadores en su deambular por el País del Sueño. Y la verdad es que sentía deseos de verle y de hablar con usted. Porque hay algo importante que quiero decirle...
Nos pusimos a caminar calle abajo, entre los árboles y las casonas fosforescentes, junto al intuido susurro de las siluetas tras las ventanas; descendiendo pausadamente hacia el centro de la ciudadela y lo profundo de la noche. Bajo la sinfonía cósmica de la luna y las estrellas, el autor de tan maravillosas historias —que ahora me llamaba «amigo»— me dijo muchas cosas que me importaban. Me fascinó con su verbo y su saber. Y yo caminaba casi como extasiado en su compañía.
Los gruesos y tupidos cortinajes que separan el mundo de los sueños de la vigilia, me impiden recordar con exactitud sus lúcidas palabras en aquel paseo por la noche de Atlantis. Aunque supongo que habrán quedado grabadas en algún rincón de mi subconsciente. Así quiero creerlo, porque sería una lástima que esa riqueza se me hubiera perdido. Sólo recuerdo con claridad lo último que me dijo, antes de despedirnos.
Sentados en la gran plaza central, de columnas de ónice y espléndidas fuentes cubiertas de jade, muy cerca de la noble puerta labrada de la inmensa biblioteca, con sus grabados esmaltados de complejos y raros símbolos de alquimia —en donde me hubiese gustado entrar y quedarme cien años—; entre la caricia de una suave brisa que traía del valle su perfume edénico, y ante una mesa en la que destellaban bajo la luna dos copas del mejor vino que nunca se ha bebido, el maestro de los elixires diabólicos y las ollas de oro, con sus lentes de cristal de aumento que permitían leer los pensamientos, alzó su copa y me dijo en tono serio pero con una música amable sonando en cada una de sus palabras:
—Recuerde, querido amigo, aquella buena frase de Hamann: «Solamente la imaginación de un caballero errante y los cascabeles de mi bonete de loco contribuyeron a mi buen humor y a mi coraje heroico». No lo olvide, amigo mío. Deje la seriedad y la pesadumbre para los momentos serios y oscuros, y no haga de ellas el baluarte de su vida. Quítese su triste sombrero y póngase el gorro de loco, ría y camine por el mundo descubriendo lo que tiene de maravilloso, y no enfangue su corazón en el sucio río de lo que no merece la pena. Ambos sabemos que en la noche hay destellos inesperados entre el mar de sombras. Búsquelos, y cuando los encuentre fíjese bien en ellos, aprenda de ellos, dance con ellos. Son su mejor guía, el viento que le llevará hacia la estrella que anda buscando.
Nos dimos un abrazo, que hizo que me sintiera como rozado por las alas de un sueño antiguo muy querido, y el maestro amigo Hoffmann se dio la vuelta y se adentró en la noche, dejando tras de sí una estela de magia y alegría que seguí respirando aún durante un tiempo. Sobre la mesa, junto a su copa vacía, había dejado mi pequeño libro azul oscuro, y me pareció ver por un instante cómo su cubierta se aclaraba y algo desde dentro me llamaba, con una voz que me resultó bastante conocida...
Antonio H. Martín
(8 de mayo, 2013)
Pues si en ese libro azul oscuro, hay más textos como este, guárdalo muy bien amigo, porque es una joya!
ResponderEliminarY por cierto, que me gustaría saber a que obra pertenece esa frase de Hamann (Johann Georg)
Un abrazo para ti y mis respetos para el Maestro Hoffman.
Gracias, Cristal.
ResponderEliminarSupongo que en estos cinco años y medio de andadura, algunas cosas habrá que hayan merecido la pena. Yo, desde luego, he puesto toda mi entrega en ello. Aunque sois vosotros los que tenéis la última palabra... Y que tú, que eres tan buena y crítica lectora, regales a este cuaderno el calificativo de "joya", pues me halaga y me hace sentirme muy satisfecho. Gracias de nuevo.
La frase de Hamann es de sus Meditaciones bíblicas.
Cuando vuelva a ver a Hoffmann le transmitiré con mucho gusto tus respetos.
Un abrazo, hada amiga.
El texto de Johann Georg Hamann me trae a la memoria al ilustre hidalgo, Don Alonso Quijano. Y todo lo que rebosa imaginación y locura me lleva a la "vela de armas" de Don Quijote y a sus posteriores avatares...
ResponderEliminarSiempre me he arrepentido de no haber hecho alguna locura más cuando tuve ocasión de llevarlas a cabo...El sentido común, al que tanto se evoca, es un auténtico pelmazo. Por no decir, muermo..
Afortunadamente me he dajado llevar mucho más por la imaginación. Quizás por ello sobrevivo.
Hermoso relato, Antonio. Mi más sincera felicitación.
Un abrazo
Pues sí, Luis Antonio, tienes razón: eso de la imaginación de un caballero errante y el bonete de loco recuerda a la figura de Don Quijote, y también a Cyrano.
ResponderEliminarEs una pena que ese triste sentido común nos impida lanzarnos como se debiera al lúdico río de la vida, pero quizá aún es tiempo de algunas aventuras...
La imaginación, amigo profesor, es la mejor de las velas y siempre tiene que estar izada en nuestro barco: es el garante del buen navegar.
Me alegro de que te haya gustado el cuento. Gracias por tu felicitación.
Un abrazo.