Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 25 de agosto de 2014

El regreso de Emma




    Hace ahora un año, el 23 de agosto de 2013, publiqué en este cuaderno una especie de breve semblanza sobre Emma, la íntima amiga de Alberto Linde. Encantadora, sensible, inteligente y noble dama a la que también me referí en otro escrito, del 25 de mayo de este año, que titulé «Aquel abrazo», llamándola entonces Marina (por fantasear un poco con los nombres). No tengo el gusto de conocerla personalmente: todo lo que sé de ella procede de referencias de mi amigo; pero con ello ya me hago una idea bastante aproximada... Y resulta que esta dama Emma (o Marina) regresó hace poco de visita —según me ha contado Alberto—, después de un largo tiempo de ausencia, y me sabe bien relatar este nuevo encuentro. Pero he considerado oportuno incluir en primer lugar aquel texto de hace un año, como presentación, para situar a los personajes (reales personajes, de alma, carne y hueso) en su adecuada dimensión:


Emma

    
    Pasaba por delante de aquel viejo espejo del zaguán, envuelto por la penumbra, y la tenue luz de luna que entraba por la ventana le hizo pararse unos instantes. Se miró, se inquirió en silencio, medio en broma, y sonrió... No, él no estaba enamorado. Aquello que sintió, aquella especie de dulce niebla que lo rodeó durante un tiempo era ya un pálido reflejo en su memoria, como el vago recuerdo de un sueño. A Emma la seguía queriendo, era cierto, pero sin niebla, sin suspiros, sin anhelos, sin la embriaguez de esa música sedienta e insaciable.
    La tan nombrada tiranía del tiempo no había sido capaz, sin embargo, de obliterar el destello de tantos buenos momentos, de tantas sonrisas seguidas de besos, de tantas miradas encendidas, de tantos y tantos gestos amables, cariñosos, que hilaban trajes de lana y seda sobre el frío cuerpo desnudo de la noche. No, todo aquello permanecía incólume, vivo y brillante, como un tesoro celosamente guardado tras una poderosa llave de plata. El frágil puente aquél, que cruzaba el mar de bruma, seguía en su sitio, enlazando ambas orillas. Nada se había roto. Se diría que el material de que estaba hecho era cierto.
    Lo que se había ido era otra cosa: la dulce niebla encantada, encerrada en sí misma, el amargo silencio de la ausencia, el deseo de fluctuar las cosas... Esa luz irisada que con demasiada facilidad se tornaba en sombra, esa voz trémula, ese triste deseo de abrazar lo imposible, de querer torcer el viento... La vida, clara, definitoria, sabia y contundente, había puesto las cosas en su sitio. Decisiva, como siempre, había orientado los vacíos y puesto orden en el caos de las nubes dispersas, erráticas, sin rumbo. Todo lo demás había huido.   
    Sí, a Emma la seguía queriendo. Era una luz lejana, un fulgor en el horizonte, sobre la última montaña; medio oculta, secreta, pero amiga. Y se sentía feliz cuando pensaba en ella y la imaginaba sonriendo, contenta en su mundo de calles brillantes y músicas nocturnas, románticas o salvajes, azules o ardientes; en su mundo de libros y árboles, de silencios y sueños. Creía conocerla bien, haber discernido notables aristas de su fondo, y amaba lo que en ella había encontrado: esa voz nueva, comprometida, lúcida, responsable, pero asimismo soñadora, amable, rabiosa y libre. Rebelde estrella, valiente y sola; confidente de la noche en el cielo intenso, infinito, del desierto. 
    Dejó atrás el espejo y continuó su camino hacia el sereno jardín numular. Todo lo encendía la luna con su blanca linterna. La noche, pues, era del color de la nieve; parecía el mágico escenario de un antiguo sueño... Pero estaba despierto, y su corazón en calma. Se sentó sobre el viejo tronco de roble caído y se dispuso a fumar un último cigarro, antes de irse por fin a dormir. Mañana, posiblemente, llamaría a Emma. Hacía más de un mes que no tenía noticias suyas y quería saludarla, y contarle alguno de sus últimos sueños.


(23 de agosto, 2013)


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El regreso de Emma


    Quizá nunca sabremos de dónde venimos, quiénes somos ni a dónde vamos, pero el níveo avión, ajeno a esta incertidumbre, hacía como que volaba... De una forma imperfecta, rígida, sin batir de alas, pero que funcionaba adecuadamente, deslizándose en el aire, aprovechando impulsos y corrientes. Haciendo que el pasaje y la tripulación, los reactores, el fuselaje y demás dispositivos, todo el complejo conjunto, se mantuviera en movimiento con cierta seguridad sobre las nubes hacia su señalado destino. Tal vez una antigua fórmula de Leonardo transformada en materia, un proyecto, una idea, un deseo o un sueño hecho realidad. Y en ese sueño volante viajaba Emma, la amiga de antaño, la amiga lejana que volvía para visitar, desde la remota orilla del mar del oeste, a su viejo amigo de las montañas.
    Sintió una rara emoción durante la espera en el aeropuerto. Iba a volver a ver a la amiga, a su única amiga, después de mucho tiempo. La vida se compone de encuentros y distancias, y transcurre entre la tensión de unos y otras, pensó Alberto en esos momentos. Y cuando se acumulan y se agrandan las distancias uno no sabe bien algunas veces si está preparado para el próximo encuentro. 
    Pero por fin volvió a ver a Emma, después de muchos meses, en una de esas largas y aburridas salas de aeropuerto. La encontró más delgada y, lógicamente, algo más mayor. El tiempo no pasa en balde y siempre se cobra su tributo. Pero en su mirada lucía el mismo brillo de entonces... Fue encantador volverla a ver, volver a hablar con ella cara a cara, y no por teléfono. Después de un tímido pero sincero abrazo de saludo, en seguida se pusieron a hablar de historias y de sueños, como en otro tiempo, como si se hubieran visto hace tan sólo unas pocas semanas. Y luego, ya inmersos en la ciudad, pasearon juntos sobre la pista infinita del atardecer, como antes.
    —Somos novios, ¿no? —decía él, en aquel otro tiempo lejano, mientras la abrazaba suavemente por detrás. 
    —Mmmm, «novios», qué fuerte suena eso...
    Volvieron esta vez a caminar cogidos de la mano, pero ahora no ya como novios, ni como amantes ni nada parecido, sino sólo como amigos del alma, como dos viajeros que se encontraban de nuevo en otra vuelta del destino. Las calles espejeaban por la reciente lluvia. Se presentía la cercana venida del otoño. El aire era fresco y limpio, con una música algo etérea y levemente somnolienta, compuesta de nubes huidizas y buenos recuerdos, de hojas húmedas y vagos susurros de otras tardes pasadas. Pero sin sombras, sin nada que rompiese la melodía, sin un mal paso, sin un tropiezo, sin ninguna esquina del pensamiento. Y las luces doradas del atardecer se iban retirando, cediendo ante las otras azules, del incipiente crepúsculo...

    (No pueden mis torpes palabras describir el hechizo de aquella hora. Soy un narrador muy imperfecto, y no se me dan nada bien los ambientes que quieren parecer como románticos o exaltantes. Pido disculpas por la digresión, pero debía decirlo. Lo que quiero es ser fiel al relato que me hizo el amigo, y debo asimismo apuntar que ni él ni su amiga Emma estaban «embrujados» por el paisaje, ni por el aire, ni por la música ni por nada... Ya habían pasado por todo eso, y puede decirse que estaban «curados». Lo suyo era otro tipo de encuentro. Un paseo serio y chispeante por el colorido y brillante espectáculo de un mundo que esa tarde parecía ser especialmente amable.)
  
    —¿Qué tal estás? —preguntó Alberto, en un torpe momento de poca lucidez (también él comete torpezas a veces). Quizá intentando romper un hielo inexistente.
    —Bien, como siempre, ya sabes que soy incombustible, ¿y tú?
    —Bueno, aquí andamos...
    —¿Has conseguido lo que querías?
    —En parte sí. Pero no, aún no, sigo esperando...
    —¿Esperando...? ¿Esperando el qué?
    —Sigo a la espera de que la vida y yo confluyamos en el camino. Ya sabes, los sueños y todo eso.
    —Pues así no llegarás nunca a ningún sitio.
    —Lo sé, pero no del todo. Quiero decir que te entiendo, pero, recuerda, tengo otras ideas, intento mirarlo de otra manera... 
    —O sea, que sigues sin estar lo bastante convencido de nada, y menos aún de ti mismo... En fin, parece que nunca cambiarás. Pero me alegro mucho de volver a verte.
    —Lo mismo digo, amiga —contestó él, medio sonriendo y mirando un poco hacia otro lado; aún le costaba asumir que el encuentro era real. 
    Y después de una breve pausa, en que se cruzaron las miradas, como indagando en silencio en el interior del otro, le preguntó Emma:    
    —¿No me vas a dar un beso?
    —Ya no me quedan besos, amiga, pero quizá para ti tenga uno de reserva. Espera, que voy a buscar...
    —¡Ja, ja, ja, ja! ¡Tonto! 
    Hubo un beso, pero amistoso, sin ninguna pasión, un beso de afecto y cariño. Y siguieron conversando. La noche se acercaba, segura de sí misma, con la convicción de que pronto sería, como siempre en su momento, la dueña del mundo, poniendo una por una las sombras en su sitio y quizá, si era noche de lujo, sacando a pasear a las estrellas y la luna. Emma estaba radiante, con esa luz de alegría que la caracterizaba, hablando con seriedad pero siempre dispuesta a la sonrisa y a ver las cosas de la vida y del mundo positivamente. Alberto la miraba y comprendía por qué había estado enamorado de ella hace tiempo. Pero el amor es una magia azarosa y libre, orgullosa y esquiva, que no suele volver a pasar por el mismo camino. Esto lo sabía, y estaba bien que así fuera.
    —¿Te parece que vayamos a cenar? —preguntó él, después de mirar el reloj.
    —¡Sí, claro! —respondió ella, con su sonrisa de siempre.
    Y durante la cena siguieron conversando, de cosas personales, de libros, de músicas, de mil historias y mil pensamientos. Por debajo de la mesa juntaban de vez en cuando sus pies y, entre bocado y bocado, entre sorbo y sorbo, se miraban con complicidad. No porque el deseo entrara en escena, sino porque sus cuerpos ya se conocían de mucho antes y se encontraban a gusto cerca. 
    —Sabes que luego dormiremos juntos y abrazados, ¿verdad? —dijo ella.
    —Ah, pensé que dormirías en el hotel.
    —¡Tú estás «pa'llá»! ¿Crees que he viajado casi mil kilómetros para dormir sola en un hotel? ¡Quiero dormir contigo, lobo!
    —Vale, pero... ¿roncarás?
    —¡Ja, ja, ja, ja! ¡Claaaroooo!
    —Bueno, pues entonces está bien. Recuerdo que me gustaba esa «música» tuya tan... personal. Je, je. Aunque alguna vez...
    —¿Alguna vez, qué?
    —Que alguna vez me asustaste con lo que parecía más bien... ¡como un rugido!
    —¡Ja, ja, ja! Lo dicho: ¡eres tonto! ¡Ja, ja, ja, ja! Pero me gusta tu humor; es sano, inocente, sin ninguna malicia. Sólo busca la sonrisa. Y me gusta también que tengas tan buena memoria.
    —¿Por qué? —preguntó Alberto, haciéndose otra vez un poco el tonto.
    —No sé. Quizá porque me hace sentir algo... ¿adulada?
    —¡Ja, ja, ja! Ahora me rio yo. Entre nosotros no son necesarias las adulaciones, amiga.
    —Ya, ¡ja, ja, ja! Tienes razón, amigo. 
    Después de la cena y de las risas, volvieron a pasear y (esto era gratamente inevitable) continuaron conversando. Había un claro fluir en su diálogo, como si fueran amigos muy antiguos y cercanos, casi de la infancia, o tal vez de más allá... Mientras, la noche, que al final fue de lujo, dejó ver su cielo de estrellas y una luna creciente que matizaba las sombras con una suavidad acariciante, lo que otorgaba al paseo un cariz que invitaba a lo lúdico, al ensueño, a lo interminable.
    En esos momentos, Alberto, como fiel enamorado de los sueños, se puso un poco romántico, evocando la otra época, quizá por efecto del vino o de la luna, y se atrevió a decir:
    —Ahora sí que me gustaría darte un beso de verdad, amiga Emma.
    —Todos tus besos han sido siempre de verdad, querido amigo —contestó ella con seriedad—. Lo sabes, y sabes que lo sé. Al igual que también sabes que tras los besos no hay nada más, porque cada historia sigue su rumbo invariable...
    —De acuerdo, amiga, un beso sólo es un beso. Un pequeño destello de luz en la oscuridad. Pero..., si no va a romper ni a cambiar ni a crear nada, ¿qué mal puede haber en un simple beso? 
    Emma le miró entonces con ojos encendidos, sonrió de un modo especial y entreabrió sus finos labios. Y allí se quedaron, unidos bajo la tenue luz de la luna y las estrellas, como colgados del infinito; durante un tiempo que aunque fuera sólo de unos segundos a él le pareció uno de sus fabulosos viajes al país del sueño... 
   
    Lo que ocurrió después no me lo quiso contar el amigo Alberto, que suele ser muy reservado para algunas de sus cosas. Lo cual comprendo perfectamente. Pero es fácil de imaginar. Nada malo, en absoluto, y tampoco nada regular. Entre estos dos sólo podían ocurrir cosas buenas y, a veces, también singulares. Únicamente me dijo que Emma estuvo con él unos pocos días más, entre risas y paseos, interesantes diálogos y algunos besos y abrazos amistosos, y que luego se volvió a su lejano mundo. Quedaron, eso sí, en seguir en contacto y verse algún otro día, en algún otro tiempo. Aunque nunca se sabe qué vueltas puede dar el destino o el azar... Lo que sí me comunicó Alberto, respecto a aquella primera noche, como un leve pero interesante apunte, es que ambos, mágica e inexplicablemente, lograron embarcarse y viajar juntos en un mismo sueño... Porque la dama Emma, hay que decirlo, es también una experta soñadora. 
    El relato de este encuentro, después de revisar mis notas, me pareció muy insuficiente. Nada importante que contar. Aparte de su indudable valor personal, que respeto y aprecio, tenía poco interés general. ¿Para qué entonces escribirlo y además publicarlo? ¿A quién podría interesarle? Así que le insistí a Alberto varias veces para que me contara algo más. Y al cabo de unos días mi insistencia dio su fruto. Me llamó y me narró, por fin, algunos detalles importantes de aquel extraño sueño compartido...


El sueño


    Viajaron juntos hacia una pequeña iglesia de la remota y medio helada Islandia, siguiendo las indicaciones de un raro y gnóstico mapa que habían encontrado en algún sitio oscuro e incierto. Astralmente, o como fuera, con las alas del sueño, fueron hasta ese lejano lugar. Cuando llegaron vieron que ésta parecía estar como medio hundida en el terreno, en medio de un prado ondulante, entre verdes colinas, bañado por una espectral luz lunar. Al menos esa impresión les dio. Quizá porque se trataba de la parte trasera, que daba a lo que semejaba vagamente un jardín salvaje que estaba a mayor altura. O tal vez era, como he señalado antes, un prado sin cultivar, más elevado en esa parte. ¿O sería, simplemente, que confundieron puertas con ventanas...? No tenía esa casa de culto una apariencia vieja, sino más bien casi nueva, de no muchos años, y las cruces del cementerio aledaño estaban todas en perfecto estado. Pero alli pensaban encontrar —desconozco la razón— un antiguo y místico libro...
    Creían que la iglesia estaba abandonada, o al menos sola y vacía en esas horas nocturnas. Pero en medio de esa onírica y clara noche de luna llena se les apareció, inesperadamente, un extraño ser, con una apariencia imponente y misteriosa, como demoníaca; una figura alta de ojos llameantes envuelta en una capa oscura que se les enfrentó nada más cruzar el umbral... Hubo un lógico momento de miedo, de sensación de peligro, y estuvieron a punto de huir. Pero resistieron y, valientemente, expusieron su motivo ante ese ente, fuera quien fuese; y le dijeron cuál era su búsqueda y el sentido de la misma. Y entonces el extraño ser, de temible apariencia, abrió su capa y se quitó su máscara dejando ver un rostro que, aunque sobrio y adusto, inspiraba como una amable hospitalidad, y les condujo con paso despacioso, sin decir palabra alguna, al lugar donde se encontraba el libro, en el fondo más umbrío de la iglesia, dentro de un cofre cubierto con un paño de seda, sobre un pequeño altar lateral.
    Ella fue quien lo abrió, mientras él la observaba con mucha atención. El misterioso ser, en tanto, había desaparecido de la escena. O se había ido o estaba oculto en las sombras, entre las columnas. Emma miró y miró, pasando las hojas lentamente, buscando algo en concreto... Y al final se quedó absorta ante una de las páginas, sonriendo enigmáticamente, con un fulgor en la mirada.
    —¿Qué? ¿Lo has encontrado? —preguntó Alberto con expectación.
    —¡Sí! ¡Sí, amigo mío! ¡Aquí está la antigua fórmula! —exclamó ella con evidente alegría.
    Alberto lanzó entonces un grito de júbilo, abrazó a su amiga con fuerza y... 
          
    El sueño se evaporó en una niebla difusa... Todos conocemos, más o menos, la naturaleza de los sueños y la imprecisión que adquiere su recuerdo después de despertar, a pesar de la intensidad con que hayan sido vividos. Muchas veces quedan sólo trazos inconexos, cuyo sentido escapa a nuestra consciencia. Suele ser habitual que los sueños terminen en su punto álgido, de máxima tensión, sea ésta positiva o negativa. Lo cual no quiere decir que ahí acabe el sueño, sino que a partir de ahí ya no somos capaces de recordarlo con claridad. Como asimismo, quizá por ese motivo, es habitual tener la sensación de que algo importante de ese sueño se nos ha escapado, algo que tiene mucho que ver con el propio sentido del sueño, con su esencia y con el valor personal que tiene para nuestra psique. Y es por ello por lo que volvemos a cerrar los ojos y nos quedamos a veces un buen rato dando vueltas en la cama, intentando regresar a esa otra «dimensión» para encontrar ese final del sueño que se ha perdido, y que nos lo mostraría como la clara y legible página de un libro abierto, con buena luz, ante nuestros ojos despiertos. 
    Lo único que pudo añadir el amigo Alberto a este relato de su sueño (del sueño de los dos), después de concentrarse en su nebulosa memoria, es que le parece recordar, tras la exclamación de su amiga Emma, que ambos mencionaron algo referente a no sé qué extraña «magia del puente»... Expresión cuyo sentido Alberto, a pesar de su experiencia onírica, no acierta a comprender. Y, según me cuenta, Emma tampoco.    

    Pero, en fin, todo esto, evidentemente, fue sólo un sueño. Y su sentido y valor atañe únicamente a sus soñadores. Que, por cierto, se asombraron no poco al comprobar, una vez despiertos, que habían vivido el mismo sueño. Pero no creo que quepa ninguna otra valoración, más allá del ámbito personal (aunque sobre esto no soy un experto). Si lo he narrado, como apuntaba antes, ha sido por enriquecer con algo diferente el relato del encuentro entre Emma y Alberto. Y porque son precisamente los sueños de mi amigo lo que más me interesa de él, aparte de otras cuestiones relativas a la amistad que aquí no vienen al caso.


La reflexión


    Lo que sí he de reconocer que me parece fascinante es que lo vivieran (o lo soñaran) juntos... Esa extraña confluencia la estimo de lo más interesante, sin atreverme por ello a tasar la importancia que pueda o no tener en el nivel psicológico, o en cualquier otro. Ya he dicho que no soy entendido en esto. Pero despierta, lo vuelvo a decir, mi interés y curiosidad. Porque aunque no sea un experto viajero, un avezado soñador como Alberto, que tiene una impresionante facilidad para introducirse en remotas regiones del país del sueño (a veces, aun estando despierto), se trata de un mundo que siempre me ha llamado mucho la atención. Un mundo que me hace pensar, dejando volar un poco (o un mucho) la fantasía, en si no será tal y como suele afirmar mi amigo: que no es un simple juego, más o menos complejo, intencional o caprichoso, lógico y serio o enloquecido y absurdo de nuestra mente; una arbitraria filigrana de la imaginación o un entramado natural y deliberado que corresponde a ciertas necesidades psíquicas o neuronales, como se prefiera. Sino que se trata de un mundo real, de otra dimensión, cercana y al mismo tiempo extrañamente lejana, de la existencia. Quizá, en algunas raras ocasiones, lo sea...

    Se me ocurrió, después de escribir lo anterior, acudir a una fuente segura y buscar una definición del sueño en el libro de las memorias interiores de Jung. Y me encontré con las siguientes palabras del maestro: «El sueño es la pequeña puerta oculta en lo más interior y en lo más íntimo del alma, que se abre a aquella primitiva noche cósmica...» No parece, pues, coincidir Jung con la fantástica afirmación de mi amigo Alberto, que atribuye al sueño (a algunos sueños) una dimensión de realidad física; en otra línea, ámbito o plano espacio-temporal, pero tan auténtica como ésta en la que vivimos normalmente. ¿O tal vez sí? Jung hablaba desde su condición de erudito psíquico, y se refería a la arcaica y edénica indiferenciación del alma, cuando el ego no había hecho aún su aparición y, por lo tanto, no existía el aislamiento y la distancia. Esa barrera de extrañeza que ahora nos separa del universo y que diferencia entre «mundo» y «persona», entre «yo» y «no-yo», fragmentando así la totalidad. Pero... ¿no es una expresión sumamente sugestiva, hermosa y abierta la de «primitiva noche cósmica»...?
    Quizá influido por Linde, el amigo soñador, se me dispara esta noche la imaginación y me siento inclinado a creer que puede que, efectivamente, ciertos sueños no sean sólo sueños..., sino viajes reales a esa otra dimensión. Con lo cual el mundo onírico no se reduciría solamente a una complicada e intensa elaboración mental, sino que incluiría otras especiales perspectivas... Ya sé que todo esto suena a ciencia-ficción, o a oscuro misticismo, pero habría que preguntar a alguno de esos modernos físicos cuánticos su opinión al respecto. Si creen que es posible o no esta singularidad... Quizá nos encontraríamos con interesantes, inesperadas y asombrosas respuestas.
    Sólo sé que no sé nada, como decía Sócrates. Lo confieso humildemente, sin que mi humildad sea el disfraz de ningún solapado orgullo. Pero también sé que antiguas filosofías orientales apuntan en ese sentido, y en absoluto creo que sean gratuitas. No me estoy refiriendo únicamente a la conocida leyenda de Chuang Tse y la mariposa... Hay otras muchas antiguas expresiones filosóficas o metafísicas, en Oriente y Occidente, que quieren hacernos ver la unidad e interrelación que subyace en esa falsa dicotomía entre «realidad» e «irrealidad». Y que nos vienen a decir que lo normalmente denominado como «real» es sólo una forma de ver las cosas, una «interpretación» particular que la conciencia hace de los hechos. Es el velo de «Maya», de los hindúes, tras el cual existe la auténtica realidad, que es muchísimo más amplia y profunda que la habitualmente aceptada por la conciencia. Detrás de ésta última, oculta tras el engaño o la deformación, está la trama inexplicable, inaprensible, del misterio. Detrás está... lo infinito. Algo que a nuestra estrecha razón le resulta imposible abarcar.
    Parece que hablo de fantasías, de «viajes astrales», de «sueños lúcidos» que son reales, de extraños desdoblamientos a través de incomprensibles viajes de la conciencia, sobre el vasto océano de lo inconsciente... Es decir, de movimientos del punto de encaje de la percepción, como los definía Castaneda, con los que no sólo se traslada la conciencia sino también, de alguna manera, el cuerpo, o parte de él. De movimientos, en definitiva, de la energía vital, que incluye espíritu y materia. Y así es, efectivamente, de eso estoy hablando, y cada vez más convencido de su autenticidad. En esta noche loca...

    Pero no tan loca... Es un tema que se ha debatido hasta la saciedad, en muy diversos foros, y sobre el que muy raras veces se han puesto de acuerdo científicos y «misticistas», racionales e «irracionales», o materialistas pragmáticos y espiritualistas intuitivos... Y no seré yo, con mi torpe y lega exposición, quien ponga fin al tema, por supuesto. Sin embargo, por uno de esos asombrosos encuentros sincrónicos, acabo de hallar, al abrir al azar un libro que tenía cerca, un texto de Paul Ducasse que da justo en el clavo de esta cuestión. Forma parte de una conferencia que dio en la Universidad de Berkeley, disertando sobre el sustancioso tema de la supervivencia después de la muerte, y voy a poner aquí el párrafo completo, por ser muy significativo:

    «Es preciso revisar radicalmente nuestras ideas de lo que es y no es posible en la naturaleza. Es útil pararse a preguntar por qué tantas personas enfocan la cuestión de la supervivencia después de la muerte con un juicio de valor metafísico gratuito: el que ser real es ser material, que lo real es lo material. Este supuesto inicial es gratuito y científicamente indemostrable. Lo material se define, desde luego, como los procesos o partes del mundo perceptualmente público, es decir, de lo que todos percibimos por medio de los llamados cinco sentidos. Ahora bien, la hipótesis de que ser real es ser material es un supuesto útil y apropiado si el propósito es investigar el mundo material y operar sobre él; y este propósito es frecuente y muy respetable. Pero la validez de este supuesto es estrictamente relativa a ese propósito particular. Y entonces continuamos haciendo ese supuesto, que continúa gobernando nuestro juicio, incluso en el caso de que nuestro propósito sea otro, para el cual el supuesto no es útil, ni siquiera coherente. Este punto es muy importante y se debe resaltar. Su esencia es que la concepción de la naturaleza de la realidad que propone definir lo real como lo material, no es la expresión de un hecho observable, en el que todo el mundo debe estar de acuerdo, sino la expresión solamente de una cierta dirección de interés por parte de las personas que así definen la realidad; un interés que han elegido centrar totalmente en el mundo material o públicamente perceptible. Este interés especializado es, desde luego, tan legítimo como cualquier otro, pero ignora automáticamente todos los hechos, llamados comúnmente mentales, que sólo son revelados por la introspección. Por tanto, se puede decir que no hay paradoja en la suposición de que algunas formas de consciencia existan independientemente de su conexión con cuerpos humanos y animales; y que, por lo mismo, la supervivencia después de la muerte es teóricamente posible.»       


Conclusión


    No pensé ni por asomo, ni siquiera en sueños, que este escrito sobre El regreso de Emma iba a tomar estas dimensiones tan dilatadas... Pero una cosa ha empujado a la otra, en una larga cadena cuyos eslabones me han llevado de la mano con una atracción irresistible, durante una noche que, ciertamente, ha sido «loca», gozosamente loca... Hay, sin duda, temas que fascinan y estos son —al menos para mí— tres de ellos. A saber, la amistad a través del espejo del tiempo, la naturaleza intrínseca de los sueños y los dudosos conceptos de realidad e irrealidad. 
    Nada que añadir, por supuesto, a las sabias palabras de Ducasse (al que acabo de conocer con ese texto de su conferencia en Berkeley, en un libro de Luis Racionero que había leído sólo a medias y hace ya mucho tiempo, Oriente y Occidente, y de quien no tengo ninguna otra información). Y en cuanto a todo lo demás, creo que ha quedado claramente expresada mi postura. Cada uno es como es, y ve las cosas con su propia mirada. Ésta puede modificarse algo con el tiempo, flaquear o fortalecerse y enriquecerse con nuevos conocimientos y experiencias. Pero, esencialmente, uno sigue siempre fiel a una inclinación innata, que es como un sello connatural a su ser individual. No sé si procedente de la herencia genética familiar (de lo que me permito dudar), o de algún otro estrato más profundo del inconsciente universal.
    No soy, como el amigo Alberto Linde, ningún experto soñador. Pero desde muy joven he intuido que en los sueños hay mucho más de lo que quieren hacernos creer los racionalistas convencionales. Así como creo que hay amistades especiales, que no se doblegan ante el peso del tiempo; quizá por existir una curiosa empatía, dimanante de no sé qué raíces o lejanías... Y la singular relación que se vislumbra entre Emma y Alberto me parece pertenecer a esa índole, al menos en algún valioso aspecto. Por lo que me alegro, sinceramente, de que se produjera ese reencuentro, y de que tuviesen la rara experiencia de compartir un mismo sueño.
    Y aquí termina esta larga complementación, que ha venido, inopinadamente, a engrosar lo que en principio sólo iba a ser la breve narración del regreso de la amiga de un amigo. Cuando lea todas estas parrafadas el amigo Alberto, me va a decir que estoy algo loco... Pero no me importa, porque algunas lúcidas gotas del claro y sobrio licor de las estrellas me ha parecido beber esta noche, aunque sea muy desde lejos y muy debilmente, tomándolas sólo desde un pálido reflejo traído por la brisa. Y algo también de su cósmica música ha parecido entrar por la abierta ventana. Como el sutil y enérgico vuelo de un dragón...
    Quizá digo ahora esto, porque una noche en vela acelera y enfatiza los procesos de la mente... Pero así lo siento.      


Antonio H. Martín 
(25 de agosto, 2014)




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imagen 1: Blue Lights - Leonid Afremov
imagen 2: Church in Iceland - de B.I.G. (modificada)

jueves, 21 de agosto de 2014

El valle




    Una de las muchas pruebas de que hay en esta realidad paisajes que recuerdan bastante al país del sueño, es esta pintura del artista norteamericano de origen alemán Albert Bierstadt, del siglo XIX, en la que retrató con su enamorado pincel el valle del río Sacramento, en un momento de especial magia y belleza. Parece un amanecer, pero también puede ser un atardecer... Es lo mismo, el caso es que, al menos para mi gusto, este cuadro en concreto es casi como una visión directa del paraíso. Aunque imagino que este concepto del «paraíso» es algo muy subjetivo. Y podría perderme en este paisaje durante mucho tiempo, sin necesidad de ir a ninguna otra parte. Hay en él reunidos varios elementos importantes de lo que mi corazón ha deseado siempre. 
    Es sólo un verde valle, acariciado por una luz tenuemente dorada, con sus árboles jóvenes y viejos, con su río serpeante y con su horizonte de suaves montañas. Una estampa que puede calificarse de «bucólica», a pesar de su soledad, pero que expresa algo diferente que atrae al corazón amante y viajero, como si en ella se mostrase la puerta a otra dimensión del espíritu.
    En su atmósfera de profundidad y silencio, ve el caminante de sueños una clara imagen de sus anhelos. Como una mágica conjunción del universo, en la que se presiente a los buenos duendes, con su chispeante risa, medio ocultos entre la hierba, y también a algunas hadas, de brillantes ojos verdes o azules, tras las sombras de los árboles más viejos, donde quizá tengan su morada. Y, ante todo, se siente, desde ese horizonte levemente dorado, una nítida llamada... Algo que nos dice que la auténtica patria y el verdadero hogar están muy cerca.
    Me imagino que ante paisajes así nacieron muchos de los mejores poemas románticos... Hölderlin, Goethe, Byron, Novalis... Y puede que también antiguos mitos y leyendas hayan bebido en paisajes como éste. En sitios similares solía perderme a menudo cuando era joven, y recuerdo bien que entonces podía sentir con claridad la música del aire y escuchar las voces ocultas del cielo y la tierra. Aunque fuera sólo como susurros, como suaves rumores de agua en medio de la noche de los sentidos, que parecían conjugar, en una extraña y lúdica armonía, con el cercano calor amigo de los árboles y con el lejano brillo de las estrellas. Y entonces sentía como si se abriese la puerta de los sueños y estos se confundieran con la vida, en una danza gozosa e inefable... No me he convertido por ello en poeta, y mucho menos en mago. Pero contemplando pinturas como ésta, en un momento tranquilo y silencioso, con el alba asomando por el horizonte, sobre los montes cubiertos de nubes grises y azuladas, vuelvo a sentir algo de aquella antigua magia...      


A. H. Martín 
(21 de agosto, 2014)






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imagen 1: Sacramento River Valley - Albert Bierstadt
imagen 2: retrato de Albert Bierstadt

martes, 12 de agosto de 2014

El silencio de las sirenas




    He encontrado hace poco un interesante relato corto de Kafka que desconocía. Se titula El silencio de las sirenas, y en él nos habla el maestro checo de una reflexiva interpretación de ese famoso episodio de la Odisea, cuando Ulises pasa con su barco cerca de la isla de las sirenas y previamente ordena a sus hombres que le aten al mástil, para así evitar el hechizo de esas ninfas marinas.
    En varias ocasiones he escrito aquí sobre el poder benéfico del silencio, sobre la necesidad de aquietar el habitual torbellino de la mente. No para dejar «la mente en blanco», como se suele decir desde la ignorancia, sino para desbrozarla de inútiles pensamientos y poder así conectar con fuentes más profundas de la vida. Pero Kafka nos habla en este texto breve y concentrado de otra forma de silencio, de un silencio que es incluso más peligroso que el seductor canto de las sirenas. Quizá porque en él pueden «escucharse» palabras mudas que atraen inevitablemente a los hombres, ofuscando su mente y condenándoles a esa prisión de placer que oculta un fondo de olvido y muerte...
    
    Por cierto, aparte de lo anterior, me pregunto que si en realidad las sirenas no eran como las suelen representar, impropiamente, los artistas, con torso de mujer y la parte inferior de pez, sino con busto de mujer y cuerpo de ave, ¿por qué no volaban éstas desde su isla para conquistar desde mucho más cerca a los marineros que por allí se aventuraban? ¿Es que quizá no podían volar, como las harpías? ¿O es que el citado hechizo pasaba indefectiblemente por escuchar ese canto especial que seducía y atrapaba con su dulzura al incauto? Se me ocurre que tal vez lo que atraía principalmente no era su sensual belleza (dudosa, por otra parte, dado su aspecto), sino algo que se ocultaba en sus cantos, algo que tocaba cierta fibra de los hombres, encantándoles y esclavizándoles... Me parece que tengo que estudiar más a fondo las mitologías.  


A. H. Martín 
(12 de agosto, 2014)


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El silencio de las sirenas



    Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:

    Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.

    Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

    En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

    Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

    Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

    Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

    La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.


Franz Kafka 
(1917)



sábado, 9 de agosto de 2014

El inconsciente y la materia



    
    Me ha hecho gracia una anécdota sobre Jung que cuenta una amiga suya, la doctora Marie-Louise von Franz, en una entrevista de un documental*. Dice que en una de las últimas visitas a su refugio de la torre de Bollingen, a donde no iba desde hacía mucho tiempo, Jung se encontró con que, al principio, le saltaban y caían las tapas de las ollas cuando cocinaba, y se caían también platos y cubiertos... Ante esta extraña e incómoda situación, Jung optó por recitar una especie de simpática plegaria u oración, dirigida a esas cosas. Estas fueron sus palabras:

    «Ahora, damas y caballeros, ollas y cucharas, sé que los he descuidado por mucho tiempo y que están enojados conmigo, pero les pido perdón y les pido ahora que vuelvan a cooperar.»

    Así lo explica la doctora Von Franz: 

    «Para que la materia coopere con uno necesita amor y cuidados, y no sólo técnicamente, aceitándola y todo eso, hay casi que vivir con ella. Si no, hace trampas. Una de las últimas veces que fue a la torre, por ejemplo, hacía mucho que no iba, y los primeros días las tapas de las ollas saltaban y se caían al suelo en mal momento. Y ya sabe que los objetos pueden portarse muy mal. Así que se paró en medio de la cocina y dijo: "Ahora, damas y caballeros, ollas y cucharas, sé que los he descuidado por mucho tiempo y que están enojados conmigo, pero les pido perdón y les pido ahora que vuelvan a cooperar."
    »Y de ahí en adelante no hubo más accidentes. Se divirtió mucho con eso. Si se fija, es muy simbólico, esos días que no puede abrir una puerta, o no puedes alcanzar algo, y algún objeto se nos esconde justo cuando, generalmente, cuando no estás bien contigo mismo, y estás impaciente, etc.; entonces todo te hace trampas. Naturalmente tu propio inconsciente está mezclado en ello, pero se comunica con la materia. Somos profundamente inconscientes de estos hechos porque vivimos sólo por nuestros sentidos y fuera de nosotros mismos. Si un hombre pudiese investigarlo, lo descubriría. Y cuando un hombre lo descubre en nuestros días, cree que está loco, y quizá esté loco.»

    Lo he comprobado yo mismo, con las cosas de casa y con hechos más externos. Como, por ejemplo, lo que llamo «el efecto cruce». Éste consiste en que cuando uno se va acercando a un cruce de caminos y el lugar está tranquilo, puede observar normalmente que no viene nadie desde ninguna dirección, con lo cual se imagina que podrá cruzar sin problemas. Pero en esos días interiormente problemáticos la cosa funciona al contrario, y justo un momento antes de cruzar empiezan a aparecer vehículos por todas partes; e incluso esa gente que parecía caminar en un sentido distinto al nuestro, cambia inesperadamente de rumbo y confluye en el mismo cruce. Lógicamente, nos quedamos sorprendidos y lo achacamos a la mala suerte o a un imprevisible y molesto azar, sin darle demasiada importancia. Pero el asunto tiene que ver (aunque sea difícil creerlo) con nuestro estado de ánimo. Yo, como ya me lo sé, en días así me suelo parar unos segundos antes de cruzar y, efectivamente, inmediatamente después se forma allí un pequeño atasco. No suele fallar.    
    El porqué de esto suena a misterio. O nos puede parecer como algo ridículo y absurdo, producto de nuestra imaginación. Pero el caso es que nunca ocurre en días serenos, en los que nos sentimos bien con nosotros mismos. Por eso, cuando cruzo y no sucede nada adverso sonrío y caigo en la cuenta de que estoy tranquilo y centrado. Es muy curioso observar como es cierto, aunque parezca increíble, que nuestro inconsciente interactúa, de alguna forma incomprensible, con la materia y hace que ésta nos tienda «trampas», cuando la situación interna lo merece.
    Puede pensarse, también, que en esos días «buenos» andamos tan livianos y suaves, tan concentrados en los aspectos más positivos que no nos damos cuenta de si en el cruce ha habido mucha afluencia inesperada de vehículos y transeúntes, o ninguna. Y si la ha habido, al no darle importancia, nos ha pasado desapercibida... Pero no es así. Me he fijado lo bastante y suele coincidir un asunto con otro, es decir, un estado interior negativo con una respuesta embarullada y molesta del exterior. Y viceversa: cuando lo interior se haya en calma, en un tono más o menos armónico, lo exterior parece actuar de reflejo de esa armonía. ¿Tendrá esto algo que ver con el fenómeno de la sincronicidad?
    Toda una lección, en cualquier caso (quizá con un cierto fondo animista), que nos hace mirar a la vida y al mundo de distinta manera. Aunque pueda parecer que estamos algo locos.

    Siempre he intuido que todo está relacionado. Lo he escrito aquí muchas veces. No es una certeza que esté afincada permanentemente en la conciencia, sino algo que procede del inconsciente y a veces se cuela en lo cotidiano en forma de sensación. Recuerdo ahora que leyendo hace poco un comentario en un blog, cuyo nombre no retuve, me encontré con que, según el comentarista, Gandhi dijo en algún momento lo siguiente: que la vida es como un espejo, y que has de sonreír si quieres que te sonría... ¿No tiene esto sentido? Quizá no sea siempre una fórmula infalible, pero todos hemos experimentado algo tan sencillo (además de sorprendente) como que en determinados días especialmente buenos todo parece salirnos «a pedir de boca». No creo que se trate, en absoluto, de una simple coincidencia.
    Así que la próxima vez que me encuentre en la extraña situación de que no puedo abrir una puerta, teniendo la llave; que, inexplicablemente, no consigo encontrar un objeto que debería estar ahí mismo; o que se me caen caóticamente las cosas de las manos, o hasta sin tocarlas... No pensaré que la puerta, aun siendo nueva, está atascada, o que absurdamente me he confundido de llave; que ese objeto ha desaparecido por efecto de la travesura de algún duende o diablillo; que las cosas se caen a causa de una rara torpeza o porque hay un seísmo imperceptible que las mueve de su sitio; o que, simplemente, estoy teniendo un día de mala suerte, de esos que llamamos «de mil demonios», en que todo parece ir a la contra... Sino que procuraré acordarme de que el inconsciente se comunica con la materia. Intentaré pararme y observar qué es lo que me sucede por dentro. Incluso puede que diga alguna oración personal e improvisada, al estilo de Jung, y pida disculpas sonriendo a las cosas que me rodean. Todo sea por modificar su comportamiento y, de paso, el mío propio. Y para que mi inconsciente haga las paces con la materia, y ésta deje de hacer trampas.
    Es muy cierto que cuando el agua del río no choca con ningún obstáculo en su camino, ni es golpeada por la brusca intrusión de ningún cuerpo extraño, fluye mansamente... 
  

Antonio H. Martín 
(9 de agosto, 2014)

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(*) Matter of Heart - Carl G. Jung 

    

martes, 5 de agosto de 2014

El hogar



        
    «El hogar es ese refugio físico y psíquico a través del cual ciertos hombres logran encontrar su lugar en el universo.»

(Anónimo)


    El viejo Salvador Gómez Hermung recordaba en esa noche de verano, solo en la habitación del hotel, su antigua vida y su antiguo hogar. Llevaba ya casi dos años jubilado de su profesión de doctor en psicología, y desde entonces había estado viajando y viviendo de hotel en hotel. Aprovechaba ahora su tiempo para visitar todos aquellos lugares que antes no había podido ver como deseaba, con la suficiente amplitud y tranquilidad, y una mañana despertaba en Edimburgo, otra en París y semanas después en Zurich o en Florencia. Y no sólo en estas ciudades concretamente sino, más bien, en pequeñas localidades de las cercanías, intentando siempre descubrir paisajes y rincones nuevos. No podía negar que le gustaba mucho esta nueva vida. Los ahorros de media vida y una holgada pensión sumaban lo bastante como para permitirse estos lujos y los disfrutaba al máximo. Pero a veces, como en esta noche, echaba de menos algo tan sencillo y lejano como su antiguo hogar. Un piso pequeño y luminoso de un barrio de Madrid (en una calle estrecha y tranquila, parcialmente arbolada, llamada Elfo, próxima a un amplio y bonito parque), en el que reunía una nutrida colección de cosas personales. Libros, cuadernos, películas, discos y álbumes de fotos dormían ahora empaquetados en cajas precintadas, en un cuarto trastero de un edificio cualquiera. No podía llevárselos en sus continuos viajes. Pero lo que más echaba de menos, aparte de esas cosas, era su cuarto de estudio, en aquel piso que vendió hace tiempo (cuando la separación) y en el que tenía una gran mesa de escritorio, rodeada de todos sus libros y demás objetos íntimos, cosas simples pero que estaban impregnadas de la historia de su vida. Es decir, que lo que añoraba era el sitio donde todas esas cosas estaban reunidas conformando un rincón y un ambiente que para él era especial y único.
    Allí había pasado muchas buenas horas nocturnas pensando, leyendo y escribiendo, mientras su entonces compañera dormía en la habitación contigua. Y cuando se cansaba, apagaba la pequeña lámpara de la mesa y encendía la bombilla tintada de azul de la otra lámpara del techo. El ambiente adquiría así una atmósfera como con luz de luna que le ayudaba a relajarse, y entonces ponía en la caja de música alguno de sus discos favoritos, se sentaba en el cómodo sillón, se ponía los auriculares y dejaba que la noche siguiera su curso serenamente, mecida por una buena melodía. Momentos como ese era lo que echaba de menos. Sobre todo porque en ellos sentía algo que no había conseguido volver a encontrar en ninguno de sus viajes, de entonces y de después: la sensación de estar en su casa, en su refugio, en su hogar.
    Muchas mañanas de domingo despertaba Salvador de interesantes sueños en ese mismo sillón, con los auriculares ya caídos en el suelo y la bombilla azul todavía encendida. Con el cuerpo algo entumecido por la postura, pero satisfecho de haber pasado una noche sensible dentro de su refugio, en el interior de su hogar, rodeado de sus cosas íntimas, que a veces parecían actuar como de talismanes, convocando favorables pliegues del tiempo y el espacio y creando en su mente visiones que se acercaban a la esfera de lo mágico. Lo primero que veía era la figura dorada del Buda sedente, con su enigmática sonrisa, entre dos campanillas de bronce en lo alto de la librería vieja, de color castaño oscuro; donde también había una figurita de marfilina del rechoncho y feliz Ho Tei y una imagen dibujada en la que se veía al dios Krishna, tocando su flauta en medio de un paisaje de ensueño. Y luego su cuadrito de la ermita en la montaña, que había pintado hacía mucho tiempo, cuando joven, basándose en un grabado antiguo; esa medio acuarela cuyo cielo cubrió una vez de negro porque no le gustaba como había quedado y esperaba repintar cuando tuviera los colores apropiados; cosa que nunca llegó a hacer. Se levantaba entonces del sillón y saludaba a todas esas cosas, como si fueran objetos con alma; los objetos que conformaban su hogar y le hablaban gratamente de la mejor parte de su vida.  
    Como experto en psicología (o simplemente como ser humano sensible y medianamente inteligente), sabía bien Salvador que el hogar, el verdadero hogar, no se compone fundamentalmente de esas cosas, sino que es en realidad un lugar dentro del corazón. Pero aquellas cuatro paredes, tal y como estaban dispuestas, se le presentaban como su íntima cueva del tesoro, y ayudaba mucho estar rodeado de sus cosas personales, en ese cuarto donde la extrañeza no tenía cabida, para conseguir esa sensación de estar en casa, en su refugio, en su hogar. Aquel cuarto era su sitio, su lugar en el universo, su barco y su pequeña nave espacial.
     
    Esa noche, desde una bruma translúcida de la memoria que lentamente se fue depurando hasta adquirir una perfecta nitidez, había surgido una vez más ese recuerdo, ese buen recuerdo, y eso le hizo pensar en que quizá sería bueno cambiar algo de su modo de vida actual. Sería difícil, a su edad, volver a comprar un piso, como aquél de la calle Elfo, pero en cambio sí cabía la posibilidad de alquilar uno... Se le ocurrió entonces buscar en su maleta una figurilla que solía acompañarle en sus viajes. Era un caballito plateado al que llamaba cariñosamente Silver Spirit y que anteriormente había adornado uno de los estantes de su vieja librería. Allí estaba la figurilla, en postura como de trote, o quizá de galope. La colocó sobre una mesa y se la quedó mirando un buen rato... Sí, estaba muy bien viajar, pero necesitaba asimismo un lugar donde recogerse después de sus aventuras. Un sitio, insistió, que pudiera sentir como su hogar. 
    El hogar está en el corazón, volvió a pensar. Eso lo sabe cualquier caminante o viajero que se precie. Pero un refugio personal en el que brillen las veinte o cuarenta cosas a las que uno tiene un especial afecto, también es necesario. Allí se encuentra el ambiente apropiado, la música o el silencio que uno requiere para hacer lo que desea y necesita hacer. En ese lugar hay una confluencia de fuerzas que ayuda al individuo a acercarse a sus sueños. Da un poco igual si se encuentra en uno u otro lugar, si a través de sus ventanas se ve uno u otro paisaje. Lo que más importa es que dentro de esas paredes uno se sienta en casa. Sería exagerado decir que sólo allí, en ese hogar, arde mejor el fuego concentrado de los anhelos y que ese es el único lugar en que se abren las puertas y los caminos de la vida. Sería exagerado y absurdo. Pero es, en definitiva, un sitio favorable en el que la propia energía encuentra una mejor forma de manifestarse, un mejor modo de brillar, sin las interrupciones y los conflictos del exterior.
    En estas cavilaciones un tanto nostálgicas andaba sumido, observando la figurilla del caballo y mirando de vez en cuando el espejo del río que se  veía desde la ventana de su habitación del hotel, cuando llamaron a la puerta... Oyó la voz del botones que le anunciaba que era la última hora para bajar a cenar, antes de que cerraran la cocina. Abrió, agradeció el mensaje y se dispuso a ir al comedor. La verdad es que no tenía en esos momentos ningún apetito, pero recordó lo que le había dicho una vez un buen amigo: que en ocasiones el simple hecho de comer algo mejoraba en cierta medida el estado de ánimo. Tenía que estar de acuerdo; era una sencilla cuestión de química. Así que se puso la chaqueta y bajó al comedor. No es que se sintiera deprimido, pero una cena, aunque fuera frugal, seguro que le vendría bien.
    A esas horas el comedor estaba casi vacío, lo cual agradeció, porque no le apetecía nada el rodearse de ese típico murmullo continuo de los comensales, que parlotean sin parar en la mesa como si allí se les ocurriera decir todas las cosas que no habían dicho durante el resto del día. Pidió sopa de pescado y un escalope a la milanesa, lo que le pareció algo excesivo, pero pensó que por una noche estaba bien. Quería alimentarse porque intuía que esa noche no iba a tener sueño y seguramente la pasaría caminando por la ciudad. Y mientras se tomaba despacio la sopa y bebía algunos sorbos de su copa de vino tinto, siguió con los pensamientos de antes.
    Era muy fácil darse cuenta de que sólo se tenía a sí mismo. Pero no en la medida que le hubiese gustado. Su humanidad necesitaba de esa sensación de hogar, que ninguna habitación de hotel podía proporcionarle, por mucho que ésta reuniera todas las comodidades. Era para él encantador el sentirse como caminante y viajero, siguiendo los sueños de su juventud, pero, cada vez más a menudo, le venía este anhelo de disponer de un sitio en particular, uno que pudiese considerar y sentir como suyo. Tenía que reconocer con esto que había un fondo de burguesía en su caracter, y eso le parecía una falta. Pero al final se doblegaba y lo admitía como cierto, aparte de que le gustase o no. En años jóvenes había sentido tanta fuerza dentro de sí que podía convertir cualquier sitio en su hogar. Con cuatro piedras y una fogata, la cercanía de un árbol y las estrellas era más que suficiente. Era la época ensoñadora, cuando leía el Siddhartha o el Camenzind de Hesse y Los vagabundos del Dharma de Kerouac; la época en que se sentía acompañado por la luna y nada tiraba de él en ninguna dirección. No había sombra lo bastante oscura o hiriente que le afectase. Con sólo ver brillar el horizonte se le encendía la mirada. Era el tiempo en que caminaba entre sueños... Pero en esta edad de ahora la cosa era diferente. Uno ya no tenía la fuerza de antaño, ya no viajaba a pie con un bolso a modo de mochila, con los libros, el tabaco y los prismáticos, sino que lo hacía en tren, cómodamente, con un ligero equipaje y una segura habitación de hotel esperándole al final del trayecto.
    Cuando llegó el segundo plato con el escalope se acordó de algo que había leído hace poco en el libro de memorias del maesto Jung... Bebió lentamente de su copa de vino y se quedó mirando, entrecerrando los ojos, al fondo de la sala, a ninguna parte en concreto, olvidándose de momento del filete.
    En el libro de Jung se leía lo siguiente, lo recordaba bien: 

    Existe una antigua y hermosa leyenda de un rabí ante el que acudió un discípulo y le preguntó: «Antiguamente hubo hombres que vieron a Dios: ¿por qué hoy no los hay?» El rabí respondió: «Porque hoy nadie puede humillarse tanto.» Hay que humillarse algo para sacar agua del torrente.

    ¿Es una humillación el inclinarse para sacar agua del río?, se preguntó. No lo veía así. Estaba claro que el agua no iba a venir a las manos. Había, pues, que inclinarse para llegar a su nivel. Así como había que mojarse para saciar la sed. Había, en fin, que introducirse en la corriente si uno quería explorar las profundidades y encontrar algún tesoro, de los que seguramente oculta en su interior. ¿Pero por qué recordar ahora esa cita del libro de Jung, en medio de sus pensamientos sobre la necesidad de un hogar? La respuesta le vino rápidamente. La noche anterior había estado viendo, en otra sala del hotel, unas cuantas escenas de una película de Chaplin: La quimera del oro. Y aparte de disfrutarlas, de reírse y de emocionarse con su maestría, se había fijado en el detalle de la cabaña... Esa mísera cabaña en el desierto de hielo, esas cuatro tablas con una pobre cocina, una mesita y un par de camastros en medio de la nada, era convertida por sus dos ocupantes en un hogar...
    Esto le avergonzaba. Le hacía verse a sí mismo como un ser pretencioso y comodón, que necesitaba de unas ciertas líneas de confort para seguir viviendo. ¿Qué había sido de la fuerza de su juventud? ¿Dónde había quedado su espíritu de caminante? ¿Ya sólo podía vivir en acogedores hoteles o en una casa agradable que reuniese los fetiches de su intimidad? 
    No se trataba de humillarse para ver a Dios. Se trataba, en cambio, de recuperar el sentido de las cosas, el viejo aliento, la antigua magia del vivir. Sin la cual todo tomaba el tono de una opereta y se convertía en una especie de feria absurda y vacía. 
    Ay, los años, el peso del tiempo, el deseo de lo mullido y confortable... Todo eso era cosa de viejos, se dijo. Era ya viejo, sí, pero algo en su interior se rebelaba contra esa caída. ¡Esto sí que era una humillación! Pero calmó sus pensamientos, se volvió hacia el escalope y dio buena cuenta de él. Y luego, después de pedir un café, una copa de coñac y un cigarro, pidió también que le trajeran la prensa del día. Y se dedicó a leer atentamente las páginas en que venían las ofertas de viviendas. Sí, estaba claro que necesitaba un hogar, con la compañía de sus amigos los libros y todos los demás fetiches e iconos personales a su alrededor. Al igual que un viejo marino necesita volver a su barco para vivir, porque en tierra se mustia y se seca. 
    Seguiría viajando mientras pudiera. No quería perderse ese placer. Pero con la íntima alegría de saber que al regreso había un hogar esperándole, una cueva del tesoro, un sitio íntimo del cual sólo él tenía la llave, en donde poder encender algunas noches esa lámpara tintada de azul.      


Antonio H. Martín 
(5 de agosto, 2014)