En esta soleada pero fría tarde, la última de este mes de abril, mientras intentaba poner un poco de orden en mi caótica y dispersa biblioteca, he tenido la peregrina idea de abrir uno de mis viejos cuadernos; que estaban allí, entre los libros, perdidos y casi olvidados. Y, tras sacudir el polvo de los años (en los dos sentidos), me he visto claramente en esos viejos espejos. Lo que me ha proporcionado interesantes momentos, a veces con acentos de asombro, en los que incluso he llegado a sonreír... Agradecido a esas letras, que actúan como pequeños puentes que enlazan tiempos lejanos, casi extraños al principio pero que pronto resultan fácilmente reconocibles. Y después, acompañado por los conciertos de Giuseppe Tartini (¡por fin vuelvo a oír música!), entre sus amables violines y violoncellos, se me ha ocurrido transcribir aquí algunos de sus fragmentos.
Son retazos de las páginas de un diario de hace diez años (signos de otra vida distante), que ahora me sirven para despedir este lluvioso y frío abril y dar la bienvenida al alegre mayo, que presiento portador de sutiles y valiosos regalos.
AHM
(30 de abril, 2016)
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(24 de septiembre, 2006)
Después de sentarse en su trono, el recién elegido rey habló así a sus súbditos:
—Ya hemos perdido el aura dorada de la juventud. Y la plata de nuestros sueños hace tiempo que se agotó. Ya no quedan canciones ni bailes junto al fuego, y tampoco dulces melodías a la luz de la luna. Hasta las estrellas parecen haber perdido su brillo de antaño. Así pues, llegó la hora de la verdad. Preparad vuestras armas, porque a partir de mañana vamos a... matarnos.
Al despertar de una tranquila siesta, me levanto y se me ocurre escribir las anteriores líneas. No de una forma premeditada, sino que, aún medio dormido, las veo ante mis ojos y siento que tengo que escribirlas. ¿Qué significa esto? ¿Qué me está pasando?
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(25 de septiembre)
Son las cinco y media. Aún quedan casi dos horas de noche. Y me paro a pensar en aquella denuncia que me hacía cuando era joven: la de que no soy serio. Ya entonces, hace unos treinta años, me daba perfecta cuenta de mi problema vital. Sabía que no era serio y que sin seriedad no se llega a ningún sitio. Mis escritos empezaban pero nunca terminaban. Todo lo mío parecía siempre un juego, frágil e inútil. Nunca quise ser escritor, pero sí me gustaba escribir. Sin embargo, no podía pasar de la segunda o tercera página. Mi pensamiento se cansaba en seguida. No tenía la fuerza para continuar.
Una cosa veo ahora clara: muchas palabras, cien páginas en vez de diez, no me van a servir de nada. No es eso la seriedad.
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A mí no me circunda la luz, como a Nietzsche, pero no me engaña la sombra.
Puedo quererla, porque amo la noche, porque amo el sueño. Pero la sombra no me engaña.
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Una pregunta, ya en el mediodía:
¿Por qué no me deja mi conciencia degustar, saborear el no hacer nada?
No trabajo, estoy todo el día metido en casa, tengo mucho tiempo libre, pero ¡siempre estoy haciendo algo! Todo sin importancia, claro, pero lo hago. Yo me defiendo bebiendo vino y gozando el consiguiente sueño. Pero cuando despierto, la sensación es aún más punzante: he perdido el tiempo durmiendo y no he hecho nada que merezca recordarse. ¿Cómo puede uno librarse de esta tensión?
Pero ¿qué tengo que hacer? ¿Limpiar la casa, pintar las paredes, lavar la ropa, escribir un libro?... ¿Y si no tuviera que hacer ninguna de esas cosas?
Quiero estar sentado frente a mi ventana, mirando cómo se mueven las copas de los árboles con esta brisa de otoño. Quiero ver durante horas cómo pasan las nubes y cómo el cielo va cambiando de color... Me encanta hacer todas esas cosas inútiles, que en realidad son un no hacer.
Tengo que quitarme esta presión de encima, y respirar más hondo y más despacio. Y que cuando surja la acción —si surge—, sea siempre desde la serenidad.
De la otra manera, uno hace cosas, pero nada que merezca la pena, porque todo está mal hecho. Yo, a mis 49 años, sé perfectamente que no soy "un hombre de provecho", esa chorrada que decían antes las madres y las abuelas. Ni lo soy ni lo seré nunca. Cada uno es como es. Mi vida siempre ha sido caótica y desordenada. Hay como una pequeña corriente interior que fluye discretamente bajo la superficie, como un riachuelo entre cavernas del cual sólo oigo a veces el murmullo, el susurro. Pero todo lo demás, como digo, es caótico y desordenado.
Lo que quiero es entregarme a ese caos sin resistencia, dejarme llevar. Creo, sinceramente, que desde esta otra actitud podré oír mucho mejor el susurro de ese río.
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(29 de septiembre)
Dos cositas:
A veces, o mejor dicho muchas veces, me gustaría poder desconectar mis oídos a voluntad. Sería gozoso evitar así la amalgama de ruidos circundante. Poder disfrutar de un amable silencio en medio de un entorno generalmente estridente y agresivo. Tengo unos tapones para ello, pero son insuficientes. Necesitaría, tal vez, unos cascos especiales, de obrero taladrador, para aislarme del ruido. Lo digo porque cuando estoy leyendo o escribiendo, y pasa por la calle un coche con su equipo de "música" a tope, con ese "bum-bum" que ahora está de moda, se me encoge el estómago y ya no puedo leer o me olvido de lo que quería escribir.
(Con los ojos es más fácil. Sólo tienes que mirar hacia arriba en vez de hacia abajo. Pero los oídos lo captan todo, mires donde mires...)
Y la otra cosa es: ¿podría haber soportado en el año feliz de 1979, cuando vivía en mi casita de solitario, ver una imagen de mí mismo del futuro, la actual del 2006? Seguramente que no. Me habría reído de este payaso de ahora, de este ser débil y maniático, y habría creído que algo así era de todo punto imposible.
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(1 de octubre)
Leo, por encima, el capítulo de Fernando Savater dedicado a la religión (de su "Diccionario filosófico"), y me encuentro con la actitud racionalista de siempre: que si las leyendas, que si las mentiras, que si todo son inventos para controlar, que si los "milagros" son patrañas para ignorantes...
Según lo veo, el error de Savater (y de muchos como él) es confundir lo que hay detrás de la religión, o sea, su esencia, su verdad, con las legiones de "religionistas" o sectarios que la malinterpretan.
Recuerdo ahora cuando le comenté a mi amigo don Jesús (maestro docente y entendido en filosofías) el caso de alguien que predijo el hundimiento de un puente. Yo, joven entonces, se lo relaté con entusiasmo, y él, maduro y escéptico, en seguida me lo rebatió con detalles racionales...
O cuando le conté a mi antiguo amigo Isidro que había estado a punto de hacer un viaje astral, y me dijo que sólo eran imaginaciones, alucinaciones de la mente... ¿Alucinaciones provocadas por agua y tabaco?
También se lo comenté, esto último del viaje astral, a otro antiguo amigo, Paco, y me contestó, con su característica gracia de pueblo, que aprovechase la ocasión y me comprara un "opel astra"... Con razón solía yo llamarle, años atrás, "Franciscus Ludibundus"...
En fin, sin comentarios. Los racionales, buenos o malos, son como ciegos. Por cierto, observo que Savater menciona frecuentemente a Freud, pero nunca a Jung.
Creo que cada uno piensa como es. Para mí el mundo siempre será mágico. Y eso es algo que no puedo explicar ni a Savater ni a don Jesús ni a Isidro, y mucho menos a Paco. Savater diría que soy un pobre y simple "creyente", y yo tendría que darle la razón.
Reconozco que prefiero volar a pensar. ¿Pero no es acaso volar otra forma de pensamiento?
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(2 de octubre)
¿Por qué una rueda, cualquier rueda, del vehículo o la máquina que sea, es siempre redonda? Un cenicero, por ejemplo, puede ser de muchas formas: redondo, cuadrado, rectangular, triangular, trapezoidal, poliédrico, etc, etc. Pero una rueda, siempre y en cualquier caso, es redonda.
¿Por qué?, repito. Pues porque una rueda sólo puede ser redonda. Sus posibilidades formales se reducen a una. Sus aplicaciones prácticas son múltiples y variadas, casi infinitas, pero siempre y en todos los casos, ya digo, ha de ser redonda.
¿A qué me suena esto? ¿No existe cierto paralelismo con el propio ser humano? Si un ser humano no es redondo, ¿qué es? Y sin embargo, ¿cuántos seres humanos "redondos" hay en el mundo? ¿O éstos no son, no somos, como la rueda sino, más bien, como el cenicero?
Demasiadas preguntas para las diez de la mañana...
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(13 de octubre)
Si con respecto a nuestro planeta Tierra somos casi invisibles, en cuanto al Sol o cualquier otra estrella ya no tenemos ni nombre.
¿Qué no-nombre tendremos si nos referimos a la galaxia en que viajamos, a la Vía Láctea?
Del universo, mejor no hablar. Y mucho menos del infinito. Entonces, ¿a qué viene tanta importancia?
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(14 de octubre)
Cuando miro a las estrellas, a veces siento, como esta noche, que estoy mirando directamente a la cara del misterio.
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Uno ya es viejo, no cuando le empiezan a salir canas o a perder el pelo, o a fatigarse subiendo escaleras.
Uno ya es viejo cuando se mira en el espejo y no se reconoce.
Por mucho que se haga guiños e intente sonreír, el espejo permanece imperturbable. La imagen que tenemos delante, no hay duda, es la de un viejo.
Me entran ganas de reír. Y para celebrarlo, me bebo un ardiente vaso de vino.
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(26 de diciembre)
Cuando el saxo empezó a sonar demasiado lento y dulzón, Martín despertó de su sueño y supo que aquél no era el lugar donde debía estar, que aquél no era su sitio. Cruzó el mar de cuerpos y buscó la puerta de salida. Afuera corría un aire frío, cortante, hiriente, pero lleno de libertad y con olor de estrellas.
Y la luna, sola y brillante, sonreía...
Antonio H. Martín
(Diario de un obstinado - 2006)
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imagen: A Night to Remember - Albert Dros
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