Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 25 de abril de 2016

La biblioteca del Edén




UN SUEÑO


(Hermann Hesse)



    Huésped de un monasterio, en las montañas,
entré en su biblioteca cuando todos
salían a rezar sus oraciones.
En los muros fulgían, al crepúsculo,
mil lomos de vetusto pergamino
con raras inscripciones. Acuciado
por mi sed de saber elegí un tomo
al azar, con fruición, y leí: "El último
paso para la incógnita cuadratura del círculo."
Pensé al punto: "Este libro lo he de llevar conmigo."
Vi luego otro volumen en cuarto, piel con oro,
en cuyo lomo, en letras pequeñas, se leía:
"De cómo Adán comió también fruta de otro árbol."
¿De otro árbol? ¿De cuál?: ¡del de la Vida!
Adán es inmortal, por consiguiente...
—"Mi estancia aquí —me dije— no es inútil."
Hallé, en esto, un infolio que, en lomo, cantos y ángulos
ostentaba, lucientes, los colores del iris;
pintado a mano, el título rezaba: "Analogía
del sentido y carácter
de los colores y de los sonidos.
Demuéstrase a quien lea
que cada tono musical es réplica
de un único color, directo o refractado."
¡Oh, cómo destellaban a mis ojos
los cromáticos coros, colmados de promesas!
Me vino una sospecha, confirmada
a cada nuevo tomo que escogía:
¡era la biblioteca del Edén!
Toda la sed de ciencia que abrasaba a mi entraña
con mi hambre espiritual iba a saciarse,
pues dóndequiera que se detuviese
mi rápida mirada interrogante
un tejuelo me daba respuesta promisoria:
para todo apetito que sintiera
había el fruto allí con qué saciarlo:
aquel que, temeroso, anhelaba el estudiante,
aquel que satisface las ansias del maestro.
Allí estaba el sentido íntimo y puro
de toda ciencia y toda poesía,
la hechicera virtud que sabe el modo
de inquirir, con sus claves y su léxico,
sutilísima esencia del espíritu
guardada en esotéricos, magistrales volúmenes:
llaves que dan acceso
a toda disposición y todo enigma
y llegan como gracia a quien las pide
en el momento mágico preciso.

    Entonces coloqué con mano trémula
sobre el atril uno de aquellos códices
y descifré la magia de sus signos
como cuando se intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas antes nunca aprendidas
y, felizmente, aciértase. Y muy pronto yo, alado,
traspuse los espacios astrales del espíritu
y me hallé en el Zodíaco, y en este —¡oh, maravilla!—
cuanto a la intuición de los humanos
—hija de una experiencia milenaria—
se abrió en revelación de alegorías
armonizaba ahora con nexos siempre nuevos:
viejos saberes, símbolos y hallazgos,
preguntas trascendentes, nuevas siempre,
recién alzado el vuelo
volvían a acordarse unos con otros,
así que en mi lectura (minutos, tal vez horas)
volví a hacer el camino que hizo la Humanidad
y dentro de mi espíritu cobijé de consuno
el íntimo sentido
de su saber más viejo y más reciente:
vi y leí sus figuras jeroglíficas,
desplegadas a veces, otras apareadas,
otras veces dispersas, luego en orden perfecto,
y aquéllas combinadas después en nuevos símbolos,
figuras alegóricas de ágil caleidoscopio,
a cada paso ungidas de sentido novísimo.

    Y como atención tanta fatigara a mis ojos
hube de levantarlos para darles descanso;
entonces vi que no me hallaba solo:
en el mismo salón, cara a los libros,
hallábase un anciano —quizá el bibliotecario—
atareado y grave, rodeado de tomos;
¿qué objeto, qué sentido tenían sus desvelos?,
¿en qué consistía su afanoso trabajo?
Quise saberlo al punto; para mí, ciertamente,
era de entidad suma saberlo; le observé:
Con delicados dedos seniles, requería
un volumen tras otro volumen, y leía
las palabras escritas en los lomos; soplaba
con sus pálidos labios sobre el título —¡un título
lleno de seducciones, garantía infalible
de inagotables horas de exquisita lectura!—,
lo borraba con suaves presiones de su dedo
y, sonriendo, escribía otro título nuevo;
daba luego unos pasos, cogía un nuevo libro
de este o de aquel estante, y de idéntico modo
le cambiaba su título por otro diferente.

    Le contemplé, perplejo, largo tiempo,
sin poder comprender qué estaba haciendo;
me volví a mi tratado, del que solo leyera
los primeros renglones, pero ya no encontraba
la procesión de símbolos que antes me llevó al éxtasis;
habíase disuelto, de mi mirada huía
aquel cosmos de signos por el que avancé apenas,
tan rico en precisiones del sentido del mundo;
daba vueltas, nublábase e iba perdiendo fuerzas
y acabó evaporándose sin dejar otro rastro
que los pardos reflejos del huero pergamino.
Sentí en mi hombro una mano, y levanté la vista:
a mi lado encontrábase el solícito anciano.
Me puse en pie. El, sonriendo, cogió mi viejo libro
—un hondo escalofrío recorrió mis entrañas—
y aplicó a su tejuelo la esponja de su dedo;
en el cuero, ahora limpio, trazó un título nuevo
seguido de preguntas y promesas vitales
—novísimos reflejos de antañones problemas—
con pluma cuidadosa de calígrafo experto.
Y luego, silencioso,
partióse con su pluma y con mi libro.


Hermann Hesse



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    Huésped de un monasterio, en las montañas, entré en su biblioteca cuando todos salían a rezar sus oraciones. En los muros fulgían, al crepúsculo, mil lomos de vetusto pergamino con raras inscripciones. Acuciado por mi sed de saber elegí un tomo al azar, con fruición, y leí: "El último paso para la incógnita cuadratura del círculo." En seguida, pensé: "Este libro me lo tengo que llevar." Vi luego otro volumen en cuarto, piel con oro, en cuyo lomo, en letras pequeñas, se leía: "De cómo Adán comió también fruta de otro árbol." ¿De otro árbol? ¿De cuál?: ¡del de la Vida! Adán es inmortal, por consiguiente...
    "Mi estancia aquí —me dije— no es inútil." Hallé, en esto, un infolio que, en lomo, cantos y ángulos ostentaba, brillantes, los colores del iris. Pintado a mano, el título rezaba: "Analogía del sentido y carácter de los colores y de los sonidos. Demuéstrase a quien lea que cada tono musical es réplica de un único color, directo o refractado." ¡Cómo destellaban a mis ojos los cromáticos coros, llenos de promesas! Me vino una sospecha, que se confirmaba a cada nuevo tomo que escogía: ¡era la biblioteca del Edén!
    Toda la sed de ciencia que abrasaba a mi interior, mi hambre espiritual, iba a saciarse, pues donde quiera que se detuviese mi rápida mirada interrogante un rótulo me daba una respuesta promisoria. Para todo apetito que sintiera, había allí el fruto con qué saciarlo: aquel que, temeroso, anhelaba el estudiante, y aquel que satisface las ansias del maestro. Allí estaba el sentido íntimo y puro de toda ciencia y toda poesía, la hechicera virtud que sabe el modo de inquirir, con sus claves y su léxico. La muy sutil esencia del espíritu guardada en esotéricos y magistrales volúmenes. Llaves que dan acceso a toda disposición y todo enigma y llegan como un regalo a quien las pide en el momento mágico preciso.

    Entonces coloqué con mano trémula sobre el atril uno de aquellos códices y descifré la magia de sus signos, como cuando se intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas antes nunca aprendidas y, felizmente, se acierta. Y muy pronto yo, alado, traspuse los espacios astrales del espíritu y me hallé en las estrellas. Y en éstas —¡oh, maravilla!— cuanto atañe a la intuición de los humanos (hija de una experiencia milenaria) se me abrió en revelación de alegorías, armonizando ahora con nexos siempre nuevos. Viejos saberes, símbolos y hallazgos, preguntas trascendentes, nuevas siempre, recién alzado el vuelo volvían a acordarse unos con otros. Así que en mi lectura (minutos, tal vez horas) volví a hacer el camino de la Humanidad, y dentro de mi espíritu cobijé unidos el íntimo sentido de su saber más viejo y el más reciente. Vi y leí sus figuras jeroglíficas, a veces desplegadas, otras apareadas, unas veces dispersas, y luego en perfecto orden. Y aquéllas combinadas después en nuevos símbolos, figuras alegóricas de ágil caleidoscopio, a cada paso ungidas de un nuevo sentido.

    Y como tanta atención fatigaba mis ojos, tuve que levantarlos para darles descanso. Entonces vi que no me hallaba solo... En el mismo salón, frente a los libros, estaba un anciano —quizá el bibliotecario— atareado y grave, rodeado de tomos. ¿Qué objeto, qué sentido tenían sus desvelos? ¿En qué consistía su afanoso trabajo? Quise saberlo al punto. Para mí, ciertamente, era de suma importancia saberlo. Así que le observé... Con delicados dedos seniles, cogía un volumen tras otro, y leía las palabras escritas en los lomos. Soplaba con sus pálidos labios sobre el título (¡un título lleno de seducciones, garantía infalible de inagotables horas de exquisita lectura!), lo borraba con suaves presiones de su dedo y, sonriendo, escribía otro título nuevo. Daba luego unos pasos, cogía un nuevo libro
de este o de aquel estante, y de idéntico modo le cambiaba su título por otro diferente.

    Le contemplé, perplejo, largo tiempo, sin poder comprender qué estaba haciendo. Luego me volví a mi tratado, del que sólo leyera los primeros renglones. Pero ya no encontraba el proceso de símbolos que antes me llevó al éxtasis. Se había disuelto. Huía de mi mirada aquel cosmos de signos por el que avancé apenas, tan rico en precisiones del sentido del mundo. Daba vueltas, se nublaba e iba perdiendo fuerzas y acabó evaporándose sin dejar otro rastro que los pardos reflejos del huero pergamino. Sentí entonces una mano en mi hombro, y levanté la vista... A mi lado se encontraba el solícito anciano. Me puse en pie. Él, sonriendo, cogió mi viejo libro (un hondo escalofrío recorrió mis entrañas) y aplicó a su rótulo la esponja de su dedo. En el cuero, ahora limpio, trazó un título nuevo seguido de preguntas y promesas vitales (novísimos reflejos de antiguos problemas) con pluma cuidadosa de calígrafo experto. Y luego, silencioso, se fue con su pluma y con mi libro.


Hermann Hesse


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traducción: Mariano y Agustín Santiago Luque 
versión prosada: Antonio H. Martín

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