Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 29 de septiembre de 2012

El encuentro

 
 
Voy a hacer una pausa respecto a la historia del doctor Hans, porque ahora estoy envuelto en días un tanto agitados, de problemas y cambios, y me resulta prácticamente imposible hallar el tono de serenidad necesario para seguir con ella. La fantasía requiere un espacio de silencio, lejos del mundanal ruido. En ese espacio es donde se abren las puertas de la imaginación, donde puede abrirse la mirada a otras dimensiones. Y ahora eso me está vedado, como si hubiera una muralla de interferencias impidiéndome el paso. Espero que no por mucho tiempo. Así que voy a hablar de un tema diferente, aunque está relacionado, en cierto sentido, con el cuento del Dr. Hans.
Se trata de un viejo conflicto, y hace más de veinte años intenté expresarlo en un capítulo de una historia que quedó inacabada, como otras muchas de las de entonces. El conflicto entre la mirada del sueño y la del mundo, entre la superficie de la realidad cotidiana, a pie de calle, y el impulso interior por lo poético y lo mágico. Asunto éste del que he escrito aquí muchas veces. No sé si demasiadas. Pero es que para mí ese conflicto sigue vivo, y además forma parte esencial de mi modo de entender o no la vida. Es una lucha que continúa vigente, aunque ya en un tono distinto al de aquellos años, sin ese dramatismo de entonces.
Lo que sigue es el final de uno de esos capítulos, en el que se produce un encuentro inesperado entre dos viejos conocidos, un poeta y un filósofo, que viene a ser en el fondo un desdoblamiento del protagonista de la historia, un tenso encuentro entre dos facetas de sí mismo.


  Antonio HM.

.........................................................................



... Sólo esto daba sentido a su vida, era por esto por lo que se aferraba al borde del abismo y se resistía a dejarse caer. En el fondo de su alma brillaba, a veces, una pequeña luz. Era todo cuanto tenía. Y por ello era capaz de sobrevivir en medio de la noche más oscura, y sufriría mil noches como esta si era necesario.
Bien, ya había tenido bastante. No quería pensar más en nada. Apuró su vaso y se levantó para marcharse. Pero en ese momento vio que alguien se acercaba, subiendo la empinada calle. Por su forma de andar parecía muy cansado, o tal vez era un viejo, pero, ¿qué hacía un viejo a esas horas de la noche, caminando solo? Bueno, ¿qué le importaba? Sería uno de esos viejos solitarios y amargados, quizás un cliente asiduo de la taberna que vendría aquí todas las noches a ahogarse en vino. ¿Qué tenía él que ver con un hombre así? Ya los conocía, los había visto muy de cerca. En sus ojos había una luz opaca, sin brillo. Nunca alzaban su copa, bebían en silencio, solos. Querían hundirse en el olvido. Todo lo que habían sido estaba ya apagado, perdido para siempre. Secretamente, deseaban morir; secretamente, temían a la muerte. No, a Martín no le gustaban esos viejos, le entristecían, y le daban un poco de miedo. Los comprendía demasiado, los sentía demasiado cerca... Quizá alguna vez había pensado que también él podía convertirse en uno de ellos. ¿Acaso ahora, que todavía era joven, no andaba ya a vueltas con la muerte? ¿No se había visto ya inclinado sobre el abismo? Pero no. Lucharía con todas sus fuerzas para que eso no le pasara. Gastaría toda su sangre en impedirlo. Prefería mil veces la ciega locura, antes que convertirse en un fantasma de sí mismo. Antes la muerte que entregarse a su sombra.

El hombre empujó la pesada puerta de madera y entró en la taberna. Sin saber bien por qué, Martín volvió a sentarse. Había algo en su figura que le era conocido. Esperó a que el hombre tomara asiento y se quitara su sombrero, pero tampoco entonces pudo reconocerle. Se había sentado en el rincón más oscuro, junto a la medio apagada chimenea. Y sólo cuando pidió su bebida al mesonero, pudo reconocer en aquella voz a un viejo conocido. Sí, era él, el viejo filósofo, don Andrés, el irónico, el agrio pensador al que había conocido hacía algunos años y con el que siempre había mantenido cierta rivalidad, por la diferencia entre sus ideales, por sus distintos modos de entender la vida. Antaño había hablado mucho con ese hombre, había discutido con él sobre filosofía y arte. Casi nunca habían estado de acuerdo en nada, y lo normal era que terminaran atacándose el uno al otro. Pero aun así, habían seguido viéndose durante mucho tiempo. Quizá uno siempre había buscado en el otro aquello que le faltaba... El filósofo se había sentido atraído por el fuego y la magia del joven poeta. Y el poeta había admirado y deseado la fuerza del hombre de conocimiento, su solidez, su entereza para soportar el peso de todo el saber acumulado. Ese mismo saber que le hacía ver al universo y a la vida como algo hueco y sin sentido, como un interminable vacío en el que el hombre no era más que una sombra fugaz. Martín sonrió... Quizá no era don Andrés la persona más adecuada, y menos en aquel momento, menos aquella noche... Pero su soledad le pidió casi a gritos que se acercara a aquel hombre y le hablara. El caminante se quedó parado a pocos pasos de la mesa, y no dijo nada. No sabía si iba a ser reconocido; llevaba barba de varios días y su aspecto era en general muy distinto de aquel otro de hacía unos años. Esbozó una media sonrisa como único saludo. El viejo levantó la cabeza y miró intrigado al intruso que se había plantado frente a su mesa.
   -¡Vaya! -exclamó con ronca voz-. ¡Si es mi viejo amigo el poeta!... Siéntate, hombre, y comparte mi jarra de vino.
A Martín le pareció esta acogida de lo más cálida y amistosa. Se sentó y bebió con aquel hombre. Saboreó la inesperada copa, y le pareció buena. Después de todas estas semanas de soledad, tenía a alguien con quien hablar. Un viejo amigo, o un viejo enemigo. Era lo mismo. Lo importante era que con él podría revivir retazos de su pasado, de aquella otra vida ahora lejana de su juventud. Hablaron mucho y de muchas cosas. El viejo filósofo sonreía abiertamente, y llenaba una y otra vez la copa del poeta. Martín estaba a gusto, se entregaba, se confiaba. Era bueno este viejo, a pesar de todo, este viejo ladrón de ilusiones.
Afuera había empezado otra vez a llover y el agua se colaba un poco por la abierta ventana, junto con un aire fresco de noche otoñal. A lo lejos, se oía la voz del trueno, el grave y poderoso grito del dragón...
Quizá fue el vino, o quizá alguna sombra se le metió dentro y oscureció su voz... De pronto, Martín se puso serio, triste, melancólico. Empezó a hablar de su huida, confesó su miedo, su derrota, su vacío, su soledad... El filósofo no dejaba de sonreír, seguía llenando las copas lentamente, escuchaba en silencio. Pero, poco a poco, su mirada iba perdiendo calor, se hacía más oscura.
  -Don Andrés, ¿qué cree usted que me está pasando?
  -Nada. Simplemente, estás llegando al límite.
Su voz había sonado fría y distante.
  -¿Al límite de mis fuerzas, quiere decir?
  -Exactamente. Estás llegando a un punto en el que tu espíritu comienza a rendirse.
  -¿Rendirse ante qué o ante quién?
  -Ante la realidad. Ella ha sido siempre tu peor enemiga.
Don Andrés le conocía bien, sabía cuál era su lucha, su punto débil, su angustia. Y sabía cómo atacarle, dónde podía hacerle daño. No había cambiado nada este viejo ladrón, este antiguo enemigo de la fantasía. Pero Martín no quiso ceder, tampoco esta vez le daría la razón, lucharía con el viejo filósofo toda la noche si hacía falta.
  -Yo no me siento enemigo de la realidad...
  -¡Pues lo eres! -contestó el viejo, cortante, tensando la voz.
  -Ya, volvemos a lo de siempre, es decir, que sólo soy un soñador, uno que nada quiere saber de la "cruda realidad", en el fondo un pequeño fantasma, incluso un envenenador de la vida, ¿no es así?
  -Tú ya lo sabes... -dijo con tono de indiferencia.
  -No, yo lo único que sé es que me encuentro solo en medio de este mundo, solo y asqueado. También usted sabe lo mísero que es el mundo en que vivimos y lo absurdos y vacíos que son estos hombres que nos rodean.
  -Sí, lo sé. Pero también sé que tú no eres diferente, que eres incluso peor que ellos. Esos hombres son más sinceros que tú, han creado su mundo tal como es porque han mirado de frente a la realidad y saben muy bien que los sueños están vacíos y que no hay ninguna esperanza. Simplemente, han sabido reconocer sus propios límites y han hecho un mundo a su exacta medida.
  -Pero, ¿es bueno ese mundo?
  -Quizá no lo es para ti, ni tampoco para muchos de ellos, pero es el único que tienen y en él viven, en él ríen y lloran, en él luchan y crean. Tú, sin embargo, no haces nada de eso. No vives; eres un esclavo de tus sueños. ¡Estás muerto!

Sus palabras le dieron de lleno en el corazón. Ya no quiso seguir hablando. Se apoderó de él un sentimiento sombrío y extraño. Sintió frío. Se levantó de la mesa, dijo al filósofo que le disculpara, que estaba mareado por el vino, esbozó un gesto con la mano y salió con paso vacilante de la taberna. Afuera seguía lloviendo. Vio por un momento todo el conjunto de casas, sus pequeñas y cálidas luces brillando en medio de la oscuridad. Luego se volvió hacia el parque, hacia la lluvia, hacia la noche...



  Antonio H. Martín

  (Octubre, 1988)

4 comentarios:

  1. ¡Es tan dificil soñar y al mismo tiempo mantener los pies sobre la tierra!
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Nuestros demonios, nos acompañan a lo largo de nuestra trayectoria vital, sin cansarse... Y en cuanto encuentran la ocasión de colarse en nuestro presente, lo hacen sin dudarlo ni un segundo. Como parece imposible librarse de ellos o neutralizarlos, habrá que aprender a convivir y pactar con ellos...

    Guarda bien esos cuadernos, amigo. Son todo un tesoro.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Así es, Di.
    Pero la vida nos obliga a aprender esa difícil lección. Pisar suelo firme, sin perder contacto con la 'realidad', y asimismo no perder tampoco nuestra relación con los sueños, esa fabulosa capacidad que tenemos para caminar por senderos distintos y galerías a veces maravillosas.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Ay, los demonios, sí. Nunca se van de nuestro lado, porque forman parte de nosotros mismos. De modo que no nos queda otra que hacer como dices: convivir y pactar con ellos. No es fácil, en muchas ocasiones, pero hay que hacerlo.

    Esos cuadernos me acompañan a donde voy, amiga. Forman parte de mi equipaje.

    Un abrazo, Cristal.

    ResponderEliminar