
Este breve relato lo escribí hace doce años, un poco por diversión y entretenimiento. Todo fue a raiz de una reunión entre amigos una tarde de agosto, en donde decidimos que nos comprometíamos a escribir un cuento de verano cada uno. Al final, nadie escribió nada excepto yo, que quise cumplir con mi palabra, sobre todo porque la idea había sido mía.
La señora a la que está dedicado el cuento ya no está en este mundo. Durante casi toda su larga vida ejerció como maestra de escuela, y durante muchos años fue para mí una buena amiga, de tertulias y canciones, de reflexiones y largos paseos. Pongo aquí ahora este viejo cuento para terminar este mes de agosto, y como recuerdo de esta buena presencia en mi vida que se llamó y se llama doña Rafaela.
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NOCHE DE AGOSTO
(a Rafaela Marcos)
Eran casi las doce cuando decidió despedirse de sus vecinas y recogerse en casa. No es que estuviera cansada: precisamente ahora era cuando empezaba a refrescar un poco y le hubiera apetecido seguir allí sentada un rato más. Además, la terraza del bar estaba sólo a unos pasos de su casa. Pero lo que la cansaba era esa conversación tan a ras de suelo, tan llena de trivialidades, y que había oído ya tantas veces... Sus vecinas eran amables y simpáticas, lo que se dice buena gente, pero no eran la compañía apropiada para conversar a la luz de la luna. A sus queridas vecinas les daba igual que fuera de noche o de día. Siempre hablaban de lo mismo. De asuntos familiares, de los precios del mercado, de bodas, de bautizos, de cumpleaños, de hospitales, de otras vecinas... y sobre todo de su tema favorito: los vestidos.
Rafaela solía aguantar más o menos bien las primeras dos horas, pero luego la invadía como una especie de fatiga, como un mareo. Veía a las palabras dar vueltas ante sus ojos, como un remolino interminable. Siempre los mismos gestos, las mismas voces repetidas que había oído ya mil veces... Intentaba disimular su cansancio, su hastío, asintiendo a todo lo que le decían, esbozando una media sonrisa ante cada bobada que le contaban. Y poco a poco se iba quedando callada y como ausente.
-¿Le pasa algo, Rafaela? ¿Se encuentra mal?
-No, hija. Los años, que no perdonan, y ya no estoy para estos trotes. Se ha hecho un poco tarde y me está entrando sueño. A estas horas ya suelo estar acostada.
Pero aguantaba un poco más, por educación, por ser amable. Y mientras las voces seguían revoloteando a su alrededor como moscas estúpidas, ella miraba de vez en cuando a la luna. De reojo, para que no se notara demasiado, por aquello que se dice de que sólo los locos miran a la luna. Y suspiraba pensando en otras compañías y en otras conversaciones muy distintas...
Ahora estaba, por fin, en su casa. Sola y tranquila. El silencio era como un bálsamo que curaba el hastío de tantas palabras inútiles. Como un talismán que ayudaba a recuperar la propia voz, la interior, la auténtica, esa que casi nunca podemos usar pero que es la única que nos define y refleja lo que somos.
No se sentía cansada, ni tenía sueño a pesar de la hora. Abrió las ventanas de par en par para que entrara el fresco de la noche, y se dejó caer en el sillón de terciopelo rojo. Así estaba bien, en paz... La luz de la luna acariciaba las sombras, y el ruido del mundo se oía sólo a lo lejos, muy a lo lejos. El tiempo caminaba despacio, como de puntillas, al compás del silencio, y cada paso, cada minuto era como un latido lento y sereno, como un susurro, como una brisa.
Le dio por pensar en lo triste que es perder este precioso tiempo, en lo absurdo que es malgastarlo con actividades vacías e inútiles. Este es un mundo de locos, pensó. La gente normal se devana los sesos por encontrar fórmulas para matar el tiempo. La gente odia el tiempo. Y luego se quejan y dicen que esta vida es un asco. La gente es idiota, la gente está loca.
Pensar en esto del tiempo le hizo recordar cierta promesa que había hecho hace poco a unos amigos. Habían acordado que durante este mes de agosto cada uno escribiría un cuento, un cuento de verano, corto y fresco, para aliviar un poco la mansedumbre del calor. Quizá ahora era el momento. Se levantó, buscó el papel y el bolígrafo y, sin más dilación, empezó a escribir.
(continuará...)
Antonio H. Martín
(agosto, 1997)
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Imagen:
- "Cafe Terrace Place"
- Vincent Van Gogh