Muchos conocen la obra de Hermann Hesse, pero sólo a través de sus novelas más populares, como Demian, Siddharta o El Lobo Estepario. Hay sin embargo otras novelas
menores que no son tan conocidas, como es el caso de "Gertrud", "Knulp" o "Rosshalde"... ¿Quién recuerda haber leído el
Hermann Lauscher o
Viaje al Oriente? Y además de estas otras obras, pequeñas pero no por eso menos importantes, están sus cuantiosas reflexiones, sus críticas literarias, sus poemas y sus cuentos. Sí, Hesse escribió muchos cuentos, y muy buenos, en una línea que podemos llamar
romántica, entre fantástica y filosófica, que tiene sus raices en autores como Novalis, Hoffmann, Tieck, Eichendorff o el mismo Goethe.
Me gustaría contribuir aquí, en la medida de lo posible, a paliar ese desconocimiento, reescribiendo y publicando, en este pequeño espacio de mi cuaderno, algunos de sus cuentos. Y cuando digo "reescribir" me refiero literalmente a copiar, no a otra cosa. El
tío Hermann me dio
personalmente su permiso en el último sueño.
Para empezar he elegido uno de los cuentos de su libro, de 1919,
MÄRCHEN, título que más o menos viene a traducirse como "Cuentos de Hadas". En la introducción de su versión en castellano, Rodolfo E. Modern nos explica que un
märchen "significa una evasión del hoy para comprender lo permanente del corazón humano, de sus esperanzas, sueños y deseos. Eso a través de sucesos cuya aparente inverosimilitud, medida con los parámetros de las actitudes cotidianas, se revela, en una lectura más profunda, como un sondeo más acendrado en los fenómenos de la naturaleza, la humana incluida. Sus resultados se llaman conocimiento de una entidad final, de una unidad omniabarcadora, que coincide, por supuesto, con los postulados de la filosofía romántica, en la que las apariencias no son sino eso, apariencias."
Por mi parte, sólo añadir que espero que disfruteis de su lectura.
Antonio H. Martín
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SUEÑO DE FLAUTAS
por Hermann Hesse
(primera parte)
"Toma esto", dijo mi padre, y me alcanzó una pequeña flauta de hueso, "tómala y no olvides a tu anciano padre cuando alegres a la gente con tu música en países lejanos. Es tiempo de que veas el mundo y aprendas algo. He mandado hacer esta flauta, porque no te gusta ninguna otra tarea, excepto cantar. Piensa también que debes tocar siempre canciones bonitas y amables, de lo contrario sería malgastar el don que Dios te ha concedido".
Mi querido padre entendía poco de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que soplar en la linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería despojar de su creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me era conocido hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y debo admitir que me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado sobre mi manga, y la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un mensajero que llevara enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas acompañaban mi camino, y muy lozano también el río me acompañaba. Descubrí que el mundo se diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas de trigo y los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y ellos me comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró despaciosamente hasta mi hombro, levantó vuelo y giró dos veces en torno mío con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás, hacia el hogar.
En eso surgió del bosque una muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de paja de ala ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
"Dios te guarde", le dije, "¿adónde vas?"
"Debo llevar la comida a los segadores", dijo. Y se puso a caminar a mi lado. "¿Y tú, dónde quieres ir?"
"Voy a conocer el mundo, mi padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público, ante la gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho".
"Bueno, bueno. ¿Y qué sabes hacer en realidad? Porque algo debes saber".
"Nada en especial. Puedo cantar canciones".
"¿Qué clase de canciones?"
"De todo tipo ¿sabes? A la mañana y a la noche, a los árboles, a las bestias, a las flores. Ahora, por ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha joven que sale del bosque para llevar la comida a los segadores".
"¿Puedes hacerlo? ¡Cántala entonces!"
"Lo haré, pero, ¿cómo te llamas?"
"Brigitte".
Entonces entoné la canción de la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el cesto, y de cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la seguían a lo largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello. Atendió seriamente a la canción, y me dijo que era buena. Y cuando le comenté que estaba hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan. Mientras yo le echaba el diente con ahinco, al tiempo que continuaba ágilmente la marcha, ella me dijo: "No se debe comer a la carrera. Una cosa después de la otra". Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó las rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
"¿Quieres volver a cantarme alguna otra cosa?", preguntó cuando dejé de comer.
"Con gusto. ¿Qué quieres que cante?"
"Algo acerca de una chica que está triste porque ha sido abandonada por su novio".
"No, no puedo. No conozco eso, y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar siempre canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de la mariposa".
"Y de amor, ¿no sabes ninguna?" preguntó luego.
"¿De amor? Oh sí, eso es lo más lindo de todo".
Enseguida empecé una canción acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas y juega con ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda al pinzón y al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando acerca de la muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un pan de regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte se inclinó y cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a abrir. Y yo miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas estábamos reflejados yo mismo y un par de blancas flores del prado.
"El mundo es muy hermoso", dije, "mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas cosas hasta donde está esa gente".
Tomé su cesto y proseguimos el camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía, y el bosque hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: si pudiera comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del pasto y las flores, de los hombres y las nubes, de la floresta y el bosque de pinares, y también de los animales. Y asimismo todas las canciones de los mares lejanos y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo.
Pero mientras yo pensaba de este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues antes jamás se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó firmemente el asa del cesto.
"Ahora debo subir", dijo. "Allá arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes conmigo?"
"No, no puedo ir contigo. Tengo que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti".
Ella tomó su cesto con la comida; y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y sus labios se adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me puse triste de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso carretera abajo.
La muchacha subió lentamente por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del bosque, y miró hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y agité el sombrero sobre mi cabeza, inclinó ella la suya una vez más y desapareció en silencio, como una imagen, entre la sombra de las hayas.
(...)
Hermann Hesse (1919)