Mañana gris
Miró por la ventana de su cuarto de estudio y vio una mañana gris, unas nubes enormes que juntas tapaban el cielo, ocultando el limpio y alegre azul. Más abajo, los edificios de siempre, las feas casas anodinas de todos los días, que quizá contengan historias pero cuya voz no trasciende el umbral del silencio. Y un poco más abajo, en el suelo mojado por la lluvia de la noche, coches, muchos coches que iban y venían en todas direcciones, como si buscaran un destino que no acababan de encontrar, transmitiendo una sensación como de ansiedad, de desasosiego. Todos esos coches circulaban de prisa, sin aliento, nerviosos, y Alberto imaginaba, dentro de cada uno de ellos, a un ser sin aliento y nervioso que tenía una extraña prisa por llegar a algún sitio al que en realidad no quería llegar...
La vieja historia de casi siempre, pero que envuelta en el gris de la mañana adquiría un matiz más amargo, más crudo, más infeliz que otras veces. Era un mundo extraño, cuyo sentido se le escapaba, lo que ahora le miraba a los ojos con desprecio. Ese mundo que él sentía como irremediablemente absurdo parecía sentirse a gusto en medio de esta mañana opaca, de esta ausencia de luz y color, sin azul y sin música, Parecía ser su acuarela preferida, su fondo predilecto, y se diría que devoraba cada minuto con rabioso deleite, como un monstruo sucio y gris, de mirada de humo y voz estridente, que sólo existiera para comerse el tiempo, para anular la vida y dejar sólo un rastro irreconocible de lo que podía haber sido y no fue, por su culpa. Era como una gran sombra que transformaba el día en una falsa noche sin historia.
Alberto cerró los ojos, como queriendo borrar esa imagen, pero la mañana gris seguía allí, imperturbable, y llevaba un triste mundo sobre su espalda... No quiso mirar más, se fue a la cocina a prepararse un café; tenía frío, aunque había puesto la calefacción hacía más de una hora. Tal vez el frío no era real, tal vez lo que sentía era otra cosa: el gris de la mañana, que se le había metido dentro. Volvió al cabo de un rato a su cuarto y miró otra vez a través de la ventana. Había empezado a llover; diminutas perlas de agua se pegaban en el cristal y hacían que la mañana fuera aún más extraña y borrosa, más lejana y más oscura. Aún así, Alberto siguió mirando, quizá con el deseo inconsciente de encontrar algo, algún pequeño detalle que pudiera salvar la mañana con una leve sonrisa; el juego de un perro, el vuelo de un gorrión, el saludo cimbreante de un árbol...
II
Pero no encontró nada de eso. En su lugar, vio venir desde lejos a una figura pálida, una presencia entre las nubes que se acercaba lentamente. En seguida reconoció sus ojos tristes y apagados, su boca fruncida, el suave gesto de su mano abierta que parecía querer sujetar algo que ya no estaba entre sus dedos... Sí, era ella, volvía a él como si la hubiera llamado, como si le perteneciera. Salía del espejo de la mañana y le miraba con sus ojos heridos. Le lanzaba preguntas antiguas que no podía responder. Alberto se limitó a saludarla: “Hola, Melancolía, ¿qué haces aquí? No te he llamado, ¿por qué vienes? ¿Te ha traído esta mañana gris?”
Ella no respondía, sólo le miraba fijamente y en sus ojos empezó a arder un fuego extraño, una llama azul que le trajo viejos y dolorosos recuerdos.
“¡No, no lo hagas!” –exclamó Alberto, asustado y tembloroso; sabía bien lo que se le venía encima y no quería volver a pasar por ese trance. “¡No me mires así! No te he invocado. ¡Vete!”
Pero la dama triste seguía hiriendo con su mirada, cada vez con más fuerza, con más fuego, hasta que Alberto empezó a ver que la mañana se transformaba, que desaparecía el gris y la lluvia y ante él se abría un paisaje maravilloso, hermoso y apacible como un antiguo sueño de juventud.
Ya no veía el mundo conocido; no había gente nerviosa, ni feas casas anodinas, ni humo ni ruido. Ante él sólo había un valle espléndido rodeado de montañas azules, y un cielo abierto y luminoso donde un tranquilo sol conversaba con nubes blancas, donde resonaba el murmullo de un arroyo cercano y una suave brisa hacía danzar a las flores...
“No, Melancolía, no me hagas esto. Lo que me muestras no existe, es sólo una imagen del pasado, un bello recuerdo de algo... muerto.” La voz de Alberto era sólo un susurro. Y sin dejar de mirar ese paisaje, comenzó a llorar. Sus lágrimas, largo tiempo guardadas, resbalaron en silencio por sus mejillas.
Entonces, oyó la voz; lejos al principio, pero cada vez más cerca: “¡Alberto! ¡Albertooo! ¿Dónde estás?”
Se restregó los ojos, apartó las lágrimas y miró a la lejanía... ¡Sí! ¡Era ella! ¡Ella! Quiso gritar su nombre, ¡Yolanda! ¡Yolanda!, pero no oía su propia voz, no tenía voz. La muchacha estaba ya cerca y pudo ver su cara, sus ojos castaños, su pelo largo y oscuro, su delgada boca que antaño había besado con pasión, esa boca en la que había visto la más dulce de las sonrisas, y esos ojos que le habían mirado a él, a Alberto, con el brillo del más sincero amor...
¡Esto no podía ser! ¡No esta locura! Alberto reunió toda la fuerza de que era capaz, apretó los puños y golpeó el cristal de la ventana mientras gritaba por fin: “¡Yolandaaaa!”
III
Pero su esfuerzo fue inútil. Todo lo que vio ante sí fue el rostro encendido de la Melancolía, que le seguía mirando fijamente a los ojos. Y detrás ya no estaba el hermoso valle, ni la magia que contenía. El sueño se había roto, como si fuera una película adherida al cristal de la ventana y se hubiera hecho añicos con ella.
Alberto comprendió... Había llegado la hora, su hora; ya era tiempo de hacer lo que debía hacer; no tenía sentido seguir alargando la espera. ¿Qué hacía él aquí? Este no era su mundo, aquí nunca iba a encontrar nada que le colmara, ninguna copa que saciara su sed. Andaba siempre a vueltas con el anhelo de lo infinito, de lo absoluto, y lo único que encontraba eran pequeñas migajas, restos que otros habían dejado en su camino y que no le servían para encontrar el suyo. Sólo eran viejos letreros en medio del bosque; ayudaban al caminante perdido, pero carecían de la fuerza para caminar. Los letreros no caminan, sólo indican el camino, un posible rumbo a seguir, pero es uno mismo el que tiene que caminar, y Alberto nunca había tenido la fuerza y el coraje necesarios para hacerlo.
Su anhelo del infinito no se traducía en nada espectacular y grandioso. Alberto no deseaba volar a las estrellas o conquistar un mundo; para él lo infinito podía encerrarse en un pequeño sueño, una esfera mágica donde la vida se hiciese redonda y pudiera amarse a sí misma. Esto le bastaba. Pero aún esto tan sencillo le resultaba imposible. Por todas partes crecían barreras, algunas tan altas como montañas, que le impedían llegar a la meta, que le cortaban el paso y le robaban hasta la más pequeña de las alegrías.
Estaba cansado de tantas sombras, harto de tanto dolor sin recompensa, de tanta lucha sin victoria. Todos los días eran breves batallas contra el monstruo del absurdo, y todas eran perdidas. Había noches en que conseguía dar algún paso, rescatar del vacío algo de valor, con lo que poder respirar un aire más puro y libre, un mínimo brillo en medio de la oscuridad, pero el día siguiente se encargaba siempre de destruirlo, lo convertía en arena entre las manos, quemaba con una dura luz cualquier rastro del sueño.
Y ya no quería más de esto. Ya era bastante, demasiado. Había tenido que venir la vieja dama triste para recordarle su camino, y estaba bien que así fuera. Esta mañana gris había sufrido su último dolor. Alberto se levantó y dirigió una última mirada a la dama del vestido de gasa y los ojos penetrantes, de los que había surgido la imagen de su perdido sueño. La miró un instante, sonrío y se marchó hacia otra parte de la casa.
Arriba, en el viejo desván, escondía Alberto su secreto más valioso. Dentro de un arcón, envuelto en paños como si fuera una joya, estaba el libro.
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IV
Lo encontró hace mucho tiempo, mientras rebuscaba en una librería de anticuario, y nada más verlo, sin saber qué contenía, supo que debía ser suyo. Fue como si el libro le llamara... “Seguro que es un compendio de leyes o recetas del siglo XIX o a lo sumo del XVIII”, pensó, “pero me encanta su cubierta y esos adornos tan raros que exhibe...”
Se llevó el libro a casa por un precio que estimó aceptable, y una vez allí descubrió que no era ningún antiguo códice, escrito en latín y con exquisitas miniaturas que aún no habían perdido del todo su color, como vagamente dejaba sospechar, sino un libro moderno del siglo pasado, de 1902, escrito por un tal Joseph Howard, que se decía erudito en ciencias ocultas. Estaba escrito en inglés, aunque se adornaba con un pomposo título en latín, Somnus Limen. Por supuesto, no le importó y en seguida aceptó al libro como un pequeño tesoro. Lo interesante vino después...
Durante años, Alberto bajaba el libro del desván, donde prefería que estuviera para preservarlo de miradas indiscretas, y al abrigo de la noche, encerrado en su cuarto, leía con avidez y creciente interés lo que allí estaba escrito. Según se daba a entender, el autor no era precisamente un erudito, ni profesor de ciencia alguna, sino un viajero, un explorador de lo que él mismo denominaba simplemente como The Dream Land, el país del sueño.
Era emocionante seguir los distintos y jugosos capítulos donde Howard narraba sus “viajes” a ese país de maravilla, sus descubrimientos y extraordinarios hallazgos, pero lo más interesante era que este onírico viajero tuvo la inapreciable deferencia de explicar ciertas normas para quien quisiera seguir sus pasos y adentrarse en ese otro mundo. Algo así como una guía de viaje, que incluía fórmulas secretas que servían para abrir las puertas y poder pasar al otro lado...
En un principio, Alberto leyó todo esto como si se tratara de una novela de Verne, o una colección de cuentos de Hoffmann o Dunsany; pero alguna de esas noches se atrevió, movido por la curiosidad o por simple impulso lúdico, a poner en práctica las fórmulas detalladas por Howard.
Lo que ocurrió después fue para él un suceso de lo más extraño y fantástico que había vivido nunca. Alberto consiguió efectivamente traspasar esas puertas y “viajar” al país de los sueños.
Lo que esto significara realmente no le importaba lo más mínimo; lo valioso para él era que vivía intensamente esas experiencias, que sentía que estaba allí, en la tierra de los sueños, y que nunca antes se había sentido tan vivo.
La autenticidad de estos “viajes” era para sus sentidos algo que estaba fuera de toda duda. Y le parecía absolutamente irrelevante ponerse a discutir sobre ello. Lo que pudiera decir un psicólogo al respecto le daba igual; carecía de valor la opinión de nadie, por muy científico que fuera, en un mundo que ni siquiera tiene una consciencia cierta de su propia realidad, y que año tras año va cambiando su visión de la misma.
Así que Alberto se aficionó sin restricciones a esas lecturas nocturnas y a sus consecutivos “viajes”. Varios años estuvo usando la magia del libro; muchas y extraordinarias fueron sus vivencias. Y precisamente allí, en ese país del sueño, fue donde conoció a la mujer de su vida, a Yolanda.
Pero parece ser que es cierto lo que se dice de que toda felicidad es transitoria... Sin que mediara una razón poderosa para ello, pero tal vez influido por multitud de pequeñas razones que constantemente le asediaban, Alberto fue distanciándose paulatinamente de su actividad onírica. Cada vez subía menos al desván para tomar el libro y usarlo para sus propias incursiones en esa amada tierra ya no tan desconocida, pero siempre maravillosa y sorprendente.
En cierta ocasión, se atrevió a confesar todo esto a su amigo más íntimo, a Martín, que también era muy aficionado a los sueños y propenso a todo lo que oliera a fantasía, y éste le contestó que el problema venía de su amor por Yolanda. Esa relación era tan buena, tan perfecta, que la sombra del miedo se había aliado con el frío de la duda, porque la mente no podía aceptar que algo tan bueno fuera real.
Puede que el amigo tuviera razón. El caso es que Alberto dejó una noche de bajar el libro, y poco a poco se fue olvidando de él. Su vida cambió, salía con gente a divertirse por las noches, se pasaba horas y horas hablando de temas intrascendentes, conoció a mujeres y tuvo algunas relaciones que aparentaban ser serias, pero que nunca terminaban de cuajar.
Pero después de unos meses, lentamente, sin que se diera cuenta, le desapareció esa fementida alegría, se volvió irascible y huraño. Se convirtió en un ser intratable que todos rehuían. Y a Alberto se le llenó de frío el corazón.
Ya casi no salía de casa, sólo lo imprescindible, y encerrado con sus pensamientos, a solas entre las cuatro paredes desde donde los libros, los viejos amigos, le miraban en silencio, una tarde triste y apagada de otoño le visitó por primera vez la dama del vestido de gasa y lánguidos ojos, la de la mano inerte que parecía aferrarse a un objeto inexistente. Y aquel encuentro le dolió en lo más hondo.
Pero la dama siguió viniendo, y pasaba un rato a su lado sin decir nada, y luego se iba; pero siempre, antes de marcharse, le dejaba un recuerdo sobre la mesa, cualquier cosa, una hoja seca, un verso, la estrofa de una canción, el dibujo de una gema de azul intenso, el pétalo de una flor, la huella de un beso...
Alberto no entendía al principio qué significaban aquellas cosas; las miraba sin comprender, las cogía y cerraba los ojos con fuerza intentando recordar, hasta que un susurro le venía desde muy lejos, como desde más allá del tiempo, como el eco perdido de un sueño, y ese susurro le dibujaba un nombre en el aire, un nombre de mujer: ...Yo...lan...da...
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(continuará...)
Antonio H. Martín
(31 de octubre, 2008)