PARA LOS ALEGRES
«Con gusto os veo: os he tenido afecto
a vosotros, que, en tantas ocasiones,
me aliviasteis con un saludo amable,
me disteis bondadoso y leal trato
y la franca alegría del artista,
y sus rasgos de ingenio me brindasteis.
Lejos estoy ahora de vuestra amena tierra,
hermosa y placentera, de donde brota siempre tanta vida,
y cuyo idioma, empero, jamás pude entender.
¿Me perdonáis? ¿Ya habíais olvidado
a este hombre descarriado que, con placer dudoso
y cientos de preguntas pueriles en su pecho,
se sentó a vuestra mesa desbordante?
¿Qué era yo? Un peregrino extraño a la existencia
a quien sólo placían los contactos huraños,
y que, libre, sin trabas y estentóreo,
corrió todas las calles de las ciudades vuestras.
Fui un niño a quien mimasteis y dejasteis
estar con los mayores en la mesa; pero que se escapaba
porque, sobre la cerca, le llamaba, hechizándole,
un par de rosas rojas, un pájaro, o el viento.
Construisteis, creasteis, resolvisteis problemas...
Yo no puedo: me arrastran a lo largo del mundo,
sin descansar, hacia una meta ignota,
que cada día se halla más lejana.
Y siempre he de escuchar extraños sones
que, bajo tierra, y en la eterna noche,
murmuran gravemente, tristemente, como un oscuro río,
cuyo canto terrible me estremece.
Y ese clamor que surge del abismo
lleno de horror he de escuchar por siempre,
hasta que, en su confuso coro mágico,
me arrebate la Noche a su regazo.»
Hermann Hesse
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No creo necesario comentar el poema de Hesse, con la excepción de declarar que todo lo expresado en él lo he vivido. Hubo una época, en mi juventud, en que tuve unos cuantos de esos alegres amigos. Y eso me proporcionó, sin duda alguna, momentos muy gratos y divertidos, casi felices. Pero recuerdo asimismo que, ya en aquel entonces, en mi mente se proyectaban otro tipo de tendencias... De hecho llegué a escribir, en ese tiempo, un poemita al respecto, que titulé «Canto de la Huida». Es decir, que ya entonces, a pesar de la juventud y lo agradable y alegre de aquellas relaciones, mi espíritu apuntaba hacia otros derroteros... El por qué de esto, lo desconozco. ¿Será que existe en realidad algo así como un destino, un sello que marca el rumbo de la propia vida?
En cualquier caso, lo acepto. Recuerdo con gratitud aquellos alegres momentos de juventud, las risas, los paseos en compañía, la complicidad en tantas cosas buenas... Pero, también recuerdo que entre esos encuentros, entre esas pequeñas fiestas amistosas, siempre hallaba un instante para mirar hacia otro lado. Y entonces cualquier horizonte me parecía que brillaba de un modo especial, atrayéndome, llamándome, empujándome hacia lo que quizá sea mi destino.
No conservo los versos de aquel poemita, el del «Canto de la Huida», y casi mejor que sea así, porque seguro que eran malos; no en el fondo, pero sí en la forma. No obstante, el título ya dice por sí solo de qué iba la cosa. Ya entonces, años setenta, aun estando entre esos alegres amigos, planeaba sobre mí una extraña sombra azulada que me impelía a huir de esa sociedad alegre y divertida, para quizá poder encontrar un horizonte nuevo. Un horizonte en el que me imaginaba abrazando a un sueño... Un sueño que ahora mismo, aunque me lo propusiera, no sabría expresar en palabras. Porque muchos sueños están hechos de esas fibras casi etéreas que parecen proceder de otro mundo, y no son explicables en nuestro lenguaje cotidiano, porque ninguna explicación sería en absoluto plausible para las habituales mentes cortadas y vulgares que viven a ras de suelo.
Ya sé que estoy algo loco, y tal vez mañana no sepa el sentido de lo escrito esta noche. Pero mañana... Mañana sé que la puerta del misterio seguirá abierta. Y que ese sueño seguirá brillando en el horizonte. Los locos caminantes, los bebedores de estrellas, los que dormimos de lado y soñamos con los valles de la luna, es sabido, creemos en estas cosas. Y nada nos va a hacer cambiar nuestra mirada.
Antonio H. Martín
(24 de noviembre, 2016)
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imagen: de Münchhausen (1943)
música: El viaje - Erik Satie y Michael Nyman