Conoció a Alicia entre la penumbra de un viejo desván, una calurosa tarde de agosto. Se encontraba de vacaciones con su madre en una antigua casona de piedra, de un pueblo de la provincia de Ávila, donde habían sido invitados por unos familiares lejanos. Le gustaba mucho estar allí; era además su primera salida al campo, después de mucho tiempo. Pero aquella tarde había una reunión en la casa (habían venido unos vecinos de visita), y en el patio se juntaba mucha gente a la larga mesa. Una reunión en la que abundaban las consabidas voces altas y las ruidosas risas; de esas que desde siempre le habían provocado una intensa extrañeza. Así que se escabulló en cuanto pudo y se internó por los oscuros pasillos de la casona. Al poco, después de pasar junto a muchas puertas cerradas, dio con una vieja escalera, la subió y tras una última puerta que sí pudo abrir descubrió que era la entrada al desván, uno de esos lugares que desde siempre le habían atraído.
Allí se encontró con una niña que no había visto antes. Y eso que llevaba ya varios días en la casa... Sentada en un rincón, junto a la ventana, estaba como absorta leyendo un libro. Tenía unos ocho o nueve años, los ojos muy vivos y una media melena de color castaño claro, casi rubio.
—¿Quién eres tú, y qué haces aquí? —le preguntó, con un tono que dejaba entrever su molestia por haber él invadido, sin querer, su intimidad.
Tuvo que explicar su presencia allí, que los dueños de la casa eran primos lejanos de su madre y que habían sido invitados a pasar unos días, y también el por qué se había escapado de aquella reunión familiar y decidió explorar la casa. Esto último pareció interesarle a Alicia...
—¿De dónde vienes? —volvió a preguntar la niña.
—No vengo de ningún sitio.
—Pues según me han explicado, quien no tiene un origen no tiene tampoco ningún destino...
—Bueno, no sé... Quizá no lo tenga, o quizá sí. ¿Qué más da eso? Vengo de la ciudad, de una ciudad. Estoy ahora aquí y mañana no sé donde estaré. A mí me llevan y me traen; soy sólo un niño. Cuando sea mayor sabré a donde ir. Y también de dónde vengo. O eso espero...
—¡Jajajaja! Eres un poco raro, ¿no?
—Puede ser. Pero eso no lo he decidido yo. Seguramente nací ya así, con esta rareza... Si te refieres a que soy un solitario, sí, lo soy.
—También yo. ¿Te gusta leer?
—¡Me encanta leer! Me paso tardes enteras leyendo. Cuando los demás chicos se dedican a jugar a la pelota, a las canicas o a los indios, yo prefiero perderme por calles nuevas y desconocidas e imaginar aventuras, o encerrarme en mi cuarto con un buen libro de cuentos. Mi madre suele decir que soy un soñador y un fantástico y que si sigo así me irá mal en este mundo...
—Bueno, eso nunca se sabe, hasta que llega el momento... Me parece que tú y yo somos más viejos de lo que aparentamos, ¿verdad?
—No sé bien a qué te refieres, pero... puede que tengas razón. Cuando observo a los compañeros del colegio, me veo... No sé... ¡diferente!
—¡Sí, sí! ¡Diferente! Y eso no es malo. Cada uno es como es.
—Sí. A veces me siento como extraño y pienso que algo no va bien, pero en seguida se me pasa y me siento feliz con mis rarezas, en medio de un paseo o leyendo un libro.
—¿Cómo te llamas, primo lejano?
—Alberto.
—Yo me llamo Alicia. No soy la Alicia del país de las maravillas o a través del espejo, pero casi... —le dijo con una sonrisa.
—Pues me alegro de encontrarte. Muy... bonito tu desván.
—¡Gracias! Este es mi escondite. Si no me has visto antes es porque me suelo pasar aquí la mayor parte del tiempo. Y cuando no, es que estoy de viaje en el pueblo de mi hermana, que vive cerca y es también un poco como yo; o perdida por el campo... A mí también me gusta pasear y descubrir paisajes nuevos.
Estuvieron mucho rato hablando, hasta que llegó la hora de la cena. En seguida se creó como una corriente de simpatía entre ambos. Alicia le mostró sus libros favoritos y le habló algo de sus sueños... Escasamente, porque según los narraba solía quedarse cortada ante algunos pasajes y había sucesos que se callaba o sobre los que pasaba como de puntillas...
Tiempo después, regresó allí Alberto otras veces, aún sabiendo que no estaba Alicia, porque la había visto marcharse. Quizá con el deseo de recordarla, o simplemente porque le gustaba la atmósfera de aquel desván, que parecía como de cuento. Y pudo ver que esta niña no atesoraba allí muñecas ni otros juguetes propios de su edad, sino sólo libros, libros de cuentos y de aventuras, algunos ilustrados y otros no, que reposaban en una librería descolorida entre los restos de viejos muebles, baúles y armarios. Quizá las muñecas y demás juguetes los guardaba en otro cuarto... Eso nunca lo supo. Y una de esas veces llegó a descubrir un pequeño cofre de madera, medio oculto entre los libros. Casualmente estaba abierto, sin la llave echada, y dentro encontró lo que parecía ser un diario... En su portadilla se leía el siguiente título: «Sueños y aventuras, por Alicia Martín Albán».
Con respeto y algo de vergüenza, pero lleno de curiosidad, Alberto abrió el cuaderno y empezó a leer.
«Anoche, después de cenar y decir a mis tíos que estaba muy cansada y que me iba ya a acostar, subí de nuevo al viejo desván, pensando en leer un rato alguno de mis libros de cuentos, y allí estaba Él... Medio escondido en un rincón en sombra, como esperándome... No imaginaba volver a encontrar tan pronto al Duende. Le miré y me miró. Luego se acercó a mí, despacio, sin decir nada, pero con esa sonrisa suya tan misteriosa y con ese aire tan elegante y orgulloso que tiene al caminar, y me alargó su mano. Una vez más me estaba invitando a viajar a su lado. Sentí algo de temor, pero no me pude resistir. Otras veces había sido un buen guía y me había llevado a paraísos de luz, y eso no podía olvidarlo. Pensé que quizás esta noche volvería a serlo...»
Un ruido inesperado, que procedía de la escalera, le hizo interrumpir la lectura. No, no venía nadie, pero estaba claro que alguien andaba por el pasillo. Así ya no se podía leer a gusto. Dejó el cuaderno en su cofre y salió a hurtadillas del desván. Ya volvería en otro momento. Había algo en esas primeras frases que le había llamado poderosamente la atención.
Antonio Martín Bardán
(19 de junio, 2014)
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Nota del autor:
Soy consciente de que mis breves cuentos casi nunca son historias redondas; es decir, que no son en realidad «cuentos». En absoluto guardan esa línea progresiva clásica o habitual de «presentación, nudo y desenlace». Son sólo fragmentos de historias, retazos, pequeñas visiones... Como lo que solemos recordar de algunos sueños.
En el sueño experimentamos las historias de forma completa. Todo se desarrolla de un modo «natural» y el final «ocurre» en su justo momento. La sensación entonces es de totalidad y de que, efectivamente, hemos vivido una historia. Pero esta sensación se nos escapa una vez estamos despiertos, como todos sabemos, y nos resulta ya casi imposible hilar las imágenes y encontrar su sentido. A mí me sucede con los cuentos que escribo como con esos recuerdos de los sueños.
Algunas veces es porque el amigo Alberto Linde, el soñador empedernido, no guarda buena memoria de sus viajes al país del sueño y sólo me puede narrar lo que aún recuerda con claridad. Y otras veces es porque lo que aquí queda escrito bajo la etiqueta de «cuento» es sólo una visión fragmentaria mía cuya historia completa desconozco.
Si fuera escritor, me inventaría la historia y procuraría darle esa forma redonda que se supone han de tener las historias y los relatos, rellenando los espacios vacíos y buscando un apropiado final. Pero no soy escritor, sino sólo lo que se puede definir como un «narrador fragmentario»... Alguien que «ve» ciertas cosas que estima interesantes y las cuenta, porque le gustan ciertos símbolos o ambientes que allí ha encontrado y le parecen significativos, como si fueran valiosos mensajes del inconsciente. Pero que ignora, por los motivos que sean, el fondo y la trama de la historia. En pocas palabras: no me dedico a inventar, sino sólo a contar aquello que he visto y sentido.
Así, pues, mientras no tenga una visión completa del asunto, mis «cuentos» seguirán teniendo ese pobre carácter fragmentario. Como si fuesen retazos de algo cuya complejidad se me escapa. Sólo pequeños cristales aislados de un amplio y multicolor mosaico que no he conseguido ver del todo. Pero prometo que, cuando se dé el caso, escribiré los cuentos como es debido.
A. Martín Bardán
Amén de otras, la primera acepción, que nos da la RAE de la palabra escritor, es: 'persona que escribe'. Hay otra, también exacta, pero que ya va en segundo lugar y tiene mucho que ver con esos fenotipos culturales que se desarrollan con la evolución de los tiempos y las costumbres. Esta segunda, es la que se respira en las palabras de tu texto y hace referencia a los que ‘viven de lo que escriben’, que también!
ResponderEliminarNo obstante, te pregunto, ¿Qué adjetivo principal utilizarías para describir la actividad o la esencia misma de Van Gogh o del gran Kafka? El primero, no vendió ni siquiera un cuadro en vida, y el segundo, salvo algún artículo menor, publicó sólo después de muerto… y gracias a que al buen amigo a quien había encargado que destruyese sus escritos, tuvo la muy feliz idea de revisarlos antes de hacerlo… de lo que es fácil inferir, que uno es lo que es, incluso a pesar suyo. O que el hábito, no hace al monje, sino al revés.
Otra cosa, es el sentimiento que el hecho plasmar en papel, ahora en una pantalla, nuestros pensamientos o sentimientos nos provoca, que siempre será personal e intransferible. Asunto sobre el que se ha escrito y se escribirá in aetérmun, como bien sabrás.
Por otra parte, yo creo que todos los escritores son 'narradores fragmentarios' (me encanta la descripción). ¿Cómo sino, más allá de nudos y comienzos, podrían poner 'fin' (el que sea) a sus historias? No hay más que leer el ‘Rayuela’ de Cortázar o algún cuento de Borges, (por citar a dos de los grandes) para comprobar que ese esquema de ‘presentación, nudo y desenlace’, no es que esté obsoleto, pero sí que puede ‘tratarse’ de infinitas maneras. Y en todo caso, un final al uso, es un poco más de ese círculo cerrado que citas en tu texto, un ‘más de lo mismo’. Mucho mejor, a mi parecer, los finales abiertos, que despiertan e inducen al lector a adaptar la trama a conveniencia de su imaginación y fantasía. Todo un poder que nos transmite el dios creador (en este caso tú) de los personajes, de no importa la historia.
Por cierto, me encantó tu cuento.
Ante todo, gracias, amiga Crystal, por tan inteligente y simpático comentario.
EliminarNo voy a pronunciarme sobre el tema de los fenotipos culturales en relación a mi mínima escritura. Aunque imagino que, efectivamente, algo ha de haber respecto a eso, dado que siempre estamos influidos por nuestro entorno social y temporal. Pero ya expresé aquí hace tiempo que no me considero un escritor, sino tan sólo un mero «escribidor», a pesar del sentido peyorativo que suele tener esa definición. Y la razón es porque para mí el término escritor tiene connotaciones muy importantes... En absoluto puedo comparar mis letras con la labor de los profesionales de la materia, porque ellos conocen bien las herramientas del oficio y saben crear obras, sean o no de ficción, según las normas pertinentes. Con resultados variopintos (dependiendo del hacer personal y la inspiración de cada uno), pero en cualquier caso de manera formal, correcta, pulcra y efectiva. Asunto que yo desconozco casi en su totalidad. Si yo escribo, lo hago sólo desde mi mediana formación y experiencia como lector. Es decir, que escribo sólo «de oído», no porque domine los utensilios gramaticales, las fórmulas y los métodos necesarios. Y eso, forzosamente, tiene que notarse. Por eso digo que soy solamente un escribidor o, como mucho, un escritor aficionado. Alguien que lo intenta, como buenamente puede, pero que tiene sus limitaciones.
¿Qué puedo decir en referencia a los ejemplos que pones sobre la mesa? Van Gogh, Kafka, Cortázar, Borges... Ellos sí que eran artistas, además de profesionales y maestros en sus géneros. Independientemente del éxito que tuvieran, o no, en los respectivos momentos que les tocó vivir, crear y mostrar sus obras. No es mi caso. Sólo soy alguien que intenta, tímidamente, paso a paso y muchas veces a tientas, acercarse un poco a ese mundo. Y no por llegar a ser escritor. Nunca me ha interesado la literatura como oficio. Sino sólo como un intento de conjugar, a través de las palabras, valiosos trazos de la vida. En definitiva, lo que en verdad me interesa no es la literatura, sino la magia.
Entiendo eso que dices de que la vieja fórmula de «presentación, nudo y desenlace» puede tratarse de muchas maneras distintas, y lo de que son mejores los «finales abiertos»... Esto último lo hago a menudo, pero ya he explicado que no es debido a un gusto personal (aunque me guste), sino porque las visiones que motivan mis cuentos se rompen en determinado momento, al igual que ocurre con algunos sueños.
Por supuesto que sería muy agradable ver algunas de mis historias plasmadas en papel. Un libro es un libro, por pequeño que sea, y tiene un poder muy superior a cualquier pantalla (o al menos es mi manera, quizá ya anacrónica, de verlo). No sé si se ha escrito y se escribirá ad aeternam sobre este tema, pero sí recuerdo que desde muy joven, cuando empecé a conocer la obras de algunos autores como Dunsany, Lovecraft, Wilde o Hesse, ensoñaba con lograr algún día esa meta, e incluso me gustaba imaginar que ello me podría proporcionar muy gratos encuentros en el futuro con personas lejanas y afines. Un libro es una de las mejores cartas de presentación. Quién sabe, quizá algún día. Pero aunque evidentemente me gustaría algo así, repito que no es, esencialmente, lo que me mueve a escribir. El encuentro con la magia es mi principal motivo. Y cuando escribo, aún con mis torpes maneras, en el fondo lo que intento es moldear un hechizo...
Me alegro de que mi fragmentario cuento, que quiere ser vagamente de hadas, te haya encantado. Un abrazo, Crystal.
"En absoluto puedo comparar mis letras con la labor de los profesionales de la materia, porque ellos conocen bien las herramientas del oficio y saben crear obras, sean o no de ficción, según las normas pertinentes. Con resultados variopintos (dependiendo del hacer personal y la inspiración de cada uno), pero en cualquier caso de manera formal, correcta, pulcra y efectiva. Asunto que yo desconozco casi en su totalidad. Si yo escribo, lo hago sólo desde mi mediana formación y experiencia como lector. Es decir, que escribo sólo «de oído», no porque domine los utensilios gramaticales, las fórmulas y los métodos necesarios. Y eso, forzosamente, tiene que notarse."
ResponderEliminarJane Austen, Mark Twain, George Bernard Shaw, León Tolstoi o Miguel Hernández,autodidactas y todos ellos sin instrucción 'formal'. Eso sí, con un oído finísimo para la materia :)) Hay muchísimos más, pero estos son los que me vienen ahora mismo a la memoria.
Vd.perdone, la insistencia.
Vale, vale, Crystal. Aceptaremos "narrador fragmentario" como animal de compañía, jejeje.
EliminarPor otra parte, es evidente que todos los autores que nombras eran autodidactas, más que nada porque en sus tiempos no existía la carrera de "escritor" y sólo podían formarse leyendo y experimentando. Ahora creo que tampoco (lo más cercano debe ser la de periodismo), pero está eso que llaman "talleres literarios", que no sé hasta qué punto son aleccionadores, pero que imagino ayudarán algo en la formación de los futuros aventureros de la escritura.
Lo que sí veo muy claro es la necesidad de tener "oído". Eso sí que es importante y básico. Sin oído no hay nada que hacer, por mucho que leas o estudies. Hay como un arte intrínseco en el saber escuchar y en que eso, de alguna manera, te impregne... Y le sumaría también el valioso asunto de la creatividad. Cosa extraña y muy personal que no se sabe de dónde viene (opino que de ciertos nexos con el inconsciente), pero sin la cual los resultados se quedan en simples redacciones mediocres o meramente funcionales. Digo esto porque leo casi a diario artículos de prensa que se supone que están muy bien escritos, o al menos muy correctamente, pero cuyo lenguaje me da la impresión de que dificílmente podría ser la base de una obra literaria de calidad. Aunque, por otra parte, también es cierto que un artículo periodístico no es el lugar adecuado para hacer juicios de valor, más allá de su contexto.
Lo que quiero decir es que escribir, ateniéndose a unas normas básicas, no es tan difícil, pero otra cuestión muy distinta es la de crear, y además hacerlo con un cierto y original estilo.
Y te pongo un ejemplo notable, además de notorio: Imagino que el en principio estudiante de filosofía y más tarde poeta Friedrich Hölderlin, aprendió a usar correcta y sabiamente las letras leyendo las obras clásicas y estudiando los textos filosóficos universitarios, al igual que todos sus compañeros de aula. Pero... ¿quién sino él escribió luego el magistral Hyperion? ¿Fue eso a causa de una mayor finura en el oído? ¿Porque su mente supo extraer de las lecturas conexiones que los demás no llegaron a percibir y, en consecuencia, pudo lograr un más alto nivel de expresión?... No, lo hizo, simplemente, porque era Hölderlin, y en el cuadro de su vida estaba pintado ese libro. Y aunque, por equis razones, más tarde se volviera extrañamente loco, pudo dejarnos unos poemas sublimes y esa joya genial del Hiperión.
Lo comento en relación a lo que viene a significar mi autocrítica. Cuando digo que no soy escritor, sino sólo un mero escribidor, me estoy refiriendo tácitamente a gente de un elevado nivel. No sólo a individuos especiales como Hölderlin o como los que tú nombras, sino a muchos otros, que aparte de saber escribir muy bien tenían y tienen además algo estimable que decir. Y efectivamente lo hacían y lo hacen. Creando historias emotivas, brillantes y con sentido, y dejando sobre el papel filas de piedras preciosas (en cuanto a la estética y en cuanto al valor interior) que seguramente trascenderán, en algunos casos, muchos avatares del tiempo. Topacios, zafiros, diamantes y esmeraldas que este caminante nocturno aún no ha conseguido encontrar...
(...)
No, Crystal, no pienses con esto que uno tiene pretensiones de héroe romántico, de maestro o de genio. No, en absoluto. Pero ante ejemplos así..., la propia escritura, los pobres y humildes intentos de expresar lo que se quiere expresar, se me queda muy corta. Ya sé que sé escribir, que sé juntar palabras y construir frases y párrafos con una sintaxis medianamente aceptable, o al menos inteligible. En eso me ayuda mi experiencia como buen lector, mi oído y mi porción de sensibilidad. Pero escribir de verdad, para mí es otra cosa.
EliminarLas comparaciones son odiosas, por supuesto, y nunca me he planteado escribir una obra de calidad, una obra recordable como las de esos autores, ni mucho menos una obra maestra como el "Hiperión" de Hölderlin o "La olla de oro" de Hoffmann (por poner dos ejemplos de los que he hablado aquí a menudo). Pero cuando releo, por ejemplo, el capítulo de "El último verano de Klingsor", de Hesse, que transcribí aquí hace unos días, me encuentro ante la situación de que veo el dibujo, perfectamente definido, de lo que me gustaría hacer, de cómo me gustaría escribir en realidad. No ya en cuanto al estilo, a la forma, al tono, al color..., aunque también, sino sobre todo en cuanto al fondo, a lo que queda pintado entre líneas, a lo que resuena detrás de cada frase, al aire que se respira en el conjunto, al espíritu que lo anima... Pero para eso hay que vivir y saber mirar de una cierta manera, aparte de dominar las letras, y quizá, seguramente, es eso lo que me falta.
En fin, seraphim... Ya dije al término de mi anterior comentario que lo que intento con mis escritos nocturnos es "moldear un hechizo", porque en esencia lo que busco no es la literatura (signifique ésta lo que signifique, sea arte, ciencia o simple entretenimiento), sino la magia. Pero esto aún no pasa de ser más que un intento. El día que escriba algo que me satisfaga plenamente, seré el primero en considerarme escritor, es decir, un mago de las letras. Mientras tanto, seguiré siendo sólo un narrador fragmentario.
Saludos.
Buena definición . Por cierto de pequeña tenía localizado a un enanito mágico,algo muy propio de niñ@s solitari@s.
ResponderEliminarGracias, MJ.
ResponderEliminarLo del "enanito" me recuerda a otros cuentos de hadas. Incluso a una historia autobiográfica de Hesse y a una experiencia infantil de Jung, que narra en sus memorias interiores. Debe ser, como dices, algo típico de niños solitarios, que tienen, lógicamente, un plus de imaginación para compensar su soledad.
Pero me atrevo a decir lo siguiente: que en ocasiones esa imaginación puede responder a una más amplia sensibilidad, a una mayor percepción... Yo es que, a pesar de la edad, sigo creyendo en hadas y duendes. ¡Qué le voy a hacer! ¡Jejeje!
Un saludo.