"Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto, pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos, aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a un poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta de la casa o si se entra con los zapatos sucios.
"Me gusta sin duda esta atmósfera desde los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva, sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos. Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria, ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza, decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario, por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía."
Hermann Hesse
("El lobo estepario", 1927)
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Releyendo este pasaje de Hesse, con el que me identifico, pienso en algo que me ocurrió hace pocos meses... Unos amigos me llevaron hasta la cabaña de una profesora, amiga suya, que vive en un lugar aislado, entre montañas. Una cabaña de piedra, de porte antiguo, típica de estas tierras, pero con un interior acogedor y dotado de todas las comodidades. Para llegar allí hubo que dejar aparcado el vehículo y subir andando un largo trecho del camino, porque había nevado mucho recientemente y quedaba una resbaladiza capa de hielo.
Las vistas eran impresionantes, con praderas blancas salpicadas de robles y hayas, y en el horizonte unos majestuosos macizos de granito que dominaban el valle como gigantes. Y el aire, el más puro y limpio que he respirado nunca. Un aire que, no sé por qué, te hacía sonreír e incluso ver y pensar de forma diferente, de un modo más positivo. En definitiva, un aire que te hacía sentirte más alegre y fuerte.
Y bueno, ya en el interior de la cabaña, muy acogedor, ya digo, y amablemente atendidos por la profesora, mientras comíamos un sabroso aperitivo y bebíamos unos vasos de vino, uno de los amigos me dijo que allí, en un sitio como ese, yo estaría en mi hábitat ideal, porque era un lugar muy propicio para dar paseos tranquilos, contemplar el paisaje, pensar, y después escribir...
Entonces miré por la pequeña ventana, ví esas praderas inclinadas y los imponentes farallones, y sentí la punzada de una honda soledad.... No, yo no tenía la madera de un
Zarathustra, ni era una especie de ermitaño ni nada parecido. Podría vivir en un sitio así unos días, quizá unas pocas semanas, pero no más. La sensación que me inspiraba ese lugar era de
frío, pero no un frío provocado por el hielo, sino otro más interior.
Soy, efectivamente, un solitario, pero no tanto. Necesito salir de vez en cuando de mi guarida de lobo y encontrarme con otras personas, meterme en algún viejo mesón y tomarme un vaso de vino, conversar con alguien, sentir algo de calor humano.
Y en cuanto al tipo de vivienda, yo también prefiero las casas burguesas, con sus paredes bien pintadas y un bonito jardín, con sus interiores limpios y bien ordenados, o un apartamento en un edificio moderno, que esté bien cuidado, pulcro, en una zona tranquila, donde las voces sean educadas y no estridentes. Ese tipo de ambiente es en el que me siento a gusto. La gente que te rodea es "normal", grupos familiares con sus niños, con sus rutinas cotidianas, con su vulgaridad, con sus risas, con las cosas de siempre, pero dentro de un orden de tranquilidad y buena convivencia. Gente que no me molesta y a la que, por supuesto, intento no molestar. Gente, en fin, que no se mezcla conmigo, ni yo con ella, con la que siempre hay como una respetuosa distancia. Ellos son los normales y yo el extraño, pero cada uno está en su sitio, y no se mete en el del otro.
Aunque luego, dentro de mi guarida, todo sea algo distinto, con ese aire del solitario empedernido, y con ese caos tan personal, que no es sino un orden muy particular. Yo también procuro ser ordenado y limpio, aunque es inevitable la acumulación de colillas de cigarros en los ceniceros y el consiguiente olor, y el amontonamiento de libros sobre las mesas. Es muy bonita una librería con todos sus libros bien colocados, libres de polvo, casi brillantes, pero... me parece un desperdicio y una inutilidad. Y, sin embargo, reconozco que al entrar en una de esas casas burguesas, me gusta esa visión de la librería bien ordenada, como si fuera nueva, sin estrenar. Es como una tentación...
Me encanta el silencio, me es incluso necesario para vivir. Pero no el impersonal silencio de las montañas, con su rumor de viento, ese viento arrogante, frío y extraño que parece decirte: "¡Caminante, éste es el límite del mundo! ¡Regresa ahora, o ya nunca podrás volver a tu hogar!"... No, prefiero saber encontrar los huecos de silencio que una sociedad te permite, y que si es como debe ser, son suficientes. Hay momentos para hablar con los otros, momentos para sumergirse en las ondas de una buena música, y momentos para escuchar el silencio e intentar hallar ese sentido perdido, del que hablaba Hesse.
Sinceramente, no me veo yo viviendo en una cabaña de piedra en una montaña. Por mucho que allí, o en sus alrededores, se me pudiera aparecer el fantasma de Zarathustra... Prefiero mi tranquilo apartamento del valle, rodeado de gente burguesa, y donde sé que en cualquier momento puedo salir y conversar con alguien, tomarme un vino en compañía o simplemente pasear solo por el pueblo, mientras observo los cambios de luz en las hojas, en las nubes o en las viejas paredes de piedra. Aquí también puedo escribir, aunque sea, por supuesto, a mi manera.
Soy un lobo estepario, sí, pero a mi estepa la llevo dentro. Y con esa soledad me basta y me sobra. El sentido de la propia vida, la magia que en algún momento se perdió, se puede volver a encontrar en la cima de una montaña o en el pasillo de tu casa...
Antonio H. Martín
(22 de mayo, 2012)
He disfrutado mucho leyendo tu texto. Participo de algunas de tus preferencias, pero la soledad, hoy por hoy, sólo la encuentro fugazmente en el cuarto de baño...
ResponderEliminarMe encantan las casas solitarias, abandonadas con huellas de un pasado singular. Si pudiera entraría en todas. Hasta me seducen las ruinas...
Un abrazo, Antonio
Me alegra saber que lo has disfrutado, Luis Antonio.
ResponderEliminarEl cuarto de baño es un buen sitio, pero en mi caso es toda la casa, porque vivo solo.
Y esa aficción por las casas abandonadas denota un sello muy romántico...
Un abrazo, profesor.
Saludos Antonio. Soledad y solietariedad absorben los lentes a la mitad, para darnos una mirada indivisa.
ResponderEliminarHola, Elisabeth.
ResponderEliminarLa soledad es buena para mirar mejor, y ver, sí.
Un abrazo, poeta.