Llegó allí, a aquel misterioso recinto del oráculo, después de seguir un largo y quebrado camino... Atravesando el bosque de los sueños, de hojas brillantes y azules, donde entre duendes y hadas se tejen en silencio las fantásticas filigranas que luego van a posarse en la mente de los atribulados durmientes. Y cruzando el río oscuro y frío que susurra secretos bajo la luna, ese en cuyas orillas se encuentran los árboles con los dorados frutos que proporcionan el bálsamo del olvido.
Y tras subir a una empinada colina envuelta por el viento, que dominaba todo el valle, se encontró por fin en una sala grande y casi vacía con muros de piedra, ornados con extrañas pinturas que evocaban antiguos mitos olvidados. El ambiente, medio en penumbra, infundía temor y respeto, y entre el perfume del olíbano y la danza de las sombras provocada por un fuego que ardía en algún punto impreciso de la sala, el recién llegado se sintió fascinado y atemorizado a un tiempo, incapaz de pronunciar ninguna palabra. Pero después de unos minutos de silencio, se atrevió a hacer su pregunta a aquella figura que le miraba, quieta y callada, tras una hierática máscara de jade:
—Oráculo, quiero saber cuánto me queda de vida.
El oráculo consultó sus piedras y contestó, con voz grave y lejana:
—Un año, quizá dos.
—No, no me refiero al tiempo que me queda de vida, sino a cuánta vida queda dentro de mí...
El oráculo volvió a consultar sus piedras y contestó:
—Un kilo, quizá dos.
—¿Y eso es mucho o poco? --preguntó de nuevo.
El oráculo se quitó entonces su máscara de jade y dijo, algo irritado:
—Oye, majete, el par de monedas que has dejado a la entrada no te da derecho a pasarte de la raya. Esto no es un consultorio ni el despacho del psiquiatra. Así que... ¡ya te estás marchando con la música a otra parte!
—Usted perdone, señor Oráculo, yo creía que...
—Nada, nada, lo de las creencias en el templo de enfrente. ¡Hala! ¡Fuera! ¡Humo!
Y el caminante se marchó cabizbajo, pensando en que las cosas ya no eran como antes...
AntonioHMartín
Pongo ahora este brevísimo relato, con un leve toque de humor, para aliviar un poco la atmósfera algo grave e intensa de mis últimas entradas dedicadas a aspectos del arte taoísta y del romanticismo.
ResponderEliminarPorque una sonrisa, aunque sea pequeña, siempre viene bien.
Saludos :)
Bello cuento, de inesperado final... pero sí, me has hecho sonreír. A veces, te sale la vena de 'gato descarado' que tenéis los madrileños :)
ResponderEliminarUn abrazo, Antuán.
¡Jajaja! ¿Gato descarado, yo? ¡Pero si soy un lobo...! (madrileño, eso sí, aunque de diferentes orígenes: también soy asturiano, manchego y, últimamente, cántabro).
ResponderEliminarBueno, por lo menos he conseguido una sonrisa tuya. Con eso ya vale y está cumplido el cuentecito.
Un abrazo, Hada de cristal.